La economía soviética: cómo funcionaba… y cómo no funcionaba

Marx explicó que todo sistema social está sujeto a sus propias leyes: dinámicas, fuerzas y presiones objetivas que rigen su movimiento y desarrollo. En este artículo, Adam Booth examina las primeras décadas de la Unión Soviética, con el fin de proporcionar una comprensión concreta de las leyes económicas que se impusieron al joven Estado obrero, y armar a una nueva generación con las lecciones necesarias para llevar a cabo con éxito la lucha por el comunismo.


Los inmensos resultados obtenidos por la industria, el comienzo prometedor de un crecimiento de la agricultura, el crecimiento extraordinario de las viejas ciudades industriales, la creación de otras nuevas, el rápido aumento del número de obreros, la elevación del nivel cultural y de las necesidades, son los resultados indiscutibles de la Revolución de Octubre en la que los profetas del viejo mundo creyeron ver la tumba de la civilización. Ya no hay necesidad de discutir con los señores economistas burgueses: el socialismo ha demostrado su derecho a la victoria, no en las páginas de El Capital, sino en una arena económica que constituye la sexta parte de la superficie del globo; no en el lenguaje de la dialéctica, sino en el del hierro, el cemento y la electricidad.

– León Trotsky, La revolución traicionada

La Revolución Rusa fue el mayor acontecimiento de la historia de la humanidad. Dirigida por los bolcheviques, la clase obrera tomó el poder, enarboló la bandera de la revolución socialista internacional y ofreció un faro de esperanza a las masas explotadas y oprimidas de todo el mundo.

Pero lo hicieron en las condiciones más extremas y desfavorables: en un país económicamente atrasado, devastado por años de guerra y convulsiones, y asediado por el imperialismo. Además, lo hicieron sin ninguna hoja de ruta, salvo la breve experiencia de la Comuna de París, que fue ahogada en sangre a los pocos meses.

A pesar de realizar enormes progresos en el campo del desarrollo económico, la URSS nunca logró construir una sociedad comunista. No obstante, las primeras décadas de la Unión Soviética -de 1917 a 1937- proporcionan una serie de lecciones importantes para los comunistas, que es nuestro deber estudiar y asimilar plenamente.

Examinando la economía soviética en este periodo, con todos sus defectos, y siguiendo los debates teóricos que surgieron entre los bolcheviques sobre cuestiones económicas, podemos obtener una comprensión concreta de las leyes económicas que operarían en la transición del capitalismo al comunismo, y arrojar luz sobre cómo podría construirse una sociedad comunista.

Régimen transitorio

El 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre en el antiguo calendario ruso), Lenin subió a la tribuna en el Segundo Congreso Panruso de los Soviets y anunció: «¡Ahora vamos a dedicarnos a edificar el orden socialista!».

Sin embargo, ni Lenin ni ninguno de los bolcheviques creían que fuera posible construir este orden de la noche a la mañana. Ese mismo año, en su obra maestra El Estado y la Revolución, Lenin citó a Marx:

Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista — prosigue Marx — media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, y el Estado de este período no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.

Como Marx y Engels explicaron en El Manifiesto Comunista: «el primer paso de la revolución obrera es la elevación del proletariado a clase dominante».

Una vez conquistado el poder, la clase obrera extendería su dominio revolucionario de clase por todo el mundo y «El proletariado se valdrá de su dominación política para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante, y para aumentar con la mayor rapidez posible la suma de las fuerzas productivas.»

Sobre esta base, la sociedad alcanzaría lo que Marx llamó la «primera fase de la sociedad comunista» , comúnmente denominada ‘socialismo’. Sólo entonces los últimos vestigios de la sociedad de clases -como el Estado, el dinero y la desigualdad- comenzarían finalmente a marchitarse y morir.

El carácter transitorio del régimen bolchevique fue reconocido explícitamente por Lenin en 1918:

«… la expresión República Socialista Soviética significa la decisión del Poder soviético de llevar a cabo la transición al socialismo, mas en modo alguno el no reconocimiento del nuevo régimen económico como socialista.»

Pero Lenin y los bolcheviques también comprendieron que las condiciones en Rusia distaban mucho de las necesarias para construir un socialismo o comunismo. 

Desarrollo combinado y desigual

En 1917, a escala mundial, existían sin duda las condiciones para el socialismo. En las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial, la producción capitalista se había socializado y planificado cada vez más. Pero la riqueza producida seguía siendo objeto de apropiación privada, por parte de la patronal y los banqueros.

Como explicó Lenin en El Imperialismo: La fase superior del capitalismo, la economía había pasado a estar dominada por los monopolios, que se habían fusionado con el capital financiero y el Estado, para formar lo que él denominó «capitalismo monopolista de Estado».

La maquinaria bélica imperialista alemana fue un ejemplo de ello. Los consorcios industriales y las redes de transporte del país pasaron a manos del Estado. En lugar del mercado «libre», se planificó la producción, aunque en interés de los capitalistas.

Sin embargo, la clase obrera no había tomado el poder por primera vez en un país capitalista avanzado, como Alemania o Gran Bretaña, sino en la Rusia semifeudal, donde ni siquiera se habían cumplido las tareas de la revolución burguesa, como la reforma agraria.

«… la historia», señaló Lenin, «parió hacia 1918 dos mitades separadas de socialismo, una cerca de la otra».

«Alemania y Rusia», prosiguió, «encarnaron en 1918 del modo más patente la realización material de las condiciones económico-sociales, productivas y económicas del socialismo, de una parte, y de sus condiciones políticas, de otra.»

Era una poderosa expresión de lo que Trotsky denominó la «ley del desarrollo desigual y combinado».

Debido a su atraso, la Rusia zarista se vio obligada a importar capital, maquinaria y técnica del extranjero. Como resultado, en 1914 el país se caracterizaba por islas de industria moderna, con una clase obrera desarrollada, rodeadas de un mar de atraso económico, cultural y agrícola.

Esta contradicción sería a la vez la madre de la Revolución Rusa y, en última instancia, su sepulturera.

La cadena del capitalismo mundial se rompió por su eslabón más débil. Rusia fue impulsada al camino de la revolución socialista «no porque su economía fuera la más madura para la transformación socialista», como explicó Trotsky, «sino porque esta economía ya no podía desarrollarse sobre bases capitalistas.» .

Rusia era la más débil de las grandes potencias implicadas en la Primera Guerra Mundial , sin las modernas fuerzas armadas ni la industria a disposición de sus rivales. La limitada capacidad industrial del país tuvo que desviarse hacia la producción de armas, lo que agravó la escasez de productos de primera necesidad y la desintegración de las infraestructuras.

Además, el régimen dependía especialmente de la impresión de dinero y de la deuda para financiar sus gastos militares. En consecuencia, los precios se multiplicaron por tres durante esos años.

Los ministros zaristas intentaron paliar el hambre de obreros y soldados imponiendo un impuesto sobre el grano a los campesinos. Pero esto provocó la furia en el campo.

El colapso económico, la inflación galopante, la escasez de bienes, la obtención forzosa de alimentos del campesinado: todos estos horrores que los historiadores burgueses acusan a los bolcheviques de haber provocado ya existían mucho antes de la introducción del «comunismo de guerra».

Fueron estas terribles condiciones las que provocaron las protestas masivas en San Petersburgo que condujeron a la caída del zar en febrero de 1917 y, posteriormente, del Gobierno Provisional, dando paso a la Revolución de Octubre.

Pero las mismas condiciones que prepararon el camino para la revolución socialista convirtieron la construcción del socialismo en un sueño irrealizable dentro de las fronteras del antiguo Imperio ruso.

Desde el principio, Lenin y los bolcheviques se embarcaron en este formidable objetivo, armados con la perspectiva de que el éxito de la revolución vendría determinado en última instancia por su extensión internacional. Sin ello, la naciente República Soviética no podría sobrevivir, y mucho menos construir el socialismo.

Este hecho fue reconocido explícitamente por Lenin en 1918, cuando declaró: «Pero de todos modos y con todas las peripecias posibles e imaginables, si la revolución alemana no llega, estamos perdidos».

Marxismo frente a autonomismo

La tarea inmediata de los bolcheviques no era -ni podía ser- la aplicación de un plan socialista plenamente formado, sino simplemente la prevención del colapso total, junto con la extensión de la revolución mundial.

Los bolcheviques habían llevado al poder a los obreros y campesinos de Rusia. Pero en los meses que siguieron a octubre de 1917, también se vieron arrastrados por el movimiento, obligados a reaccionar ante los acontecimientos, en lugar de guiarlos.

La toma del poder se había producido en el contexto de un inmenso fermento revolucionario tanto en las ciudades como en el campo. Los obreros formaron comités de huelga en las fábricas, mientras que los campesinos pobres expulsaron a los terratenientes de sus fincas y empezaron a redistribuir la tierra entre ellos.

Lenin y los bolcheviques intentaron canalizar esta ola hacia fines socialistas. Pero las consideraciones políticas se impusieron sistemáticamente a los ideales económicos. Y el aparato del nuevo Estado obrero no era lo bastante fuerte para traducir la política en acción.

Tomemos la cuestión de la tierra. Un día después de la insurrección de octubre, el II Congreso Panruso de los Soviets aprobó un decreto que abolía formalmente toda propiedad privada de la tierra. Sin embargo, en lugar de utilizar la tierra expropiada para establecer granjas colectivas a gran escala y organizar la agricultura de acuerdo con las líneas socialistas, los bolcheviques se vieron obligados a adoptar el programa del llamado «Partido Socialista Revolucionario», que daba la tierra a los campesinos de forma individual.

De este modo, los bolcheviques pudieron ganarse a las masas campesinas. Pero una vez en el gobierno, pronto surgieron fricciones con esta masa de pequeños propietarios recién dotada.

Algo similar sucedió con los obreros y los comités de fábrica, los bolcheviques los consideraban una forma embrionaria de control y gestión obrera, parte integrante de la planificación socialista en la industria. Y dado el atraso del país, Lenin preveía un período prolongado de control obrero, durante el cual la clase obrera aprendería a dirigir la industria estudiando los métodos de los antiguos propietarios y sus expertos.

Sin embargo, los primeros pasos en la dirección del control obrero fueron anárquicos, aplicados a fábricas localizadas sin ningún plan. Muchos trabajadores percibían el control obrero en un sentido más sindicalista: no en términos de poder de los trabajadores sobre la producción en su conjunto, sino en términos de cooperativas de trabajadores que dirigían sus propios centros de trabajo, de manera totalmente independiente y aislada.

A medida que los trabajadores ocupaban las fábricas y los capitalistas huían de la escena, muchas empresas pasaron a ser propiedad del Estado. Pero los trabajadores de estas empresas a menudo asumieron que ellos mismos eran ahora los propietarios.

En su Historia de la Rusia soviética, E. H. Carr relata que incluso hubo casos en los que «los obreros, tras hacerse con el control de una fábrica, simplemente se apropiaron de sus fondos o vendieron sus existencias e instalaciones en beneficio propio» .

Esta era la diferencia entre el marxismo y el «autonomismo»; entre los trabajadores que actúan como clase contra los capitalistas y los grupos de trabajadores que luchan contra empresarios individuales; entre la planificación coordinada y centralizada de un Estado obrero y el control independiente de consejos y cooperativas de trabajadores dispersos y aislados.

«La noción de que los problemas de la producción y de las relaciones de clases en la sociedad podían resolverse mediante la acción directa y espontánea de los trabajadores de fábricas individuales no era socialismo, sino sindicalismo», concluye Carr, y añade:

«El socialismo no pretendía subordinar al irresponsable empresario capitalista a un comité de fábrica igualmente irresponsable que reclamara el mismo derecho de independencia de la autoridad política real; eso sólo podría perpetuar la «anarquía de la producción» que Marx consideraba el estigma condenatorio del capitalismo.»

Nacionalización de la industria

Los bolcheviques intentaron conscientemente controlar la situación. En diciembre de 1917, el gobierno soviético creó el Consejo Supremo de Economía Nacional – abreviado VSNKh, alias Vesenkha.

La Vesenkha era responsable de «organizar la actividad económica de la nación y los recursos financieros del gobierno». Su primera tarea fue poner bajo su control a los glavki: trusts de grandes empresas de cada industria, como la metalúrgica y la textil, que habían surgido en tiempos zaristas para planificar la producción en tiempos de guerra.

La primera industria nacionalizada fue la financiera. Al analizar la Comuna de París, Marx subrayó que el hecho de que los comuneros no se apoderaran del Banco de Francia había sido un error fatal. Lenin y los bolcheviques hicieron suyas estas sabias palabras.

En diciembre de 1917, en respuesta al sabotaje de los banqueros, el gobierno soviético desplegó tropas y decretó la fusión de los bancos en un único Banco Nacional, con el monopolio de la moneda y el crédito.

El gobierno también anuló todas las deudas públicas acumuladas por sus predecesores, especialmente las contraídas con financieros extranjeros. Esto fue recibido con aullidos de protesta por parte de los imperialistas, que rápidamente cortaron las líneas de crédito restantes, realzando la importancia del control estatal sobre el sistema financiero.

En otros lugares, las nacionalizaciones fueron en su mayoría espontáneas al principio: una respuesta defensiva al sabotaje de la patronal, o un respaldo retroactivo a la acción directa de los trabajadores. En los primeros nueve meses, más de dos tercios de las nacionalizaciones se llevaron a cabo por iniciativa de los soviets locales y los consejos obreros, no por órdenes de la cúpula.

Sin embargo, a partir de mayo-junio de 1918, cuando se intensificó el vandalismo de los capitalistas y los imperialistas aumentaron su intervención, los bolcheviques se vieron obligados a cambiar de dirección y nacionalizar sectores enteros de la industria. Pero incluso entonces, estas expropiaciones se llevaron a cabo principalmente de manera ad hoc, no como parte de un plan general.

La clase obrera era claramente la fuerza motriz de la revolución. Pero esta energía necesitaba ser canalizada y dirigida, de forma conscientemente organizada y planificada.

Lenin explicó, sin embargo, que el joven Estado soviético no tenía capacidad para planificar adecuadamente la producción. En muchos casos, como el Estado carecía de recursos, las empresas nacionalizadas se arrendaban rápidamente a sus antiguos propietarios, con los mismos directores en sus puestos.

Mientras tanto, un auténtico sistema de control y gestión obrero implicaría el trabajo conjunto de los comités de fábrica, los sindicatos y los soviets locales. Y para tener éxito, esbozó Lenin, se requerirían ciertas condiciones materiales, condiciones que la República Soviética aún no poseía.

Lo que se necesitaba era una clase trabajadora con tiempo y cultura suficientes: un nivel de productividad tal que los trabajadores dispusieran de suficiente tiempo libre para participar en la gestión de la producción, junto con la educación y los conocimientos necesarios para realizar las tareas administrativas que ello implicaba.

En resumen, ni siquiera la planificación socialista podría llevarse a cabo adecuadamente sin un rápido desarrollo de las fuerzas productivas.

En su lugar, Lenin abogaba por la nacionalización únicamente de las palancas clave de la economía, dejando en su lugar a los antiguos gestores, pero bajo la supervisión de los trabajadores. Esto debía ir acompañado de la máxima centralización y organización de la industria, bajo la supervisión de Vesenkha.

En esta época surgió en el Partido Bolchevique una oposición «comunista de izquierdas» que planteaba desacuerdos con esta posición. Estos ultraizquierdistas se apoyaban en la concepción más autónoma del control obrero, al tiempo que abogaban por una «política decidida de socialización».

Lenin les dio poca importancia, así como a sus denuncias de que el gobierno perseguía una «desviación bolchevique de derecha».

«Hoy, sólo los ciegos podrán no ver que hemos nacionalizado, confiscado, golpeado y acabado más de lo que hemos sabido contar.», afirmó Lenin. Pero, subrayó, «la socialización se distingue precisamente de la simple confiscación en que se puede confiscar con la sola “decisión”, sin saber contar y distribuir acertadamente, pero es imposible socializar sin saber hacer eso.«

La nacionalización de los «pilares básicos» de la economía fue acompañada del establecimiento de un monopolio estatal sobre el comercio exterior, que se implantó oficialmente en abril de 1918.

Esto era vital para proteger a la recién nacida economía soviética de las presiones del mercado mundial capitalista y para impedir que los comerciantes oportunistas sacaran riqueza del país o se beneficiaran de las importaciones.  

De cara al futuro, junto a la nacionalización de la gran industria, el control de las finanzas y del comercio exterior también sería fundamental para la planificación socialista. A corto plazo, estas medidas eran esenciales para la defensa de la revolución.

Así estaban las cosas en la República Soviética cuando empezó a desarrollarse la guerra civil, que impulsó a los bolcheviques a enfrentarse con dificultades aún mayores.

Guerra Comunismo

El trastorno de la guerra mundial y la guerra civil, en rápida sucesión, fue profundo.

Entre 1918 y 1920, millones de refugiados internos se vieron obligados a huir de sus hogares, mientras las tropas imperialistas y los ejércitos blancos saqueaban ciudades y pueblos. Millones más murieron de hambre y de epidemias de enfermedades.

Esto se sumó a las grandes pérdidas territoriales como resultado del tratado de Brest-Litovsk y el saqueo imperialista alemán.

Las cosechas se vieron gravemente perturbadas, el transporte se dislocó y la población urbana cayó en picado, ya que los trabajadores hambrientos regresaron a sus pueblos en busca de comida.

Con las fábricas privadas de trabajadores, materias primas y combustible, la producción industrial cayó en picado. En 1920, la industria a gran escala funcionaba a sólo el 13% de su nivel de preguerra.

El único objetivo del gobierno bolchevique en ese momento era la supervivencia. Así comenzó el periodo y el programa conocidos como «comunismo de guerra»: un intento de canalizar todos los recursos disponibles hacia el Ejército Rojo.

De este modo, poco quedaba para los obreros y los campesinos. Los primeros se enfrentaron a una espiral de precios y a una aguda escasez en las ciudades, junto con horarios y condiciones penosas en las fábricas. A los segundos, el Estado les requisaba el grano y el ganado.

El gobierno intentó resolver la crisis alimentaria declarando la guerra a los especuladores, comerciantes privados y kulaks (campesinos capitalistas ricos), que se lucraban y acaparaban grano. Pero los asaltos a aldeas y almacenes sólo permitieron obtener una cantidad limitada.

El gobierno central también pidió ayuda al movimiento cooperativo, con la esperanza de que pudieran obtener y distribuir alimentos a través de sus redes. Irónicamente, se mostraron muy poco cooperativos.

En 1919, por tanto, los bolcheviques introdujeron la prodrazvyorstka: cuotas obligatorias de entrega de grano, a precios fijados por el Estado. En algunos casos, esto significaba la confiscación de los excedentes de grano. En otros, equivalía a lo mismo, ya que el dinero pagado a cambio era escaso y cada vez más inútil, gracias a la inflación.

Miles de voluntarios se alistaron para ayudar en la campaña de requisas. Sindicatos, comités de fábrica y soviets formaron «brigadas de alimentos» armadas, cuyo objetivo principal eran los kulaks.

Además de descubrir reservas secretas y obtener grano, su misión consistía en agitar políticamente a los campesinos más pobres para que se unieran tanto a la búsqueda de alimentos como a la lucha contra las capas más ricas del campo.

El objetivo de los bolcheviques era abrir una brecha entre los kulaks y el resto del campesinado. Sin embargo, el excedente que podía obtenerse de los primeros no era suficiente, lo que llevó a ampliar las atribuciones de la prodrazvyorstka. Estos últimos, por su parte, tendían a identificarse más con sus compañeros del campo que con los trabajadores de las ciudades.

Sin dinero ni productos manufacturados suficientes que ofrecer a los campesinos a cambio de su grano, las requisas se enfrentaron a la resistencia y el sabotaje, incluyendo reducciones en los niveles de siembra.

Los trabajadores de las brigadas de alimentación corrían el peligro de ser masacrados por los esbirros de los kulaks. En más de un caso, los cadáveres de los requisadores aparecieron en graneros, con los vientres rajados y rellenos de grano.

El gobierno estaba atrapado en un círculo vicioso. Sin una industria adecuada, no podía proporcionar a los campesinos los bienes que exigían a cambio de sus alimentos. Esto significaba un empeoramiento de la escasez de alimentos para los trabajadores, lo que provocaba una mayor caída de la producción industrial. Y mientras tanto, había que alimentar al ejército.

Medidas extremas

La guerra civil aceleró la nacionalización de la industria. El esfuerzo militar exigía una centralización estricta para combatir el caos que proliferaba en toda la economía. Había que concentrar la producción en las fábricas más eficaces. Y los materiales escasos debían asignarse allí donde fueran más eficaces.

En noviembre de 1920, la Vesenkha era responsable de la supervisión de entre 3.800 y 4.500 empresas estatales, la mayoría en la gran industria, pero también en industrias más pequeñas que no eran exactamente los «pilares fundamentales» de la economía.

El número de funcionarios de la Vesenkha y personal de los glavki se disparó de unos 300 en marzo de 1918 a 6.000 en total seis meses después. Muchos de ellos habían servido en el aparato estatal zarista, lo que avivó la ira entre los trabajadores.

Incluso en estas condiciones de asedio, los bolcheviques mantuvieron el debate sobre cuestiones clave: la relación entre los planificadores centrales y los soviets locales, y entre centralización y federalismo; el uso de especialistas y administradores burgueses, a los que se ofrecían salarios más altos y primas; y el papel de los sindicatos como instrumentos de movilización de la mano de obra.

En todas estas cuestiones surgieron críticas contra la dirección, sobre todo por parte de la llamada «Oposición Obrera». Lenin y Trotsky fueron los primeros en admitir que las medidas extremas que exigía la guerra civil distaban mucho de ser ideales. Pero eran necesarias.

La guerra no podía ganarse sin la máxima centralización. La industria estatal no podía ser dirigida por una clase obrera inexperta y agotada, sin la ayuda de expertos. La tarea más apremiante del momento era la supervivencia y no el socialismo.

Al agravarse la escasez, el gobierno intensificó su control sobre la distribución. Se nacionalizaron las cooperativas y los comercios minoristas. Se fijan los precios de una serie de productos. El racionamiento, introducido por primera vez antes de la revolución, se reactivó, dando prioridad a los trabajadores industriales y colocando a los antiguos burgueses al final de la cola.

Pero las raciones no eran suficientes. En 1919-20, sólo alrededor del 20-25 por ciento del consumo de alimentos en las ciudades procedía de los suministros racionados. Los empleados de las fábricas incluso cultivaban sus propias verduras en los huertos de los centros de trabajo. Tal era el hambre que en Petrogrado ya no se encontraban gatos, perros ni caballos.

Los mercados habían sido oficialmente abolidos. Pero las restricciones gubernamentales eran impotentes. La ley de la oferta y la demanda seguía haciéndose sentir . Los mercados negros se multiplican y los especuladores ofrecen bienes escasos a precios exagerados.

Para financiar los gastos del Estado, el gobierno recurrió cada vez más a la impresión de dinero. El rublo se devaluó cada vez más. La tasa de inflación pasó del 600% en 1918 al 1.400% un año después.

A medida que la moneda perdía valor, la economía empezó a sobrevivir sin ella. El dinero fue sustituido por pagos en especie. Las empresas nacionalizadas intercambiaban materiales basándose en la contabilidad de la Vesenkha. El Estado proporcionaba raciones y servicios gratuitos, como comedores y transportes públicos. Y en lugar de salarios, los trabajadores de las fábricas recibían una parte de sus propios productos industriales, que se intercambiaban mediante trueque en el mercado negro.

La ley del valor

El comunismo de guerra, por emergencia y conveniencia, había dado lugar a una economía casi totalmente nacionalizada y sin dinero. Pero esto tenía poco en común con la concepción marxista del socialismo o el comunismo. Este resultado contradictorio fue producto de la devastación y la desesperación, no de la doctrina o el diseño.

Los bolcheviques más ultraizquierdistas intentaron hacer de la necesidad virtud. Lo que había surgido de forma inesperada y anárquica, como resultado del caos y el colapso, se pintó como un paso deliberado hacia el socialismo.

De hecho, las leyes del capitalismo siguieron operando, no sólo externamente, a través de la presión del mercado mundial, sino dentro de los límites del propio Estado obrero.

Para cada sistema económico, demostró Marx, existen ciertas dinámicas objetivas, que existen independientemente de cualquier intención o voluntad, que regulan la riqueza, el trabajo y los medios de producción de la sociedad.

En el capitalismo, explicó, la riqueza de la sociedad adopta la forma de mercancías: bienes producidos para el intercambio y distribuidos a través del mercado.

Las mercancías, por término medio, se intercambian en función de su valor, determinado por el tiempo de trabajo socialmente necesario que llevan incorporado. Marx llamó a esto la ley del valor.

La ley del valor regula la economía capitalista. Establece las proporciones en que se intercambian las mercancías. Determina el valor del dinero, esa «mercancía de mercancías» y dirige el flujo de capital de un sector a otro, dando forma a la división global del trabajo. 

En el capitalismo, cada parte de la economía está interconectada a través de la «mano invisible» del mercado. Pero este sistema funciona a ciegas, a espaldas tanto de los capitalistas como de los trabajadores.

Así pues, la ley del valor se expresa en el capitalismo a través de la anarquía de las fuerzas del mercado y de las fluctuaciones de las señales de precios, buscando el «equilibrio» a través del caos y la crisis.

En el comunismo de guerra, por el contrario, toda la clase capitalista había sido expropiada. Y las relaciones de mercado habían sido formalmente anuladas, distribuyéndose ahora oficialmente los bienes y servicios básicos no como mercancías, sino a través del Estado.

Seguramente, entonces, ¿la ley del valor había sido derrocada, y el dinero podía salir sin problemas del escenario de la historia?

Marx explicó además, sin embargo, que el dinero es en última instancia una medida de valor; una representación del tiempo de trabajo socialmente necesario; un derecho a una parte de la riqueza total de la sociedad.

El dinero es una herramienta social, que actúa como medio de intercambio, unidad de cuenta y depósito de valor. Y como cualquier instrumento, no puede desecharse hasta que se haya vuelto obsoleto e innecesario.

Al igual que el Estado, el dinero debe marchitarse en la transición de la primera fase del comunismo (socialismo) a la fase superior del comunismo, a medida que se desarrollan las fuerzas productivas; a medida que la escasez se convierte en superabundancia; y a medida que la producción de mercancías y el intercambio mercantil son sustituidos por la planificación y la asignación conscientes.

Sólo sobre esta base puede superarse la ley del valor como regulador primario de la economía, junto con sus síntomas monetarios y materiales: precios volátiles y escasez.

«En la sociedad comunista, el Estado y el dinero desaparecerán», explica Trotsky, «y su agonía progresiva debe comenzar en el régimen soviético». Pero, subraya, «El dinero no puede ser ‘abolido’ arbitrariamente»:

«El fetichismo y el dinero sólo recibirán el golpe de gracia cuando el crecimiento ininterrumpido de la riqueza social libre a los bípedos de la avaricia por cada minuto suplementario de trabajo y del miedo humillante por la magnitud de sus raciones.»

La existencia del mercado negro y la escasez generalizada eran una clara indicación de que las condiciones materiales para la desaparición de las mercancías, el dinero y la ley del valor -las condiciones para un auténtico comunismo- no existían bajo el comunismo de guerra.

La productividad del trabajo era escasa. Cada «minuto sobrante de trabajo» era precioso. El «tamaño de la propia ración» era realmente humillante.

En estas condiciones, la ley del valor no se debilitó, sino que se afirmó con mayor fuerza, como lo demuestra el hecho de que los trabajadores tuvieran que recurrir al trueque, la forma más elemental de intercambio.

Por tanto, el «comunismo de guerra» representó más un retroceso que un avance hacia la construcción de una sociedad comunista.

Los ultraizquierdistas habían cometido un grave error teórico: suponer que la revolución había anulado de un plumazo las leyes del capitalismo; que la propiedad estatal bastaba para trascender la ley del valor. Este grave error sería repetido más tarde por los estalinistas.

La Nueva Política Económica

A finales de 1920, las tornas habían cambiado a favor del Ejército Rojo. Esto proporcionó cierto respiro, una oportunidad para que los bolcheviques revisaran las políticas del comunismo de guerra y planificaran los siguientes pasos.

