Marxismo, dinero e inflación

Después de décadas de baja inflación y tasas de interés mínimas, la economía mundial se enfrenta ahora a un fantasma que no se había visto desde los años setenta: la combinación del aumento de los niveles de inflación con la amenaza de una nueva recesión. Está claro que hemos entrado a una nueva etapa de la crisis del capitalismo mundial que ni los propios estrategas del capital pueden explicar. En este artículo, Adam Booth de la Corriente Marxista Internacional en Gran Bretaña, se pregunta: ¿Cuáles son los factores que están detrás de la actual etapa de crisis del capitalismo mundial? ¿Cuál es la causa real de la inflación?  y ¿Cuál será el efecto de dicha inflación en la lucha de clases?


En todo el mundo, el látigo de la inflación inflige miedo en el corazón de los trabajadores y de las clases dominantes por igual. 

Para los trabajadores, el aumento de los precios en todos los ámbitos -desde la energía hasta la vivienda, pasando por el transporte y los alimentos- está provocando una catástrofe en el costo de vida. 

La inflación se puede definir como la devaluación de una moneda; el dinero compra menos bienes y servicios que antes. Por lo tanto, el poder adquisitivo de los salarios ha disminuido. 

Aunque los trabajadores pueden obtener un salario más alto, éste suele estar más abajo del aumento de los alquileres y los servicios públicos, lo que conlleva al declive del ingreso familiar. 

Al momento de escribir estas líneas, la cifra principal de la inflación en el Reino Unido se ha disparado hasta el 9%, el nivel más alto en cuatro décadas. Y los analistas prevén que esta cifra podría superar el 10% a finales de este año.

En Estados Unidos también se han registrado cifras similares, ya que los precios aumentaron un 8,5% en marzo en comparación con marzo del año anterior. En Europa, la cifra equivalente es del 7,5%. En los países capitalistas avanzados de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) es del 7,7%.

No sólo la inestabilidad social y económica causada por la inflación le quita el sueño a los políticos y legisladores, sino también la alarmante verdad de que se disponen de pocos tratamientos para combatir esta enfermedad multifacética. Peor aún, la «cura» – tipos de interés más altos y una nueva recesión mundial – podría ser peor que la enfermedad.

Para los trabajadores que sufren la presión del aumento de precios y el estancamiento de los salarios reales, la pregunta vital es: ¿Cómo combatir la amenaza de la inflación?

Para responder a la pregunta de los 64 millones de dólares (¿O deberían ser 64.000 millones de dólares, en la moneda devaluada de hoy?), primero debemos entender qué es la inflación y de dónde viene.

Salarios, precios y ganancias

A pesar de sus aparentes diferencias, en última instancia los keynesianos y los monetaristas están de acuerdo en que es la clase obrera la que debe pagar por esta crisis. La «elección» que presentan a los trabajadores está entre la muerte por ahorcamiento o la muerte por mil recortes.

Ninguno de los dos campos ofrece una solución real, ya que el problema de fondo reside en el propio sistema que defienden: el capitalismo.

Al sustraer su hipócrita boxeo de sombra, vemos que estas dos alas de la economía burguesa se unen al recetar sus medicinas contra la inflación: la austeridad y los ataques a los salarios de los trabajadores.

Los economistas burgueses de todas las tendencias son aficionados a señalar con el dedo a los molestos sindicalistas, acusados de provocar espirales de alza de precios por exigir aumentos salariales.

Del mismo modo, la actual moda de los economistas de advertir que los precios subirán debido a las «expectativas de inflación», es sólo un eufemismo utilizado para referirse a los trabajadores que intentan mantenerse al día del aumento del coste de la vida.

Sin embargo, evidencia reciente ha golpeado este tipo de tonterías reaccionarias. El aumento salarial medio apenas puede seguir el ritmo del alza de precios, incluso a pesar de la continua escasez de mano de obra en muchas industrias y sectores vitales, es un indicio de que los trabajadores no son la causa de la inflación, sino sus víctimas. 

De hecho, lejos de ver una «espiral de precios-salarios» impulsada por los trabajadores, existe una «espiral de precios-ganancia» para los capitalistas: los banqueros reciben bonos salariales récord y las grandes empresas siguen obteniendo usuras exorbitantes, incluso a pesar del aumento de precios. 

Aunado a esta refutación empírica, hace ya tiempo que Karl Marx respondió teóricamente a dichos argumentos derechistas. 

En su panfleto Valor, precio y ganancia, por ejemplo, el cual está basado en una serie de conferencias pronunciadas en la Primera Internacional en junio de 1865, Marx polemizó en contra del «ciudadano» John Weston, el cual fue un prominente reformista influenciado por las ideas liberales de economistas burgueses como Adam Smith y David Ricardo.

Según Marx, la posición de Weston podría resumirse de la siguiente manera: : 1) que un aumento general del salario no sería de utilidad para los obreros; 2) que, por consiguiente, etc., los sindicatos tienen un efecto perjudicial«.

Marx utilizó este debate como una oportunidad para esbozar sus propias ideas económicas, en particular en lo que respecta a la ley del valor, basada en la teoría del valor-trabajo (TVT), y la diferencia entre valores y precios.

La idea central de la exposición de Marx es que los precios de las mercancías -bienes y servicios producidos para el intercambio en el mercado- no son arbitrarios; ni tampoco se deciden por los caprichos subjetivos de los capitalistas. Por el contrario, los precios están determinados por leyes y dinámicas objetivas, que pueden ser comprendidas y examinadas.

Marx subrayó que los precios no están determinados por la suma de los salarios y los beneficios, como afirmaban los economistas clásicos burgueses. Más bien, los precios son, en términos generales, la expresión monetaria del valor de las mercancías.

Los precios varían según la oferta y la demanda, explicó Marx. Pero en un mercado libre, bajo la presión de la competencia, estos precios deberían fluctuar en torno a un nivel medio: el valor de una mercancía, determinado por el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir un determinado bien. 

En otras palabras, la clase obrera añade valor a las mercancías al aplicar su trabajo en el proceso de producción. A su vez, es este valor el que se distribuye proporcionalmente entre los trabajadores y los capitalistas en forma de salarios y ganancias. 

Es importante destacar que los propios trabajadores venden una mercancía al capitalista: su fuerza de trabajo, es decir, su capacidad de trabajar durante una hora, un día, una semana, etc. Es a cambio de esta mercancía que reciben un salario. 

La fuerza de trabajo, en la mayoría de los aspectos, es como cualquier otra mercancía. Tiene un valor determinado por el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir esta mercancía. En el caso de la fuerza de trabajo, se trata del tiempo promedio necesario para mantener y reproducir la propia clase trabajadora, en forma de alimentos, ropa, vivienda, educación, etc. 

Del mismo modo, la fuerza de trabajo tiene un precio: el salario promedio que reciben los trabajadores. Así como los precios en general, los salarios también pueden fluctuar por encima o por debajo del valor de la fuerza de trabajo a través de la oferta y la demanda. Sin embargo, a diferencia de otras mercancías, esto no ocurre simplemente a través de las fuerzas del mercado, sino a través de la lucha de clases.

Esto nos lleva a la idea principal de Marx. Al igual que los precios, las ganancias de los capitalistas no son arbitrarias. No se obtienen haciendo trampas; «comprando barato y vendiendo caro». Las leyes de la competencia, en general, impiden a los capitalistas añadir un recargo a sus costos.

De hecho, ahora mismo, muchas empresas -sobre todo las más pequeñas, sin la escala y el poder de fijación de precios de los grandes monopolios- se quejan de que no pueden simplemente pasarle el aumento de los costos (sobre todo de la energía y el transporte) a los clientes, sin ver un impacto negativo en sus ventas.