Todo el país estaba en ruinas. Todos los aspectos de la economía -industria, agricultura, transporte- estaban destrozados. El hambre y la enfermedad acechaban la tierra. La inflación estaba fuera de control.

Este fue el sombrío contexto de los debates en el seno del partido que comenzaron a principios de 1921 y culminaron en lo que llegó a conocerse como la Nueva Política Económica (NEP).

El problema más acuciante era la escasez de alimentos. Era necesario obtener más grano del campesinado. Pero la prodrazvyorstka (requisa) había agotado sus posibilidades.

A medida que se alejaba la amenaza de la reacción blanca -y con ella el peligro del regreso de los terratenientes-, los campesinos se volvían aún menos tolerantes con las confiscaciones del Estado. Esto llevó a estallidos de rebelión en el campo, que llegaron a su punto álgido con la revuelta de Kronstadt en marzo de 1921.

Estas revueltas eran sintomáticas, demostraban que la configuración existente era insostenible; que los antagonismos de clase estaban lejos de resolverse; que el comunismo de guerra no representaba los cimientos de un salto hacia el socialismo, como imaginaban los ultraizquierdistas utópicos.

Así pues, el gobierno cambió de vía. La requisición de grano fue sustituida por un impuesto progresivo en especie. Los campesinos tendrían que entregar una parte de su cosecha, pero tendrían derecho a vender cualquier excedente por encima de esta cantidad a través de canales privados. La obligación fue sustituida por el incentivo.

Pero este paso aparentemente pequeño adquirió una lógica propia y se convirtió en una bola de nieve que nadie había previsto.

En primer lugar, para que el campesinado vendiera su grano, era necesario que hubiera otros bienes -ropa, productos manufacturados y otros alimentos- en los que gastar el dinero recién adquirido.

Esto significaba aumentar la producción de bienes de consumo. Pero las industrias estatales estaban paralizadas. Y los recursos necesarios para repararlas no podían conseguirse por arte de magia.

Una revolución exitosa en los países capitalistas avanzados habría resuelto el problema. Pero el capitalismo había sobrevivido a la primera oleada revolucionaria de posguerra, que había alcanzado su punto álgido en 1919.

Por ello, el gobierno bolchevique se vio obligado a apoyarse en pequeños productores privados: artesanos, cooperativas e industrias caseras, que no requerían grandes inversiones iniciales. Del mismo modo, las empresas nacionalizadas de las industrias más ligeras fueron arrendadas a empresarios privados y se les permitió producir con ánimo de lucro.

Todo ello condujo a otra exigencia: la supresión de los controles de precios y la legalización de los mercados, para proporcionar a los campesinos un medio de vender sus excedentes, distribuir los alimentos del campo a las ciudades y llevar los productos manufacturados a los pueblos.

Esto dio lugar a los famosos «hombres de la NEP»: comerciantes y vendedores ambulantes -que ya andaban sueltos bajo el comunismo de guerra dirigiendo mercados negros- que facilitaban esta red de comercio privado, embolsándose una buena suma por el camino.

La siguiente consecuencia lógica fue la necesidad de estabilizar la moneda. ¿Cómo podría existir el comercio privado sin un medio de cambio fiable y precios estables?

Esto planteó otras cuestiones, que se abordaron durante los debates sobre la NEP en el X Congreso del partido, celebrado en marzo de 1921. Como informa E. H. Carr:

La estabilización de la moneda no podía llevarse a cabo mientras la imprenta siguiera produciendo una cantidad ilimitada de rublos; la imprenta no podía ser controlada hasta que el gobierno encontrara otra forma de cuadrar las cuentas; y era impensable reducir el gasto público dentro de los límites de cualquier ingreso que pudiera recaudar hasta que el Estado no se liberara de los inmensos costes de mantener la industria estatal y los trabajadores que trabajaban en ella.

En resumen, el régimen económico inflacionista debía ser sustituido por otro de monetarismo y austeridad.

En julio de 1922, en un intento de contener la hiperinflación desenfrenada (que superaba el 7.000% ), el antiguo rublo devaluado fue sustituido oficialmente por una nueva moneda respaldada en oro: los chervonets.

Se inicia un proceso de «racionalización» en la industria estatal, conocido como khozraschet. Las empresas estatales ya no podían depender del Banco Nacional. En su lugar, tuvieron que actuar como empresas autosuficientes, que funcionaban según principios comerciales: gestionando sus propias cuentas; recortando costes; mejorando la eficiencia; tratando directamente con productores y distribuidores en el mercado; y tratando de generar un superávit (pero no funcionando para el beneficio de empresarios individuales).

Las empresas estatales «no rentables» (principalmente las más pequeñas) fueron arrendadas bajo gestión privada, pagando un alquiler en especie, o fueron consolidadas dentro de los trusts. Pero, junto con la banca, todas las industrias más importantes -los verdaderos pilares fundamentales de la economía- permanecieron bajo control estatal, empleando al grueso de los trabajadores industriales.

Para equilibrar las cuentas, las empresas estatales tuvieron que reducir sus costes. Esto condujo a una venta masiva de activos. El resultado fue un exceso de bienes industriales en el mercado, en un momento de demanda deprimida. Los precios bajaron en comparación con los de los productos agrícolas, lo que benefició al campesinado a expensas de los productores y consumidores urbanos.

Estas empresas también se vieron obligadas a realizar despidos masivos. Volvió el «ejército de reserva de mano de obra» del capitalismo. Además, el khozraschet exigió que se volviera a pagar a los trabajadores en salarios monetarios, con primas para incentivar un trabajo más duro.

Esto supuso un duro golpe para la clase obrera; un cambio radical respecto a la movilización de la mano de obra vista bajo el comunismo de guerra, cuando el empleo y la subsistencia básica estaban garantizados. «Esta cruda forma de disciplina laboral», señala Carr, «fue rápidamente sustituida por el viejo ‘látigo económico’ del capitalismo».

«El trabajo como obligación legal», señala, «fue sucedido por el trabajo como necesidad económica; el miedo a las penas legales sustituido como sanción por el miedo al hambre».

«En menos de un año», concluye Carr, «la NEP había reproducido las características esenciales de una economía capitalista».

Acumulación socialista primitiva

A partir del acto inicial de permitir a los campesinos vender los excedentes de grano, se había producido una transformación en toda la economía. Tirando de este único hilo, el comunismo de guerra se deshizo.

Los plenos efectos de la reintroducción de las relaciones de mercado en la agricultura pueden haber sido imprevistos, pero no accidentales. El desmantelamiento del comunismo de guerra expresaba una cierta necesidad.

Las diferentes partes de la NEP constituían un todo interconectado. El primer paso en dirección al mercado llevó al gobierno mucho más lejos de lo que nadie había previsto inicialmente. Las presiones objetivas se impusieron, dejando de lado los deseos subjetivos.

La Unión Soviética no había escapado, ni podía hacerlo, a las leyes del capitalismo. Al mismo tiempo, sin embargo, el Estado obrero no estaba completamente indefenso ante las fuerzas del mercado. 

«El estado obrero, aunque ha puesto su economía en el plano comercial, no renuncia sin embargo, incluso en el más próximo período, a ejecutar su plan económico.», explicaba Trotsky en 1922, «no renuncia, sin embargo, a los comienzos de la economía planificada, ni siquiera para el período inmediatamente venidero.»

«El hecho que toda la red ferroviaria y la aplastante mayoría de las empresas industriales ya estén explotadas directamente a cuenta del estado y financiadas por este último», continuó, «hace inevitable la concomitancia de un control del estado centralizado sobre esas empresas con un control automático del mercado.»

La tarea del Estado soviético, según Trotsky, era «ayudar a eliminar el mercado lo más rápidamente posible».

Es importante destacar que el Estado obrero debe utilizar su control sobre el crédito, el comercio exterior y los impuestos para canalizar los recursos hacia la industria estatal.

El monopolio estatal sobre el comercio exterior era una parte esencial de esto. Y tanto Lenin como Trotsky se opusieron a cualquier sugerencia de abolirlo o relajarlo. Esto, subrayaron, fortalecería a los kulaks y a los hombres de la NEP, a expensas del Estado obrero y de la economía planificada.

Estas palancas fiscales y financieras en manos del Estado, esbozó Trotsky, «permiten aplicar a la economía del estado una porción, que no deja de crecer, de los ingresos del capital privado, y ello no solamente en el dominio de la agricultura (impuesto en especie) sino también en el del comercio y la industria».

De este modo, el sector privado se vería «obligado a pagar tributo» a lo que Trotsky llamó «acumulación socialista primitiva», en un guiño al concepto de Marx de la acumulación primitiva de capital.

La lucha entre estas dos fuerzas sociales -que reflejan las presiones de la producción de mercancías y el mercado, por un lado, y la planificación estatal, por el otro- representó, por tanto, una característica fundamental de la economía soviética «de transición».

Las leyes y categorías económicas del capitalismo (dinero, valor, plusvalía, etc.) permanecerían por tanto bajo el Estado obrero, pero ahora de forma modificada, sujetas a un grado cada vez mayor de control consciente.

Recuperación y reconstrucción

En sus primeros años, la NEP ofreció cierto alivio. Tras la catastrófica sequía y hambruna de la región del Volga en 1921-22, las cosechas mejoraron. Y partiendo de una base baja, la industria empezó a recuperarse, principalmente restaurando fábricas en lugar de construir otras nuevas.

Aunque se había recuperado el mercado en la agricultura y el comercio, las industrias clave seguían en manos del Estado. El gobierno toma medidas para organizarlas y planificarlas mejor.

Ya en 1920, el «Consejo de Defensa» había sido restablecido como «Consejo de Trabajo y Defensa», con la responsabilidad de elaborar un plan económico para todo el país.

En los dos años siguientes se crearon el Gosplan y el Gosbank. El primero se encargaba de la planificación general a largo plazo. Esto incluía preparar previsiones, objetivos, balances y presupuestos de producción y consumo; supervisar la construcción de grandes proyectos industriales y de infraestructuras; y garantizar la coordinación entre los departamentos económicos. El segundo era el banco central soviético. 

Ambos complementaron a la Vesenkha, que siguió planificando y gestionando la industria estatal a través de sus glavki (trusts).

La recuperación económica continuó en los años siguientes, aunque con algunos reveses importantes.

La más notable fue la «crisis de las tijeras» de 1923, llamada así por la creciente divergencia entre los precios agrícolas y los industriales.

En la fase inicial de la NEP, los campesinos se beneficiaron de la subida de los precios de los cereales y de la bajada de los precios de los bienes de consumo. Ahora, como la producción agrícola crecía más rápidamente que la industrial, estos precios cambiaron de lugar en términos relativos. Mientras tanto, todos los precios aumentaban en comparación con los ingresos, a pesar de los intentos del gobierno por controlar la inflación.

Se introdujeron controles de precios sobre los bienes industriales producidos por el Estado. Pero esto sólo condujo a una mayor escasez. El resultado fue el aumento de las tensiones entre el campo y la ciudad, y el antagonismo del campesinado, que cada vez más sentía que salía perdiendo.

Este episodio puso de manifiesto la inestabilidad inherente a la economía soviética; la dificultad de lograr un crecimiento armonioso sobre la base de un bajo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas; y las explosiones sociales que podían estallar en cualquier momento. No era tanto un caso de «tijeras» como de equilibrio sobre el filo de una navaja.

En 1925-26, la capacidad industrial existente había vuelto a funcionar en su mayor parte, y la producción agrícola e industrial alcanzaba los niveles de antes de la guerra.

La atención del partido ya no se centraba en la lucha inmediata por la supervivencia, sino en la «reconstrucción», es decir, en preparar el terreno para la siguiente fase de desarrollo de la economía. La forma que adoptaría era objeto de gran debate. 

A estas alturas, sin embargo, la discusión no se limitaba a los aciertos y errores de la política económica. Era una lucha política sobre el destino de la revolución.

Auge de la burocracia

Lenin había descrito la introducción de la NEP como un compromiso con la pequeña burguesía; una derrota y una retirada, pero en última instancia necesaria; un intento de ganar tiempo hasta que se pudiera proporcionar un salvavidas a través de revoluciones exitosas en otros lugares.

Sin embargo, con su dependencia de los métodos de mercado, la NEP tuvo importantes consecuencias políticas. Nutrió económicamente a los kulaks, comerciantes privados y otros elementos capitalistas, aumentando su peso social en comparación con la clase obrera. Paradójicamente, estas capas parasitarias se beneficiaban más del Estado obrero que los propios trabajadores.

Esto, a su vez, contribuyó al ascenso de la burocracia estalinista.

La clase obrera estaba alienada de su propio Estado y de la producción, por agotamiento. Los bolcheviques tenían que confiar en una casta de viejos funcionarios, administradores y especialistas para dirigir la sociedad. Y había una necesidad objetiva de, en palabras de Trotsky, » un agente de policía que mantenga el orden» en condiciones de necesidad generalizada.

El fortalecimiento de los hombres de la NEP y los kulaks aceleró este proceso, presionando a la burocracia para que se adaptara al nuevo marco mercantilizado, y para que se apoyara en las tendencias capitalistas de la sociedad soviética.

Por lo tanto, junto con la NEP, Lenin exigió una campaña contra la burocracia y el arribismo en el Estado y el partido, y medidas para reforzar la democracia obrera. Si se iban a hacer concesiones económicas a las capas capitalistas y pequeñoburguesas, había que contrarrestarlas con medidas políticas para fortalecer el Estado obrero.

En octubre de 1923, con Lenin incapacitado por su mala salud, Trotsky y sus partidarios fundaron la Oposición de Izquierda, para luchar contra la degeneración burocrática del partido y defender el Estado obrero como Estado obrero. Su programa incluía duras críticas a la NEP, por su papel en alimentar a los kulaks, comerciantes e intermediarios.

Al otro lado estaba la Oposición de Derecha, dirigida por Bujarin. En los tiempos del comunismo de guerra, Bujarin había estado más cerca de los ultraizquierdistas. Pero más tarde viró bruscamente en la otra dirección, convirtiéndose en un ferviente defensor de estimular el crecimiento a través de los medios del mercado, resumido en su llamamiento al campesinado: «¡Enriqueceos!»

En medio estaba la Troika: el triunvirato de Stalin, Zinóviev y Kámenev, que representaba los intereses de la creciente burocracia. Trotsky describió esta facción como «centrista», es decir, revolucionaria en el lenguaje pero reformista en los hechos. 

La muerte de Lenin en 1924 fue sin duda un duro golpe. Pero su muerte no fue el factor decisivo en la degeneración del Partido Bolchevique y del Estado soviético. Como comentó más tarde su compañera Krupskaya, si Lenin hubiera seguido vivo, también habría acabado en uno de los campos de prisioneros de Stalin.

Líneas de batalla trazadas

La cuestión de cómo debía desarrollarse industrialmente la URSS se convirtió en este periodo en un importante punto álgido de la lucha entre las alas proletaria y pequeñoburguesa del Partido Comunista.

Ambas partes estaban a favor de la industrialización. La cuestión era cómo lograrla y a qué ritmo.

Trotsky y sus partidarios pidieron que se elaborara y aplicara un plan de industrialización transformadora. Decían que debía darse prioridad a la inversión en la industria a gran escala, en fábricas que pudieran producir no sólo medios de producción (incluidos materiales como acero y productos químicos), sino también los «medios de producción de los medios de producción»: equipamiento industrial, máquinas herramienta, etc.

Para mejorar la productividad de la tierra, había que mecanizar y modernizar la agricultura. Para ello era necesario crear granjas colectivas a gran escala, ya que el actual estado primitivo y disperso de la producción campesina – repartida entre 20-25 millones de hogares – no podía dar cabida a tractores y técnicas agrícolas avanzadas.

Es importante destacar que Trotsky y la Oposición de Izquierda hicieron hincapié en que había que incentivar -no obligar- a los campesinos pobres y medios para que se unieran a las granjas colectivas, demostrándoles que éstas podían proporcionarles un mejor nivel de vida que la pequeña agricultura tradicional.

Para lograr ambos objetivos, Trotsky pidió que se emprendieran importantes obras de ingeniería. Esto incluía la construcción de una presa hidroeléctrica en el río Dniéper, para suministrar energía a una nueva oleada de fábricas y granjas modernas.

Sobre la base de tales medidas económicas sistemáticas y radicales, afirmaban Trotsky y sus partidarios, se podría lograr un enorme crecimiento en el espacio de dos planes quinquenales, muy por encima de los objetivos extremadamente modestos fijados por los burócratas del Gosplan.

Los estalinistas ridiculizaron estas sugerencias. Lenin había resumido célebremente el comunismo como «poder soviético más electrificación». Sin embargo, Stalin respondió a la propuesta de Trotsky sobre el Dniéper con la concisa réplica de que sería el equivalente a ofrecer a un campesino «un gramófono en lugar de una vaca».

Los llamamientos a un ambicioso plan quinquenal fueron tachados de irrealistas. Trotsky fue acusado de ser un «superindustrializador». Bujarin, en particular, advirtió que tales políticas conducirían a una ruptura con el campesinado.

En el fondo, estas críticas reflejaban el conservadurismo inherente a la burocracia y los intereses de la pequeña burguesía, en la que se apoyaban Stalin y Bujarin, al igual que la perspectiva del «socialismo en un solo país».

Los estalinistas, temiendo una reacción de los campesinos ante cualquier medida que ejerciera presión económica sobre el campo, pedían que la industrialización se financiara principalmente desde dentro de la propia industria estatal, mediante la reducción de costes y la mejora de la productividad en las empresas nacionalizadas.

Pero tales políticas sólo podían liberar una pequeña cantidad de recursos para reinvertirlos en nuevos medios de producción, de ahí los conservadores objetivos de crecimiento de los estalinistas en esta época.

En su lugar, Bujarin sugirió que se incentivara al campesinado para que produjera el mayor excedente posible de materias primas, que luego podrían intercambiarse por maquinaria y equipamiento industrial en el mercado mundial.

«El propio Bujarin hablaba de llegar al socialismo montado en un jamelgo campesino», señala el historiador económico Alec Nove. «Pero, ¿podría persuadirse al jamelgo campesino para que fuera en la dirección correcta? ¿Sería capaz el partido de controlarlo?».

Éstas fueron las ásperas líneas de batalla en torno a las cuales se desarrolló el debate sobre la reconstrucción de 1925-27: el preludio de la expulsión de Trotsky y la Oposición de Izquierda, los zigzagueos de los estalinistas y la aplicación burocrática del primer plan quinquenal.

Lucha teórica

La lucha entre la mayoría estalinista y la Oposición de Izquierda no sólo se libró en el plano político, sino también en el teórico.

Una obra notable fue La nueva economía, de Yevgeni Preobrazhensky. Escrita en 1926 como respuesta a las políticas de Stalin y Bujarin, fue un intento de desarrollar una teoría de la economía soviética como guía para la acción.

Preobrazhensky pretendía demostrar que el programa de la Oposición de Izquierda era correcto y necesario: correcto al destacar el potencial de una rápida industrialización; y necesario para dominar la ciencia de la planificación y el desarrollo de las fuerzas productivas según las líneas socialistas.

En comparación, argumentó que Bujarin y Stalin -que en ese momento estaban aliados- habían abandonado el socialismo científico en lo que respecta a la política económica.

Los estalinistas actuaban empíricamente, movidos por el «pragmatismo» y los estrechos intereses burocráticos, no por consideraciones teóricas. Al igual que los economistas burgueses de hoy, no tenían una comprensión real de su propio sistema.

La burocracia y sus representantes se vieron empujados por los acontecimientos. Sin reconocerlo, aplicaban una política totalmente conforme a la ley del valor, cuya conclusión lógica era la plena reintegración de la URSS en el mercado mundial capitalista.  

Marx explicaba que, en un sistema de mercado sin obstáculos, el capital fluye hacia los sectores que proporcionan la mayor tasa de beneficios. Aplicado a Rusia en los años de la NEP, esto significaba dirigir la inversión hacia la agricultura, dado lo que los economistas burgueses llamarían la «ventaja comparativa» del país: su abundancia de mano de obra rural, comparada con su escasez de maquinaria. Y esto, en esencia, es lo que pedían Bujarin y Stalin.

La Oposición de Izquierda explicó que las sugerencias de los estalinistas no conducirían al socialismo, sino al retorno del capitalismo. En lugar de desarrollar la industria estatal, esta estrategia sólo haría que la economía soviética dependiera más de la exportación de materias primas, como un país colonial.

Además, al insistir en que el desarrollo industrial debía autofinanciarse desde el sector estatal, los estalinistas garantizaban un ritmo lento de crecimiento económico y, por tanto, una brecha cada vez mayor entre la Unión Soviética y los países capitalistas avanzados.

Sobre esta base, Rusia no se industrializaría, sino que se mantendría en un estado de atraso permanente, bajo el dominio del imperialismo y del mercado mundial.

Al mismo tiempo, al centrarse en la producción agrícola, se fortalecería la posición de los campesinos más ricos. Con el tiempo, esto produciría un conflicto entre el campo y el Estado obrero, en el que los campesinos ricos exigirían un acceso directo y libre al mercado mundial en sus propios términos.

A menos que se tomaran medidas activas para subvertir este proceso y privar al sector privado de su riqueza, enfatizaron Trotsky y Preobrazhensky, la acumulación continuaría a favor de los elementos capitalistas de la sociedad.

En conjunto, estas presiones plantearían en última instancia la cuestión -y el peligro- de la restauración capitalista.

En su lugar, Trotsky y la Oposición de Izquierda enfatizaron la necesidad de lo que llamaron la «ley de la acumulación socialista primitiva» .

Como se ha explicado anteriormente, este término establecía una analogía con la fase más temprana del capitalismo, cuando el incipiente sistema burgués aún estaba reuniendo la riqueza y los recursos necesarios para desarrollar la industria sobre la base del beneficio.

Este desarrollo capitalista preliminar, explicó Marx en El Capital, no se basaba en el intercambio equitativo, es decir, en la adhesión a la ley del valor, sino en el pillaje y el saqueo, a través del colonialismo, la esclavitud y la fuerza del Estado.

Del mismo modo, la Oposición de Izquierda argumentaba que, debido a su atraso y aislamiento, la Unión Soviética tendría que acumular los recursos para la industrialización mediante un intercambio desigual con los sectores no estatales de la economía. Esto, argumentaban, era una necesidad inevitable que debía ser comprendida y traducida en la política del partido en consecuencia.

En la práctica, esto significaba fijar precios, imponer impuestos y utilizar el monopolio del Estado sobre las finanzas y el comercio exterior, de modo que los recursos fluyeran desde los campesinos y los comerciantes privados hacia el Estado obrero.

Sobre esta base, la acumulación podría acelerarse en el sector estatal, principalmente a expensas de los kulaks y los hombres de la NEP, y el país podría convertirse en una potencia industrial moderna. Sin esto, la economía soviética seguiría atrasada, dependiendo de una masa de mano de obra poco productiva.

La acumulación socialista primitiva sería necesaria hasta que las fuerzas productivas estuvieran suficientemente desarrolladas y la planificación socialista fuera victoriosa – hasta que se alcanzara la primera fase del comunismo, y el Estado, el dinero y los antagonismos de clase pudieran empezar a extinguirse.

En este sentido, las exigencias de la acumulación socialista primitiva eran para el régimen soviético de transición una ley tan objetiva como la ley del valor, que también se hizo sentir.

Tanto Trotsky como Preobrazhensky subrayaron, sin embargo, que la ley del valor no había desaparecido. La prevalencia de las relaciones de mercado, tanto interna como externamente, mantenía esta presión, al igual que la inmadurez de las fuerzas productivas y las continuas condiciones de escasez.

Estos factores objetivos limitaban a los planificadores soviéticos. La economía no podía crecer a un ritmo arbitrario y vertiginoso. Esto provocaría escasez, inflación y estallidos sociales, todos ellos síntomas de la ley del valor.

Pero la potencia de la ley se había visto atenuada por la creciente fuerza del sector estatal y de la planificación. La asignación de mano de obra y medios de producción ya no estaba regulada simplemente por las fuerzas ciegas del mercado, sino también por la contabilidad y la organización.

Como dijo Preobrazhensky, ahora había «una nueva forma de lograr el equilibrio en el sistema económico, asegurado por el gran papel de la previsión consciente y el cálculo práctico de la necesidad económica.»

«Operan al mismo tiempo dos leyes con tendencias diametralmente opuestas», afirmó Preobrazhensky. En la ley del valor, «nuestro pasado pesa sobre nosotros, se esfuerza obstinadamente por seguir existiendo y hacer retroceder la rueda de la historia». A la inversa:

Cuanto más organizada está la economía estatal, cuanto más estrechamente unidos están sus diferentes eslabones por un plan económico operativo… más fuerte es su resistencia a la ley del valor, mayor es su influencia activa sobre las leyes de la producción de mercancías, más se transforma ella misma… en el factor de regularidad más importante de toda la economía.»

Del mismo modo, el teórico marxista Ted Grant explicó que en una sociedad de transición, que intenta avanzar hacia el socialismo, «se aplican algunas leyes propias al capitalismo y otras propias al socialismo. Después de todo este es el significado de transición».

Se trataba, en esencia, de una batalla entre el viejo modo de producción y la nueva sociedad que pugnaba por nacer.

Trotsky compartía la valoración de Preobrazhensky de la necesidad de una «acumulación socialista primitiva». Pero argumentó enérgicamente contra cualquier aplicación burda y mecánica del concepto.

Un desarrollo armonioso era vital -sobre todo desde el punto de vista político – para mantener el vínculo entre la clase obrera urbana y las masas campesinas pobres. No se puede sugerir el «saqueo» del campesinado, como el capitalismo europeo había hecho con sus colonias.

El crédito, los impuestos y la fijación de precios deben orientarse hacia un «intercambio desigual», esbozó Trotsky, favoreciendo a las ciudades y a la industria frente al campo. Pero no hay que llevar las cosas al punto de crisis, provocando un enfrentamiento abierto entre el campesinado y el Estado obrero.

Además, Trotsky subrayó que el nivel de vida no debía sacrificarse alegremente para garantizar el ritmo más rápido posible de industrialización. Los obreros y los campesinos deben poder sentir que se está progresando.

Sobre todo, subrayó Trotsky, la reivindicación de la «acumulación socialista primitiva» no debe asociarse a la del «socialismo en un solo país», como propugnan los estalinistas.

Incluso si el programa económico de la Oposición de Izquierda hubiera sido adoptado en su totalidad, esto por sí solo no habría llevado a la instauración del socialismo, mientras la Unión Soviética permaneciera aislada y rodeada por el mercado capitalista. No había solución sin una revolución mundial.

Colectivización forzosa

El peligro del enfoque empírico de los estalinistas no tardó en hacerse evidente.

Tras derrotar a Trotsky y a la Oposición Unida en el XV Congreso del partido, en diciembre de 1927, Stalin empezó a vestirse con sus ropajes y a virar hacia la izquierda. De repente se convirtió en un defensor de la industrialización rápida y empezó a amonestar a Bujarin y a la Oposición de Derecha por adaptarse a las tendencias burguesas.

Había factores económicos que empujaban a este giro de 180 grados. Como había advertido la Oposición de Izquierda, los kulaks y los campesinos ricos se habían envalentonado con la NEP. Y se resistieron a cualquier intento de frenarlos. En particular, eran hostiles a la socialización de la agricultura, que amenazaba sus intereses.

Sin embargo, sin colectivización, y a su vez mecanización y electrificación, era imposible mejorar la productividad de la tierra. Y sin un mayor rendimiento de los cultivos, no había forma de alimentar a la creciente población urbana, componente necesario de la industrialización.

«El campesinado», comenta Carr, «se vería obligado a suministrar cantidades cada vez mayores de productos agrícolas a las ciudades e industrias en expansión». Si esto «impusiera una presión demasiado grande sobre el campesino», sin embargo, «reduciría sus entregas de productos agrícolas, acapararía sus excedentes, reduciría sus siembras para el mercado y se replegaría a la autosuficiencia».

«Sobre esta delicada cuestión iban a girar las relaciones entre el régimen y el campesinado», concluye Carr.

Preocupados por purgar a la izquierda, los estalinistas ignoraron este conflicto latente durante un tiempo. Pero el deterioro del abastecimiento de grano a finales de 1927 puso las cosas en su sitio.

A medida que se cumplían las advertencias de la Oposición de Izquierda, la burocracia se vio obligada a llevar a cabo una política de «acumulación socialista primitiva», pero de la manera más torpe y reaccionaria. 

Tras haberse apoyado en la pequeña burguesía para asestar golpes a la izquierda, Stalin se apoyaba ahora en la clase obrera para asestar golpes a la derecha, en ambos casos para reforzar su propia posición y poder.

Este brusco giro desorientó a muchos de los que se habían alineado con Trotsky. Esto incluía a Preobrazhensky, que concluyó que, puesto que la burocracia estaba ahora llevando a cabo su propia versión de sus recomendaciones, había llegado el momento de «hacer las paces con la mayoría del partido sobre la base del nuevo curso.»

Trotsky, por su parte, predijo que el giro de los estalinistas no conduciría al socialismo, sino al desastre, y a un mayor fortalecimiento de la burocracia reaccionaria.

Los acontecimientos no tardaron en confirmar sus predicciones. Sin productos manufacturados que ofrecer a cambio de grano, el gobierno recurrió a medidas represivas para resolver la crisis agrícola.

Desde principios de 1928, la burocracia estalinista emprendió una campaña cada vez más coercitiva contra los kulaks y su acaparamiento y especulación. Pero los funcionarios del Estado no solían hacer distinciones entre las capas más ricas y los campesinos medios y pobres, obligando a estos últimos a echarse en brazos de las primeras. Los recuerdos del comunismo de guerra aún estaban frescos.

Muy pronto, Stalin exigió la colectivización forzosa y la «liquidación de los kulaks como clase». Pero esto no hizo sino agravar la crisis alimentaria. 

Como el Estado acaparaba todo el grano que podía, quedaba poco en el campo para alimentar a los campesinos y su ganado. Esto también significaba menos caballos y estiércol para los campos, lo que afectaba aún más a los rendimientos.

En 1932, la producción agrícola había caído al 73% de su nivel de 1928. En las ciudades se formaron colas para comprar pan. Volvió el racionamiento. Reaparecieron los «hombres del saco». Y millones de personas murieron de desnutrición y enfermedades.

Objetivos y crisis

En un segundo plano, los funcionarios de Gosplan y Vesenkha se afanan en formular el primer plan quinquenal. Después de haber sido presionados para que moderaran sus propuestas, los objetivos hiperambiciosos eran ahora la norma.

Entre los economistas soviéticos se debatía si la planificación debía ser «genética» o «teleológica». Los partidarios de la primera creían que la planificación debía limitarse a prever los cambios económicos orgánicos y anárquicos. Los partidarios de la segunda insistieron en la necesidad de fijar objetivos y moldear la sociedad en consecuencia mediante esfuerzos conscientes.

En términos generales, los «genetistas» estaban asociados con la derecha y con una mayor confianza en los métodos de mercado para lograr el equilibrio económico. Los «teleólogos» reflejaban la perspectiva subjetivista de la burocracia estalinista: la creencia de que la planificación de la producción requería simplemente fuerza de voluntad y mano dura.

Fueron las opiniones de los teleólogos y los estalinistas las que moldearon el primer plan quinquenal, lanzado oficialmente en octubre de 1928. Pero sus objetivos no se aprobaron formalmente hasta la primavera siguiente, una vez derrotada la oposición de derechas. La NEP había terminado.

A pesar de sus limitaciones burocráticas y sus costes sociales, la planificación soviética generó un enorme progreso. Incluso las estimaciones burguesas sugieren que la economía creció en torno al 62-72 por ciento bajo el primer y segundo plan quinquenal, entre 1928-37. La producción per cápita aumentó un 60 por ciento. La producción per cápita aumentó un 60%.

La industria se desarrolló y reequipó rápidamente. El país se transformó gracias a proyectos impresionantes como la presa hidroeléctrica del Dniéper, cuya construcción comenzó en 1927, sólo unos meses después de haber sido desestimada por Stalin. La educación y la sanidad experimentaron mejoras espectaculares. La Unión Soviética salió de su atraso y entró en la era moderna.

En ese mismo periodo, mientras tanto, las economías occidentales se veían sacudidas por la crisis más profunda de la historia del capitalismo: la Gran Depresión.

Sin embargo, desde el principio, el potencial de la planificación se vio obstaculizado por el enfoque poco científico y autoritario de la burocracia soviética. Puede que Stalin y sus apparatchiks hubieran cambiado de tono desde los días de la NEP, pero todos sus defectos burocráticos permanecían.

Bujarin había llamado a la industria a adaptarse a la agricultura, a ser esclava del campesinado. Pero ahora los planificadores burocráticos fijaban objetivos sin preocuparse de los auténticos límites físicos, productivos o políticos.

Se ignoraron los consejos de ingenieros y especialistas, así como los datos y modelos científicos, en favor de objetivos basados en el prestigio y no en los hechos. El objetivo declarado era alcanzar a las potencias imperialistas lo antes posible y a cualquier precio.

El conservadurismo de los estalinistas en los años de la NEP fue sustituido ahora por el aventurerismo. Pero la filosofía subyacente a ambos enfoques era la misma: empirismo y subjetivismo, la idea de que la economía soviética no se regía por leyes y límites objetivos que era necesario comprender para orientar las decisiones.

Como afirmó con franqueza Stanislav Strumilin, uno de los arquitectos del primer plan quinquenal:

«Nuestra tarea no es estudiar economía, sino cambiarla. No estamos sujetos a ninguna ley. No hay fortalezas que los bolcheviques no puedan asaltar. La cuestión del tempo [de la industrialización] está sujeta a la decisión de los seres humanos.»

Pero a pesar de las vanagloriosas declaraciones de la burocracia, el desarrollo de la economía soviética bajo el primer plan quinquenal estuvo lejos de ser una marcha ascendente ininterrumpida. Hubo momentos en los que el crecimiento se tambaleó. En 1931-32 se produjo una brusca desaceleración.

La Unión Soviética se enfrentaba a algo que ni siquiera los bolcheviques pudieron «asaltar»: las limitaciones impuestas por su propia dinámica interna y por la presión externa del capitalismo mundial.

Los sectarios superficiales interpretaron esta evidencia en el sentido de que la Unión Soviética era una forma de «capitalismo de Estado». Pero las crisis económicas de la URSS eran de una naturaleza fundamentalmente diferente a las observadas bajo el capitalismo.

Las crisis económicas bajo el capitalismo son, en su raíz, el resultado de la sobreproducción: un exceso generalizado de acumulación de capital en toda la economía; una contradicción fundamental, derivada de la ley del valor y de los orígenes del beneficio (plusvalía): el trabajo no remunerado de la clase obrera.

Las crisis de la Unión Soviética, por el contrario, eran crisis de subproducción, derivadas de la planificación burocrática; de los dirigentes estalinistas que fijaban objetivos poco realistas y luego forzaban a toda la economía a cumplirlos, creando desgarros y rupturas, desproporciones y cuellos de botella, escasez e inflación. 

La crisis en el capitalismo es una indicación de que las fuerzas productivas han superado los límites del mercado, que la acumulación capitalista ha ido demasiado lejos, lo que se expresa en un exceso de mercancías sin vender.

La crisis en la economía soviética burocráticamente planificada era una señal de que los objetivos habían sobrepasado los límites de las fuerzas productivas, que la acumulación socialista no había ido lo suficientemente lejos, expresada en filas de estanterías vacías.

Como comenta Ted Grant:

«El Estado puede ahora regular, pero no arbitrariamente, sólo dentro de los límites de la ley del valor. Cualquier intento de violarla y pasar más allá de los límites estrictos impuestos por el desarrollo de las fuerzas productivas, inmediatamente termina en la reafirmación de la dominación de la producción sobre el productor… La ley del valor no es eliminada, sino que es modificada

Tras oponerse a las leyes del mercado capitalista, la burocracia se encontró con otras leyes que no comprendía. Esto tendría importantes consecuencias para el destino de la URSS.

Ciencia de la planificación

A medida que el primer plan quinquenal llegaba a su fin, era evidente que los problemas se acumulaban en la economía soviética. Sin embargo, la burocracia hizo la vista gorda y siguió adelante con el segundo plan quinquenal, fijando objetivos aún más ridículos y silenciando a quienes protestaban.

Aumentó la tensión entre las ciudades y el campo. Crecieron los desequilibrios entre los distintos sectores de la economía. La cantidad y la calidad de los productos se deterioraron. Los trabajadores se vieron sometidos a un esfuerzo físico desmesurado, obligados a trabajar jornadas demenciales y a vivir en condiciones de hacinamiento y deterioro. Las purgas de Stalin agravaron las contradicciones.

Trotsky observó estos desastres desde el exilio, tras haber sido expulsado de la URSS en 1929.

«Todo el problema es que los salvajes saltos de la industrialización han llevado a los diversos elementos del plan a una grave contradicción entre sí», escribió en 1932. «El problema es que los instrumentos sociales y políticos para determinar la eficacia del plan se han roto o destrozado. El problema es que las desproporciones acumuladas amenazan con sorpresas cada vez mayores.»

«El quid de la cuestión es que no hemos entrado en el socialismo», continuó. «Estamos lejos de dominar los métodos de la regulación planificada. Estamos cumpliendo sólo la primera hipótesis aproximada, cumpliéndola mal, y con los faros aún sin encender. Las crisis no sólo son posibles, sino inevitables».

El problema era el enfoque burocrático de la planificación soviética, derivado de la privación de derechos de la clase obrera en la gestión de la sociedad; de la naturaleza deformada del Estado obrero.

La planificación es una ciencia que hay que poner a prueba, explicó Trotsky. «Es imposible crear a priori un sistema completo de armonía económica», advirtió. «Sólo la regulación continua del plan en el proceso de su cumplimiento, su reconstrucción en parte y en su conjunto puede garantizar la eficacia económica».

No existe una «mente universal», subraya, que pueda «elaborar un plan económico impecable y exhaustivo, empezando por el número de acres de trigo hasta el último botón de un chaleco».

Y, sin embargo, eso es exactamente lo que intentaba la burocracia, calcular los balances físicos -entradas y salidas de todos los principales materiales e industrias estatales- de arriba abajo, desde la comodidad de sus oficinas de Moscú, con escasa conexión con la realidad sobre el terreno.

En cambio, Trotsky continuó:

«Los innumerables protagonistas de la economía, estatal y privada, colectiva e individual, no sólo harán pesar sus necesidades y su fuerza relativa a través de las determinaciones estadísticas del plan sino también de la presión directa de la oferta y la demanda.»

En el período de transición, Trotsky subrayó: «El mercado controla y, en considerable medida, realiza el plan…  Los anteproyectos de los departamentos deben demos­trar su eficacia económica a través del cálculo comer­cial».

En otras palabras, el Estado obrero tendría que utilizar las señales de los precios para probar, corroborar y actualizar cualquier plan económico; para identificar los puntos conflictivos y las carencias; y con ello, para asignar conscientemente los recursos y la inversión con el fin de lograr un desarrollo armonioso y un crecimiento equilibrado.

Un régimen proletario sano no sería una víctima indefensa e ignorante de la ley del valor, sino que esgrimiría esta ley como una herramienta entre muchas otras para planificar la producción y la distribución. «El socialismo no arroja de su seno al dinero como medio de contabilidad económica creado por el capitalismo sino que lo socializa,» señaló Trotsky.

Esto, a su vez, requería una moneda estable. Pero la burocracia estaba socavando la capacidad de los chervonets para actuar como patrón monetario fiable al recurrir a la imprenta para tapar agujeros en el presupuesto.

Al igual que los bolcheviques de ultraizquierda habían sido complacientes con la amenaza de la inflación a principios de la década de 1920, los estalinistas estaban ahora lamentablemente equivocados al imaginar que estaban libres de las garras de la ley del valor y de la circulación monetaria.

«Elaborar un plan con una valuta [comercio exterior] inestable es lo mismo que trazar los planos de una máquina con un compás flojo y una regla torcida», declaró Trotsky. «Esto es exactamente lo que está ocurriendo. La inflación del chervonets es una de las consecuencias y a la vez uno de los instrumentos más perniciosos de la desorganización burocrática de la economía soviética.»

Según Trotsky, la planificación no es sólo una ciencia, sino un arte que debe aprenderse con la experiencia.

«El arte de la planificación socialista no cae del cielo ni está plenamente maduro cuando se toma el poder», esbozó. «Por ser parte de la nueva economía y de la nueva cultu­ra sólo lo pueden dominar en la lucha, paso a paso, no unos cuantos elegidos sino millones de personas».

Esto era una cuestión de vida o muerte para la república socialista y para la construcción del comunismo en cualquier lugar: los instrumentos científicos de planificación -como las previsiones y las estadísticas, los balances de materiales y las señales de precios- deben complementarse con una estructura sana de democracia obrera.

Esto significaba recabar información sobre la producción y el consumo de los comités de empresa, los sindicatos y los representantes electos; cotejar continuamente los planes con los hechos e introducir las modificaciones necesarias; e implicar a la clase trabajadora organizada en la gestión de la sociedad.

«Sólo se puede imprimir una orienta­ción correcta a la economía de la etapa de transición por medio de la interrelación de estos tres elementos: la planificación estatal, el mercado y la democracia soviética», concluye Trotsky, añadiendo:

«Sólo de esta manera se podrá garantizar, no la superación total de las contradicciones y despro­porciones en unos pocos años (¡eso es utópico!) sino su mitigación, y en consecuencia el fortalecimiento de las bases materiales de la dictadura del proletariado hasta el momento en que una revolución nueva y triunfante amplíe la perspectiva de la planificación socialista y reconstruya el sistema.»

Lucha por el comunismo

Mientras el monstruoso Estado estalinista ejecutaba comunistas, despojaba de derechos democráticos y estrangulaba la revolución española, anunciaba con orgullo que: «Todavía no hemos, por supuesto, completado el comunismo… pero ya hemos alcanzado el socialismo, es decir, la etapa más baja del comunismo».

Trotsky hizo la siguiente evaluación mordaz de esta afirmación:

Si la sociedad que debía formarse sobre la base de la socialización de las fuerzas productivas de los países más avanzados del capitalismo representaba para Marx la ‘etapa inferior del comunismo’, esta definición no se aplica seguramente a la URSS que sigue siendo, a ese respecto, mucho más pobre en cuanto a técnica, a bienes y a cultura que los países capitalistas.

«Es más exacto, pues», continuó, «llamar al régimen soviético actual, con todas sus contradicciones, transitorio entre el capitalismo y el socialismo, o preparatorio al socialismo, y no socialista

En 1959, el líder soviético Nikita Kruschev volvió a repetir las afirmaciones de los estalinistas. Habiendo completado el periodo de construcción socialista, declaró, la URSS estaba lista para dar su «primer paso hacia el comunismo».

Pero a pesar de tales proclamaciones, el objetivo del comunismo nunca se alcanzó en la Unión Soviética en ninguna de sus formas.

La URSS siguió siendo en todo momento un régimen de transición entre el capitalismo y el socialismo. Y en la naturaleza de cualquier régimen de este tipo está el potencial no sólo de progreso, hacia el socialismo, sino también de regresión, hacia el pleno retorno del capitalismo.

A lo largo de las décadas, sobre la base de la planificación, se produjeron avances increíbles en términos de industria y educación. Al mismo tiempo, sin embargo, la burocracia creció hasta convertirse en un tumor debilitador que drenaba lentamente toda la vida de la economía y la sociedad.

En última instancia, esto no condujo al comunismo, sino a la restauración capitalista. Entonces, como ahora, el único camino era la revolución socialista internacional.

Hoy, sobre la base del desarrollo de las fuerzas productivas a escala internacional, las condiciones para el socialismo nunca han sido más favorables.

El proceso de planificación de la producción sería incalculablemente más fácil gracias a la tecnología y las técnicas que se han desarrollado bajo el capitalismo monopolista.

Además, el tamaño, la fuerza y el nivel cultural de la clase obrera -en todos los países- es muy superior al que existía hace un siglo en Rusia. Los trabajadores disponen de competencias y conocimientos más que suficientes para dirigir la economía.

Tras la revolución en los países capitalistas avanzados, con lo último en ciencia, innovaciones e industria, el salto a la primera fase del comunismo podría producirse en el espacio de una generación.

Sin embargo, incluso en este punto, las leyes económicas no desaparecerán por completo. La ley del valor habrá sido primero sometida, y luego disuelta por completo. Pero seguiremos siendo seres materiales. Seguirá habiendo leyes objetivas que rijan la sociedad.

La auténtica libertad bajo el comunismo no vendrá de imaginarnos que estamos libres de tales fuerzas, sino de comprender la necesidad – y aprovechar este conocimiento en nuestro beneficio, para transformar el mundo que nos rodea.

«El control y la planificación, sin embargo, en sus primeras etapas, tendrán lugar dentro de unos límites determinados», explica Ted Grant. «Esos límites estarán determinados en el nuevo orden social por el nivel tecnológico existente. La sociedad no puede pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad de la noche a la mañana.»

«El reino de la libertad solo empieza allí donde termina el trabajo impuesto por la necesidad y por la coacción de los fines externos; queda, pues, conforme a la naturaleza de la cosa, más allá de la órbita de la verdadera producción material.», subraya Marx. «Así como el salvaje tiene que luchar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para encontrar el sustento de su vida y reproducirla, el hombre civilizado tiene que hacer lo mismo, bajo todas las formas sociales y bajo todos los posibles sistemas de producción.»

Marx concluye:

«En una fase superior de la sociedad comunista, … cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!».

Este es el futuro comunista por el que debemos organizarnos y luchar.

AmSoc35

Referencias

50 años de la revolución etíope

  1. The Ethiopian People’s Revolutionary Party Program, printed by the Ethiopian Students Union in North America, 1975, pg 1
  2. A Tiruneh, The Ethiopian Revolution (1974 to 1984), Cambridge University Press, 1993, pg 51
  3. A Bertha, A political history of the Tigray People’s Liberation Front, Tsehai Publishers, 2009, pg 54
  4.  A Tiruneh, The Ethiopian Revolution (1974 to 1984), Cambridge University Press, 1993, pg 64
  5.  ibid. pg 63
  6.  ibid. pg 72
  7.  ibid. pg 104
  8.  ibid. pg 152
  9.  ibid. pg 139
  10.  T Grant, “The Colonial Revolution and the Deformed Workers’ States”, in The Unbroken Thread, Fortress, 1989, pg 349-350
  11. ibid. pg 355
  12. ibid. pg 345-346
  13. ibid. pg 363
  14. J Wiebel, “The Ethiopian Red Terror”, in T. Spear (Ed.), Oxford research encyclopedia of African history, Oxford University Press, 2017 pg 20
  15. See B Tola, To Kill a Generation, Free Ethiopia Press, 1989

Los Condenados de la tierra de Frantz Fnaon: Una crítica marxista

  1.  F Fanon, Toward the African Revolution, Grove Press, 1988, pg 76, 90
  2.  Fanon, Los Condenados de la tierra, Fondo de Cultura Económica, México, 1963, pág. 98
  3. Ibid. 67
  4. Ibid. 140
  5. Ibid. 161
  6. Ibid. 182
  7.  V. I. Lenin, Informe de la Comisión para los Problemas Nacional y Colonial, 26 de julio 1920
  8. Fanon Los Condenados de la Tierra, Fondo de Cultura Económica, México, 1963 pág. 34
  9. Ibid. pág. 54
  10. Ibid. pág. 119
  11. Ibid. pág. 125
  12. Ibid. pág. 100, énfasis añadido
  13.  Vease: A Aabid, ‘La grève historique des dockers d’Oran’, El Watan, 13 febrero 2010
  14. Fanon Los condenados de la Tierra Fondo de Cultura Económico, México 1936 pág. 85
  15. Ibid. pág. 86
  16. Ibid. pág. 123
  17. Ibid. pág. 91
  18. Ibid. pág. 90
  19. Ibid. pág. 91
  20. Ibid. pág. 96-7
  21.  Aguiar et al., “Impermanence: On Frantz Fanon’s Geographies”, Antipode Online, 18 Agosto 2021
  22. Citado en J L Planche, ‘Massacres à Sétif et Guelma’, Le Monde, 7 mayo 2005
  23. Citado en G Madjarian, La question coloniale et la politique du Parti communiste français, 1944-1947, Maspero, 1977, pág. 106

Los crímenes del imperialismo francés en Camerún

  1. R Um Nyobé, “Déclaration à la presse française”, in A Sighoko Fossi, Discours politiques, L’Harmattan, 2007, pg 183, nuestra traducción
  2. Y Benot,  “L’Afrique en mouvement: La Guinée à l’heure du plan”, La pensée, no. 94, November-December 1960, nuestra traducción
  3. T Deltombe, M Domergue, J Tatsita, Kamerun !, La Découverte, 2011, pg 116, nuestra traducción 

Cómo podemos ser libres – una crítica marxista de ‘El amanecer de todo’

El amanecer de todo, del antropólogo anarquista David Graeber y el arqueólogo David Wengrow, ha sido ampliamente promocionado como una nueva visión radical de la historia humana tanto en la prensa dominante como en la izquierda. En este artículo, Joel Bergman somete esta obra a una rigurosa crítica marxista y expone los fallos fatales inherentes a la visión idealista del desarrollo histórico de los autores.

Cueva de las Manos, Argentina, creada
en olas entre el 7300 a.C. y el 700 d.C.

En otoño de 2021 se publicó un nuevo libro titulado The Dawn of Everything: A New History of Humanity (El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad), del antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow. Viniendo de Graeber, un anarquista bien conocido por su participación en el movimiento #Occupy que falleció en 2020, el libro ha sido bien recibido por muchos en la izquierda. Sin embargo, al examinarlo más de cerca, El amanecer de todo resulta ser una apología conservadora del statu quo, que socava nuestra capacidad de comprender la sociedad y, por tanto, de transformarla.

¿Una nueva ciencia de la historia?

El amanecer de todo nos presenta una promesa audaz se mire por donde se mire. Los autores afirman «dar la vuelta a la narrativa convencional» y, además, nos anuncian que «no solo presentaremos una nueva historia de la humanidad, sino que invitaremos al lector a que se adentre en una nueva ciencia de la historia, una que devuelve a nuestros ancestros toda su humanidad».  

La tesis central de este libro es que los seres humanos podemos cambiar nuestra estructura social independientemente de nuestras condiciones materiales. De hecho, todo el método de este libro consiste en argumentar que la «voluntad  humana» -el libre albedrío- y las ideas son los factores determinantes del desarrollo de la historia y que las únicas leyes que rigen el desarrollo histórico son las que «creamos nosotros».

Durante la inmensa mayoría de la historia de la humanidad, los autores sostienen que hemos «transitado fluidamente entre distintas disposiciones sociales, alzando y desmantelando jerarquías de modo habitual». Por tanto, nos dicen, el método científico de buscar los factores determinantes del desarrollo social más allá de la mente humana, no sólo niega a nuestros antepasados su voluntad y, por tanto, su «humanidad», sino que se basa en supuestos falsos y debe ser abandonado. 

En consecuencia, las diversas explicaciones materialistas que se han propuesto para fenómenos como el auge de la realeza, la explotación de clase y la opresión de la mujer, son simplemente «mitos», que no hacen sino enturbiar nuestra comprensión del pasado. En su lugar, deberíamos preguntarnos «cómo nos quedamos atascados» en la creencia de que no podemos organizar la sociedad de otra manera. Este punto de inflexión es el llamado «amanecer de todo» que da nombre al libro: el momento en que todas nuestras ideas sobre cómo puede organizarse la sociedad quedaron fijadas.

Esto representa un enorme ataque a cualquier estudio científico de la historia y, como veremos, al marxismo en particular, aunque de forma más disimulada. Pero incluso si juzgamos El amanecer de todo en sus propios términos, su método idealista hace imposible que Graeber y Wengrow nos proporcionen respuesta alguna a las preguntas que plantean. Como era de esperar, en más de 600 páginas de texto y notas [más de 1700 en la edición en español], los autores nunca explican cómo «nos quedamos atascados». 

Libre albedrío y determinismo

La contraposición de la «libertad» a lo que Graeber y Wengrow llaman «determinismo» en realidad no hace sino devolvernos a un viejo debate filosófico sobre la relación entre libertad y necesidad. Aplicado a la historia de la humanidad, se trata de un debate sobre hasta qué punto los acontecimientos y las instituciones que surgen a lo largo de la historia están moldeados por la libre elección de los individuos que componen la sociedad, o por leyes objetivas que escapan a su conocimiento y control.

Durante miles de años, filósofos e historiadores se han enfrentado a una aparente contradicción. Por un lado, los acontecimientos históricos se componen de las acciones de individuos que son seres humanos conscientes, motivados por su propia voluntad. Pero, por otro lado, el desarrollo de la sociedad humana en su conjunto muestra un notable grado de uniformidad, lo que apoya la idea de que se rige por leyes que son independientes de cualquier voluntad humana.

Marx resolvió célebremente esta contradicción de la siguiente manera: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado».

Los historiadores anteriores habían reconocido que nuestras ideas no caen del cielo, sino que están moldeadas por nuestro entorno, incluidas las condiciones sociales en las que nacemos. Pero se vieron atrapados en un ciclo infernal cuando intentaron explicar las fuentes de esas condiciones. 

Instituciones como el Estado y la propiedad privada se consideraron producto de las constituciones de las distintas sociedades que han existido a lo largo de la historia. ¿Y qué determinaba las costumbres establecidas en estas constituciones? Las ideas de los «grandes hombres» que las redactaron. Sus ideas se explicaban por referencia a ideas aún más antiguas, y así sucesivamente hasta que finalmente se buscaba refugio en la gran causa final de toda la historia: la naturaleza humana, o Dios.

Fue Marx quien descubrió una salida a este callejón sin salida. Estableció el hecho básico de que el desarrollo de la sociedad humana dependía ante todo del desarrollo de las fuerzas productivas. En otras palabras, el desarrollo de la forma en que los seres humanos interactúan con su entorno para producir las necesidades materiales de la vida constituye la base sobre la que se construye la sociedad humana. 

El modo en que los seres humanos producen su sustento Marx lo llamó «modo de producción», algo inherentemente social, en el que entran en ciertas relaciones que son » necesarias e independientes de su voluntad». Sobre esta base material de la sociedad surgen la cultura, la política y la ideología. Como explicó Marx: «El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia«.

Para Marx, las relaciones de producción no están fijadas para siempre por la naturaleza humana ni por ninguna otra cosa. Cambian junto con el desarrollo de la propia producción. Por lo tanto, la aparición de nuevas ideas sobre cómo dirigir la sociedad y las grandes revoluciones que han derrocado los modos de vida hasta entonces dominantes no son acontecimientos arbitrarios ni el producto de un único gran genio, sino, en última instancia, el reflejo de cambios profundos en los fundamentos materiales de la sociedad.

Pero esto no significa que los seres humanos carezcan de «voluntad». Al fin y al cabo, la historia no se compone más que de las acciones y elecciones de los seres humanos. Más bien, la visión marxista de la historia rechaza el poder sobrehumano que se había insertado erróneamente en el lugar de la actividad humana real. 

Como explicó Engels, «la libertad no consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas obrar según un plan para determinados fines». De este modo, el estudio de la sociedad humana se situó por primera vez sobre una base genuinamente científica.

Por desgracia, según Graeber y Wengrow, es precisamente este enfoque científico, que Marx y Engels desarrollaron más que nadie, el que nos ha llevado por mal camino. Pero, ¿cómo abordan esta cuestión? Parafraseando a Marx, empiezan afirmando: «hacemos nuestra propia historia, pero no bajo condiciones de nuestra propia elección». Pero continúan negando por completo esta misma idea al afirmar a continuación que, dado que «no podemos saber realmente» qué diferencia supone realmente la «agencia humana», «precisamente dónde se desea poner el límite entre libertad y determinismo es, en gran parte, cuestión de gustos». Así, en realidad, lo que se esconde tras las confusas advertencias de Graeber y Wengrow, es una rendición completa a la idea del «libre albedrío» como principal determinante de la historia humana.