Incluso si pudieran fijar los precios de esa manera, señaló Marx, lo que los capitalistas ganaban con una mano como vendedores, simplemente lo perderían con la otra como compradores, ya que sus propios costes de producción (incluidos los salarios) habrían aumentado. Sería como robar a Pedro para pagarle a Pablo.

Por el contrario, como analiza Marx, las ganancias representan el trabajo no remunerado de la clase obrera: la plusvalía que se produce por encima de lo que se paga a los trabajadores por su fuerza de trabajo en forma de salarios.

¿De quién es la culpa?

En resumen, la clase obrera, en el transcurso de la jornada laboral, la semana o el año, produce una suma de valor. Y, como explica Marx «Este valor dado, determinado por su tiempo de trabajo, es el único fondo del que tanto él como el capitalista tienen que sacar su respectiva parte o dividendo, el único valor que ha de dividirse en salarios y ganancias…»

La inflación, por tanto, no hace más rica a la sociedad en términos de riqueza real. Pero sí redistribuye la riqueza entre acreedores y deudores, y desplaza los ingresos entre capitalistas y trabajadores, normalmente en detrimento de los trabajadores, ya que los precios suben más rápido que los salarios. 

A partir de esto, Marx continúa:

Como el capitalista y el obrero sólo pueden repartirse este valor, que es limitado, es decir, el valor medido por el trabajo total del obrero, cuanto más perciba el uno menos obtendrá el otro, y viceversa…

Por tanto, una subida general de salarios determinaría una disminución de la cuota general de ganancia; pero no haría cambiar los valores.

En otras palabras, todo aumento real de los salarios de los trabajadores sólo puede producirse disminuyendo las ganancias de la clase capitalista. Y por eso, como vemos hoy, los empresarios -y sus sirvientes en los medios de comunicación, la City y Westminster- lanzan un ataque tan feroz contra los trabajadores que, como Oliver Twist, se atreven a pedir más.

Por lo tanto, está claro que los trabajadores no tienen la culpa de la inflación, sino que se ven obligados a luchar constantemente para mantener su nivel de vida ante el aumento de los precios y el asalto de los patrones. 

«Toda la historia del pasado demuestra que, siempre que se produce tal depreciación del dinero, los capitalistas se apresuran a aprovechar esta coyuntura para defraudar a los obreros.», señala Marx en Salario, precio y ganancia.

De hecho, con la mayoría de los grandes mercados dominados por sólo un puñado de poderosos monopolios, los jefes de las empresas han aprovechado oportunamente la pandemia para participar en la escalada de precios y en la especulación.

Las empresas del índice bursátil S&P 500, por ejemplo, vieron cómo sus «ganancias» globales aumentaron aproximadamente un 50% en 2021, y los márgenes de dichos lucros se mantuvieron en máximos históricos de casi el 13% durante todo el año. Algunos analistas burgueses, por su parte, han estimado que los «márgenes de ganancia» podrían ser responsables de más del 70% del aumento de los precios en Estados Unidos desde finales de 2019.

Por lo tanto, son los trabajadores los que persiguen los precios, y no al revés. Como resume Marx en su obra magna, El Capital:

«…Si dependiese de los productores capitalistas el subir a su antojo los precios de sus mercancías, podrían hacerlo y lo harían, indudablemente, sin necesidad de subir los salarios. Los salarios no subirían nunca al bajar los precios de las mercancías. La clase capitalista no se opondría jamás a los sindicatos, puesto que podría hacer siempre y en cualesquier circunstancias lo que en la actualidad hace de hecho excepcionalmente en determinadas circunstancias especiales, en circunstancias locales, por decirlo así, a saber: aprovecharse de cualquier alza de los salarios para aumentar en una proporción mucho mayor los precios de las mercancías, es decir, para obtener mayores ganancias…

«Toda esta objeción se reduce a un tiro de alarma de los capitalistas y de sus sicofantes en el terreno de la economía… El efecto se toma entonces por la causa. Los salarios suben (aun cuando raras veces y sólo por excepción proporcionalmente) cuando suben los precios de los artículos de primera necesidad. Su subida es consecuencia y no causa de la subida de los precios de las mercancías».

«La lucha por el aumento de los salarios sólo sigue el camino de cambios anteriores«, subraya Marx en respuesta al ciudadano Weston, «en una palabra, como reacciones del trabajo contra las acciones anteriores del capital».

Capital ficticio

Para Marx y los marxistas, entonces, la respuesta a las cuestiones monetarias debe buscarse, en última instancia, en la comprensión del valor y sus leyes; de la producción generalizada de mercancías y del intercambio; y del sistema de ganancias que se deriva de ello.

Únicamente armados con una comprensión marxista del valor y los precios, como se ha señalado anteriormente, podremos empezar a entender las verdaderas fuerzas y factores que hay detrás de la inflación, incluida la crisis actual.

En primer lugar, está el papel de lo que Marx denominó como «capital ficticio»: la circulación de dinero en la economía sin una circulación de valor que la acompañe; dinero que circula como capital -dinero que busca crear más dinero- sin ninguna producción de mercancías asociada.

Sin embargo, antes de seguir adelante debemos responder a la pregunta: ¿qué es el dinero?

En esencia, Marx explica que el dinero es una medida universal de valor; un parámetro estándar, con el que se puede expresar el valor de todas las demás mercancías.

Los precios, a su vez, son la expresión monetaria del valor; la unidad de medida del tiempo de trabajo socialmente necesario cristalizado en las mercancías.

El dinero surge orgánica e históricamente junto con la sociedad de clases y la propiedad privada, a partir de las necesidades de la producción de mercancías, el intercambio y el comercio.

Inicialmente, toma la forma de la mercancía monetaria: una mercancía que es valiosa por derecho propio, con su propio tiempo de trabajo socialmente necesario incorporado; que es susceptible de ser intercambiada por todas las demás mercancías; y con la que todas las demás mercancías pueden ser comparadas, actuando así como un equivalente universal.

A partir del siglo VI a.C., por ejemplo, vemos la aparición de la moneda, con el uso de metales preciosos -como el oro y la plata- como producto monetario. A partir de ahí, los diversos tipos de monedas metálicas dominaron durante milenios hasta el siglo XX.

Con el tiempo, a través de degradaciones, los metales preciosos que circulaban como dinero se devaluaron. El valor nominal de las monedas, en otras palabras, se separó del valor real del metal que circulaba como dinero.

En este proceso, en lugar de ser una mercancía monetaria con su propio valor intrínseco, el dinero – en forma de monedas, luego como billetes de papel, y ahora incluso sólo como números en una pantalla – se ha convertido en una colección de meras fichas, que actúan como una representación de valor.

Una determinada cantidad de dinero, en otras palabras, actúa como símbolo de una determinada cantidad de valores, los cuales están plasmados en mercancías. A su vez, los precios varían en función de la oferta monetaria, la cantidad de valor en circulación y la «velocidad» del dinero (el ritmo o la frecuencia con la que se producen los intercambios en la economía). 

En igualdad de condiciones, si el dinero que circula en la economía aumenta sin un aumento correspondiente de los valores en circulación, en forma de mercancías compradas y vendidas en el mercado, esto significa que los precios subirán como consecuencia.

Esto pone de manifiesto la inestabilidad y las tendencias inflacionistas implícitas en el uso de fichas monetarias como símbolo de valor, siempre y cuando éstas no están vinculadas a una base material en términos de mercancías con valor real. Este es el caso hoy en día con las denominadas monedas «flotantes» (o «fiat»). 

Entendiendo el fondo del problema, ya sea como papel moneda o como representaciones digitales, estas fichas son pagarés para pagar al portador; promesas que deberían estar respaldadas por mercancías con valor real, ya sea en términos de actividad productiva real, o en forma de mercancía monetaria, por ejemplo, en oro. Si no es de este modo, se producirá inflación.

Es aquí donde entra el capital ficticio: dinero puesto en circulación (como capital), sin que se produzca ninguna base material en términos de valor (es decir, mercancías).

Esto puede adoptar muchas formas: bonos del Estado que representan deudas nacionales; acciones, títulos, valores y otros productos financieros complejos inventados y vendidos a los inversores; y el gasto del Estado en proyectos improductivos, como armas o carreteras a ninguna parte.

Marx contrastó este capital ficticio con el capital real (productivo), invertido en los medios de producción y en la fuerza de trabajo de los trabajadores y con el capital monetario o los fondos reales a disposición de los capitalistas.

Mientras que el capital real se invierte para producir una plusvalía real, explicaba Marx, el capital ficticio es un derecho ilusorio sobre beneficios futuros que aún no existen; «no es otra cosa que un título de propiedad que da derecho a participar pro rata en la plusvalía que aquel capital produzca».

«Todos estos títulos no representan en realidad otra cosa que derechos acumulados, títulos jurídicos sobre la producción futura, cuyo valor–dinero o valor–capital o bien no representa capital alguno, como ocurre en el caso de la Deuda pública, o se regula independientemente del valor del capital real que representan».

Bajo el estándar del oro – introducido y difundido en las décadas posteriores a las guerras napoleónicas, en respuesta a los precios inflados en tiempos de guerra y a las deudas nacionales – las fichas monetarias y el papel en circulación permanecían anclados a una base material y metálica, el cual era principalmente el oro.

Esto evitó que la oferta monetaria se divorciara completamente del valor en circulación.

El colapso del estándar del oro – inicialmente en la Primera Guerra Mundial, y luego definitivamente en la Gran Depresión – eliminó esta restricción. Y esto se agravó con el fin del sistema monetario de Bretton Woods de la posguerra en 1971.

Bajo el sistema de Bretton Woods, las monedas de los países estaban vinculadas al dólar estadounidense, el cual a su vez estaba fijado al oro a un precio de 35 dólares la onza. Esto fue posible gracias a la fuerza del capitalismo estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial y a la posición hegemónica del imperialismo estadounidense reflejada en el hecho de que dos tercios del lingote mundial residían en Fort Knox. En otras palabras, el dólar era «tan valioso como el oro».

Sin embargo, en las décadas siguientes, a medida que el capitalismo estadounidense se sometía a un declive relativo, la fortaleza del dólar se vio socavada. Los superávits de la balanza de pagos estadounidense se convirtieron en déficits y funcionando como una policía mundial en Corea y Vietnam, por ejemplo, el imperialismo estadounidense gastó una fortuna en armas, lo que creó presiones inflacionistas que debilitaron aún más el dólar.

Con el tiempo, las tensiones fueron insostenibles y la convertibilidad de los dólares en oro al tipo anterior era ya imposible. El acuerdo de Bretton Woods fue desechado y así nació la era de las monedas flotantes.

Desde entonces, los gobiernos soberanos y los bancos centrales (es decir, los que tienen su propia moneda fiduciaria independiente) han tenido libertad para imprimir dinero sin restricciones, una prerrogativa que los keynesianos han aprovechado regularmente durante el último siglo, introduciendo así en el proceso todo tipo de distorsiones inflacionarias terroríficas al sistema capitalista.

Los límites del keynesianismo

Irónicamente, el propio Keynes no era partidario de la inflación. Más bien, actuando como defensor confeso de la «burguesía educada», veía las medidas expansionistas como un mal necesario para salvar al capitalismo -en tiempos de crisis- de los peligros de la depresión y la deflación.

La diferencia de Keynes con los monetaristas no se basaba en la amenaza de la inflación, sino en cómo combatirla. Mientras que sus oponentes libertarios se centraban en el control de la oferta monetaria, él hacía hincapié en la necesidad de gestionar la demanda para contener los precios. Principalmente, para el economista inglés, esto significaba restringir los salarios de los trabajadores.

Por ejemplo, después de haber defendido el gasto público para estimular la demanda durante la Gran Depresión, durante la Segunda Guerra Mundial Keynes propuso una política de «pago diferido» para restringir la demanda en tiempos de guerra y así hacer bajar los precios.

Sin embargo, hoy en día, las políticas keynesianas (de financiación del déficit y estímulo gubernamental) son sinónimos de inflación. Mientras tanto, los discípulos modernos de Keynes -incluidos los reformistas de izquierda, que han abrazado de todo corazón su doctrina- se muestran peligrosamente indiferentes a los riesgos inflacionistas inherentes a sus propuestas.

En las últimas décadas, las clases dominantes aparentaban despreocuparse de la amenaza de la inflación. Cuando la economía estaba en auge, hacían felizmente la vista gorda ante las contradicciones fomentadas por el crédito barato, el capital ficticio y las monedas flotantes. Y cuando el capitalismo entraba en crisis, se desentendían de la situación, adoptando entonces inmediatas medidas desesperadas, las cuales sólo provocaban un mayor hundimiento a largo plazo. 

Con respecto a lo anterior, la respuesta keynesiana de la clase dominante a la crisis del coronavirus, al insuflar de nuevo una ráfaga de capital ficticio en la economía mundial, ha contribuido sin duda a avivar las llamas de la inflación. 

A medida que el virus se extendía, la sociedad se bloqueaba, las calles se vaciaban y la producción se paralizaba en todo el planeta. La economía mundial empezó a caer en picado. Fue entonces cuando la clase dirigente tomó acción, desplegando una inédita intervención estatal para evitar la implosión del sistema.

Actualmente se han proporcionado alrededor de 16 billones de dólares a nivel mundial en apoyo fiscal, a través de gasto gubernamental y subsidios. Los bancos centrales han inyectado otros 10 billones de dólares en la economía, en forma de flexibilización cuantitativa (QE) y financiación monetaria: utilizando dinero recién impreso para financiar el endeudamiento público.

Las repetidas rondas de estímulo relacionadas con la pandemia en Estados Unidos, por ejemplo, equivalen a alrededor del 25% del PIB; es decir, un gasto público equivalente en valor a una cuarta parte de lo que el país -el más rico del mundo- produce en un año.

Mientras tanto, los bancos centrales de los países capitalistas avanzados, tras poner en marcha sus imprentas virtuales, están cargados de deudas públicas.

El Sistema de Reserva Federal (FED) y el Banco de Inglaterra poseen alrededor del 40% de los bonos del tesoro y el 30% de los gilts [bonos denominados en libras esterlinas], respectivamente, mientras que la cifra equivalente en Japón es del 44%. A modo de comparación, antes de la crisis de 2008, la FED sólo poseía el 7% de los bonos del país, por un valor aproximado del 3% del PIB estadounidense. Del mismo modo, el Banco Central Europeo (BCE) posee ahora activos por valor de más del 60% del PIB de la zona del euro, frente al 20% de antes de 2008.

Esto proporciona una abrumadora sensación de escala en lo que respecta a las cantidades de capital ficticio vertidas en la economía mundial en respuesta a la caída de la COVID.

En el Reino Unido y en Europa, parte de este apoyo estatal se destinó a subvencionar los salarios de los trabajadores despedidos. Pero en lugar de actuar como un estímulo económico, esto sustituyó principalmente la demanda que, de otro modo, se habría desplomado si el desempleo masivo se hubiera impuesto.

En Estados Unidos, por el contrario, el gobierno envió cheques con valor de 250.000 millones de dólares a millones de hogares, en un esfuerzo por impulsar el consumo y aumentó temporalmente las prestaciones al desempleo.