Los autores explican: «Dado que este libro trata sobre todo de la libertad, nos parece

apropiado colocar el límite un poco más a la izquierda de lo habitual», con «la izquierda» favoreciendo la libertad frente al determinismo. El resto del libro es esencialmente una serie de intentos más o menos artificiosos de demostrar la premisa que adoptaron arbitrariamente al principio. 

Sin embargo, de este modo resulta imposible explicar nada. Después de todo, si la respuesta a la pregunta «¿Por qué un determinado pueblo vive de una determinada manera?» es siempre «Porque así lo eligieron», surge inmediatamente la pregunta: «¿Por qué lo eligieron?» La respuesta de Graeber y Wengrow a esta pregunta consiste simplemente en enumerar las diversas ideas que las distintas sociedades tenían sobre cómo debía vivir la gente. Pero todo esto equivale a decir que la gente eligió vivir de una determinada manera porque pensaban que era la manera adecuada de vivir.

Si esto suena como una forma bastante circular de estudiar el pasado, es porque lo es. El defecto fatal de todo idealismo histórico radica en que se toma como punto de partida de la investigación lo que se quiere explicar, las ideas de los seres humanos. Este problema ineludible está personificado por el método del llamado «análisis» aplicado a lo largo del libro, en el que los resultados de las investigaciones de los autores están predeterminados por cualquier idea o prejuicio favorito con el que quieran impresionarnos. La única sorpresa es la tortuosa forma en que se deforman los hechos para adaptarlos a la teoría. 

Se necesitarían cientos de páginas para responder a cada estudio de caso presentado o tergiversado en el libro, por lo que será necesario limitar esta reseña únicamente a los argumentos más importantes y representativos que exponen los autores. 

Experimentos sociales audaces

En el primer capítulo, titulado «Adiós a la infancia de la humanidad», Graeber y Wengrow argumentan en contra de la creencia común entre los antropólogos de que las primeras sociedades de cazadores-recolectores eran igualitarias, con poca o ninguna desigualdad de riqueza o poder, afirmando que esto es una forma de «infantilizar» a los primeros humanos y privarles de «agencia».

En su lugar, afirman que, durante la gran mayoría de la existencia de nuestra especie, los humanos se dedicaron a «atrevidos experimentos sociales» y que la sociedad se parecía a «desfile carnavalesco de distintas formas políticas», lo que, según nos dicen, respalda la premisa general de que podemos elegir nuestra estructura social independientemente de las condiciones materiales. Pero esta premisa nunca se demuestra.

Lo más cerca que llegan los autores de demostrar que las sociedades se mueven «fluidamente entre distintas disposiciones sociales» son los ejemplos de sociedades de cazadores-recolectores que variaban sus estructuras sociales al ritmo de las estaciones . Hacen referencia a los nambikwara que viven en el Amazonas; los lakota de las llanuras norteamericanas; y los inuit del norte de Canadá, Groenlandia y Alaska.

Según Graeber y Wengrow, estas tres sociedades adoptaban estructuras sociales más o menos jerarquizadas en distintas épocas del año. Tomando a los inuit como ejemplo, los antropólogos señalaron que tenían dos estructuras sociales distintas, una en verano y otra en invierno. En verano, los inuit se dispersaban en pequeños grupos familiares bajo una rígida jerarquía encabezada por el cabeza de familia masculino, mientras que en invierno se congregaban todos juntos en comunidades más grandes donde predominaba un estilo de vida más igualitario. 

Intentando apoyar su teoría general de que los humanos eligen conscientemente su estructura social, Graeber y Wengrow afirman que los inuit lo hacían «bajo el común entendimiento de que ningún orden social era fijo ni inmutable». Citan al antropólogo francés Marcel Mauss, que estudió a los inuit, y llegan a la conclusión de que: «En gran parte, pues, concluía, los inuit vivían del modo en que lo hacían porque creían que era como debían vivir los humanos». ¡Qué visión tan innovadora! Sin embargo, el problema con esto es que no es en absoluto lo que argumentaba Mauss.

Al hablar de la variación estacional de los inuit, Mauss explicó que: «El verano abre un área casi ilimitada para la caza y la pesca, mientras que el invierno restringe estrechamente esta área. Esta alternancia proporciona el ritmo de concentración y dispersión para la organización morfológica de la sociedad esquimal. La población se congrega o se dispersa como la caza. El movimiento que anima a la sociedad esquimal está sincronizado con el de la vida circundante».

En otras palabras, los inuit adaptaron su organización social a su entorno natural y a los recursos de que disponían en las distintas épocas del año. Incluso la espiritualidad inuit se estructuró en torno a las distintas condiciones en las que se procuraban alimentos y si había o no abundancia. En invierno, que en las regiones árticas dura nueve meses al año, estas tradiciones espirituales se basaban en no ofender a los espíritus de los animales para garantizar una buena caza. Durante esta época, existían todo tipo de tabúes y una tradición muy estricta de repartirse toda la comida. De no ser así, la sociedad probablemente perecería. Los grupos que desarrollaron estas tradiciones fueron los que pudieron sobrevivir en estas duras condiciones. 

Sin embargo, en el corto periodo estival, las familias se dispersaban para aprovechar la plétora de nuevas oportunidades de caza/pesca disponibles, y acumulaban un excedente que les ayudara a capear el periodo invernal. En el Ártico no crece casi nada, por lo que la caza mayor proporciona la mayor parte de la ingesta calórica. Por lo general, la realizaban los hombres, que asumían así el liderazgo de los grupos familiares, reestructurados temporalmente para facilitar al máximo la caza. 

Lejos de ser un ejemplo de una sociedad que se mueve conscientemente entre diferentes etapas de desarrollo, los inuit siguieron siendo en todo momento una sociedad de cazadores-recolectores comunistas, que adoptaron formas de liderazgo más rígidas de forma temporal y restringida para garantizar mejor la producción y reproducción de la vida. Que los inuit «sintieran que así es como deben vivir los humanos» no es sorprendente, pero este sentimiento no refuta el hecho de que su forma de vida estuviera evidentemente determinada por su entorno material y por el modo de producción de sus medios de subsistencia.

Como veremos, a lo largo del libro se produce un fenómeno similar: los autores tergiversan a los antropólogos, distorsionan los hechos e ignoran todo lo que no se ajusta a su narrativa. 

¿No hay orígenes?

Tras argumentar que las sociedades han adoptado todo tipo de formas políticas, con independencia de su grado de desarrollo económico, Graeber y Wengrow se centran también en una cuestión posiblemente aún más importante: ¿vivían de manera comunitaria nuestros antepasados prehistóricos?

En su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels demostró que, lejos de ser características inmutables de nuestra sociedad, la propiedad privada, el Estado y la familia patriarcal no han existido siempre. Basándose en los estudios antropológicos modernos de la época, en particular los de Lewis Henry Morgan entre los iroqueses del Estado de Nueva York, Engels demostró que nuestros primeros antepasados vivían bajo lo que él denominó «comunismo primitivo». Estas primeras sociedades humanas eran cazadoras-recolectoras, entre las que se desconocían los conceptos de propiedad privada y todas las cosas más allá de las posesiones personales se tenían en común. 

Desde la publicación de la obra de Engels, antropólogos y arqueólogos han estudiado cientos, si no miles, de yacimientos prehistóricos y sociedades modernas de cazadores-recolectores. La inmensa mayoría de ellos ha llegado a la conclusión de que la sociedad humana primitiva debía ser comunista o «igualitaria», haciéndose eco de las conclusiones de Engels. Incluso El amanecer de todo hace referencia al antropólogo estadounidense Christopher Boehm y al antropólogo británico James Woodburn, que estudiaron por separado docenas de sociedades de cazadores-recolectores y llegaron a la conclusión de que los primeros humanos debieron ser igualitarios. 

Las cosas empezaron a cambiar con la transición de la caza y la recolección a sociedades basadas en la agricultura y la ganadería, que el arqueólogo marxista V. Gordon Childe describió célebremente como la «revolución neolítica». Este periodo marcó un enorme desarrollo de las fuerzas productivas de la humanidad y, por primera vez, se hizo posible un excedente estable. En correspondencia con ello, se plantaron las semillas de la propiedad privada y la sociedad de clases. Con el tiempo, una clase dominante se alzó con el poder, apropiándose del producto excedente, cimentando la explotación de las masas trabajadoras y construyendo un aparato estatal represivo para defender su posición privilegiada. Este proceso tuvo lugar de forma independiente y en distintos momentos en varios lugares del mundo.

Esta explicación plantea un problema para Graeber y Wengrow, porque sugiere que los pueblos que adoptaron las instituciones de la sociedad de clases lo hicieron bajo la presión de las circunstancias materiales, derivadas de la evolución de las fuerzas productivas y del modo de producción de la vida material, y no simplemente porque «eligieron» hacerlo. Reventar este «mito» ocupa, pues, la mayor parte de El amanecer de todo

El primer punto de ataque es la idea misma de que las sociedades prehistóricas de cazadores-recolectores fueran comunistas para empezar. Graeber y Wengrow afirman que la estratificación social y la desigualdad siempre han existido y que, por tanto, la sociedad prehistórica no podría describirse como verdaderamente comunista o «igualitaria». Pero, como veremos, en lugar de derivar su teoría de los hechos, intentan encajar con calzador los hechos en su teoría. 

A pesar de su exceso de confianza, todo lo que El amanecer de todo aporta para intentar demostrar que la desigualdad siempre ha existido son unos pocos enterramientos encontrados en Eurasia occidental durante el paleolítico superior, a los que se refieren como «enterramientos principescos» . Pero más adelante en el libro, se ven obligados a reconocer que los enterrados en esos yacimientos son con toda probabilidad individuos venerados por sus deformidades físicas y nada que ver con una clase alta privilegiada. De hecho, los autores se ven obligados a reconocer que es «altamente improbable» que la sociedad estuviera dividida «en torno a estatus, clase y poder hereditario» miles de años antes de los orígenes de la agricultura .

Los autores recurren entonces a un juego de definiciones, argumentando por ejemplo que como no existe una definición común de la palabra «igualdad» no hubo por tanto un pasado igualitario. En relación con los orígenes de la propiedad privada, juegan a un juego similar. En el capítulo cuatro, afirman: Si la propiedad privada tiene un «origen», es tan antiguo como la idea de lo sagrado». Ampliando esta idea, afirman que los amazónicos creían que «que casi todo lo que los rodea tiene un dueño, o es potencialmente una propiedad, de lagos y montañas a cultivares, arboledas y animales».

Pero, ¿quién sería el «dueño» de estas cosas? No los individuos, ni siquiera los grupos de forma colectiva, sino entidades sobrenaturales. De hecho, los autores aceptan que en otras sociedades de cazadores-recolectores, «Muchas veces se decía que los verdaderos «dueños» de la tierra u otros recursos materiales eran dioses o espíritus; los humanos eran meros ocupantes, cazadores furtivos o, en el mejor de los casos, cuidadores».

El juego de palabras de los autores no cambia el hecho de que la noción espiritual común entre los cazadores-recolectores de que los seres sagrados «poseen» el bosque, los lagos, los ríos y las montañas, etc., en realidad significa precisamente lo contrario de lo que Graeber y Wengrow intentan hacer entender: que estas cosas no pueden ser propiedad de nadie. Esto se debe a que se trataba de sociedades comunistas de cazadores-recolectores y confirma precisamente lo que predeciría una teoría materialista de la evolución social. 

La «crítica indígena

En el segundo capítulo, titulado ‘Maldita libertad: La crítica indígena y el mito del progreso», Graeber y Wengrow intentan refutar la existencia del comunismo primitivo utilizando testimonios de primera mano del tipo de sociedad en la que Morgan y Engels basaron sus teorías. 

La mayor parte del capítulo está dedicada a la «crítica indígena» de la sociedad capitalista europea por parte del líder hurón-wendat de finales del siglo XVII, Kandiaronk Citan la crítica de Kandiaronk a la sociedad francesa:

«Afirmo que lo que llamáis dinero es el diablo de todos los diablos; el tirano de los franceses, la fuente de todos los males, el azote de las almas y el matadero de los vivos. Creer que uno puede vivir en el país del dinero y conservar el alma es como creer que se puede conservar la propia vida en el fondo de un lago. El dinero es el padre del lujo, de la lascivia, de las intrigas, de los engaños, de las mentiras, de la traición, de la insinceridad… de las peores conductas del mundo. Los padres venden a sus hijos; los maridos, a sus mujeres; las mujeres traicionan a sus maridos; los hermanos se matan entre sí; los amigos son falsos y es todo debido al dinero»

Kondiaronk continúa: 

Una y otra vez he hablado de las cualidades que nosotros los wyandot creemos que definen la humanidad —sabiduría, razón, equidad, etcétera— y demostrado que la existencia de intereses materiales separados niega totalmente esas cualidades. Un hombre motivado por interés no puede ser un hombre de razón.

Critica aún más a la sociedad europea, afirmando que «se comete todo tipo de crímenes por causa de lo tuyo y lo mío«, y sugiere que los franceses sigan el ejemplo de los Wendat: 

Si abandonarais las distinciones entre mío y tuyo, sí, tales distinciones entre los hombres desaparecerían; una igualdad niveladora tomaría su lugar entre vosotros como ahora lo tiene entre los wyandot.

¿Qué otra cosa es esto sino una apasionada crítica comunista de la sociedad de clases? Esto no debería sorprender, porque Kandiaronk vivió en una sociedad sin clases en la que la riqueza era común. Pero, sorprendentemente, Graeber y Wengrow tratan de distorsionar el significado obvio de las palabras de Kandiaronk. En un pasaje en el que rechazan el argumento de que las diferencias de riqueza acaban traduciéndose en diferencias de poder, los autores afirman: «Recordemos que la crítica indígena americana versaba al principio sobre algo muy diferente: la percepción de cómo las sociedades europeas no habían conseguido impulsar la ayuda mutua ni proteger las libertades personales». Pero esto no es en absoluto lo que dijo Kandiaronk. 

Los autores afirman que a Kandiaronk le «resultaba difícil concebir que las diferencias en

riqueza se pudieran traducir en desigualdades sistemáticas de poder». Pero Kandiaronk, por su parte, parece haber comprendido bastante bien la forma en que las condiciones materiales, sobre todo los «intereses materiales separados», determinaban la estructura social de la sociedad europea de la época.

Se trata de una aplicación particularmente deshonesta del método idealista, en el que los autores desarrollan una idea a priori y luego intentan que los hechos la justifiquen.

El hecho es que en la sociedad hurón-wyandot los medios de producción se tenían en común y la estructura social era relativamente igualitaria, sin clase dirigente ni estructura estatal tal como la conocemos. 

El papel de la agricultura

A continuación, los autores atacan la idea de que la llegada de la agricultura y la domesticación de los animales sentaron las bases materiales de las clases sociales. Explican que «se asumía que sin los activos productivos (tierra, ganado) y excedentes almacenados (cereal, lana, productos lácteos) facilitados por la agricultura, no había genuina base material para que nadie dominase a nadie». A continuación rechazan esta «suposición», señalando el ejemplo de un pueblo indígena de la costa noroeste de Canadá, los kwakiutl, que practicaban la esclavitud, para demostrar la existencia de una desigualdad social sin agricultura ni ganadería y, por tanto, sin base en la producción. 

El caso de los kwakiutl es interesante como ejemplo de cómo una excepción al curso más común del desarrollo confirma en realidad el papel de la producción en el desarrollo social. La principal actividad productiva de los habitantes de la costa noroeste de Canadá no se basaba en la agricultura, sino en la pesca del salmón, lo que parecería contradecir la idea de que la sociedad de clases surgió junto con el auge de la agricultura. 

De ahí sacan los autores la conclusión de que las «las causas últimas de la esclavitud» no hay que buscarlas en el modo de producción de los kwakiutl, sino en «los conceptos mismos de correcto ordenamiento de la sociedad de la Costa Noroeste». Demos un paso atrás para admirar esta perla de sabiduría: ¡el orden social de los pueblos de la costa noroeste era producto de sus conceptos sobre el orden adecuado de la sociedad!

Pero esto no nos dice nada sobre por qué los kwakiutl llegaron a considerar que éste era el orden adecuado de la sociedad, que incluso los autores reconocen que no fue así en todo momento. Resulta que los primeros exploradores europeos observaron que «el salmón abundaba tanto que no se podía ver el río debido a la cantidad de animales». Los salmoneros veían pasar millones de salmones durante una carrera del salmón. 

Una vez desarrollada la capacidad de pescar y almacenar grandes cantidades de pescado, el control de estas manadas de salmones y del excedente que eran capaces de generar se convirtió en una inmensa fuente de poder y riqueza, de forma parecida al control de una zona agrícola muy fértil, de la que la gente depende para sobrevivir. En otras palabras, la presencia de un excedente importante en la producción empezó a permitir que una parte de la sociedad se elevara por encima del resto y se mantuviera gracias a la explotación del trabajo humano. Por lo tanto, esto se parecía más a una sociedad basada en la agricultura de lo que a los autores les gustaría admitir. 

Tras haber sido destacado como la excepción que supuestamente echa por tierra la revolución neolítica como concepto, el caso de los kwakiutl en realidad no hace sino profundizar en nuestra comprensión del desarrollo de la producción necesario para dar lugar a la esclavitud y a las clases sociales. Es decir, si realmente se quiere comprender este proceso y no mistificarlo.

El Estado

En la misma línea, el capítulo diez se titula «Por qué el Estado no tiene origen». Aquí leemos: «En gran parte como la búsqueda de los «orígenes de la desigualdad», buscar los orígenes del Estado es prácticamente como perseguir un fantasma».

Los autores afirman: «Por ejemplo, se suele dar por sentado que los estados comienzan

cuando ciertas funciones claves del gobierno —militar, administrativa y judicial— pasan a manos de especialistas a tiempo completo. Esto tiene sentido si uno acepta la narrativa de que un excedente agrícola «liberó» a una notable proporción de la población de la onerosa responsabilidad de asegurarse cantidades adecuadas de alimento». Así, dan a entender que sólo se trata de aceptar una «narrativa». Pero cómo se supone que surge un Estado sin esta condición, los autores nunca lo explican. 

Al igual que el juego posmoderno al que juegan con la cuestión de la desigualdad, los autores afirman que no hay «consenso entre los especialistas con respecto a qué constituye un Estado». Aunque introducen su propia interpretación de la definición marxista (sin ofrecer ninguna cita o fuente marxista, por supuesto), «los estados hacen su primera aparición en la historia para proteger [el poder] de una emergente clase gobernante», la dejan de lado. Según ellos, la definición marxista «introducía nuevos problemas conceptuales, como la definición de explotación», un problema aparentemente tan difícil que ni siquiera intentan abordarlo. Peor aún, añaden, que «los liberales la aborrecían», incluidos los autores de El amanecer de todo lo que al parecer .

Basándose en un libro anterior que Graeber escribió con el antropólogo Marshall Sahlins en 2017, titulado On Kings, los autores sugieren: «Los primeros reyes bien podrían haber sido reyes simbólicos». En cuanto a cómo se convirtieron en reyes de verdad, se nos informa de forma útil: «Los reyes simbólicos dejan de ser simbólicos cuando comienzan a matar gente.» Pero incluso si esta teoría infantil y frívola fuera cierta, cosa que en realidad nunca se establece en el libro, no avanza ni un ápice en nuestra comprensión de cómo surgieron los reyes de verdad. 

Graeber y Wengrow dejan claro que creen necesario acabar con las «las aburridas abstracciones de la teoría evolutiva», como las «etapas» o los «modos de producción» . Pero al final los autores se ven obligados a recurrir a las suyas propias. Atrapados en su propio callejón sin salida filosófico, sin ninguna base fáctica para su teoría, «prueban» la existencia eterna del Estado mediante el siguiente experimento mental (¡presten atención!):

Imaginemos que Kim Kardashian tuviera un «un collar de diamantes valorado en millones de dólares» y quisiera evitar que otros se lo llevaran. ¿Cómo lo haría? 

Un «personal de seguridad armado y entrenado para tratar con potenciales ladrones» podría servir. Pero, ¿”imaginemos que todo el mundo bebe una poción que le impide hacer daño a los demás»? 

En ese caso, podría esconder su collar «si la mantuviera oculta en una caja fuerte, cuya combinación solo conociera ella, y solo exhibiese el collar ante audiencias en las que confiara y en acontecimientos que no se publicitasen de antemano». ¿Problema resuelto? Tal vez, a menos que «que todo el mundo en el planeta bebe otra poción que los vuelve incapaces de mantener un secreto, e incluso incapaces de hacer daño físico a otros».

Frente a esta multitud de invulnerables contadores de la verdad, la única esperanza de Kim sería «convencer a todo el mundo de que, por ser Kim Kardashian, es un ser humano tan único y extraordinario que se merece tener cosas que nadie más puede.» .

Por lo tanto, tras llevar su «experimento» a buen puerto, los autores sugieren que lo que llamamos «Estado» es en realidad una combinación más o menos arbitraria de tres «principios»: control de la violencia, control de la información y carisma individual. A continuación argumentan que allí donde encontremos cualquiera de estos «elementos» encontraremos un Estado .

A pesar de que esta «prueba» presupone tanto la propiedad privada como la desigualdad, es completamente circular. Los criterios se han hecho lo más abstractos posible para poder encontrarlos en cualquier parte. Tal es el poder de su «nueva ciencia de la historia».

Pero, sorprendentemente, después de haber «demostrado» la existencia eterna del Estado, luego lo refutan en el momento en que se ven obligados a volver a los hechos, reconociendo que antes del neolítico no vemos ninguno de los “atributos habituales del poder centralizado: fortificaciones, almacenes, palacios». » En lugar de ello, a lo largo de decenas de miles de años, vemos monumentos y enterramientos magníficos, pero poco más que sugiera la aparición de sociedades jerarquizadas, y mucho menos nada que se asemeje remotamente a «estados»».

Así que después de haber sido llevados a dar un enorme rodeo, finalmente volvemos a la misma teoría que Graeber y Wengrow están tratando de refutar: que el Estado no siempre existió, que por lo tanto tiene un «origen», y que su origen se puede encontrar en la producción de excedentes sobre los que eventualmente surgieron las clases sociales.

La lucha de clases

Hasta ahora hemos visto cómo Graeber y Wengrow se atascaron en sus propias tautologías. Pero, ¿cómo quedó «atrapada» la humanidad en nuestros actuales «grilletes conceptuales»? En algún momento, según Graeber y Wengrow, la gente simplemente dejó de experimentar y jugar con las estructuras sociales. Por desgracia, la razón por la que toda la humanidad acabó sufriendo este destino sigue siendo un misterio para los autores de El amanecer de todo. Pero están muy orgullosos de haber conseguido plantear la cuestión.

De hecho, la clave para responder a esta pregunta está contenida en algunos de los casos que tratan, pero se oculta asiduamente a lo largo del texto: la lucha de clases. La ausencia de la lucha de clases en El amanecer de todo es la razón por la que sus argumentos sobre la agencia humana y la «libertad» suenan tan unilaterales y abstractos. La sociedad de clases, el Estado, la opresión y la explotación no son simplemente ‘elegidos’, son impuestos por una parte de la sociedad a la otra. 

Tomando el ejemplo de los indígenas de la costa noroeste de Canadá antes mencionado, Graeber y Wengrow afirman que la esclavitud fue simplemente elegida porque la consideraban el «ordenamiento adecuado de la sociedad». Pero podemos ver que la razón de la esclavitud fue que la técnica productiva de la recolección del salmón se desarrolló hasta tal punto que en un determinado momento fueron capaces de producir un excedente significativo por encima de lo necesario para la supervivencia inmediata. Esto creó no sólo la posibilidad de una mayor diferenciación de clases, sino también, y de manera crucial, una necesidad positiva de mano de obra intensiva para «cosechar» y procesar el salmón necesario para mantener dicho excedente. 

Al final, quienes controlaban la pesca del salmón tenían un interés material en esclavizar a los prisioneros de guerra, en lugar de adoptarlos en la tribu. Por ello no es de extrañar, como explican los autores, que los esclavos «estaban sobre todo implicados en el cultivo masivo, la limpieza y el procesado del salmón y otros pescados anádromos».

Vemos un proceso similar con el advenimiento de la agricultura intensiva en Mesopotamia, Egipto, Mesoamérica y otros lugares del mundo. A partir de este momento, como explicaron Marx y Engels, «toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad , es una historia de luchas de clases.». No es casualidad que el periodo en el que nos «atascamos» coincida exactamente con el auge y la expansión de las sociedades de clases. 

Los ejemplos de Teotihuacán y Uruk planteados en El amanecer de todo también demuestran que el resultado de determinadas luchas de clases no está predeterminado de antemano; es una lucha de fuerzas vivas. 

Graeber y Wengrow describen cómo, a medida que la ciudad de Teotihuacán (situada en el México actual) se desarrollaba desde aproximadamente el año 100 a.C., avanzaba «un poco por el camino del gobierno autoritario», presentando una impresionante arquitectura monumental, como las famosas Pirámides del Sol y de la Luna, y la práctica de sacrificios humanos, al igual que otras civilizaciones mesoamericanas, como la maya. Sin embargo, hacia el año 300 d.C., la ciudad «cambió de dirección». Añaden la siguiente conclusión significativa: «posiblemente hubo algún tipo de revolución, seguida por una distribución más equitativa de los recursos de la ciudad y el establecimiento de algún tipo de «gobierno colectivo»».

La antigua ciudad sumeria de Uruk también fue testigo del surgimiento de una burocracia de templo privilegiada, seguida de un periodo de inestabilidad y colapso a finales del IV milenio a.C.. Sin embargo, a diferencia de Teotihuacán, la burocracia del templo reaparece en el registro arqueológico, junto con reyes de pleno derecho, palacios y todos los demás adornos de la sociedad de clases.

La comparación de estos dos casos, tan separados tanto en el espacio como en el tiempo, nos dice algo muy importante. Es muy probable que en todas partes el intento de una clase emergente de explotadores -como las burocracias de los templos de Teotihuacán y Uruk- de consolidar su posición en un orden social fijo fuera resistido por las masas explotadas. A veces esta lucha dio lugar a la consolidación de estados, que mantuvieron el orden sobre esta base, suprimiendo cualquier intento de «reimaginar» la sociedad por la fuerza, como en la antigua Sumeria. 

Allí donde las sociedades de clases y los Estados lograron establecerse, como en la Sumeria dinástica temprana o en las ciudades-estado mayas, surgió una poderosa ideología de gobierno que justificaba este nuevo orden como el «orden adecuado de la sociedad». Como dijo Marx: «Las ideas de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes». La religión, por ejemplo, cambió, volviéndose más jerárquica. 

Pero el resultado de esta lucha entre clases emergentes no siempre acabó de la misma manera. El ejemplo de Teotihuacan demuestra que otras veces la clase dominante fue derrotada y la sociedad volvió a funcionar de forma más igualitaria. Pero, finalmente, el retorno al comunismo primitivo fue seguido de la desintegración de las ciudades que siguieron este camino y su sustitución por asentamientos más pequeños o por sociedades de clases y estados más desarrollados, lo que demuestra que estaba en juego una necesidad más profunda. 

En Teotihuacán, hacia el año 550 d.C., «el tejido social de la ciudad había comenzado a

deshacerse por las costuras. … Todo parece [sic] haberse desintegrado desde dentro. De un modo casi tan repentino como el de su unión, unos cinco siglos antes, la población de la ciudad volvió a dispersarse, …»

Todo esto sirve para subrayar el punto central, que Graeber y Wengrow se esfuerzan tanto en negar, de que mientras el destino de las sociedades individuales fue el producto de una lucha de fuerzas vivas, con muchos resultados posibles, la línea general de desarrollo en todo el mundo fue hacia el fortalecimiento del dominio de clase y de los estados, culminando en el punto en el que nos encontramos hoy, cuando la desigualdad, la explotación y la opresión son universales.

¿Cómo podemos ser libres?

La lucha de clases es, por tanto, esencial para entender cómo nos hemos «atascado». Pero también nos dice cómo podemos liberarnos. 

Graeber y Wengrow nos dicen que necesitamos «redescubrir las libertades que nos convierten, en primer lugar, en seres humanos», empezando por leer su libro. Con el tiempo, esperan, los académicos se convencerán de abandonar todas sus teorías materialistas anteriores sobre el desarrollo social, y descubrirán que sus «nuevas verdades» son evidentes. «Somos optimistas. Confiamos en que no tardaremos tanto.», añaden . Pero si la conquista de la libertad humana depende de la crítica del mundo académico, lamentablemente estaremos esperando eternamente.  