Pero en la medida que grandes sectores de la economía -como la hotelería y el turismo- quedaron en animación suspendida, gran parte de este dinero se ahorró en lugar de gastarse. Según una encuesta estadounidense, el 42% se gastó, el 27% se ahorró y el 31% restante se utilizó para pagar deudas.

Al eliminarse las restricciones aplicadas durante la pandemia de COVID, se produjo una oleada de demanda reprimida en la economía. Según algunas estimaciones, este ahorro personal acumulado llegó a representar el 10% del PIB en países como el Reino Unido (aunque distribuido de forma muy desigual entre la población).

Esto, combinado con el estímulo gubernamental y la flexibilización cuantitativa de los bancos centrales, condujo a un aumento masivo de la oferta monetaria en general y, por tanto, también de la demanda de los consumidores. Sin embargo, la producción, sofocada por los paros de la producción y la escasez relacionados con la pandemia, no ha podido seguir el ritmo. Esto refleja la anarquía de la producción capitalista y del mercado.

En otras palabras, una menor circulación de valores (mercancías) en la economía mundial está ahora representada por una mayor circulación de dinero, lo que conduce a un aumento generalizado de los precios.

Estas turbulencias, por su parte, se han visto magnificadas por los cambios en los hábitos de consumo. Esto significa que los desequilibrios entre la oferta y la demanda son mucho más pronunciados en algunos sectores que en otros, lo que provoca un aumento drástico de los precios en estas industrias a medida que se reasignan los recursos.

Esto demuestra crudamente los límites del keynesianismo y de todos los intentos de gestionar el capitalismo. En un esfuerzo por salvar su sistema a corto plazo, la clase dominante no ha hecho más que exacerbar todas las contradicciones de la economía mundial, lo que ha provocado una subida de precios, montañas de deuda y una volatilidad e inestabilidad aún mayores en el mercado mundial.

En otras palabras, todas las medidas tomadas por los capitalistas para evitar las crisis y alimentar los auges en el pasado se están volviendo en su contra, preparando las condiciones para una crisis mucho más profunda de índole económica, social y política.

Gasto en armamento

El capital ficticio, como ya se ha mencionado, también puede aparecer de otras formas, siendo el gasto estatal en armamento un ejemplo destacado.

Los fabricantes de armas no producen capital constante, en forma de fábricas, máquinas o infraestructuras de uso productivo. Pero tampoco producen bienes de consumo, que se destinan a mantener y reproducir la fuerza de trabajo, es decir, la clase obrera.

La actividad de este sector, en otras palabras, no contribuye productivamente a aumentar los valores en circulación. Al mismo tiempo, la industria armamentística y sus trabajadores tienen que asumir una parte del producto económico total, en forma de salarios y ganancias.

Por lo tanto, desde una perspectiva holística del sistema capitalista, el gasto estatal en armamento es una forma de consumo improductivo; una fuga colosal de la economía, similar, como sugirió Keynes, a pagar a los trabajadores para que cavaran agujeros en el suelo.

Se trata, en efecto, de un capital ficticio que aparece disfrazado. Ted Grant lo explicó en ¿Habrá una recesión?: una respuesta a los supuestos “marxistas” que, durante el boom de la posguerra, se rindieron ante el Keynesianismo, creyendo que el gasto gubernamental en armamento podría superar la contradicción de la sobre producción.  

De hecho, como hemos explicado anteriormente, este gasto armamentístico no hizo más que agudizar las contradicciones del sistema, contribuyendo a las tensiones que acabaron por destrozar el sistema de Bretton Woods. Esto, a su vez, provocó que las presiones inflacionistas reprimidas salieran a la superficie en todo el mundo. 

Actualmente, está claro que las recientes promesas de aumento en gasto militar por parte del imperialismo estadounidense y sus aliados servirán de nuevo para hacer subir los precios en toda la economía mundial.

Washington, por ejemplo, ha aprobado un proyecto de ley que permite el envío de 40.000 millones de dólares en ayuda militar a Ucrania, además de los 13.000 millones de dólares en donaciones relacionadas con la guerra, que ya se han enviado desde el inicio del conflicto.

Mientras tanto, en marzo de este año, otros seis miembros de la OTAN se comprometieron a aumentar sus presupuestos de defensa en un total de 133.000 millones de dólares, y de esta cifra, Alemania aporta más de 100.000 millones.

En total, el gasto militar de los países de la OTAN asciende a cerca de un billón de dólares al año (el 70% del cual corresponde al Pentágono). Esta cifra ha aumentado un 2% en comparación con los 12 meses anteriores.

En todo el mundo, la cifra supera los 2.1 billones de dólares, lo que equivale al 2,2% del PIB mundial: una carga monstruosa para la sociedad, que desvía la capacidad productiva y los recursos del suministro de necesidades básicas hacia guerras destructivas o hacia el descarte total. 

El ‘fenómeno monetario’

Los monetaristas y libertarios advierten también de los peligros de las políticas expansionistas, culpando a los gobiernos imprudentes e irresponsables y a sus bancos centrales de provocar la inflación empleando métodos keynesianos e inundando el mercado con crédito barato. 

En particular, estos derechistas señalan con frecuencia ejemplos históricos catastróficos de hiperinflación -como la Alemania de la era de Weimar, o Venezuela y Zimbabue en tiempos más modernos- todo para subrayar que no se puede escapar de una crisis imprimiendo dinero.

Los monetaristas tienen razón en esta afirmación. Como ya se ha dicho, la inyección de dinero en la circulación sin el correspondiente aumento de los valores (productos básicos producidos) allana el camino para un aumento desbocado de los precios.

Sin embargo, su análisis del dinero y la inflación, característico de la economía burguesa, es extremadamente exagerado, unilateral y mecánico.

Los remedios que proponen -la austeridad deflacionaria y los ataques a los salarios- sólo serán tragos amargos para la clase trabajadora, cuando el verdadero problema es el decrépito sistema capitalista.

«En todas partes la inflación siempre será un fenómeno monetario», aseguraba Milton Friedman, una de las principales figuras de la escuela de economía de Chicago, famosa por influir en políticos reaccionarios como el presidente republicano Ronald Reagan, la primera ministra tory Margaret Thatcher y el dictador chileno general Augusto Pinochet.

En otras palabras, según Friedman y los monetaristas, detrás de la inflación siempre habrá el aumento de la oferta monetaria.

Pero esta es una explicación que de hecho no explica nada. Es, como lo llamó Marx, «fetichismo del dinero»: sugestionar idealmente al dinero y a la oferta monetaria con un poder místico, divorciado de -y elevado por encima de- las leyes reales, objetivas y dialécticas que rigen la dinámica del sistema capitalista.

El resultado es confundir la causa y el efecto, lo que da lugar a un enorme embrollo, como explicó Ted Grant:

«[Los monetaristas] parten de la proposición elemental de que una cantidad determinada de moneda sería necesaria para mover una cantidad determinada de mercancías en una economía capitalista, a una velocidad fija del dinero; y que, si en estas circunstancias, por ejemplo, se duplicara la cantidad de billetes, los precios también se duplicarían.

«Llegan entonces a la conclusión de que en una situación de inflación, si se reduce la «oferta monetaria» -es decir, la emisión de billetes y créditos- se produciría una caída proporcional de los precios, o al menos se detendría la inflación constante de los mismos. Creen que al eliminar el síntoma curarán la enfermedad».

En el fondo, esto es reduccionismo puro. Mientras que el marxismo trata de analizar los fenómenos de forma dialéctica, de una manera integral y polifacética, los economistas burgueses (tanto los monetaristas como los keynesianos) aíslan sólo una parte de un todo interconectado, convirtiendo así una verdad relativa en un torpe error.