De hecho, es precisamente en la lucha contra la opresión y la explotación donde encontraremos el camino hacia la libertad humana. Como señalaron Marx y Engels hace más de cien años: 

Se trata de …  mantenerse siempre sobre el terreno histórico real, de no explicar la práctica partiendo de la idea, de explicar las formaciones ideológicas sobre la base de la práctica material, por donde se llega, consecuentemente, al resultado de que todas las formas y todos los productos de la conciencia no brotan por obra de la crítica espiritual, mediante la reducción a la «autoconciencia» o la transformación en «fantasmas», «espectros», «visiones», etc., sino que sólo pueden disolverse por el derrocamiento práctico de las relaciones sociales reales, de que emanan estas quimeras idealistas; de que la fuerza propulsora de la historia, incluso la de la religión, la filosofía, y toda otra teoría, no es la crítica, sino la revolución.    

Enfrentados a la crisis más profunda del sistema capitalista desde la Gran Depresión, existe un odio generalizado al sistema y un movimiento creciente contra la desigualdad y la austeridad. Muchos jóvenes se están dando cuenta de que, si queremos salir de esta pesadilla, tenemos que derrocar al capitalismo. Según una encuesta reciente, el 29% de los jóvenes británicos de entre 18 y 34 años cree que el comunismo es «el sistema económico ideal». ¿No es éste un ejemplo de seres humanos «reimaginando» un nuevo orden social? 

¿Qué aporta este libro a este creciente movimiento? Lo primero que proponen estos «anarquistas» radicales es que deberíamos abandonar por completo la lucha por el comunismo: la propiedad privada y la desigualdad están aquí para quedarse. En su lugar, deberíamos simplemente redefinir el ‘comunismo’, “no como un régimen de propiedad, sino en el sentido original de «de cada uno según sus capacidades; a cada uno según sus necesidades»”.

Este famoso principio del comunismo es interpretado por Graeber, tanto en El amanecer de todo como en otras obras, como «comunismo de base», es decir, cualquier instancia de compartir, cuidado o bondad en la sociedad, como la «ayuda mutua» o, más concretamente, lanzar a alguien una cuerda si se está ahogando (un ejemplo utilizado por Graeber). De este modo, al igual que en la teoría del Estado de los autores, el «comunismo» se redefine simplemente para que signifique lo que ellos quieran.

Pero divorciar el comunismo de la noción de propiedad común y luego presentarlo como su «sentido original» es otra distorsión típica. El comunismo siempre ha estado asociado a la propiedad común. Incluso se cree que la frase «de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades» proviene de Morelly, un francés, que afirma explícitamente que bajo el comunismo todos los bienes se tendrían en común. Nunca en la historia el comunismo ha significado simplemente un comportamiento amable, o sacar a alguien del mar si se está ahogando. 

De hecho, el llamado «comunismo de base» de Graeber no es más que liberalismo de izquierdas redactado en lenguaje pseudo radical:

La cuestión fundamental en la historia de la humanidad no es nuestro acceso igualitario a recursos materiales (tierra, calorías, medios de producción), si bien estas cosas son, obviamente, importantes, sino nuestra igual capacidad para contribuir a decisiones acerca de cómo vivir juntos.

En lugar de acabar con la desigualdad, se nos dice que debemos reordenar la sociedad para que a la gente se le deje de decir «que sus necesidades son irrelevantes, ni que sus vidas carecen de valor» . En lugar de acabar con la explotación, hay que paliar los sufrimientos de los pobres con una buena dosis de «ayuda mutua». En lugar de luchar por desmantelar el Estado burgués, y finalmente acabar con el Estado por completo, deberíamos aspirar a que todo el mundo tenga la misma voz. Esta es una visión de la sociedad que sería bien recibida por cualquier ONG o incluso por el Papa. 

No se trata simplemente de un debate académico. Toda teoría es una guía para la acción, y en este sentido El amanecer de todo sirve al propósito de desarmarnos para las batallas de clase que se avecinan. Si la sociedad ha de encontrar colectivamente una salida a la pesadilla en la que nos encontramos bajo el capitalismo, no será a través de otra cosa que de la lucha consciente de la clase obrera por transformar la sociedad.

En esta lucha, la clase obrera no puede confiar ni en el poder opresor del Estado, ni en la riqueza ilimitada de los multimillonarios, ni en los lucrativos contratos de libros y la promoción por parte del establishment mediático. En última instancia, los trabajadores sólo pueden confiar en el poder de la organización y en la comprensión más clara y científica de la sociedad. 

Por eso, a pesar de todas sus pretensiones «radicales», El amanecer de todo es una píldora envenenada. En su cruzada por una libertad ficticia, y su hostilidad hacia una investigación genuinamente científica de nuestro pasado, la filosofía de El amanecer de todo no sólo es incoherente y fundamentalmente deshonesta; es reaccionaria, enemiga de la misma libertad humana que pretende defender. 

Deberíamos ser optimistas, pero no por la misma razón que Graeber y Wengrow. En el momento de escribir este artículo, millones de trabajadores están luchando contra el sistema capitalista, no porque lo hayan «elegido», sino porque no les queda otro remedio. Ellos, la mayoría, tienen un interés material directo en el derrocamiento del capitalismo y en el control de los medios de producción por parte de la sociedad en su conjunto en beneficio de todos; tienen el poder para hacerlo realidad; y son cada vez más conscientes de este poder a medida que lo ejercen a través de la lucha.

En última instancia, así es como podremos ser libres. Con el control democrático de la economía, la humanidad se convertirá colectivamente por primera vez en dueña consciente de nuestras relaciones sociales:

La propia existencia social del hombre, que hasta aquí se le enfrentaba como algo impuesto por la naturaleza y la historia, es a partir de ahora obra libre suya. Los poderes objetivos y extraños que hasta ahora venían imperando en la historia se colocan bajo el control del hombre mismo. Sólo desde entonces, éste comienza a trazarse su historia con plena conciencia de lo que hace. Y, sólo desde entonces, las causas sociales puestas en acción por él, comienzan a producir predominantemente y cada vez en mayor medida los efectos apetecidos. Es el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad.

Lucha de clases en la república romana

La historia del mundo antiguo proporciona un tesoro de lecciones para cualquiera que busque comprender las luchas de clases y las transformaciones sociales que han dado forma al mundo en que vivimos. En esta introducción a su libro de próxima aparición en inglés, Lucha de clases en la República romana, Alan Woods extrae algunos de los principios fundamentales de la visión marxista de la historia y ofrece una explicación concisa de las causas del ascenso y la eventual caída de la República Romana, en particular del fenómeno del cesarismo.

Muerte de Espartaco, Hermann Vogel, 1882

Para los marxistas, el estudio de la historia no es un ejercicio académico, sino una forma importante de aprender cómo se desarrolla la sociedad y cómo se desarrolla la lucha de clases. Al decir esto, soy consciente de que va en contra de la reciente moda del posmodernismo, que nos informa de que es imposible sacar ninguna conclusión de la historia, ya que ésta no sigue ninguna ley que pueda ser comprendida por la mente humana. Desde este punto de vista, o bien el estudio de la historia es una mera forma de entretenimiento o una completa pérdida de tiempo.

A pesar de la pomposidad con que se expone esta idea, no hay nada nuevo en ella. Despojada de todas sus pretensiones pseudo filosóficas, se limita a repetir una idea que ya expuso de forma mucho más sucinta Henry Ford, quien dijo que «la historia es una basura», o de forma aún más divertida el historiador Arnold Toynbee, quien definió la historia como «una maldita cosa tras otra».

Nada menos que el gran historiador inglés y destacado erudito de la Ilustración, Edward Gibbon, escribió en el siglo XVIII que la historia es “en gran medida el repertorio de las maldades, locuras y desdichas del género humano» 

Cualquiera que lea las páginas de la gran obra maestra de Gibbon podría ser excusado de sacar conclusiones igualmente pesimistas. Sin embargo, debemos disentir de un método que niega la existencia de leyes en la historia de nuestra especie.

Si lo pensamos un momento, se trata de una afirmación extraordinaria. La ciencia moderna ha establecido firmemente que todo se rige por leyes: desde la partícula subatómica más pequeña hasta las galaxias y el propio universo. La idea de que, en el conjunto de el carácter, la historia y el desarrollo de nuestra especie sean tan especiales que queden al margen de todas las leyes es bastante absurda.

En lugar de ser una teoría científica, fluye directamente de la noción bíblica de que la humanidad es una creación especial y única del Todopoderoso, tan especial y única que desafía todo intento de comprenderla. Semejante arrogancia suprema va en contra de todo lo que sabemos sobre la naturaleza y el origen de todas las especies animales. Y a pesar de nuestras pretensiones de superioridad, los humanos también somos animales y estamos sujetos a las leyes de la evolución. 

Es cierto que las leyes de nuestra evolución social son infinitamente más complejas que las de otras especies. Pero el hecho de que algo sea complejo no significa en absoluto que no pueda analizarse, explicarse y comprenderse. Si así fuera, el desarrollo de la ciencia se habría detenido hace mucho tiempo. Pero la ciencia sigue avanzando, penetrando en los misterios más complejos de la naturaleza, y no se deja disuadir por los intentos de poner una barrera en su camino, en la que está inscrita la frase: ¡Prohibido el paso! 

¿Qué es el materialismo histórico?

La Historia se nos presenta como una serie de acciones y reacciones de los individuos en el ámbito de la política, la economía, las guerras y las revoluciones y todo el complejo espectro del desarrollo social. Poner al descubierto la relación subyacente entre todos estos fenómenos es la tarea del materialismo histórico.

A primera vista, la multiplicidad de factores que influyen de diversas maneras en la dirección del cambio social parece desafiar cualquier análisis preciso. Muchos historiadores se refugian en la mera afirmación de esta multiplicidad, contentándose con la idea de que la historia es el resultado de la interacción constante de distintos factores. Pero ésta es una explicación que no explica nada en absoluto. 

Al igual que las olas del océano, que a primera vista parecen impredecibles y arbitrarias, son sólo un reflejo superficial de corrientes invisibles y cambios en el viento, las acciones de los actores individuales en los dramas históricos son la expresión inconsciente de procesos subterráneos más profundos que se abren paso silenciosamente a través de una compleja red de interrelaciones sociales y que, en última instancia, condicionan las acciones de los individuos y determinan su resultado final.

Los grandes hombres y mujeres que parecen ser la fuerza motriz del drama histórico resultan ser simplemente los agentes inconscientes, o semiconscientes, de profundos cambios en la sociedad que se producen de forma desconocida para ellos y que proporcionan un marco determinante en el que desempeñan su función histórica.

Si tratamos de definir un elemento que esté siempre presente y que, en última instancia, deba desempeñar el papel más decisivo, ese elemento se encuentra, no en la conciencia subjetiva de los actores individuales del drama histórico, sino en algo mucho más fundamental.  

En toda interacción de fuerzas, siempre se da el caso de que algunos factores pesan más que otros. Sin dudar ni por un momento de la importancia de cosas como los accidentes históricos, la competencia o incompetencia, valentía o cobardía, de los individuos, la influencia del fanatismo religioso o incluso las ideas filosóficas y orales, la condición más fundamental para la viabilidad de un sistema socioeconómico dado es su capacidad para satisfacer las necesidades humanas básicas. 

Carlos Marx desveló los resortes ocultos que subyacen al desarrollo de la sociedad humana desde las primeras sociedades tribales hasta nuestros días. Antes de que los hombres y las mujeres puedan tener grandes pensamientos, producir grandes obras de arte y literatura, crear nuevas religiones o escuelas filosóficas, primero deben tener alimentos para comer, ropa para cubrir su desnudez y casas que les protejan de los embates de los elementos. 

Es aquí donde encontraremos la causa última del auge y caída de las civilizaciones, de las guerras y revoluciones y de todos los grandes dramas que componen la historia de la humanidad. Así lo entendió ya el gran Aristóteles, que escribió en su Metafísica que la filosofía comenzó » cuando ya existían casi todas las cosas necesarias y las relativas al descanso y al ornato de la vida.» .

Esta afirmación va directa al corazón del materialismo histórico, 2.300 años antes que Karl Marx. La concepción materialista de la historia es un método científico que por primera vez nos permite comprender la historia, no como una serie de incidentes inconexos e imprevistos, sino como parte de un proceso claramente comprendido e interrelacionado.

Como explica Marx en un célebre pasaje de su prefacio a Contribución a la crítica de la economía política:

En la producción social de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. […] El modo de producción de la vida material determina [bedingen] el proceso social, político e intelectual de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia.

En el Anti-Duhring, escrito mucho más tarde, Engels nos proporciona una expresión más desarrollada de estas ideas. Aquí tenemos una exposición brillante y concisa de los principios básicos del materialismo histórico:

La concepción materialista de la historia parte del principio de que la producción, y, junto con ella, el intercambio de sus productos, constituyen la base de todo el orden social; que en toda sociedad que se presenta en la historia la distribución de los productos y, con ella, la articulación social en clases o estamentos, se orienta por lo que se produce y por cómo se produce, así como por el modo como se intercambia lo producido. Según esto, las causas últimas de todas las modificaciones sociales y las subversiones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres, en su creciente comprensión de la verdad y la justicia eternas, sino en las transformaciones de los modos de producción y de intercambio.

El Manifiesto Comunista nos recuerda: «La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases». En el mundo antiguo ya tenemos pruebas claras de esta afirmación. El primer ejemplo de una huelga en la historia registrada se encuentra en el llamado «papiro de la huelga» en el espléndido museo egipcio de Turín, donde se explica en detalle un relato muy interesante de una huelga de los trabajadores que construían la tumba del faraón Ramsés III.

La historia de la antigua Atenas es una de las más violentas y continuas luchas de clases, revoluciones y contrarrevoluciones. Pero la historia más clara y mejor documentada de la lucha de clases en la antigüedad es el riquísimo registro que nos ha llegado de la historia de la República romana. Marx estaba muy interesado en este fenómeno, como aprendemos de una carta que escribió a Engels el 27 de febrero de 1861, en la que leemos lo siguiente:

Para distraerme, de noche he estado leyendo a Apiano sobre las guerras civiles de Roma, en el texto griego original. Es un libro muy valioso. El hombre es egipcio de nacimiento. Schlosser dice que “no tiene alma”, probablemente porque va a la raíz de la base material de esas guerras civiles. Espartaco se revela como el hombre más espléndido de toda la historia antigua. Gran general (no como Garibaldi), noble carácter, verdadero representante del proletariado antiguo.

Pompeyo, en cambio, es una cabal porquería; logró su inmerecida fama haciéndose pasar por acreedor, primero de los éxitos de Lóculo (contra Mitríades), después de los de Sertorio (en España), etc., como “joven amigo” de Sila, etc. Como general, era el Odilon Barrot romano. Tan pronto como tuvo que mostrar de qué estaba hecho —al pelear contra César— evidenció ser un miserable inútil. César cometió los errores militares más grandes posibles —deliberadamente absurdos— a fin de enfurecer al filisteo que se le oponía. Un general romano común —por ejemplo Craso— lo hubiera derrotado seis veces durante la guerra de Epiro. Pero con Pompeyo todo era posible. Shakespeare, en su Love’s Labour Lost (Trabajos de amor perdidos), parece haber tenido una sospecha de lo que era realmente Pompeyo.

El secreto de la grandeza de Roma

En su apogeo, el Imperio romano ofrecía un espectáculo impresionante. Sus edificios, monumentos, calzadas y acueductos siguen siendo hoy un recuerdo mudo pero elocuente de la grandeza de Roma. Pero nunca hay que olvidar que el poder romano se basaba en la violencia, el asesinato en masa, el robo y el engaño. El Imperio romano fue, como todos los imperios posteriores, un ejercicio masivo de opresión, esclavitud y robo común.

Los romanos utilizaron la fuerza bruta para subyugar a otros pueblos, vendieron ciudades enteras como esclavos y masacraron a miles de prisioneros de guerra para divertirse en los juegos de gladiadores. Sin embargo, el Imperio romano comenzó su existencia como un estado minúsculo y casi insignificante que se encontraba a merced no sólo de sus vecinos latinos, sino de los mucho más poderosos etruscos e incluso, en un momento dado, de los bárbaros celtas que derrotaron y humillaron a los romanos.

Al principio ni siquiera poseía un ejército permanente. Sus fuerzas armadas consistían en una milicia basada en un campesinado libre. Su vida cultural era tan pobre como la de los propios campesinos. Sin embargo, en pocos siglos, Roma consiguió dominar no sólo Italia, sino todo el Mediterráneo y lo que entonces se conocía como el mundo civilizado. ¿Cómo se produjo esta notable transformación? La respuesta a esta pregunta sigue siendo un libro cerrado para algunos historiadores modernos. 

Hace algún tiempo, vi en la televisión británica una serie sobre la historia de Roma en la que un conocido historiador exponía la idea de que el secreto de la grandeza de Roma estaba de algún modo implantado en la composición genética de los propios romanos. Desde este punto de vista, sus conquistas estaban cantadas.

En este punto dejamos atrás la ciencia y entramos en el reino de la fantasía y los cuentos de hadas. Por qué proceso mágico se implantó el secreto de la grandeza en los genes de los primeros romanos es un misterio que sólo conocen quienes lo creen. 

Utilizando el método marxista del materialismo histórico, he intentado explicar el proceso por el que Roma se transformó de una humilde ciudad-estado -casi se podría decir que una aldea grande- en una poderosa y agresiva potencia imperialista.

Debo añadir que este caso no es en absoluto único en la historia. La historia muestra la prueba de la ley dialéctica de que las cosas pueden transformarse en su contrario. Hoy se olvida generalmente que la nación imperialista más poderosa de la tierra, los Estados Unidos de América, empezó siendo una colonia oprimida de Gran Bretaña.

Del mismo modo, Roma pasó sus primeros años de vida bajo el dominio de sus vecinos etruscos. Forzada por las circunstancias a una interminable serie de guerras, la sociedad romana se vio obligada a desarrollar una poderosa maquinaria militar, que acabó por someter a todo lo que se le ponía por delante.

Pero estas guerras continuas -que en un principio eran guerras defensivas- se convirtieron en guerras ofensivas, destinadas a conquistar territorios y subyugar a otros pueblos. Esto cambió el carácter mismo de la sociedad romana y la naturaleza de su ejército. A su vez, socavó la existencia misma del factor que había dado coherencia, estabilidad y fuerza a la sociedad romana primitiva: el campesinado romano libre. 

Lucha de clases

Desde los primeros tiempos, en Roma se desarrollaba una violenta lucha entre ricos y pobres. Los escritos de Livio y otros relatan detalladamente las luchas entre plebeyos y patricios, que acabaron en un difícil compromiso. Es cierto que los escritos de Livio, muy posteriores, tienen más sabor a mito que a historia real. Sin embargo, es igualmente posible que estos relatos lleven la impronta de un lejano recuerdo histórico de hechos reales, tal vez derivados de originales mucho más antiguos, ahora, por desgracia, perdidos. Es imposible saberlo. 

Los inicios de una crisis en Roma pueden observarse ya en el último periodo de la República, un periodo caracterizado por agudas convulsiones sociales y políticas y por la guerra de clases. La conquista de Estados extranjeros sentó las bases para una transformación de las relaciones productivas mediante la introducción masiva de la esclavitud.

Cuando Roma ya se había hecho dueña del Mediterráneo al derrotar a su rival más poderoso, Cartago, asistimos a lo que en realidad fue una lucha por el reparto del botín. Los campesinos libres, obligados a pasar largas temporadas lejos de su patria luchando en guerras extranjeras, regresaban para encontrarse con que sus tierras habían sido arrebatadas por los grandes terratenientes, que amasaban grandes fortunas con el trabajo de los esclavos que ahora eran arrojados al mercado a muy bajo precio como botín de guerra.  

Aquí encontramos la verdadera razón de las feroces luchas de clases que caracterizan la historia romana en los últimos años de la República, como señala Marx en El Capital:  «no hace falta ser muy versado en la historia de la república romana para saber que su historia secreta la forma la historia de la propiedad territorial.»

En una carta a Engels del 8 de marzo de 1855, escribió: 

“Hace poco volví a recorrer la historia romana (antigua) hasta la época de Augusto. La historia interna se resuelve simplemente en la lucha de la pequeña contra la gran propiedad de la tierra, específicamente modificada, desde luego, por las condiciones esclavistas. Las relaciones de deuda, que desempeñan un papel tan importante desde el comienzo mismo de la historia romana, figuran tan sólo como consecuencia inevitable de la pequeña propiedad territorial.”

Es en este momento cuando las luchas de clases en Roma alcanzan su mayor intensidad. Es un período que está inseparablemente ligado a los nombres de dos hermanos: Tiberio y Cayo Graco. Tiberio Graco exigió que la riqueza de Roma se repartiera entre sus ciudadanos libres. Su objetivo principal era hacer de Italia una república de pequeños agricultores y no de esclavos, pero fue derrotado y asesinado por los nobles y los esclavistas. Fue la victoria de la gran propiedad sobre la pequeña agricultura, la victoria de la esclavitud sobre el trabajo libre de los campesinos. 

A la larga, fue un desastre para Roma. El campesinado arruinado -la columna vertebral de la República y su ejército- se trasladó a Roma, donde constituyó una clase no productiva, los proletarii (proletariado), que vivía de las limosnas del Estado. 

Aunque resentidos con los ricos, compartían sin embargo un interés común en la explotación de los esclavos -la única clase realmente productiva en el periodo de la República y el Imperio- y de los súbditos imperiales de Roma. 

La gran revuelta de los esclavos encabezada por Espartaco fue un episodio glorioso de la historia de la Antigüedad. Aunque, de hecho, sólo fue uno de los muchos levantamientos de esclavos que se produjeron en esa época, destaca como un acontecimiento único en los anales de la historia de las revueltas de los pobres y oprimidos. 

El espectáculo de esta gente tan oprimida levantándose con las armas en la mano e infligiendo una derrota tras otra a los ejércitos de la mayor potencia del mundo es uno de los acontecimientos más increíbles de la historia. Si hubieran logrado derrocar al Estado romano, el curso de la historia habría cambiado significativamente.

La lectura de la historia romana y, en particular, de la conmovedora historia de la revuelta de los esclavos liderada por el gran gigante revolucionario Espartaco, puede ser una fuente de gran inspiración para la generación actual. Aunque el único testimonio que tenemos de este gran hombre fue escrito por sus enemigos, sus acciones brillan como un faro cuya luz ha permanecido intacta después de dos milenios.

La razón fundamental por la que Espartaco fracasó al final fue el hecho de que los esclavos fueron incapaces de vincularse con el proletariado de las ciudades. Mientras este último siguiera apoyando al Estado, la victoria de los esclavos era imposible. Pero el proletariado romano, a diferencia del proletariado moderno, no era una clase productiva sino puramente parasitaria, que vivía del trabajo de los esclavos y dependía de sus amos. El fracaso de la revolución romana tiene su origen en este hecho.

Cesarismo

La derrota de los esclavos condujo directamente a la ruina de la República romana. A falta de un campesinado libre, el Estado se vio obligado a recurrir a un ejército mercenario para librar sus guerras. Con el tiempo, el estancamiento de la lucha de clases produjo una situación similar al fenómeno moderno del bonapartismo. El equivalente romano es lo que llamamos cesarismo. 

El legionario romano ya no era leal a la República, sino a su comandante, el hombre que le garantizaba su paga, su botín y una parcela de tierra cuando se retirara. El último periodo de la República se caracteriza por una intensificación de la lucha entre las clases, en la que ninguno de los bandos fue capaz de obtener una victoria decisiva. Como resultado, el Estado (que Lenin describió como «cuerpos especiales de hombres armados»), empezó a adquirir una independencia cada vez mayor, a elevarse por encima de la sociedad y a aparecer como árbitro final en las continuas luchas por el poder en Roma.

Toda una serie de aventureros militares entran ahora en escena: Marius, Sulla, Craso, Pompeyo, y finalmente Julio Caesar – un general brillante, un político inteligente y un hombre de negocios astuto, que en efecto puso fin a la República mientras le rendía pleitesía. Aumentado su prestigio por sus triunfos militares en la Galia, empezó a concentrar todo el poder en sus manos. Aunque fue asesinado por una facción conservadora que deseaba preservar la República, el antiguo régimen estaba condenado.

Después de que Bruto y los demás conspiradores fueran derrotados por el Segundo Triunvirato, la República fue reconocida formalmente. Esta pretensión la mantuvo incluso el hijo adoptivo de César, Octavio, después de derrotar a sus rivales y convertirse en el primer emperador, Augusto. El propio título de «emperador» (imperator en latín) es un título militar, inventado para evitar el título de rey, tan ofensivo para los oídos republicanos. Pero era rey, en todo menos en el nombre.

Contradicciones de la esclavitud

En el momento de su desaparición, el régimen político de la República entraba en total contradicción con el sistema esclavista que se había convertido en el centro de la economía romana. La instauración del Imperio fue, pues, necesaria para preservar la propiedad de los grandes esclavistas, que se vieron obligados a someterse al gobierno arbitrario de un solo hombre, pero con ello compraron el fin de la inestabilidad y las guerras civiles de finales de la República. 

Pero como todas las formas de opresión de clase, la esclavitud contiene una contradicción interna que condujo a su destrucción. Aunque el trabajo del esclavo individual no era muy productivo (había que obligar a los esclavos a trabajar), la suma de grandes cantidades de esclavos, como en las minas y plantaciones (latifundios) en el último periodo de la República y el Imperio, producía un excedente considerable. 

En el apogeo del Imperio, los esclavos eran abundantes y baratos, y las guerras de Roma eran básicamente cacerías de esclavos a gran escala. Los ricos consumían la riqueza de la sociedad en un lujo ocioso, mientras que los ciudadanos más pobres vivían en condiciones de miseria inimaginables, dependiendo de las limosnas del Estado para sobrevivir.

Pero en un determinado momento este sistema alcanzó sus límites y entró entonces en un largo periodo de decadencia. Dado que el trabajo esclavo sólo es productivo cuando se emplea a gran escala, la condición previa para su éxito es un amplio suministro de esclavos a bajo coste. Pero los esclavos se reproducen muy lentamente en cautividad, por lo que la única forma de garantizar un suministro suficiente de esclavos es mediante guerras continuas, cada vez más lejanas.

Una vez que el Imperio alcanzó los límites de su expansión bajo Adriano, esto se hizo cada vez más difícil. La decadencia de la economía esclavista, la naturaleza monstruosamente opresiva del Imperio con su abultada burocracia y sus depredadores recaudadores de impuestos, ya estaban socavando todo el sistema. 

El fracaso de las clases oprimidas de la sociedad romana a la hora de unirse para derrocar al Estado esclavista, brutalmente explotador, condujo a un agotamiento interior y a un largo y doloroso período de decadencia social, económica y cultural, que eventualmente preparó el camino para el colapso final del poder romano y el descenso a la barbarie.

El comercio no dejaba de decaer, mientras un gran número de personas se trasladaba de las ciudades al campo con la esperanza de ganarse la vida en alguna de las fincas de los grandes terratenientes. Los bárbaros sólo dieron el golpe de gracia a un sistema podrido y moribundo. Todo el edificio se tambaleaba, y ellos se limitaron a darle un último y violento empujón.

¿Cuáles son las lecciones para hoy? 

Sería un ejercicio inútil especular sobre cuál habría sido el resultado de una hipotética victoria de la gran rebelión de esclavos encabezada por Espartaco. Pero cualquiera que hubiera sido, no habría podido poner fin a la sociedad de clases. La base material de una auténtica sociedad comunista no existía en aquel momento y seguiría sin existir durante otros dos mil años.

Fue necesario pasar por una serie de etapas de desarrollo social y económico, cada una de ellas marcada por la bárbara opresión y explotación de las masas, antes de que las fuerzas productivas bajo el capitalismo alcanzaran un nivel suficiente para que existiera una sociedad comunista sin clases. Por esta razón, es inútil y totalmente anticientífico abordar el pasado desde el punto de vista del presente o del futuro. 