El «exceso de dinero» es ciertamente un aspecto fundamental del problema. Pero en primer lugar hay que preguntarse: si es una oferta monetaria excesiva la que causa la inflación, entonces ¿Qué es lo determina la oferta monetaria? En segundo lugar, decir que la inflación se debe simplemente a «demasiado dinero que cubre pocos bienes» no es una respuesta. ¿Qué es el exceso de dinero? ¿Y por qué hay muy pocos bienes?

La cantidad de dinero en la economía es mal presentada por los monetaristas como un grifo, controlado por el Estado, que puede abrirse y cerrarse a voluntad. De manera contraria, el nivel de producción se representa incorrectamente como una cantidad fija. 

En realidad, ni la oferta monetaria ni la producción económica son fijas o independientes. Más bien, en el capitalismo, ambos están sujetos a la misma fuerza motriz: la producción de ganancias.

Los monetaristas colocan toda la responsabilidad en los gobiernos y los bancos centrales. Pero como explica Marx en varios puntos a lo largo de sus tres volúmenes de El Capital, en el capitalismo el Estado no tiene un control total sobre la oferta monetaria.

A medida que se desarrolla el capitalismo, en cambio, vemos que el crédito -principalmente en forma de préstamo de dinero por parte de instituciones financieras monopolísticas, como los bancos- está desempeñando un papel cada vez más importante, actuando como una palanca vital para la expansión de la producción.

Entonces, ¿qué es lo que determina principalmente el nivel de dinero crediticio en circulación? En pocas palabras: la producción y realización de ganancias. Los capitalistas no piden dinero prestado simplemente porque es barato, sino para invertir y obtener ganancias.

En el capitalismo, señala Marx, el dinero aparece como el «motor principal» y la «fuerza motriz permanente» de la economía, y es cierto que los engranajes de dicho sistema se engrasan con dinero hasta el final, con una multitud de transacciones -de compra y venta- que dependen del intercambio monetario.

Pero esto, subraya Marx, es sólo una apariencia. En realidad, es la dinámica del capital -la producción y distribución de mercancías con fines de lucro- la que determina la demanda de dinero: en particular en forma de crédito, pero también en lo que respecta al efectivo y la moneda.

La inflación, en otras palabras, puede ser efectivamente un «fenómeno monetario», como afirmó Friedman, pero los fenómenos monetarios son en sí mismos un reflejo de las leyes del valor, las leyes que rigen el sistema capitalista: un sistema de producción e intercambio generalizado de mercancías; un sistema de producción con fines de lucro.

Flexibilización cuantitativa

Así pues, la oferta monetaria no es el único factor determinante de la inflación, el dinero no es la fuerza motriz del sistema capitalista, y la política monetaria no es omnipotente. En resumen, el Estado no puede superar las contradicciones del capitalismo.

La prueba de lo anterior llegó tras la crisis del 2008. Con los tipos de interés ya reducidos a casi cero y la deuda pública por las nubes, la clase dominante se había quedado sin munición a la hora de luchar contra la crisis. A pesar de todos sus esfuerzos, la inversión y el crecimiento siguieron siendo anémicos.

Por ello, los bancos centrales de los países capitalistas avanzados inyectaron billones en la economía mundial en forma de flexibilización cuantitativa, en un intento de aumentar la liquidez y estimular los préstamos de los bancos privados. 

En pocos años, la Reserva Federal de Estados Unidos había ampliado su balance en 4,5 trillones de dólares. En el Reino Unido, el Banco de Inglaterra creó alrededor de 375 billones de libras a través de la flexibilización cuantitativa (QE, en sus siglas en inglés), e incluso el BCE entró en acción, comprando activos por valor de más de 1 billón de euros.

Según los monetaristas y su «teoría cuantitativa del dinero», este despilfarro debería haber provocado una inflación generalizada. Al fin y al cabo, como ya se ha dicho, es elemental que, en igualdad de condiciones, la duplicación de la cantidad de dinero en circulación duplicaría el precio de todo.

Pero no todo es igual. Y esta inflación tan anunciada nunca se materializó. De hecho, en Europa y en otros lugares, el mayor temor durante todo este periodo era el de la deflación depresiva.

Esto se debió a una serie de factores. Por un lado, durante las décadas anteriores a la pandemia, diversas fuerzas actuaron para ejercer una presión a la baja sobre los precios.

Y lo que es más importante, lejos de un crecimiento rápido y exponencial de la economía mundial en este periodo, la sobreproducción mundial -que se refleja en una abundancia de oferta en relación con la demanda- actuó como un peso muerto sobre los precios.

Además, la globalización ha contribuido a reducir los costos, al proporcionar fuentes de mano de obra y materias primas más baratas, junto con una mayor eficiencia gracias a las economías de escala. Asimismo, los avances tecnológicos (sobre todo en materia de informática) contribuyeron a reducir los costos del capital.

Por otra parte, gran parte de esta enorme infusión de dinero de la QE nunca llegó a los bolsillos de los consumidores, es decir, a la economía «real» o la circulación real.

En lugar de bombear dinero directamente al sistema, los bancos centrales, como si fueran helicópteros dejando caer dinero del aire, crearon nuevo dinero para comprar activos financieros (como bonos del tesoro, bonos, etc.) de las instituciones bancarias privadas. Se esperaba que esto animaría a los bancos a proporcionar créditos baratos a las empresas y a los hogares.

En lugar de ello, los banqueros redujeron sus préstamos y aumentaron sus ganancias; las empresas se sentaron sobre montañas de efectivo; y los inversores canalizaron este dinero fácil a un frenesí de especulación, alimentando burbujas en acciones, viviendas y criptodivisas.

Mientras los bancos centrales abrían los grifos por un lado, los gobiernos succionaban la demanda de la economía por el otro, en forma de austeridad y recortes al gasto público. La política monetaria flexible, en otras palabras, iba acompañada de una política fiscal estricta.

Al mismo tiempo, con la saturación de los mercados y el exceso de capacidad en todos los ámbitos, la inversión de las empresas permaneció estancada, lo que significa que hubo poca demanda de crédito por parte de los bancos.  

Esto, a su vez, significó que mientras el Estado creaba dinero nuevo con total abandono, la oferta monetaria global -es decir, la cantidad de dinero realmente en circulación- apenas se alteró en comparación con su tendencia histórica.

Por lo tanto, las principales fuentes de demanda efectiva se vieron atenuadas o en declive. El consumo de los hogares estaba limitado por el escaso crecimiento de los salarios reales, si es que había alguno. El gasto público se redujo. Y la inversión privada estaba estancada. El capitalismo se encuentra en un punto muerto.

Todo esto demuestra los límites de lo que se puede conseguir con la política monetaria. Los capitalistas producen para obtener beneficios. Si no pueden hacerlo, la producción y la inversión se detendrán. Y, como muestra este ejemplo reciente, ninguna cantidad de dinero barato les convencerá de lo contrario.

Fetichismo de dinero

Al otro lado del debate de los economistas burgueses, los predicadores neokeynesianos de la «Teoría Monetaria Moderna» (TMM) caen en la misma trampa que los monetaristas a los que critican, compartiendo su fijación mecánica y estupefacta en el poder del dinero, en otras palabras, su fetichismo de dinero.

Los defensores de la TMM, sin embargo, dan la vuelta al argumento de sus oponentes. Al igual que los monetaristas, también consideran erróneamente que el dinero es la «fuerza motriz» del capitalismo. Pero en lugar de reclamar una política monetaria estricta en base a esto, sacan la conclusión contraria: creen ingenua y falsamente que los gobiernos pueden estimular la producción imprimiendo dinero.

El hecho es que el capitalismo no puede ser gestionado ni a través de la política monetaria ni a través de reformas de impuestos y gastos. De hecho, las «soluciones» defendidas por los fanáticos de la TMM, como ya se ha subrayado, son una receta segura para la inflación, como se ha visto hoy y a lo largo de la historia, con los trabajadores pagando el precio real.

Por lo tanto, tanto los monetaristas como los keynesianos de la TMM se equivocan al centrar toda su atención en la oferta monetaria y al fetichizar el poder del dinero en el capitalismo.

En cambio, al igual que Marx, deberíamos centrarnos en descubrir las leyes reales y objetivas que rigen los movimientos de los precios y la dinámica del capitalismo. Sólo entonces podremos tener una comprensión verdaderamente científica del sistema capitalista: un precursor necesario para señalar el camino de salida de esta crisis.

Del mismo modo, como ocurre cuando el dinero se encuentra bajo el capitalismo, no es la sangre la única que da vitalidad al cuerpo humano. Un suministro de sangre saludable es ciertamente esencial para transportar oxígeno y otros nutrientes importantes a los diversos órganos y tejidos. Sin embargo, ni la sangre ni el sistema circulatorio son responsables de producir dichos elementos esenciales o de establecer sus propios volúmenes y velocidades.

Los monetaristas, en este sentido, son como sanguijuelas medievales, que esperan curar a los pacientes enfermos chupándoles el exceso de sangre. Los keynesianos, por su parte, proponen poco más que una transfusión de sangre y un simple parche para curar una herida que está profundamente infectada. Sin embargo, ninguno de ellos aborda la enfermedad subyacente: el propio capitalismo.

Un sistema senil

Para los monetaristas, como ya se ha dicho, la solución a la inflación es una política monetaria estricta. Algunos incluso piden que se vuelva al patrón oro: atar rígidamente la oferta monetaria a esta mercancía tangible.

Esta sugerencia tiene cierta lógica si se observa la historia de la inflación bajo el capitalismo. Después de todo, como ya se ha señalado, los precios se han disparado drásticamente desde que se abandonó el patrón oro entre los periodos de entreguerras, dando a los bancos centrales carta blanca para imprimir dinero en monedas fiduciarias.

Según el análisis de los economistas del Banco de Inglaterra, en comparación con una simple triplicación de los precios en el periodo de casi tres siglos, desde la fundación del Banco del Reino Unido en 1694 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, entre 1948 y 1994, los precios en dicha isla se multiplicaron por 20.  De hecho, la mayor parte de esta inflación anterior se produjo en tres períodos de guerra que fue cuando el patrón oro estaba en gran medida desaparecido: las guerras napoleónicas, la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, los monetaristas vuelven a confundir causa y efecto. El patrón oro (y posteriormente el acuerdo de Bretton Woods) se derrumbó no por error político, sino por las insoportables contradicciones que se habían acumulado en el sistema capitalista mundial.

Las potencias imperialistas abandonaron por primera vez el patrón oro con el inicio de la Gran Guerra, al intentar financiar sus esfuerzos bélicos imprimiendo dinero; y luego de nuevo (tras una breve restauración) en la década de 1930, durante la crisis más profunda de la historia del capitalismo, al aplicar políticas monetarias expansionistas con el fin de estimular la economía, financiar los déficits gubernamentales y proporcionar liquidez a los bancos en quiebra.

En esencia, esta crisis del sistema monetario era un reflejo de la crisis del sistema capitalista; una rebelión de las fuerzas productivas contra las barreras de la propiedad privada y el Estado-nación.

Desde de este punto de vista, la inflación es un síntoma no de gobiernos imprudentes, sino del hecho de que seguimos en la época del imperialismo; la época de la decadencia senil del capitalismo. Como explicó León Trotsky en sus discursos a la Internacional Comunista tras la Primera Guerra Mundial, la inflación es un signo del deterioro de la salud del sistema económico, el cual sólo puede mantenerse vivo mediante un goteo constante de impresión de dinero y deuda.

Hasta hace poco, la burguesía creía con orgullo que había logrado abolir la inflación. Los monetaristas, por ejemplo, se jactaban de que -bajo su dirección «independiente»- los precios habían sido controlados en las últimas décadas, lo que dio lugar a una era de inflación y desempleo relativamente bajos en los países capitalistas avanzados.

Sin embargo, como ya se ha explicado, este periodo de inflación contenida no se debió a los métodos monetaristas, sino que fue el producto de factores objetivos -como la sobreproducción, la globalización, la automatización y otros- que se combinaron para mantener los precios a raya.

Es cierto que la clase dominante ha impulsado políticas deflacionistas de austeridad y recortes salariales por lo menos desde la década de 1970. Pero el resultado de esto fue la devastación económica y social, que sólo fue aliviada (parcialmente) por una expansión masiva de crédito.

Y el contrapunto a esto ha sido la enorme deuda acumulada por los gobiernos, las empresas y los hogares de todo el mundo a lo largo de este periodo, lo que ha vuelto a acumular las contradicciones, las cuales estallaron con el inicio de la crisis de 2008.

Los brotes de inflación y el aumento de las deudas, en este sentido, son dos caras de la misma moneda. Ambas son un reflejo del estancamiento del capitalismo, que requiere inyecciones cada vez mayores de capital ficticio para sobrevivir. Pero todo esto no hace más que agravar las contradicciones, preparando el camino para crisis aún mayores y más explosivas en el futuro.

Choques en el suministro

Está claro, pues, que el capital ficticio -en forma de estímulo gubernamental y la QE de los bancos centrales- es responsable, al menos en parte, de la epidemia de inflación que se ha producido a raíz de la epidemia de COVID-19.

Pero la avalancha de demanda es sólo una parte de la ecuación. La otra se constituye de los problemas de oferta que están destrozando la economía mundial, generando cuellos de botella y escasez de mano de obra que estrangulan la producción de muchos bienes elementales.

Las cadenas de suministro están al límite. Se prevén cuellos de botella durante meses, o incluso años, en los enlaces de transporte y las rutas marítimas. Por otro lado, las empresas de numerosos sectores siguen luchando por cubrir las vacantes de empleo.

La escasez en un área, por su parte, puede provocar fuertes ondas en toda la economía. Un aumento de la demanda de microchips, por ejemplo, ha provocado paros en industrias más avanzadas, como la fabricación de automóviles.

A este caos se suman una serie de perturbaciones adicionales que han eliminado grandes suministros de productos básicos clave para la economía mundial.

Lo más notable ha sido el impacto de la guerra de Ucrania y las sanciones occidentales contra el régimen de Putin en el suministro de petróleo y gas. Ucrania y Rusia son también grandes exportadores de trigo, mientras que esta última es una importante productora de materias primas como aluminio, paladio y fertilizantes.

De igual modo, preocupa la política china de «Cero COVID», que ha provocado estrictos cierres en regiones industriales del país que son puntos nodales para la producción y el comercio del mundo.

Una vez más, entendiendo la relación entre el valor, los precios y el dinero, se hace evidente cómo este proceso también ha avivado la inflación.

Los precios están subiendo en respuesta a los fuertes desequilibrios entre la oferta y la demanda. Esto es especialmente grave en el caso de componentes vitales de la producción y la distribución, como la energía y el transporte. Esto tiene un profundo efecto de arrastre sobre los precios en general, provocando una inflación generalizada.

En la mayoría de los países capitalistas avanzados, por ejemplo, el responsable de una proporción significativa (más de la mitad) de las cifras oficiales de inflación. es el aumento de los precios de la energía. En la eurozona, la energía y los alimentos representan casi tres cuartas partes de la inflación.

Pero mientras los precios suben, los valores en muchos casos no lo hacen. El tiempo de trabajo socialmente necesario para perforar petróleo en los Estados Unidos, por ejemplo, no se ha visto realmente afectado por las prohibiciones del crudo ruso.

Como resultado, los grandes monopolios de los combustibles fósiles están registrando hiper ganancias, aprovechando la crisis para ampliar sus márgenes, cuando podrían invertir para proporcionar energía accesible y limpia para todos.