¿Significa esto que no podemos aprender nada del estudio del pasado? Tal conclusión sería radicalmente falsa. Podemos extraer muchas lecciones valiosas de la rica experiencia de las luchas de clases del pasado, y la historia romana nos proporciona un material muy rico a este respecto.

El ascenso del capitalismo moderno y de su sepulturero, la clase obrera, ha dejado mucho más claro lo que está en el corazón de la concepción materialista de la historia. Así como el auge y la caída de Roma fueron el resultado de las contradicciones inherentes al modo de producción esclavista, el auge y la caída del capitalismo se explican por las contradicciones internas de la llamada economía de libre mercado.

En el período de su ascenso, el capitalismo desarrolló las fuerzas productivas hasta un grado que no tiene parangón en la historia. Pero ese periodo hace tiempo que pasó a la historia. El sistema capitalista hace tiempo que agotó cualquier papel progresista que pudiera haber desempeñado en el pasado. 

El sistema capitalista, en su agonía, tiene un parecido asombroso con la monstruosa decadencia que caracterizó al Imperio romano en sus últimas etapas de degeneración y decrepitud. Los síntomas de la decadencia senil son evidentes en todas partes.

Nuestra tarea no es simplemente comprender el mundo, sino llevar a buen término la lucha histórica de las masas, mediante la victoria del proletariado y la transformación socialista de la sociedad. Se trata de acelerar por todos los medios el derrocamiento de un sistema podrido y opresor cuya supervivencia amenaza la existencia misma de la civilización humana, tal vez de la propia raza humana. 

Es hacer realidad los sueños de innumerables generaciones pasadas de la mayoría oprimida y explotada y coronar con la victoria final la lucha titánica iniciada hace tanto tiempo por el gigante revolucionario Espartaco y su ejército de esclavos jamás olvidado. 

No fue casualidad que los líderes de la Revolución alemana, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, tomaran el nombre de Espartaco como emblema del proletariado revolucionario alemán. Al igual que el héroe cuyo ejemplo siguieron tan valientemente, cayeron víctimas de las fuerzas de una brutal contrarrevolución. 

Hoy en día, los nombres de sus asesinos han caído en el olvido, pero los nombres de Espartaco, Liebknecht y Luxemburgo serán recordados para siempre por todos los trabajadores con conciencia de clase y los jóvenes revolucionarios que luchan por un futuro mejor.

Londres, 7 de marzo de 2023

Demagogos y dictadores, ¿qué es el bonapartismo?

Napoleón en su trono imperial, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1806)

La creciente crisis del capitalismo está provocando una gran inestabilidad política en todo el mundo. En este contexto, el aumento del número de gobiernos «autoritarios» y «populistas» ha provocado un gran debate sobre el auge de la política del «hombre fuerte». Pero, ¿qué significa esto exactamente? En este artículo, Ben Gliniecki analiza la naturaleza del Estado capitalista y el concepto de «bonapartismo» desarrollado por Marx para responder a esta pregunta y ofrecer una perspectiva del impacto de la lucha de clases en la política actual.

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Chile: A 50 años del golpe de estado

El “humanismo” de Pinochet, Kukryniksy (1974)

Se cumplen 50 años del golpe de estado contra el presidente Allende en Chile. En este artículo, Carlos Cerpa Mallat, describe los acontecimientos que precedieron al golpe, como se transitó de la dictadura al régimen actual y extrae las principales conclusiones políticas de aquella tragedia y que son necesarias para armar a las nuevas generaciones.

Hace 50 años, el 11 de septiembre de 1973, se produjo el Golpe de Estado contra el gobierno del socialista Salvador Allende. Era la primera vez que un candidato identificado como marxista llegaba al poder por la vía electoral, y esto generó grandes ilusiones en la socialdemocracia de todo el mundo. Pero la contrarrevolución fue implacable. Para el presidente estadounidense Nixon se trataba literalmente de “hacer chillar la economía chilena”. El imperialismo intervino a través de la CIA, dedicando más de 13 millones de dólares a los partidos de derecha, medios de comunicaciones y gremios opositores, que durantes 3 años darian lugar a fuertes acciones de sabotaje económico, campañas comunicacionales y terrorismo. 

Por otra parte, la clase trabajadora puso en jaque en varias ocasiones a la reacción, en un despliegue formidable de movilización y organización consciente en defensa de sus intereses de clase contra la derecha y el imperialismo. Organizados en los Cordones Industriales, las Juntas de Abastecimiento y Precio, y otro tipo de articulaciones, los trabajadores chilenos nos legaron una experiencia valiosa de autoorganización, territorial y de clase, que mostró de manera embrionaria cómo es capaz de dirigir la producción y la sociedad sobre una nueva base. Pero su impulso hacia la toma del poder fue coartado en cada ocasión importante por los dirigentes comunistas y el propio presidente socialista, llamándoles a confiar en las Fuerzas Armadas que serán sus verdugos.

La dictadura del General Augusto Pinochet dejó miles de muertos y detenidos desaparecidos. Además de torturas irreproducibles. En un pequeño país de 10 millones de habitantes, cifras oficiales señalan que al menos 40,000 personas sufrieron violaciones a los Derechos Humanos, en su gran mayoría jóvenes, trabajadores y campesinos. La flor de la juventud y la clase obrera fue aniquilada. La experiencia del gobierno de Allende, demuestra que no es posible la vía institucional al socialismo. Es el fracaso del reformismo, que no comprende el carácter de clase del Estado. 

La Unidad Popular

En 1969, se forma la Unidad Popular (UP), compuesta principalmente por el Partido Socialista y el Partido Comunista, y partidos pequeño burgueses como el Partido Radical. Es un Frente Popular, con la particularidad de ser dirigido por dos grandes partidos obreros de masas. 

Los Frentes Populares fueron una política de la Comintern estalinista que llamaba a los partidos comunistas a formar alianzas con partidos de la burguesía supuestamente ‘democrática’.  Pero en el fondo los frentes populares significaban la subordinación der la clase obrera a los intereses de la burguesía, bajo el velo de una alianza antifascista. La Unidad Popular logró movilizar amplísimos sectores populares y de trabajadores, en un momento culmine de un proceso de décadas de radicalización de masas en Chile y el continente.

La Democracia Cristiana se formó como un partido que buscaba sobre todo frenar el crecimiento de los partidos obreros. En 1964 el democratacristiano Eduardo Frei Montalva hizo campaña con fraseología izquierdista y bajo la consigna de “Revolución en Libertad”, derrotó a Salvador Allende. Se inició una reforma agraria que cumplió sólo un tercio del plan contemplado de beneficiar 100.000 familias campesinas; y la “chilenización” del cobre, que estableció sociedades mixtas con 51% de participación del Estado en la minería. Pero los límites de estas reformas solo alimentaron las ansias por transformaciones profundas. 

Destaca la fuerza de la clase obrera ya en aquella época. Así, en 1970 un 85% de la población son asalariados que viven de su fuerza de trabajo, de los que el 46% son obreros. La Central Unitaria de Trabajadores, organizaba a 700,000 miembros, y durante el gobierno socialista llegó al millón de afiliados, un tercio de la población activa. En el sector público la sindicalización llegaba al 90%. En 1965 se contaron 723 huelgas, y en el año 1972 llegan a ser 3,526 de las cuales solo el 3,4% eran consideradas legales. Pero al mismo tiempo, la situación de la clase trabajadora era precaria. Casi la mitad de la población ocupada ganaba menos del salario mínimo. En 1970 una cuarta parte de la población nacional no tiene una vivienda familiar propia, y en Santiago un 10% vive en campamentos.

En 1965, se fundó el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), resultado de la fusión de diversos grupos. Entre ellos el Partido Obrero Revolucionario, con orígenes en la Oposición de Izquierda en Chile de los años 30. Pero en el MIR predominaron los elementos pequeños burgueses y universitarios, que promueven la guerrilla campesina, y en 1969 expulsan burocráticamente a quienes se oponen, principalmente cuadros obreros. Durante el gobierno de Allende, el MIR fue el grupo de izquierda revolucionaria más importante y con algún apoyo de masas. De 2 mil militantes a fines de los 60s, llega a 6 mil en 1973, y es capaz de movilizar con simpatizantes unas 15 mil personas. El brazo campesino del MIR, el Movimiento Campesino Revolucionario, sobrepasa la legalidad del proceso de reforma agraria. Muy significativamente, en La Araucanía en conjunto con los mapuche corriendo cercos lograron que se expropiaran casi 200 mil hectáreas, que fueron restituidas a las comunidades.

En 1970 el Partido Comunista tiene 60 mil militantes, siendo uno de los mayores de América Latina y el más grande la Unidad Popular. Las Juventudes Comunistas llegaron a tener 80 mil miembros en 1973. El Partido Socialista se ubica mas a la izquierda que los comunistas, y tiene un crecimiento explosivo durante los 3 años del gobierno de Allende, pasando de alrededor de 55 mil miembros, a unos 125 mil miembros en 1973. De esta manera, en su conjunto los partidos de izquierda agrupaban entre 200 y 300 mil militantes. Por su parte, la Democracia Cristiana tiene unos 60 mil militantes, con una importante presencia en sindicatos, mientras la oposición de derecha y los grupos fascistas agrupan alrededor de 30 mil personas.

Salvador Allende es un médico que en su carrera fue parlamentario, ministro de salud, y 4 veces candidato a la presidencia. Finalmente ganó las elecciones el 4 de septiembre de 1970, con un 37%. La derecha de Alessandri obtiene 35% y el candidato democratacristiano un 28%. La división del voto de la derecha y la DC permite que la UP obtenga la mayoría. Pero el triunfo es también expresión del ascenso de masas durante la década de los 60s. 

Como no obtuvo una mayoría absoluta, Allende necesita la ratificación del congreso para asumir la presidencia. La conspiración de Estados Unidos y la CIA comienza antes que asuma. Se preparó un secuestro de falsa bandera contra el Comandante en Jefe Rene Schneider, dirigido por el General Viaux con participación del grupo fascista Patria y Libertad. El plan era culpar a la izquierda revolucionaria del secuestro y provocar un putsch militar que impidiera que el congreso ratificara a Allende. Pero el plan no resultó, puesto que Schneider resistió el secuestro con su arma, y los pistoleros de extrema derecha tuvieron que liquidarlo. Un accidente, que reveló la trama golpista y obligó a las instituciones pretendidamente democráticas a apoyar el traspaso de mando pacifico. 

La comandancia en Jefe es sucedida por antigüedad a Carlos Prats, otro militar considerado “constitucionalista” como Schneider. De todas maneras, en vez de guardar esperanzas en sectores constitucionalistas, los partidos de la UP deberían haberse ya prevenido ante la opción evidente de una sublevación militar que forzara un enfrentamiento armado entre los trabajadores y la contrarrevolución.

Finalmente Allende es ratificado bajo la condición de firmar un Estatuto de Garantías Constitucionales, que establecía la autonomía de las FFAA. Es decir, desde el primer momento se atan las manos al gobierno popular de cara al enfrentamiento de clases, sobre una cuestión fundamental como es el carácter del Estado burgués y su brazo armado.

El Programa de la UP

La Unidad Popular en el gobierno aplica su programa de reformas democráticas y antiimperialistas, incluyendo medidas en favor de los trabajadores sin precedentes en la historia de Chile: Nacionalización de los recursos naturales, la más emblemática: la nacionalización del cobre, considerado el “salario de Chile”; nacionalización parcial de la banca, comercio exterior, y empresas estratégicas, como la compañía de teléfonos ITT; se acelera la reforma agraria iniciada por el gobierno democratacristiano; reformas sociales denominadas las “40 medidas”, como la entrega de medio litro de leche diario para todos los niños y niñas en las escuelas, y el congelamiento del arriendo.

La estrategia de la UP plantea una transición gradual y por vía institucional al socialismo. Se argumenta la especificidad del Estado chileno como un sistema político estable y consideraba las Fuerzas Armadas como “constitucionalistas” y respetuosas de la democracia. Además, define que existe una burguesía nacional progresista. 

Se crea el Área de Propiedad Social, con participación de los trabajadores, que comprende 90 empresas estratégicas nacionalizadas. Los trabajadores llevarán más lejos esta iniciativa mediante ocupaciones. Llegaron a ser hasta 254 empresas monopolistas que estuvieron en el Área Social.

Durante el gobierno de la Unidad Popular hubo más de 2.000 ocupaciones de predios. Mientras el gobierno demócrata cristiana había expropiado 3,5 millones de hectáreas, la reforma agraria de Allende expropió 5,3 millones de hectáreas de riego básico, alcanzando hasta el 35% de las tierras agrícolas.

La autoorganización de los trabajadores en los Cordones Industriales es el punto más alto de esta revolución chilena. Una revolución “por abajo”, que desborda la revolución “ por arriba” del programa de gobierno de la UP. Como decían las consignas de la época, es una disputa entre “avanzar sin transar”, y “consolidar para avanzar”.

En 1973 el Área Social llegó a comprender al 30% de la fuerza de trabajo industrial y el 90% de la producción minera.  El primer año hubo un crecimiento industrial de 12%. En realidad, hasta mediados de 1972 se vive una pequeña era dorada. En algunas empresas textiles nacionalizadas la producción llegó a duplicarse. Se duplicó el consumo de productos nacionales, muestra de una mejor calidad de vida de los trabajadores que ahora pueden adquirir electrodomésticos, como lavadoras, refrigeradores, y que consumen más carne y leche. Sin embargo, el Estado sólo controlaba el 15% de la distribución. Esto será aprovechado por la burguesía, que utiliza el control que mantiene sobre la economía para sabotear al gobierno. Por otra parte, el boicot imperialista bloquea el acceso a repuestos y maquinarias.

Según el proyecto de la UP era clave la rápida puesta en marcha de una economía planificada en el Área Social, que transformara las relaciones de producción y aumentara la productividad. Sin embargo, las medidas a medias de nacionalización del gobierno de Allende provocan el sabotaje de la burguesía sin haber reemplazado la anarquía del mercado por la planificación democrática. Esto contribuye decisivamente a deteriorar la situación social y económica que lleva a la derrota.

A pesar de las dificultades, el apoyo electoral al gobierno aumenta, los partidos de la Unidad Popular obtienen 50% en las elecciones municipales de 1971. El Partido Socialista crece del 12% al 22%. 

En 1971 renunció un sector de la Democracia Cristiana que apoyaba a la Unidad Popular. Siguen el ejemplo del MAPU que se escindió de la DC en 1969. Esto es positivo y muestra la adhesión de algunos sectores medios, pero por otro lado la DC queda bajo control de su ala derecha.

Cordones industriales

La clase dominante abandona sus esperanzas de derrocar al gobierno por una vía democrática y en octubre de 1972 se lanza una fuerte ofensiva patronal con objetivo de derribar al gobierno. La burguesía y el imperialismo, son conscientes de la agudización de la lucha de clases bajo el gobierno de Allende, con la clase obrera amenazando con desbordar los límites de la democracia burguesa. No están dispuestos a perder su poder, riqueza y privilegios sin dar una batalla. Lamentablemente los dirigentes de la izquierda no tienen la misma claridad de visión y siguen confiando en el carácter democrático de las Fuerzas Armadas y la posibilidad de avanzar al socialismo gradualmente sin romper con la democracia burguesa.

Los industriales paralizan sus actividades. El gremio de camioneros realiza una paralización que afecta el transporte de combustibles, materias primas, alimentos y cargas marítimas. Se suman estudiantes de la Universidad Católica, médicos, ingenieros y transporte público. La oposición logra arrastrar a capas medias.

Los trabajadores responden ocupando las fábricas abandonadas por los patrones y florecen los Cordones Industriales, organizaciones obreras, democráticas, de base. Controlan la producción, y hacen sus propios repuestos, escasos debido al bloqueo económico. Para organizar la distribucion de productos basicos, se multiplican las Juntas de Abastecimiento y Precios, que combaten el acaparamiento y el mercado negro. Como sucede en todas las revoluciones, se establece un embrión de poder dual, que va más allá de las fábricas, y puede organizar territorialmente a campesinos y pobladores. Entre 20 y 30 mil trabajadores se movilizan en Santiago en torno a los cordones industriales.

Después de un mes el paro patronal es derrotado, y Allende forma un Gabinete cívico-militar. Esto es una cachetada en la cara, pues los militares fueron llamados a mediar en un conflicto donde la clase trabajadora ya había triunfado. Coloca militares junto a representantes sindicales en el gabinete, confundiendo las organizaciones independientes de los trabajadores con el gobierno. 

En un intento por evitar el inevitable enfrentamiento, en enero de 1973 el gobierno presenta el Plan Prats-Millas: la devolución de las fábricas ocupadas en octubre y que no estaban en el programa de gobierno. Además reduce el plan del Área Social de 90 a 49 empresas. Esto es inaceptable para los trabajadores que resisten la medida y el plan es retirado en febrero de 1973. 

Se dispone además una Ley de Control de Armas, que se utiliza en allanamientos contra los cordones. Mientras, en los meses antes del golpe, el fascismo realiza al menos 20 atentados diarios. Sobre la base de la confianza ciega en el carácter democrático del estado, en la práctica se desarma a los trabajadores mientras que las bandas fascistas campan a sus anchas. 

En las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, la unidad popular obtiene 44%. La derecha no logra debilitar decisivamente al gobierno en el campo electoral. Para todos los trabajadores avanzados la conspiración golpista es evidente, y el golpe inminente. La cuestión entonces era si acaso debe esperarse la agresión o tomar la iniciativa. El arte de la insurrección revolucionaria debe saber disponer de medios defensivos que le permitan con algún disimulo desdoblarse hacia una ofensiva. Pero el grueso del trabajo preparatorio debía ser una tarea política orientada a los soldados con un programa general de democratización de las fuerzas armadas, con el objeto de organizar unidades antigolpistas.

El 29 de junio de 1973 un sector del ejército se sublevó, el llamado Tanquetazo, organizado por oficiales medios vinculados a Patria y Libertad. El comandante en jefe Prats, acompañado de un tal general Augusto Pinochet, reprime a los sublevados en el centro de Santiago. 

El general Prats reflexiona luego en su diario: 

Ya no me cabe duda de que un considerable número de oficiales generales de las fuerzas armadas y carabineros mantienen vínculos políticos con los dirigentes de la oposición, y que esos contactos adquieren carácter conspirativo.(…)Por qué no hablar de política en los cuarteles, si un regimiento con su comandante a la cabeza ha salido a la calle para atacar el palacio presidencial y el Ministerio de Defensa, y si el comandante en jefe ha tenido que salir también a la calle para defender al gobierno constitucional con una ametralladora en la mano?

Los Cordones tomaron la iniciativa y ocuparon todas las fábricas de la capital, los principales accesos a Santiago y los campesinos centralizaron el abastecimiento. El putsch es derrotado. Pero se evidencian graves fallas, grupos de trabajadores deambulan sin dirección por las calles de Santiago. Al final de la jornada, Allende pide, de nuevo, que devuelvan las empresas ocupadas durante la jornada y se vuelvan en paz a sus casas.

Como Prats y Pinochet reprimieron la sublevación, el Partido Comunista, cree ver confirmada su tesis, que las FFAA son constitucionalistas. En realidad, el Tanquetazo es solo un ensayo general,que confirma que la conspiración va a toda máquina y es cuestión de tiempo antes de otro golpe.

Este era todavía un momento favorable para que el gobierno se apoyara en la clase obrera y lanzara una ofensiva que expropiara definitivamente a los saboteadores burgueses. La contradicción estaba entre defender a un gobierno que los trabajadores consideraban como propio, pero a su vez la necesidad de superarlo por medios revolucionarios. El mismo gobierno los desarmaba política y materialmente ante la contrarrevolución. La revolución socialista era el único medio de defenderse.

Los oficiales golpistas de la Armada comprendían que no sería suficiente con la marina y la aviación para dirigir una acción contra el gobierno. Era clave contar con el apoyo del Ejército, y en esto, el general Carlos Prats era un obstáculo.

El general Prats es acosado por la prensa y con protestas de las esposas de los militares, flaquea bajo la presión y entonces Pinochet asume la comandancia en jefe. Prats lo describió así: “

Es el bellaco de luces limitadas y ambición desmedida, capaz de pasar una vida arrastrándose o agazapado a la espera del instante de cometer un crimen a mansalva, que le permita cambiar su destino por un golpe de audacia. Tengo la convicción de que solo se subió al carro de los golpistas en el último minuto, pero no dudo que se aferrará al poder cueste lo que cueste. Quedará como el gran traidor de nuestra historia. El que condujo al ejército y las fuerzas armadas a cometer un error mayúsculo e irreparable

Prats será asesinado meses más tarde en su exilio en Buenos Aires. El mando del Ejército ha tomado así su lugar en la trama golpista.

Los marinos constitucionalistas y el golpe

Es sabido que los principales conspiradores estaban en la Armada y que se reúnen regularmente con consejeros militares estadounidenses. Con la excusa de hacer preparativos para la operación UNITAS, en realidad preparan claves de comunicación entre los buques estadounidense y chilenos para el golpe de Estado. Además la marina provee armas y entrenamiento militar a Patria y Libertad, mientras los oficiales gritaban a la tropa arengas abiertamente golpistas. 

Un grupo de marinos conoce los planes de sus oficiales para derrocar al gobierno. Saben además que hay muchos marinos antigolpistas. Se elaboran dos estrategias que dividen las opiniones del grupo. Uno, inspirados por la sublevación de la escuadra de 1931 cuando los marinos apresan a los oficiales y toman control de las naves, elaboran un plan para reaccionar solo en caso de golpe, donde ocuparían los buques para llevarlos a alta mar, fuera de uso para la contrarrevolución. 

La otra idea era anticiparse al golpe, por lo que este grupo decide contactar con dirigentes políticos de la izquierda revolucionaria. El MIR, el MAPU y el PS no acuerdan en su totalidad con el plan que el grupo le presenta, y tampoco alcanzan consenso entre ellos. La falta de unidad de una dirección revolucionaria de los trabajadores fue otra desventaja, mientras la contrarrevolución pudo resolver este problema a través de los 3 duros años de oposición y obtener unidad de mando para el golpe.

En agosto de 1973 las reuniones con la izquierda son descubiertas. Los marinos son procesados por la justicia militar, acusados de insurrección y torturados. Escandalosamente, Allende no interviene en su ayuda, arguyendo que esto viola la autonomía de las FFAA (¡¡!!). Esto es determinante para la derrota, pues desincentiva a los soldados y marinos de base a actuar en defensa del gobierno. Sumado a que la Unidad Popular no elaboró una política para las fuerzas armadas y la tropa no era escuchada. 

Uno de los marinos torturados, un cabo, dirá años más tarde: “Creo que Allende se preocupó más de ganarse el mando, de ganarse la oficialidad. (…) Entonces nos descuido a nosotros los suboficiales” 

El 4 de septiembre, 800.000 trabajadores marchan frente a La Moneda, pidiendo armas y el cierre del congreso. El 5 de septiembre, los cordones industriales envían una carta al presidente Salvador Allende, destacamos algunas cosas que los trabajadores reclaman:

…Consideramos no solo que se nos está llevando al camino que nos conducirá al fascismo en un plazo vertiginoso, sino que se nos ha estado privando de los medios para defendernos.
Por lo tanto le exigimos a usted, compañero Presidente, que se ponga a la cabeza de este verdadero ejército sin armas, pero poderoso en cuanto a consciencia, decisión, que los partidos proletarios pongan de lado sus divergencias y se conviertan en verdadera vanguardia de esta masa organizada, pero sin direccion.

Exigimos:

5. Frente al área social: Que no solo no se devuelva ninguna empresa donde exista la voluntad mayoritaria de los trabajadores de que sean intervenidas, sino que esta pasen a ser el área predominante de la economía.

(…)
8. Exigimos que se derogue la Ley de Control de Armas. Nueva Ley Maldita que solo ha servido para vejar a los trabajadores, con los allanamientos practicados a las industrias y poblaciones, que está sirviendo como un ensayo general para los sectores sediciosos de las fuerzas armadas, que así estudian la organización y capacidad de respuesta de la clase obrera en un intento para intimidarlos e identificar sus dirigentes.

9. Frente a la inhumana represión a los marineros de Valparaíso y Talcahuano, exigimos la inmediata libertad de estos hermanos de clase heroicos, cuyos nombres ya están grabados en las páginas de la historia de Chile.

Sin embargo, Allende y los dirigentes de la Unidad Popular siguen aferrados tercamente a su concepción de un estado ‘democrático’ que obedecía al gobierno y unas fuerzas armadas ‘constitucionalistas‘ y respetuosas de la cadena de mando. Ese camino llevaba directamente al desastre como advertían los cordones industriales en su carta: 


Estamos absolutamente convencidos de que históricamente el reformismo que se busca a través del diálogo con los que han traicionado una y otra vez, es el camino más rápido hacia el fascismo.

Desoyendo el clamor de la clase obrera Allende propone a los partidos un plebiscito, en un intento de utilizar métodos parlamentarios para resolver el conflicto de poderes entre el gobierno y la oposición en el Congreso. La fecha del golpe es el 11 de septiembre, para prevenir el anuncio de esta medida. 

Toda sublevación necesita un momento de “desborde”, un momento delicado en que las fuerzas están en un estado “cero” o de pasividad, y del que saltan resueltamente a la acción ofensiva. El factor sorpresa puede contar con el secreto y el engaño. Que había un golpe en ciernes no era ningún secreto, pero las direcciones de la izquierda, principalmente los comunistas y el propio Allende, estaban engañados por sus propias tesis políticas sobre el constitucionalismo de las fuerzas armadas.

El Estado Mayor había elaborado un plan anti insurreccional en caso de emergencias, el Plan Hércules, pero en realidad este se aplicó para derrocar al propio gobierno. Como ya era de público conocimiento que la Armada eran golpistas, el golpe comienza en la madrugada en Valparaíso. Entonces la respuesta natural sería enviar los regimientos de Santiago para supuestamente reprimir el alzamiento. En realidad, sólo irían al encuentro amistoso con los sublevados para neutralizar cualquier resistencia y proceder al golpe en Santiago. 

Joan Garces, asesor cercano del presidente Allende explica: 

La obra de Pinochet consistió en lograr convertir el dispositivo destinado a defender al gobierno en centro de dirección y apoyo de la insurrección (…) Pero el éxito de la acción de Pinochet no se explica sin considerar el hecho decisivo: enfrente del aparato del estado no había ninguna organización con capacidad de resistencia militar (…)La ausencia de toda capacidad coercitiva proletaria autónoma dejaba a la UP sin otra disyuntiva militar que la de continuar apoyando en la oficialidad que aparentaba conciencia profesional y democrática.” (Allende y la experiencia chilena. Joan Garces. 1976. p.363).

Los trabajadores, huérfanos de dirección política, se concentraron en los lugares de trabajo esperando instrucciones. Ante un enemigo superior en armamento y coordinación, lo que correspondía era responder con movilidad y comunicación, no permanecer en puntos fijos. Algunas fábricas y poblaciones resistieron heroicamente, pero los militares controlaron toda la situación en algunas horas.

Se dice que Allende no armó a los trabajadores. Es verdad, pero no es la mejor forma de plantear el problema. El problema es que las principales organizaciones jugaron con el problema militar sin planteárselo seriamente. Se requiere formar cuadros, pensar una política dirigida a los soldados de base, y eventualmente preparar una fuerza propia. No basta suponer la existencia de sectores simpatizantes en las fuerzas armadas, se necesita el coeficiente activo de la lucha de clases. Una acción decidida de las masas organizadas, podía ganar a un sector de soldados y marinos, quebrando las FFAA en líneas de clase. Sobre todo, se necesitaba un partido revolucionario que dirigiera la tremenda creatividad y disposición de combate de la clase obrera y su vanguardia. Las masas estaban desarmadas políticamente. 

La Dictadura

Frei y la Democracia Cristiana pensaban que los militares le traspasarían el poder en el corto plazo. Pero la dictadura se prolongó 17 años. Las masas estaban desmoralizadas e impotentes ante la reacción triunfante. Había una situación económica desastrosa, luego de años de sabotaje de la propia derecha, pero también producto de la crisis internacional. A pesar de sus contradicciones internas, la dictadura pudo mantenerse por inercia.