Anarquía del mercado

Con su ardiente fe en el poder del mercado, los principales representantes de la clase dominante creían que estas perturbaciones pasarían rápidamente y que la armonía y el equilibrio se restablecerían pronto.

La demanda se reduciría tras un aumento inicial después de los confinamientos. La oferta se recuperaría a medida que la pandemia remitiera y la economía volviera a la «normalidad». La inflación, esperaban, no sería más que una fiebre efímera.

Pero los sectores mencionados anteriormente están dominados en su mayoría por monopolios y cárteles, como la OPEP (los países productores de petróleo), que la mayoría de las veces prefieren responder al aumento de los precios incrementando sus ganancias, en lugar de aumentar la producción.

Por otra parte, las sumas requeridas para entrar en estos mercados hacen casi imposible la entrada de nuevos proveedores, lo que impide la competencia y mantiene los precios artificialmente inflados.

La globalización, a su vez, ha traído consigo un enorme nivel de monopolización y especialización. Algunas industrias críticas -como la producción de chips de silicio para ordenadores- se concentran ahora en uno o dos países. Y si éstos quedan aislados del resto del mundo, las frágiles cadenas de suministro y los mercados mundiales pueden empezar a fracturarse fácilmente.

En el fondo, todo esto es producto de la anarquía del capitalismo: un sistema de propiedad privada y de producción con fines de lucro.

Durante décadas, obligados por la competencia, los empresarios han perseguido métodos de producción «justo a tiempo». Esto ha supuesto recortar cualquier exceso, eliminar la redundancia y ampliar las cadenas de suministro, todo esto con el fin de obtener unos beneficios cada vez mayores.

Similarmente, en los países capitalistas avanzados, ha habido una falta de inversión a largo plazo en la industria y la infraestructura, en favor de la especulación financiera a corto plazo.

Pero este enfoque miope ha introducido una enorme fragilidad en el sistema, dejando a las economías vulnerables a «accidentes» como guerras, pandemias y desastres naturales.

Un buen ejemplo es el gas. En los últimos años, la capacidad de almacenamiento de gas en el Reino Unido se ha reducido de más del 10% de la demanda anual a menos del 2%. Por lo tanto, como se ha visto en el último año, las pequeñas fluctuaciones de la demanda nacional o de las importaciones disponibles pueden provocar un preocupante déficit y subidas masivas de los precios de la energía. 

Considerando al petróleo, al comienzo de la pandemia se produjo un enorme colapso en la demanda de dicho hidrocarburo, lo que dio lugar a precios negativos en Estados Unidos por primera vez en la historia. Dos años más tarde, cuando terminaron los cierres y volvió la demanda, las perforaciones y las bombas inactivas no pudieron volver a funcionar con suficiente rapidez. 

Esto, junto con los efectos del conflicto en Ucrania, ha generado un incremento constante del precio del crudo Brent por encima de los 100 dólares por barril en los últimos meses, y el presidente de EE.UU. Joe Biden ahora está implorando a los productores de petróleo para que aumenten la producción.

El mismo proceso fundamental puede verse en toda la economía mundial. La mano invisible no puede seguir el ritmo ni de las oscilaciones volátiles de la oferta y la demanda, ni de los repetidos golpes de martillo que llueven sobre el sistema capitalista, los cuales eliminan el suministro de los bienes y materias primas esenciales.

«Una conmoción de tal profundidad y amplitud no tiene precedentes», afirma The Economist en un artículo reciente sobre el impacto de la guerra en la oferta internacional de productos básicos clave. «Restablecer el equilibrio del mercado parece, pues, imposible sin una reducción forzada de la demanda». En otras palabras: una vuelta al racionamiento.

El mercado, en definitiva, ha fracasado. Lejos de asignar eficazmente los recursos, se ha mostrado incapaz de satisfacer las necesidades básicas de la vida. En lugar de este caos capitalista, necesitamos un plan de producción socialista.

Marcha atrás en la globalización

El aumento real de los costos de producción, junto con el capital ficticio y los choques de oferta, es otro gran componente de la crisis de inflación actual. 

Mientras que los últimos dos primeros factores reflejan la presión al alza de las fuerzas del mercado sobre los precios, debido a los desequilibrios de la oferta y la demanda, este primer ingrediente de la inflación significa un crecimiento relativo de los valores, es decir, del tiempo de trabajo socialmente necesario para producir y distribuir determinadas mercancías.

En la actualidad, esto está relacionado principalmente con la cuestión de la globalización y el proteccionismo.

En las últimas décadas, como ya se ha comentado, la globalización -junto con la automatización y los ataques a la clase trabajadora- ha actuado para ejercer una poderosa presión a la baja sobre los precios.

A medida que China, Rusia y Europa del Este se abrieron al mercado mundial, nuevas fuentes de mano de obra y recursos baratos se hicieron accesibles al capital occidental.

Además, como ya se ha mencionado, el establecimiento de cadenas de suministro globales, con el desarrollo de las comunicaciones y el transporte, condujo a una concentración de la producción, la cual formó gigantescos monopolios multinacionales en muchos sectores. Con esto, llegaron las economías de escala, es decir mejoras en la productividad, las cuales ayudaron a reducir los costos. Sin embargo, este proceso está empezando a ralentizarse, e incluso a invertirse.

Las crecientes tensiones entre las potencias capitalistas están agudizando las contradicciones de la economía mundial. La globalización retrocede, el nacionalismo económico aumenta y las cadenas de suministro mundiales empiezan a deshacerse, todo lo cual se acelera en respuesta a la pandemia, la guerra de Ucrania y las consiguientes sanciones a Rusia.

El resultado es un desmantelamiento del comercio internacional que, durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, se había expandido de forma constante en comparación con la producción económica mundial.

Esto tendrá el efecto conocido como «balcanización» del capitalismo, el cual fractura el mercado mundial, reduce la eficiencia en la producción y aumenta los precios (en relación con los salarios y el precio de la fuerza de trabajo).

Joe Biden, por ejemplo, pregona ahora el eslogan «Made in America», ya que pretende restaurar la fabricación de productos de Estados Unidos. En realidad, esto significa erigir nuevas barreras al comercio, imponiendo costos adicionales a los productores.

Esto revela el grave impacto de las decisiones políticas de la clase dominante sobre la inflación: Las políticas de «América primero» de Donald Trump; la beligerancia del Brexit de Boris Johnson; o la prolongada guerra por poderes del imperialismo estadounidense con Rusia en Ucrania, por nombrar sólo algunas son decisiones que se toman en respuesta a la crisis y las contradicciones del capitalismo, pero que a su vez amenazan con echar gasolina a un fuego que ya viene ardiendo con furia. Sobre todo, está situación pone de manifiesto una vez más cómo el Estado-nación, junto a la propiedad privada, actúan como barrera fundamental para el desarrollo de las fuerzas productivas.

Estanflación

El resultado general es que la economía mundial se dirige ahora hacia el escenario de pesadilla de una inflación creciente junto con una desaceleración del crecimiento, un combo asesino al que los comentaristas económicos burgueses se refieren como «estanflación».

Ante tal perspectiva, el arsenal de la clase dominante se ve despojado de sus habituales armas. Los tipos de interés, por ejemplo, son una herramienta contundente, destinada a reducir la demanda mediante la restricción de la oferta monetaria. Pero la demanda de los consumidores ya se está viendo mermada por el aumento de los precios, y los ingresos de los hogares y los ahorros acumulados son incapaces de cubrir la escalada de las facturas; de ahí las proyecciones de un crecimiento más lento, con las ya extinguidas esperanzas anteriores de un sólido repunte tras la pandemia.

Además, el aumento de los tipos de interés también intensifica el coste de la deuda, haciendo subir los costos de los préstamos. En la situación actual de alto endeudamiento de hogares, empresas y gobiernos, esto podría provocar una recesión profunda. 

Por ello, la situación actual ha suscitado comparaciones con los años 70: la última vez que los países capitalistas avanzados se enfrentaron a una «estanflación», con niveles de inflación similares (o peores), simultáneos a una recesión económica y a un elevado desempleo.

Las presiones inflacionistas incluían entonces tanto el capital ficticio como los choques de oferta, como la crisis del petróleo de 1973, en la que los precios de la energía se dispararon como consecuencia de la guerra del Yom Kippur y el posterior embargo de petróleo.

A finales de la década, la situación se estaba descontrolando, y la tasa de inflación anualizada en Estados Unidos superaba el 13% en diciembre de 1979.

Ese mismo año, el presidente demócrata de Estados Unidos, Jimmy Carter, nombró a Paul Volcker, autoproclamado «monetarista práctico», como presidente de la Reserva Federal. Al asumir el cargo, Volcker actuó inmediatamente para aumentar los tipos básicos del banco central de alrededor del 10% al 20%.

El objetivo de la Fed era provocar artificialmente una recesión mediante la restricción del crédito, con la esperanza de empujar el desempleo hacia arriba y los salarios hacia abajo – un objetivo alcanzado con éxito por Volcker y la clase dominante. 

Sin embargo, esta medida trajo enormes daños colaterales, cuyas consecuencias se dejaron sentir en toda la sociedad. Hasta hoy, el impacto puede verse en términos de las cicatrices de la desindustrialización en el Cinturón del Óxido (The Rust Belt).

Sin embargo, como toda analogía, este paralelismo histórico tiene importantes límites. El año 2022 no es 1980. Ambas crisis inflacionistas comparten ciertas similitudes, sobre todo el hecho de que se produjeron tras una década o más de inestabilidad económica, social y política. Pero también hay importantes diferencias.

En primer lugar, la clase dominante entra en la crisis actual con niveles de deuda y de capital ficticio mucho más elevados que los que circula en su sistema. 

La deuda mundial alcanzó un máximo histórico del 360% del PIB en 2020, con un salto de 28 puntos porcentuales como consecuencia del gasto estatal relacionado con la pandemia. En EE.UU., la deuda federal alcanza ahora casi el 140% del PIB. En comparación, la Casa Blanca entró en la década de 1980 con una deuda históricamente baja, la cual  sólo era de 32% del PIB.

Lo mismo ocurre en general con todos los países. El mundo nunca ha estado tan inundado de deudas. Por lo tanto, un aumento de los tipos de interés en este momento causará una devastación económica y un contagio financiero mucho mayor que en la época de Volcker, provocando quiebras masivas de países, empresas y familias.

Asimismo, la economía mundial está mucho más integrada ahora que entonces. Esto significa que el impacto de las decisiones de la Fed repercutirá ahora en todo el planeta. La suspensión de pagos de facto de Sri Lanka recientemente, y los aleteos de pánico en el mercado de valores, son un presagio de lo que se avecina.

Por último, a diferencia de lo que ocurría en los años 80, el sistema capitalista no está hoy al borde de ningún tipo de boom. En aquel entonces, la era de la globalización acababa de empezar, con la expansión del comercio internacional recibiendo un importante impulso cuando primero China, y luego Europa del Este y Rusia, empezaron a abrir sus economías al mercado mundial. Esto proporcionó nuevas fuentes de inversión rentable para los capitalistas, ayudando a aliviar el declive en Occidente.

Por el contrario, como ya se ha comentado, la globalización empieza a resquebrajarse. Y lejos de enfrentarnos a un periodo de auge, estamos entrando en un periodo de estancamiento y crisis, con los mercados saturados y el nacionalismo económico en alza.

Mientras que la recesión inducida por Volcker fue corta y brusca, es más probable ahora un accidentado y prolongado aterrizaje considerando la caída de 2008, el “crack” de la corona y todas las contradicciones no resueltas que estas crisis trajeron consigo.

Por otro lado, si los gobiernos siguen financiando el déficit y los bancos centrales no toman medidas para restringir la oferta de crédito y dinero, esto no hará más que aumentar la deuda y alimentar aún más la inflación, lo que provocará una mayor caída de los salarios reales y del nivel de vida de los trabajadores y de los pobres.

Por lo tanto, cualquier decisión que tome la clase dominante conducirá al desastre: ya sea a corto plazo o preparando las condiciones para futuras crisis aún más intensas. En otras palabras, con el capitalismo, todos los caminos conducen a la ruina.

Y ya sea a través de la austeridad o de la inflación, o de ambas, será la clase trabajadora la que pagará la factura. Por lo tanto, el escenario está preparado para una intensa lucha de clases en todas partes.

El culpable es el capitalismo

Se puede ver, pues, que la inflación es un fenómeno complejo, que implica la interacción de varios factores, procesos y dinámicas. Es una hidra de muchas cabezas. Pero sea cual sea la forma en que se examine, la culpa no es de los trabajadores. El verdadero culpable es el capitalismo y sus contradicciones.

Son la clase dominante y sus representantes quienes han rociado imprudentemente el dinero por la economía mundial desde 2008 (y durante el último siglo), como si se invitara a un pirómano a contener un infierno ardiente.

Son los capitalistas los que se han aprovechado de la escasez, especulando y acaparando, en lugar de invertir en la producción real. 

Son los monopolios multinacionales los que en un esfuerzo por obtener ganancias cada vez mayores, han ampliado las cadenas de suministro hasta el punto de ruptura, y han recortado toda la redundancia y resistencia. 

Son los empresarios y los multimillonarios quienes han hecho bajar los salarios y las condiciones de los trabajadores, lo que ha provocado la disminución de los salarios reales y la escasez de mano de obra en sectores vitales.

Son los políticos capitalistas, en defensa de la clase capitalista de sus propias naciones, los que han seguido el camino del proteccionismo: implementando aranceles, deslocalizando la producción y emprendiendo devaluaciones competitivas de sus monedas, todo ello para exportar la crisis a otros lugares, con los costos soportados por los trabajadores en nacionales y en extranjero.

Son los imperialistas belicistas los que han malgastado la riqueza de la sociedad en armamento, y han impuesto sanciones salvajes, causando una enorme dislocación económica y haciendo subir el precio del petróleo, el gas y otros productos básicos importantes, todo ello en aras de ampliar sus mercados y esferas de influencia.

La culpa la tiene, sobre todo, el sistema capitalista: un sistema intrínsecamente anárquico, en el que nuestras vidas y nuestro futuro se dejan en manos invisibles del mercado; en el que los abundantes recursos de la sociedad se dilapidan en aras de los beneficios de los empresarios, en lugar de utilizarse racionalmente para satisfacer las necesidades de las personas y del planeta.

En última instancia, la inflación es un síntoma de la anarquía y la decadencia del sistema capitalista; una plaga que sólo se curará de verdad si nos libramos de la economía de mercado, sacando la producción de las manos privadas y poniéndola bajo la propiedad común y el control de los trabajadores.

«La clase obrera -escribió Marx en Valor, precio y  ganancia– No debe olvidar que lucha contra los efectos, pero no contra las causas de estos efectos; que lo que hace es contener el movimiento descendente, pero no cambiar su dirección; que aplica paliativos, pero no cura la enfermedad.»

Por lo tanto, la única solución genuina y duradera para la clase obrera es expropiar a los multimillonarios y planificar la economía según líneas socialistas.

Esa es la tarea revolucionaria que tenemos por delante. El capitalismo es caos y crisis. Este sistema senil no puede ser remendado. Debe ser derrocado.

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