En las organizaciones de izquierda en la clandestinidad y en el exilio, comenzaron fuertes debates internos. Se trataba de definir tres cosas: Las causas de la derrota del gobierno de la UP, el carácter de la dictadura militar, y por último, por qué medios acabar con la dictadura. 

La clase obrera chilena había vencido la ofensiva contrarrevolucionaria en varias ocasiones, notablemente en octubre del 72, y mostró su potencial para dirigir la economía y la sociedad. Faltaba generalizar estas experiencias, y coordinarlas a nivel regional y nacional. Lamentablemente esto no se logró, por falta de tiempo, pero por encima de todo por la ausencia de una dirección revolucionaria con suficiente apoyo entra las masas. Los trabajadores requerían acciones audaces para solucionar la cuestión del poder. Y finalmente la reacción resolvió esta cuestión a su favor.

El grupo fascista “Patria y Libertad”, fue una fuerza pequeña y auxiliar de la reacción. Esto diferencia a Pinochet en lo fundamental, del fascismo de Hitler o Mussolini, que se apoyan en organizaciones fascistas de masas para destruir a la clase obrera. Por su parte, la dictadura de Pinochet utiliza el aparato estatal, el “dominio de la espada”, es un régimen bonapartista. Pero es particularmente cruel, debido precisamente a la gran fuerza que habían mostrado los trabajadores. En este sentido, es un bonapartismo con rasgos fascistas.

Los militares no eran ningunos economistas ni intelectuales. No fue hasta la llegada de los Chicago Boys en 1975 que el régimen adoptó un proyecto económico y político que se combinó con el conservadurismo local. La dictadura no recuperó simplemente las posiciones perdidas de la burguesía y el imperialismo, sino que transformó la estructura social y económica de Chile. Es el llamado modelo neoliberal. La contrarrevolución consolida su proyecto y dicta la Constitución de 1980. 

Se establecen los pilares ideológicos y económicos del sistema. El Código del trabajo, con leyes antisindicales que acaban con la negociación por rama. La desnacionalización del cobre, que permite además concesionar otras empresas estatales. El sistema privatizado de pensiones. La municipalización de la educación pública y la privatización de la educación universitaria. El negocio forestal. Podríamos continuar, pero digamos simplemente que estas políticas fueron impugnadas por el movimiento estudiantil de 2006 y 2011, y más recientemente por la rebelión de octubre del 2019.

El exilio jugó un rol decisivo en la izquierda, en un proceso conocido como Renovación Socialista, influenciado por la experiencia de los regímenes estalinistas, el eurocomunismo y el financiamiento de la socialdemocracia europea. La propuesta de colaboración de clases del “compromiso histórico” de Berlinguer en Italia, será fundamental. También la “transición modélica” en España después de la muerte de Franco.

La Renovación Socialista trata de articular democracia burguesa y ‘socialismo’, generando alianzas con el centro, es decir con la Democracia Cristiana, abandonando la lucha de clases y la toma del poder por la clase obrera.

El Partido Socialista sufre una crisis y divisiones en 1979 pero la Renovación Socialista será hegemónica. Sin embargo, hay corrientes socialistas con más presencia en el interior de Chile, que mantienen sus banderas revolucionarias.

Hasta 1979 el Partido Comunista, cuya dirección no ha roto con la política frentepopulista que llevó al desastre, quiere incluir a la DC en un “Frente Antifascista” contra la dictadura. Pero la DC los rechaza y en realidad quiere aislarlos. Influenciados por comunistas en la RDA, y el ánimo combativo de jóvenes militantes en el interior, se promueve la Rebelión Popular de Masas. Es decir, el camino de la derrota política de las Fuerzas Armadas y no la conciliación con el régimen. 

La lucha contra la dictadura

En 1982 Chile sufre la mayor crisis económica desde 1930. El PIB cayó un 15%, el desempleo alcanzó el 25%, y en algunos sectores marginales era de hasta 40%. A principios de los 80s ronda el ejemplo de la revolución sandinista en Nicaragua y El Salvador, donde algunos chilenos lucharon y recibieron instrucción. Y en 1983 se cumplen 10 años de insoportable estado de excepción y toques de queda. 

Estos factores explican las protestas que tomaron por sorpresa tanto a los militares como a los partidos políticos. La Confederación de Trabajadores del Cobre (CTC), llama a la Primera Jornada de Protesta Nacional para el 11 de mayo de 1983. Las manifestaciones son masivas y especialmente combativas en las poblaciones periféricas de Santiago. Pero también se suman profesionales, comerciantes y transportistas. Surge además una organización de mujeres opositoras a la dictadura, el MEMCH 83. Los sindicatos dispuestos a movilizarse dan forma al Comando Nacional de Trabajadores (CNT).

Se crea la Alianza Democrática, que agrupa a la DC, los socialistas renovados, y algunos sectores de derecha opositores a la dictadura, que presionan por una rápida negociación. Por otra parte, el Partido Comunista, socialistas, el MIR, y otros grupos de izquierda forman el Movimiento Democrático Popular. Hay una competencia entre la salida pactada de la Alianza Democrática y la salida rupturista del Movimiento Democrático Popular. La tercera opción es continuar con el calendario institucional de la dictadura que contempla un plebiscito en 1988. Pinochet gana tiempo en diálogos infructíferos, mientras desata la represión indiscriminada y la eliminación selectiva de dirigentes. 

Existe un ánimo pre insurreccional que amenaza con desbordar las negociaciones. El Partido Comunista conecta con la radicalización en las poblaciones, ingresan cuadros militares al país, y nace el Frente Patriotico Manuel Rodriguez (FPMR).

La mayor Jornada de Protesta Nacional tiene lugar el 2 y 3 de julio de 1986, con una paralización total. Los grupos que buscan la derrota política de las FFAA califican que este es el “año decisivo”. Pero ocurre la incautación de armas enviadas desde Cuba, una operación fallida del FPMR y un mes más tarde fracasa el atentado a Pinochet. Es un golpe logístico y moral que hunde al PC y al FPMR en una crisis, debilitando así la opción rupturista.

Se consolida la salida pactada, que da lugar a la Concertación de Partidos por la Democracia, haciendo campaña para el plebiscito de 1988. El NO (No continuar la dictadura) gana con 56%, contra 44% del SI. 

La transición democrática pactada fue un compromiso por arriba, para evitar el desborde insurreccional por abajo. Se oxigenó a la dictadura en momentos decisivos, evitando su caída por medios revolucionarios. La impunidad de los crímenes de la dictadura quedó establecida y las fuerzas armadas quedaron sin depurar. La “Concertación”, coalición formada principalmente por el recién fundado Partido Por la Democracia, Partido Socialista y la Democracia Cristiana, administró las aspiraciones democráticas del pueblo chileno después de la dictadura. Pero gobernaron con el mismo legado dictatorial. Cambiar todo para que nada cambie. 

A 50 años del sangriento golpe de estado vivimos todavía con el legado de esa derrota. Es crucial sacar las lecciones necesarias, la más importante de todas, acerca del carácter de clase del estado burgués y la imposibilidad de la toma del poder por parte de la clase obrera por vías simplemente institucionales.

AmSoc 34 Referencias

EL LENINISMO 100 Años Después

  1. R Luxemburgo, La revolución rusa, El perro y la rana, 2008, pág. 37
  2. A Read, The World on Fire, W. W. Norton & Co, 2008, pág. 5-6
  3. R Pipes, The Russian Revolution, Vintage, 1991, pág. 349
  4. O Figes, A People’s Tragedy, Pimlico, 1997, pág. 391
  5. ibid. pág. 824
  6. V I Lenin, «Las tres fuentes y los tres componentes del marxismo», en Carlos Marx, Obras escogidas, tomo I, Ediciones Europa-América, Barcelona 1938, páginas 70-75
  7.  V I Lenin, La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, Centro Marx, 2022, págs 37-8.
  8.  ibid. pg 26
  9. ibid. pg 43
  10.  V I Lenin, ¿Qué hacer?, MIA, 2000-01
  11. V I Lenin, «Acerca de algunas particularidades del desarrollo histórico del marxismo», Lenin
  12.  V I Lenin, «Carta a los camaradas»,  Lenin Obras Completas, Tomo 27, Akal, 1976, pág. 325
  13. L Trotsky, Lenin, CEIP 2009, págs. 310-11
  14. V I Lenin, La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, Centro Marx, 2011, pág. 139
  15.  V I Lenin, “A Letter to Bogdanov and S.I. Gusev”, Lenin Collected Works, Vol. 8, Progress Publishers, 1977, pág. 143-145 (traducción nuestra). 
  16.  ibid. pág. 146
  17.  V I Lenin, «La primera etapa de la Primera Revolución», Obras Completas de Lenin, Tomo 24, Editorial Progreso, 1986, pág. 343
  18. V.I. Lenin, «Carta a J.S. Hanecki», Obras Completas de Lenin, Tomo. 49, Editorial Progreso, 1987, pág. 485
  19. ibid. pág. 488
  20.  V I Lenin, «Cartas sobre la táctica», Lenin Obras Completas Tomo. 31, Progreso, 1986, págs. 140-42
  21.  V I Lenin, «Discurso en una sesión conjunta del Comité Ejecutivo Central de toda Rusia, el Soviet de Moscú, los Comités de Fábrica y los Sindicatos de Moscú», Lenin Obras Completas, Vol. 37, Progreso, 1986, págs. 8-9
  22. A Macleod, The Death of Uncle Joe, Merlin Press, 1997, pág. 212, énfasis añadido.
  23. V I Lenin, «Fundación de la Internacional Comunista», Lenin Obras Completas, Tomo 30, Akal, 1978, pág. 348

Como Lenin estudió a Hegel

  1.  V I Lenin, «Resumen del libro de Hegel ‘La ciencia de la lógica'», Lenin Obras Completas, Vol. 29, Progreso, 1986, pág. 154
  2.  L Trotsky, La Juventud de Lenin, en «LENIN – compilación», Ediciones IPS, 2009, págs. 201-2
  3.  V I Lenin, ¿Qué hacer?, MIA, 2000-1
  4.  V I Lenin, «Resumen del libro de Hegel ‘La ciencia de la lógica'», Lenin Obras Completas, Vol. 29, Progreso, 1986, pág. 149, énfasis en el original.
  5. G W F Hegel, Ciencia de la lógica, Solar, 1982, pág. 108
  6. V I Lenin, «Resumen del libro de Hegel ‘La ciencia de la lógica'», Lenin Obras Completas, Vol. 29, Progreso, 1986, pág. 96
  7. ibid. pág. 123
  8. G W F Hegel, Ciencia de la lógica, Solar, 1982, pág. 111
  9.  V I Lenin, «Resumen del libro de Hegel ‘La ciencia de la lógica'», Lenin Obras Completas, Vol. 29, Progreso, 1986, pág. 110
  10. ibid. pág. 110
  11.  ibid. pág. 117
  12. C Darwin, El origen de las especies, Zulueta trad., 1921
  13.  V I Lenin, «Resumen del libro de Hegel ‘La ciencia de la lógica'», Lenin Obras Completas, Vol. 29, Progreso, 1986, pág. 187
  14.  ibid. pág. 121
  15.  ibid. pág. 123
  16.  V I Lenin, «Sobre el problema de la dialéctica», Obras Completas de Lenin, Vol. 29, Editorial Progreso, 1986, pág. 321
  17.  ibid. Pág. 323
  18. V I Lenin, «Resumen del libro de Hegel ‘La ciencia de la lógica'», Lenin Obras Completas, Vol. 29, Progreso, 1986, pág. 159
  19.  ibid. pág. 212
  20.  ibid. pág. 91
  21.  ibid. pág. 82
  22.  K Marx, “La ideología alemana”, Marx & Engels, Obras Escogidas en tres tomos, Progreso, 1974,, t. I
  23.  V I Lenin, «Resumen del libro de Hegel ‘La ciencia de la lógica'», Lenin Obras Completas, Vol. 29, Progreso, 1986, pág. 195
  24.  ibid. pág. 161
  25.  ibid. pág. 198
  26.  ibid. pág. 200
  27.  L Trotsky, La Juventud de Lenin, en «LENIN – compilación», Ediciones IPS, 2009, pág. 203
  28.  L Trotsky, En defensa del marxismo, Sedov, 2022, pág. 70

Lenin contra el ‘Oblómovismo’: la lucha por la acción revolucionaria

  1. V I Lenin, “A letter to A. A. Bogdanov and S I Gusev”, Lenin Collected Works, t. 45, Progress, 1986, pág. 13.
  2. V I Lenin, “La situación internacional e interior de la república soviética”, Obras Completas de Lenin, Vol. 45, Progreso, 1986, pág. 13
  3.  I. Goncharov, Oblómov, Planeta 1985, pág.. 120
  4. Ibid. pág. 121
  5. Ibid. pág. 126
  6. Ibid
  7. Ibid. pág. 83
  8. Ibid. pág. 77
  9. Ibid. pág. 352
  10. Ibid
  11. C. Marx, F. Engels, La Ideología Alemana”, Obras Escogidas en tres tomos, Editorial Progreso, t. I
  12. V.I. Lenin, Un Paso adelante, dos pasos atrás, Obras Tomo II, Progreso, 1973 pág. 151
  13. V.I. Lenin, Carta a S. I. Gusev, Obras Completas tomo 47, Progreso 1987, pág. 19
  14.  I. Goncharov, Oblómov, Planeta 1985, pág. 180
  15.  V I Lenin, “La situación internacional e interior de la república soviética”, Obras Completas de Lenin, Vol. 45, Progreso, 1986, pág. 13
  16. Ibid, pág. 15
  17. Ibid, pág. 15
  18. Ibid, pág. 214
  19. N Valentinov, Encounters with Lenin, Oxford University Press, 1968, págs. 50-51 

La última Lucha de Lenin

  1. V I Lenin. “Con motivo del cuarto aniversario de la revolución de Octubre”, Obras Completas, tomo 44, Editorial Progreso,1981, pág. 144
  2. V I Lenin, La nueva política económica y las tareas de los comités de instrucción política, Obras Escogidas, tomo 12, Editorial Progreso, 1973, pág. 77
  3.  V I Lenin, “Cinco años de la revolución rusa y perspectivas de la revolución mundial”, Obras Escogidas, tomo 12, Editorial Progreso, 1973, pág. 141
  4.  V I Lenin, Contra la burocracia, Diarios de las secretarias de Lenin, Cuadernos Pasado y Presente, 1974, pág.121
  5.  V I Lenin, “Note to J. V. Stalin with a Draft Decision for the Politbureau of the C.C., R.C.P.(B.) on the Question of the Foreign Trade Monopoly”, Lenin Collected Works, Vol. 42, Progress Publishers, 1971, pág. 418, pie de página 476
  6. Ibid.
  7. Citado en V I Lenin, “Letter To J V Stalin For Members Of The CC, RCP(B) Re
  8. The Foreign Trade Monopoly”, Lenin Collected Works, Vol. 33, Progress Publishers, 1966, pág. 375, footnote no.115
  9.  V I Lenin, A L. D. TROTSKI. 12 DE DICIEMBRE DE 1922, Obras Completas, Tomo 54, Progreso, 1988, pág.366
  10.  E H Carr, A History of Soviet Russia, MacMillan, 1950, pág.203
  11. Ibid. pág.227
  12.  V I Lenin, Como tenemos que reorganizar la inspección obrera y campesina, Obras Escogidas, tomo 12, Editorial Progreso, 1973, pág.167
  13.  Ibid. pág.169
  14.  Ibid. pág.173
  15.  E H Carr, “Carta a G.K. Ordzhonikidze” Obras Completas de Lenin, T. 43, Progreso, 1987, pág 383.
  16.  E H Carr, “Carta a G.K. Ordzhonikidze” Obras Completas de Lenin, T. 43, Progreso, 1987, pág 383.
  17. M Lewin, Lenin’s Last Struggle, University of Michigan Press, 2005, p. 48
  18. V I Lenin, “Sobre la formación de la U.S.S.R.” Obras Completas de Lenin, Vol. 45, Progreso, 1987, pág. 225
  19. Ibid. pág. 226
  20. L Trotski, La revolución desfigurada, Obras Escogidas, Sedov, 2020, p. 46
  21.  V I Lenin, “Sobre la lucha contra el chovinismo de gran potencia”, Obras Completas de Lenin, T. 45, Progreso, 1987, pág. 228
  22.  L Trotski, The Real Situation in Russia, Harcourt Brace and Co., 1928, pág.304-305
  23. V I Lenin, Contra la burocracia, Diarios de las secretarias de Lenin, Cuadernos Pasado y Presente, 1974, pág.176
  24. V I Lenin, “Acerca del problema de las nacionalidades o sobre la ‘autonomización’”, El Testamento de Lenin, MIA, 2000.
  25. Ibid, pág.195, nota de pie de página 57
  26. Ibid. pág.177
  27. V I Lenin, Más vale poco y bueno, Obras Escogidas, tomo 12, Editorial Progreso, 1973, p.77
  28. V I Lenin, INFORME POLITICO DEL COMITE CENTRAL DEL PC(b) DE RUSIA 27 DE MARZO, Obras completas, Tomo 45, Progreso, 1987 p. 93 
  29. L Trotski, La revolución desfigurada, Obras Escogidas, Sedov, 2020, p. 51
  30. V.I. Lenin, notas de L. A. Fótieva, Contra la burocracia, Diarios de las secretarias de Lenin, Cuadernos Pasado y Presente, 1974, pág.84
  31.  M Lewin, Lenin’s Last Struggle, University of Michigan Press, 2005, p. 152-153
  32. Ibid. p. 153
  33.  “Diario de las secretarias de Lenin”, Pensamiento Crítico, La Habana, número 38, marzo 1970, pág. 250, nota 62

La lucha de Trotski por rejuvenecer el partido bolchevique

  1. L Trotski, “Primera carta al Comité Central”, CEIP, 2008.
  2. Ibid. 
  3.  L. Trotski,  Mi vida, Centro Marx, 2021, pág. 605
  4.  R Gregor ed., “On the Intra-Party Situation”, Resolutions and Decisions of the Communist Party of the Soviet Union, Vol. 2, University of Toronto Press, 1974, pág. 208
  5.  E H Carr, The Interregnum 1923-24, The MacMillan Press, 1978, pág. 307
  6.  L Trotski, El Nuevo Curso, Edicions Internacionals Sedov, 2015, pág. 9
  7.  Ibid. pág. 15
  8.  Ibid. pág. 12
  9.  Ibid. pág. 10
  10.  Ibid. pág. 42
  11.  Ibid. pág. 7
  12.  Ibid. pág. 47
  13.  Ibid. pág. 24
  14.  Ibid. pág. 22
  15.  Ibid. pág. 25
  16.  Ibid. pág. 22
  17.  Ibid. pág. 23
  18.  Ibid. pág. 26
  19.  Ibid. pág. 24
  20.  Ibid. pág. 15
  21.  Ibid. pág. 41
  22.  Ibid. pág. 8

Lenin: Nuevas Tareas y Nuevas Fuerzas 

V I Lenin, 1905

Marx contra Malthus

¿Superpoblación o sistema senil?

El reverendo Thomas Malthus adquirió notoriedad como ardiente defensor de la pobreza y la desigualdad en el siglo XIX, al explicar que los pobres no lo eran a causa de la explotación o la injusticia, sino porque simplemente eran demasiados y, por tanto, no podían ser abastecidos por los limitados recursos de la humanidad. En la actualidad, las ideas de Malthus siguen circulando constantemente bajo distintas formas e incluso han adquirido cierta influencia en la izquierda. En este artículo, Adam Booth se basa en la crítica de Marx y Engels a Malthus para exponer la falsedad y las implicaciones reaccionarias de estas ideas en la actualidad.

La civilización occidental se desmorona bajo la presión de un enjambre de inmigrantes que nos roban nuestros empleos y viviendas. Los presupuestos públicos se ven desbordados por un ejército zombi de octogenarios con un apetito insaciable de asistencia social y sanitaria. El planeta arde porque está habitado por demasiada gente, porque vivimos por encima de nuestras posibilidades.

Todo esto, y más, se declara regularmente como un hecho en las portadas de la prensa burguesa.

Todas estas afirmaciones, de una forma u otra, son un reflejo moderno de las ideas reaccionarias del reverendo Thomas Malthus, un clérigo y economista de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuyo nombre es hoy sinónimo del campo de la demografía y, en particular, de la teoría de que la superpoblación es la culpable de todos los males de la sociedad.

En última instancia, es la ideología maltusiana la que sustenta los ataques xenófobos de la derecha contra inmigrantes y refugiados. Mientras tanto, la clase dirigente liberal difunde perniciosamente argumentos comparables para culpar a los ancianos de la crisis de la sanidad pública y los sistemas de pensiones. Son los boomers (nacidos en el boom de la posguerra), se nos dice de forma similar, los que aparentemente impiden a los millennials y a la Generación Z comprar una casa o encontrar un trabajo decente, no el caos del capitalismo y la anarquía del mercado.

Sin embargo, hoy en día el maltusianismo no sólo es repetido hasta la saciedad por los representantes de la clase dominante. Por desgracia, muchos de los llamados “izquierdistas” también han absorbido estas ideas, conscientemente o no, en forma de la teoría del “decrecimiento” y otras creencias similares que prevalecen en el movimiento ecologista.

Con tales afirmaciones y conceptos extendidos por todo el espectro político, es vital que nosotros, como marxistas, nos armemos con una comprensión adecuada del maltusianismo, y con una clara respuesta socialista a estos disparates.

Paladín de la reacción

Malthus es famoso -o tristemente célebre- por su teoría sobre las leyes de la población y la producción, que esbozó inicialmente en un texto titulado Ensayo sobre el principio de la población. La primera edición de este tratado se publicó en 1798, poco después del estallido de la Revolución Francesa.

La coincidencia no fue casual. La revolución francesa había inspirado a escritores románticos y socialistas utópicos de toda Europa, por no hablar del incipiente movimiento obrero. En Gran Bretaña, la clase dirigente estaba aterrorizada por el impacto radicalizador que los acontecimientos del otro lado del Canal estaban teniendo en su país y en las colonias. El mismo año de la publicación del ensayo de Malthus, por ejemplo, estalló la rebelión irlandesa contra el dominio británico, dirigida por la Sociedad de Irlandeses Unidos, un grupo republicano influido por los ideales revolucionarios de sus hermanos franceses.

Conmovidos por estos acontecimientos, pensadores como William Godwin en Inglaterra comenzaron a especular sobre el infinito potencial de una sociedad futura basada en la ciencia y la razón, creyendo que no había límites para el progreso humano.

La clase dominante consideraba muy peligrosa esta propaganda. Y en Malthus encontraron un defensor que estaba más que dispuesto a luchar por ellos; alguien que ofrecía una refutación teórica a los utopistas y defendía el statu quo en bancarrota del capitalismo.

La primera edición del ensayo de Malthus, en este sentido, fue escrita explícitamente como una respuesta a Godwin y compañía. En sus propias palabras, junto con otros abanderados de las fuerzas del conservadurismo y la reacción, como Edmund Burke, pretendía proporcionar un “argumento [que] sea concluyente contra la perfectibilidad de la masa de la humanidad”.

En resumen, Malthus afirmaba que, abandonados a su suerte, sin barreras ni restricciones materiales, los seres humanos se multiplicarían a un ritmo geométrico: 1, 2, 4, 8, 16, y así sucesivamente. Sin embargo, sugirió que nuestra capacidad para producir alimentos -cultivar y criar animales- sólo podría aumentar a un ritmo aritmético: 1, 2, 3, 4, 5, etc.

El resultado, según nuestro célebre clérigo, es que los números de la humanidad están constantemente sujetos a “controles positivos”, como la guerra y el hambre, que actúan para limitar el crecimiento de la población. La muerte, la destrucción y la enfermedad, en otras palabras, son supuestamente consecuencia del insostenible deseo de procrear de la humanidad.

Los gérmenes de la existencia contenidos en este pedazo de tierra, con abundante alimento y amplio espacio para expandirse, llenarían millones de mundos en el curso de unos pocos miles de años. La necesidad, esa imperiosa ley de la naturaleza que todo lo penetra, los restringe dentro de los límites prescritos. La raza de las plantas y la raza de los animales se contraen bajo esta gran ley restrictiva. Y la raza humana no puede, por ningún esfuerzo de la razón, escapar de ella. Entre las plantas y los animales, sus efectos son el desperdicio de semillas, la enfermedad y la muerte prematura. Entre la humanidad, la miseria y el vicio.

Culpar a los pobres

El reverendo Malthus fue más allá de sugerir simplemente que el crecimiento de la población no podía ser ilimitado. Al fin y al cabo, la afirmación de que existen límites materiales al tamaño total de la humanidad es una verdad de Perogrullo. Evidentemente, ninguna especie puede seguir proliferando sin un suministro adecuado de nutrientes, agua, etcétera.

El tratado inicial de Malthus era sobre todo una polémica contra los románticos y los utópicos. En escritos posteriores, sin embargo, aplicó sus teorías a los acuciantes problemas políticos de la época. Y en todas las ocasiones llegó a conclusiones agresivamente reaccionarias, sobre todo en la cuestión del pauperismo.

La Revolución Industrial en Gran Bretaña fue acompañada de una miseria generalizada, a medida que los “trabajadores libres” se trasladaban del campo a las ciudades y que el capitalismo masticaba a los trabajadores y los escupía a las calles.

En la época en que Malthus escribía su ensayo, existía un sistema parroquial de “Leyes de pobres”. Este sistema proporcionaba ayuda a mendigos y vagabundos. Pero tras las guerras napoleónicas, la depresión y el desempleo masivo acechaban al país, y las antiguas Leyes de Pobres se consideraban cada vez más insostenibles.

En 1832 se creó una Comisión Real para proponer un nuevo sistema de Leyes de Pobres. Y los argumentos de Malthus -presentados pública y celosamente por el propio Malthus- se desplegaron para defender que la ayuda local a nivel de distrito se sustituyera por un sistema centralizado de casas de trabajo: instituciones estatales infernales que proporcionaban alojamiento precario y escasas gachas a cambio de un trabajo agotador.

Según Malthus y sus seguidores, las Leyes de Pobres anteriores no hacían sino empeorar una mala situación. El verdadero problema, decían, era la escasez de alimentos y otros medios de subsistencia. Redistribuir la riqueza mediante la caridad no resolvería esta cuestión. Por el contrario, sólo serviría para animar a las clases bajas a reproducirse, agravando el problema.

Los pobres, en otras palabras, tenían la culpa de ser pobres. Y como todas las demás almas justas, deben aceptar estoicamente su suerte en la vida, pues de lo contrario prevalecerían el caos y la miseria.

Un hombre que nace en un mundo ya poseído, si no puede obtener la subsistencia de sus padres, a quienes tiene una justa demanda, y si la sociedad no quiere su trabajo, no tiene derecho a la más pequeña porción de comida y, de hecho, no tiene por qué estar donde está. En el gran festín de la naturaleza no hay lugar para él. Ella le dice que se vaya, y ejecutará rápidamente sus propias órdenes, si él no logra la compasión de algunos de sus comensales. Si estos comensales se levantan y le hacen sitio, inmediatamente aparecerán otros intrusos exigiendo el mismo favor…

El orden y la armonía de la fiesta se alteran, la abundancia que antes reinaba se transforma en escasez; y la felicidad de los invitados queda destruida por el espectáculo de la miseria y la dependencia en todos los rincones de la sala  [énfasis original].

En lugar de ayudar a los pobres, Malthus y sus admiradores pedían que se les penalizara y encarcelara para evitar que se reprodujeran como roedores.

“Por tanto, la cuestión [para los maltusianos]”, señaló Engels en sus estudios sobre La condición de la clase obrera en Inglaterra, “no es alimentar a la población excedente, sino limitarla tanto como sea posible de una manera o de otra”.

“El Parlamento inglés completó esta filantrópica teoría”, afirmaba un joven Karl Marx, “con la idea de que el pauperismo es la miseria cuya culpa hay que achacar a los propios obreros, por lo que no hay que prevenirla como una desgracia, sino que por el contrario, hay que castigarla como un crimen” [énfasis original].

Humanos frente a animales

Karl Marx y Friedrich Engels, que escribieron en la estela de Malthus y las Nuevas Leyes de Pobreza de 1834, hicieron pedazos estos argumentos reaccionarios.

En primer lugar, los fundadores del socialismo científico cuestionaron los axiomas básicos en los que se basaba la hipótesis de Malthus.

“Malthus establece un cálculo, sobre el que descansa todo su sistema.”, afirma Engels. “La población —dice— crece en progresión geométrica: 1-2 -4 -8 -16 -32, etc., mientras que la capacidad de producción de la tierra aumenta solamente en progresión aritmética: 1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6. La diferencia salta a la vista y es sencillamente pavorosa, pero, ¿es cierta?”

Malthus afirmaba haber demostrado estas relaciones con pruebas empíricas. En particular, determinó su tasa geométrica de aumento de la población a partir del estudio de la expansión de las nuevas sociedades en Norteamérica y otras colonias británicas.

Sin embargo, las proporciones numéricas exactas alegadas por Malthus distraen un poco la atención de los principales defectos de su teoría. Ante todo, es la afirmación del párroco sobre los límites de la producción lo que hay que cuestionar.

“¿Dónde se ha demostrado que la productividad de la tierra aumenta en progresión aritmética?”. Engels continúa en su Crítica.

La superficie de la tierra es limitada, eso es perfectamente cierto. Pero la fuerza de trabajo que debe emplearse en esta superficie aumenta junto con la población.

La extensión de la tierra es limitada, es cierto. La mano de obra que en ella puede invertirse aumenta con la población; aún concediendo que el aumento del rendimiento debido al aumento de trabajo no registre siempre un incremento a tono con la proporción del trabajo invertido, siempre quedará un tercer elemento, que al economista, ciertamente, no le dice nada, la ciencia, cuyo progreso es tan ilimitado y rápido, por lo menos, como el de la población.

Malthus, por tanto, presenta a los seres humanos como no mejores que los animales. En su opinión, la humanidad es como una bacteria en una placa de Petri: destinada a multiplicarse exponencialmente hasta consumir todos los recursos disponibles en su hábitat.

Pero a diferencia del resto del reino animal, explicaron Marx y Engels, los humanos somos capaces de un pensamiento consciente y activo; de comprender el mundo que nos rodea a través de la interacción con nuestro entorno, y de utilizar este conocimiento para transformar nuestro entorno; de desarrollar la ciencia y la tecnología, para dominar las fuerzas de la naturaleza.

Con su teoría de la población (o superpoblación), Malthus creía haber descubierto una ley intemporal y eterna de la naturaleza. Pero se trataba de una visión burda, una forma de reduccionismo que pretendía presentar la dinámica de la sociedad humana como poco más que una “lucha por la existencia” darwiniana (muchas décadas antes que el propio Darwin).

Sin embargo, mediante el trabajo, la humanidad puede desarrollar las fuerzas productivas de que dispone. Al hacerlo, somos capaces de alterar las condiciones en las que vivimos y de derribar cualquier barrera que se interponga en el camino de la extensión de nuestra especie. Esto es lo que diferencia a los seres humanos de todas las demás criaturas.

“El animal llega, a lo sumo, a actos de recolección;”, subraya Engels en su inacabada obra maestra Dialéctica de la naturaleza, mientras que “el hombre, en cambio, produce, crea medios de vida en el más amplio sentido de la palabra, medios de vida que sin él jamás habría llegado a producir la naturaleza. Ya esto por sí solo hace imposible transferir, sin más, a la sociedad humana las leyes de vida de las sociedades animales.” [énfasis original].

En otras palabras, las leyes de la sociedad y de las poblaciones humanas son cualitativamente diferentes de las leyes de la biología y la evolución. La sociedad humana tiene sus propias leyes, más allá de las que se aplican a otras especies. La ciencia demográfica no puede reducirse a un darwinismo social.

Visión materialista de la historia

Con sus leyes abstractas de la población, Malthus era el reflejo de los utopistas contra los que polemizaba. Estos últimos soñaban con una sociedad perfecta, desvinculada de las condiciones materiales. Los primeros pretendían defender el estado de cosas existente recurriendo a leyes sociales supuestamente intemporales; leyes demográficas consideradas tan universalmente aplicables a lo largo de la historia como las leyes del movimiento de Newton lo son en física.

En contraste con estos dos campos idealistas, Marx y Engels aportaron una visión materialista de la historia. No existen leyes sociales eternas, aplicables a todas las formas de civilización, explicaron. Más bien, cada etapa del desarrollo humano conlleva sus propias dinámicas, contradicciones y relaciones sociales. A su vez, cada modo de producción tiene sus propias leyes de población, que deben estudiarse concretamente.

“[Según los maltusianos,] toda la historia tiene que estar subordinada a una única gran ley natural”, escribe Marx en su correspondencia, amonestando a ciertos intelectuales burgueses por su idealismo histórico.

Esta ley de la naturaleza es la fórmula (empleada de este modo, la expresión de Darwin se convierte en una simple fórmula) struggle for life [la lucha por la vida], y el contenido de esta frase hueca es la ley malthusiana de la población, o rather [mejor dicho], de la superpoblación.

Así, en lugar de analizar la struggle for life tal como se manifiesta en diversas formas sociales determinadas, es suficiente convertir cada lucha concreta en una fórmula: struggle for Ufe y sustituir luego esta misma fórmula por las lucubraciones maltusianas sobre la población.

“De esta suerte”, explica Marx en los Grundrisse, “[Malthus] transforma las relaciones his tóricamente diferentes en una relación numérica abstracta, existente sólo en la fantasía, que no se funda ni en las leyes naturales ni en las históricas.”.

Las leyes y los límites de las poblaciones humanas, por tanto, no están determinados y condicionados por la naturaleza, sino por la producción. Los diferentes modos de producción, a su vez, tienen diferentes leyes de población.

En los hechos, todo régimen histórico particular posee sus leyes de población particulares, históricamente válidas. Una ley abstracta de población sólo existe para las plantas y los animales, en la medida en que el hombre no interfiere en esos terrenos.

Excedente relativo de población

Tras haber refutado las leyes abstractas e inmutables de la población de Malthus, Marx emprendió la tarea positiva de analizar y formular las leyes de la población propias del capitalismo.

Sin embargo, Marx no se ocupó de examinar la dinámica demográfica que afecta al tamaño de una sociedad determinada. Toda una serie de factores -incluidos los cambios en las actitudes morales y religiosas- podrían determinar si una población concreta crece o disminuye; si los progenitores deciden tener familias más numerosas o más reducidas; si las tasas de natalidad y mortalidad son bajas o altas.

Marx comprendió, a este respecto, que las cifras totales de la humanidad no se basan únicamente en determinantes económicos; que no existe una relación mecánica entre población y producción.

En cambio, en El Capital, Marx esbozó cómo la dinámica de la acumulación capitalista da lugar a una tendencia hacia un excedente relativo de población.

Malthus había atribuido la pobreza al número absoluto de personas; el resultado inevitable de demasiada gente persiguiendo muy pocos bienes. Por el contrario, Marx demostró que el pauperismo era el resultado de las contradicciones del capitalismo.

Impulsados por una sed insaciable de beneficios cada vez mayores, la competencia entre los capitalistas les obliga a reinvertir constantemente la plusvalía -creada por la clase obrera- en nuevos medios de producción, lo que conduce a la expansión y el crecimiento.

En este proceso, aumenta la demanda total de fuerza de trabajo. Al mismo tiempo, sin embargo, los capitalistas invierten en maquinaria y automatización para aumentar la productividad de los trabajadores, abaratar sus mercancías y competir con otros productores.

Así pues, se desarrollan dos tendencias contradictorias. Por un lado, la tecnología deja obsoletos a los trabajadores, que son arrojados al basurero. Por otro lado, a medida que la economía crece, los trabajadores desempleados se reincorporan a la producción.

Algunas industrias se transforman, despidiendo trabajadores; otras se expanden, creando una demanda de trabajadores adicionales. Y a estos cambios entre los distintos sectores de la economía y dentro de ellos se superponen los ciclos perpetuos de auge y recesión del capitalismo.

El resultado es un flujo y reflujo de la población que se considera excedentaria para las necesidades del capital; fluctuaciones caóticas en lo que Marx denominó el “ejército de reserva de la mano de obra”.

“[…] la acumulación capitalista”, explica Marx en su obra magna, “produce constantemente y por cierto en relación a su energía y a su volumen una población obrera adicional relativa, esto es, excesiva para las necesidades medias de valorización del capital y, por tanto, superflua”.

Además, Marx subrayó que un ejército de reserva de mano de obra no es sólo el producto de la acumulación capitalista, sino también una condición necesaria para su perpetuación.

Para poder ampliar continuamente sus negocios, los capitalistas deben disponer en todo momento de mano de obra ociosa, lista y capaz de ser empleada. La existencia de esta reserva de trabajadores, mientras tanto, ayuda a mantener una presión a la baja sobre los salarios, aumentando así los beneficios de los empresarios.

El capital actúa de dos lados a la vez. Si su acumulación, de una parte, acrecienta la demanda de trabajo, de la otra, incrementa la oferta de obreros mediante su “liberación”, mientras que simultáneamente la presión de los desocupados obliga a los ocupados a poner en movimiento más trabajo, o sea, hace la oferta de trabajo en cierto grado independiente de la oferta de obreros.

No son las cifras absolutas de la población las que hacen bajar los salarios y crean pobreza, como había sugerido Malthus, sino el ejército de reserva de mano de obra resultante de la dinámica del capital; no se trata de superpoblación y producción limitada, sino de un excedente de población en relación con las necesidades del sistema de beneficios; “la presión de la población no se ejerce sobre los medios de subsistencia, sino sobre los medios de empleo”, como subraya Engels.

Por tanto, con la acumulación del capital que ella misma produce, la población obrera crea en volumen creciente los medios que hacen posible su propia conversión en población relativamente excesiva. Es esta una ley de población propia del modo de producción capitalista.

Superpoblación frente a superproducción

En lugar de las afirmaciones de Malthus sobre el progreso aritmético en términos de suministro de alimentos, Marx y Engels analizaron las contradicciones reales del capitalismo que impiden a la sociedad alimentar a un número cada vez mayor de personas.

Sobre todo, explicaron que lejos de ver superpoblación, se trata de sobreproducción. La humanidad no se enfrenta a una escasez permanente, sino a la pobreza en medio de la abundancia. Como escribe Engels:

Se produce demasiado poco, esta es la causa de todo el asunto. Pero, ¿por qué se produce demasiado poco? No porque los límites de la producción […] estén agotados, sino porque los límites de la producción están determinados, no por la cantidad de estómagos vacíos, sino por el número de bolsas capaces dé comprar y de pagar. La sociedad burguesa no desea ni puede desear producir más. Los obreros sin dinero y con el vientre vacío, cuyo trabajo no puede ser utilizado para el beneficio y que por consiguiente no pueden comprar, se dejan a la tasa de mortalidad  [énfasis original].

El hambre en el capitalismo, en resumen, no surge por la incapacidad técnica de la sociedad para alimentarse a sí misma, sino por la locura del sistema de lucro.

“Si Malthus no hubiera enfocado el asunto de un modo tan unilateral”, afirma Engels en su Crítica, “ se habría dado cuenta de que la población o mano de obra sobrante aparece siempre unida a un exceso de riqueza, de capital y de propiedad sobre la tierra”.

A este respecto, las teorías de Malthus han sido desmentidas en la práctica muchas veces desde su muerte. La evolución de la agricultura, la industria y la ciencia ha permitido a la sociedad aumentar la fertilidad de la tierra, incrementar la productividad mediante la aplicación de la tecnología y la técnica y producir más con menos.

Incluso hoy, según la organización humanitaria Acción contra el Hambre, se estima que se producen alimentos suficientes para alimentar a todo el mundo y, sin embargo, se calcula que el 10% de la población mundial sufre malnutrición e inanición.

El problema no radica en la superpoblación maltusiana, sino en la propiedad privada y el Estado-nación: las dos barreras fundamentales que se interponen en el camino del desarrollo de las fuerzas productivas; y que nos impiden hoy utilizar racionalmente los inmensos recursos de la sociedad, que en cambio están siendo saqueados con fines de lucro por los capitalistas.

Apologista del parasitismo

Al culpar del hambre y las privaciones a la gente corriente, Malthus desviaba activamente la atención del verdadero culpable: el sistema capitalista. A este respecto, Marx describió a Malthus como “un adulador desvergonzado de las clases dominantes”, y sus teorías como una “nueva apología de los explotadores del trabajo”.

Malthus defendía sobre todo los intereses de la nobleza terrateniente. En los debates sobre las Leyes del Maíz (aranceles sobre las importaciones de grano a Gran Bretaña), por ejemplo, Malthus se posicionó firmemente del lado del proteccionismo y de los terratenientes, en oposición a los defensores del libre comercio, como el economista clásico inglés David Ricardo.

Además, fiel a su credo, el clérigo también utilizó sus teorías económicas para justificar la existencia de su propia clase parasitaria, defendiendo el consumo improductivo de la Iglesia, la aristocracia y otros “criados ociosos” variados.

Aseguró que ese despilfarro de los recursos de la sociedad no era un despilfarro, sino que era necesario para prevenir las crisis y garantizar la supervivencia del capitalismo.

“Hacen falta, por tanto”, dice Marx, resumiendo los puntos de vista económicos de Malthus, “compradores que no sean vendedores, para que el capitalista pueda realizar su ganancia, ‘vender las mercancías por su valor’.”

De ahí la necesidad de los terratenientes, los pensionistas, los poseedores de sinecuras, los curas, etc., sin olvidar a sus menial servants [sirvientes domésticos] y retainers [lacayos].

Simultáneamente, según Malthus, tenemos superpoblación y subconsumo; demasiadas bocas que alimentar, junto con demasiados bienes que vender; demasiado poco producido para mantener a las masas sin dinero, junto con un excedente que sólo puede ser absorbido por la glotonería y la avaricia de los holgazanes y holgazanes acomodados.

“Y de ahí que”, concluye Marx, constatando la ironía y la hipocresía, “el panfletista de la población predique como condicionante de la producción el constante subconsumo y la mayor apropiación posible del producto anual por los ociosos”.

Esta flagrante paradoja de las ideas de Malthus expresa en realidad una contradicción real en el corazón del capitalismo: la sobreproducción.

Frente a los economistas clásicos del laissez-faire, como Adam Smith y Jean-Baptiste Say, que creían en la racionalidad y la eficacia del libre mercado, Marx demostró que el capitalismo era intrínsecamente propenso a las crisis, crisis derivadas de la naturaleza del propio sistema de beneficios.

Los beneficios de los capitalistas se derivan del trabajo no remunerado de la clase obrera, explicó Marx. Los trabajadores reciben menos valor (en forma de salarios) del que producen (en forma de mercancías). Por consiguiente, la capacidad de producción del capitalismo siempre superará la capacidad del mercado para absorber todo lo que se produce.

El resultado, como explicaron Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, son crisis en las que “estalla una epidemia que, en todas las épocas anteriores, habría parecido un absurdo: la epidemia de la superproducción”.

La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué?  Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio.

Marx admitió que, aunque consideraba al párroco un plagiador en serie, las ideas económicas de Malthus tenían cierto mérito, en el sentido de que, “frente a las lamentables doctrinas de armonía de la economía política burguesa”, el reverendo ponía “el acento en las desarmonías”.

Malthus se complacía en proclamar las contradicciones del capitalismo, en la medida en que ello le proporcionaba una disculpa para los aristócratas y otras sanguijuelas diversas de la sociedad, a cuyos intereses servía.

“Malthus no tiene interés en encubrir las contradicciones de la producción burguesa; por el contrario, [está interesado] en hacerlas resaltar”, afirma Marx, “de una parte para poner de relieve como necesaria la miseria de las clases trabajadoras (dentro de este modo de producción) y, de otra parte, para demostrar a los capitalistas de la necesidad [de un] clero de la Iglesia y del Estado bien cebado, para crear una demanda adecuada con este fin”.

¿Población envejecida o sistema senil?

Malthus reprendía a los pobres por ser pobres. Pero es evidente que no tenía ningún problema con que los ricos fueran ricos.

Lo mismo ocurre hoy con los acólitos contemporáneos de Malthus. Los comentaristas liberales culpan a los más vulnerables de ser una carga para la sociedad. Pero estos mismos hipócritas ignoran convenientemente -o peor aún, defienden activamente- la verdadera piedra de molino que cuelga de nuestros cuellos: los multimillonarios y banqueros que no son más que una sangría, y cuyo sistema condena a millones a una vida de agonía y trabajo.

A este respecto, los neomalthusianos de todas las tendencias desempeñan un peligroso papel al señalar con el dedo a todo tipo de chivos expiatorios cuando se trata de los crímenes y calamidades del capitalismo. Se supone, por ejemplo, que los inmigrantes y refugiados deben ahogarse en el mar Mediterráneo o en el Canal de la Mancha. El país está “lleno”, nos dicen. Si se permite que el ‘enjambre’ de extranjeros llegue a nuestras costas, se colapsarán los servicios públicos que ya están en crisis. Mientras tanto, los capitalistas se ahogan en beneficios.

O tomemos el caso de los ancianos. Irónicamente, muchos autores inspirados en Malthus, que en su día se preocuparon por la “explosión demográfica”, hoy en día se preocupan por lo contrario: que la gente no tenga suficientes hijos, lo que conduce a sociedades cada vez más pequeñas y envejecidas.

Según estimaciones de la ONU, las mujeres de todo el mundo -por diversos factores- tienen cada vez menos hijos. En consecuencia, se prevé que la población total del planeta pase de los más de 8.000 millones actuales a un máximo de unos 10.400 millones en 2083. Con unas previsiones de natalidad más bajas, este apogeo cae hasta los 9.000 millones en 2050.

Al mismo tiempo, gracias a las mejoras en la asistencia sanitaria, etc., la esperanza de vida aumenta. El resultado global es que la sociedad envejece rápidamente.

Esto tiene importantes ramificaciones económicas. En concreto, la “tasa de dependencia de la tercera edad”, que mide el número de personas mayores en relación con la población en edad de trabajar (entre 15 y 64 años), está aumentando. En otras palabras, una mano de obra reducida tiene que mantener a un mayor número de jubilados.

Esto significa relativamente menos trabajadores para impulsar el crecimiento económico; menos fuerza de trabajo proporcionalmente para que la exploten los capitalistas; y menos contribuyentes en comparación con la población total, junto con mayores necesidades de gasto público en pensiones estatales y sanidad pública.

“Los cambios significativos y prolongados que se avecinan en el tamaño y las características de la población y la mano de obra podrían socavar el crecimiento económico”, advierte George Magnus, antiguo economista jefe del banco de inversiones UBS, en su libro La era del envejecimiento. “Las sociedades que envejecen tendrán que averiguar cómo obtener del Estado del bienestar más gasto relacionado con la edad y cómo pagarlo”.

Para Malthus, el problema era el exceso de pobres que consumían los recursos de la sociedad. Ahora, nos dicen, son demasiados ancianos.

Asimismo, en un reciente informe especial, la revista liberal The Economist predice una “japonización” de Occidente, es decir, un proceso de envejecimiento y disminución de la población que conducirá al estancamiento económico y al aumento descontrolado de las deudas nacionales.

Los autores de la revista llegan incluso a sugerir que las personas mayores podrían ser responsables del atolladero depresivo en el que está sumida la economía mundial: no sólo porque el aumento del número de ancianos implica un incremento de las tasas de dependencia y de los niveles de gasto público (en bienestar y sanidad), sino también porque los jubilados están contribuyendo aparentemente a un “exceso de ahorro mundial”.

Como era de esperar, a estos escritores burgueses no se les ocurre examinar las verdaderas causas de la desaceleración de la economía mundial: no un “exceso de ahorro” en manos de los ancianos, sino en las cuentas bancarias de los multimillonarios.

Es el capitalismo -un sistema asolado por la sobreproducción y la anarquía- el responsable del “estancamiento secular” y la “depresión permanente” de los que hablaban los economistas burgueses (como Larry Summers y Paul Krugman, respectivamente) antes de la pandemia; y de la inestabilidad y la inflación que ahora acechan a la clase dominante y a la clase trabajadora por igual.

El hecho es que si la economía avanzara y la productividad aumentara, no habría ningún problema en que un número relativamente menor de trabajadores tuviera que mantener a un número mayor de personas en sus últimos años de vida. La riqueza para proporcionar mayores niveles de asistencia sanitaria, etc., estaría ahí. De hecho, el dinero para ello ya existe, pero está ocioso en las bóvedas bancarias de los superricos.

En lugar de culpar a los boomers por sobrecargar los presupuestos gubernamentales, deberíamos culpar a los patronos y a su sistema por paralizar la sociedad. El problema no es una división generacional, sino una división de clases.

A este respecto, la verdadera pregunta que hay que hacerse no es “¿qué hacemos con todos estos ancianos?”, sino “¿por qué se ha estancado la productividad?”.

¿Por qué no somos capaces de producir más con menos, no sólo en la industria y la agricultura, sino también en los servicios esenciales? ¿Por qué tecnologías como la inteligencia artificial y la automatización no han conducido a una reducción masiva de la semana laboral y un adelanto de la edad de jubilación? ¿Por qué, a pesar de todos los últimos avances de la ciencia, una mano de obra relativamente más reducida no puede mantener a una proporción cada vez mayor de personas dependientes, aumentando al mismo tiempo la provisión de pensiones, asistencia social, guarderías, educación, etc.?

Del mismo modo que el progreso científico y tecnológico ha permitido que más personas vivan más tiempo y ha dado a las familias un mayor control potencial sobre el número de hijos que tienen, los nuevos avances en las fuerzas productivas deberían permitir a la sociedad mantener poblaciones de edad más avanzada y más numerosas, con niveles de vida más altos para todos.

Todo esto – y más – es totalmente posible. Pero no sobre la base del capitalismo, que está en un callejón sin salida.

De hecho, hasta los académicos más prestigiosos advierten del “estancamiento científico” y señalan que la investigación se ha vuelto menos “disruptiva” en las últimas décadas y que la innovación se ha estancado.

Por supuesto, lo que estos pesimistas empíricos -como Malthus antes que ellos- no ven es que este estancamiento no es absoluto, sino relativo. No son la ciencia y la tecnología las que han llegado a un callejón sin salida, sino el modo de producción actual.

En resumen, no es el envejecimiento de la población el culpable de las crisis de la sociedad, sino un sistema senil: el decrépito sistema capitalista, que ha superado hace tiempo su papel histórico, y que a partir de ahora debe ser enterrado; enterrado por sus sepultureros, la clase obrera.

Colapso y catástrofe

Las cifras y proyecciones antes mencionadas sobre el crecimiento demográfico asestan un nuevo golpe a los argumentos de Malthus y sus discípulos. El reaccionario reverendo no sólo se equivocaba sobre la capacidad de la humanidad para transformar la producción y alimentar así a un número cada vez mayor de personas; también se equivocaba sobre la predilección de la humanidad por la procreación.

Nada, insistía Malthus en su infame ensayo, podía impedir que la gente corriente se reprodujera incontroladamente como conejos. Y, sin embargo, vemos que, a medida que la sociedad se desarrolla, los cambios materiales repercuten en la familia, provocando una tendencia general a la reducción de las tasas de fecundidad.

Los factores subyacentes a este proceso son numerosos: el cambio de la agricultura a la industria y del campo a la ciudad; la incorporación de un mayor número de mujeres a la población activa; la creación de Estados del bienestar, incluida la educación y la sanidad públicas; la mayor accesibilidad a los anticonceptivos y a los conocimientos sobre planificación familiar; el cambio de actitudes sociales, sobre todo en lo que se refiere a la disminución del papel de la religión; y, cada vez más hoy en día, el hecho de que los potenciales progenitores no puedan permitirse criar más hijos (si los tienen), debido a los bajos salarios y a los elevados costes de las guarderías, los alquileres, etc.

Independientemente de las causas precisas, el resultado global en el capitalismo actual es claro: el desarrollo de las fuerzas productivas proporciona un impulso material y una base para que las familias tengan menos hijos, al mismo tiempo que permite a la sociedad mantener una población total más numerosa. Sin embargo, los maltusianos, que lo ven todo de una manera puramente unilateral, son ajenos a esta realidad.

Lo mismo cabe decir de destacados neomalthusianos como el “Club de Roma”, un conjunto de académicos, intelectuales y organizaciones burguesas que, en 1972, publicaron su informe alarmista sobre Los límites del crecimiento.

Actualizando las ideas de Malthus para la era informática, los científicos del Club de Roma elaboraron modelos de los cambios en los recursos y la población del planeta, produciendo predicciones apocalípticas de un colapso ecológico, económico y social total en 100-120 años.

Pero como respondió el crítico Christofer Freeman, de la Universidad de Sussex, y autor de Models of Doom: “Si pones a Malthus como base; el resultado será Malthus”. En otras palabras, cualquier modelo es tan fiable como sus datos y supuestos. Y los autores de Los límites del crecimiento estaban totalmente infectados de prejuicios maltusianos, que sesgaron por completo sus predicciones demográficas y medioambientales.

Preveían que la población y el consumo siguieran creciendo exponencialmente, mientras que la producción -sobre todo de alimentos- tendría dificultades para mantener el ritmo. Los recursos finitos se agotarían a un ritmo cada vez más rápido. Y si el hambre no nos mataba a todos, sin duda lo haría la contaminación.

Sobre todo, al igual que Malthus, los investigadores del Club de Roma no tenían ninguna perspectiva de progreso. Sus ecuaciones no daban cabida a los saltos tecnológicos cualitativos, a las transformaciones de la sociedad y la economía, a la lucha de clases.

Lo único que podían recomendar, por tanto, eran políticas encaminadas a lograr un “crecimiento cero”. Este es el linaje maltusiano del que descienden las ideas contemporáneas del “decrecimiento”. En el contexto del capitalismo, esto equivale a un régimen de austeridad permanente.

Y sin embargo, el Club de Roma tenía razón en algo. Si seguimos como hasta ahora, la humanidad se precipita hacia un futuro espantoso de crisis ecológica, económica y social, que puede incluso amenazar la continuidad de la propia civilización.

Sin embargo, la solución no pasa por remedios maltusianos de “controles positivos”, controles de población o restricciones al consumo, sino por que la clase obrera tome el poder y planifique racionalmente la producción, en interés de las personas y del planeta.

Socialismo o barbarie

Los marxistas no adoptan un punto de vista moral abstracto sobre si es preferible una población mayor o menor; si la gente debe o no debe querer tener hijos.

A lo que sí nos oponemos es a que los maltusianos -tanto de derechas como de izquierdas- afirmen que la gente corriente debe morir, sufrir o aceptar ataques a su nivel de vida, porque aparentemente la sociedad no tiene los recursos o el potencial productivo para proporcionar una vida decente a toda la población mundial, y a miles de millones más.

Todo tipo de barreras impiden a la inmensa mayoría tener un verdadero control sobre sus vidas. Por un lado, el Tribunal Supremo de Estados Unidos -y los gobiernos reaccionarios de un país tras otro- han despojado a millones de mujeres de su derecho a decidir no tener hijos. Por otro lado, el capitalismo priva a millones de mujeres y hombres de la posibilidad de elegir tener hijos, debido a la falta de guarderías o viviendas asequibles.

Los marxistas quieren eliminar todos estos obstáculos: proporcionando derechos reproductivos y otras libertades democráticas básicas a las mujeres; y planificando democráticamente la economía con el fin de proporcionar una vivienda digna, servicios públicos y pensiones totalmente financiados, y guarderías y servicios de atención a la tercera edad socializados y gratuitos para todos.

Para lograrlo, necesitamos una revolución: sustituir las leyes anárquicas de la producción capitalista y la propiedad privada por nuevas leyes económicas basadas en la planificación socialista racional, la propiedad común y el control obrero. Como explica Engels:

[…] la llamada lucha por la existencia reviste, en estas condiciones, la siguiente forma: proteger los productos y las fuerzas productivas producidos por la sociedad burguesa contra la acción destructora y devastadora de este mismo orden social capitalista, arrebatando la dirección de la producción y la distribución sociales de manos de la clase capitalista, incapacitada ya para gobernarlas, y entregándola a la masa productora, lo que equivale a llevar a cabo la revolución socialista.

Sólo así podremos evitar la crisis existencial a la que se enfrenta la humanidad. Las únicas opciones que tenemos son el socialismo o la barbarie.

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