Lucha de clases en la república romana

La historia del mundo antiguo proporciona un tesoro de lecciones para cualquiera que busque comprender las luchas de clases y las transformaciones sociales que han dado forma al mundo en que vivimos. En esta introducción a su libro de próxima aparición en inglés, Lucha de clases en la República romana, Alan Woods extrae algunos de los principios fundamentales de la visión marxista de la historia y ofrece una explicación concisa de las causas del ascenso y la eventual caída de la República Romana, en particular del fenómeno del cesarismo.

Muerte de Espartaco, Hermann Vogel, 1882

Para los marxistas, el estudio de la historia no es un ejercicio académico, sino una forma importante de aprender cómo se desarrolla la sociedad y cómo se desarrolla la lucha de clases. Al decir esto, soy consciente de que va en contra de la reciente moda del posmodernismo, que nos informa de que es imposible sacar ninguna conclusión de la historia, ya que ésta no sigue ninguna ley que pueda ser comprendida por la mente humana. Desde este punto de vista, o bien el estudio de la historia es una mera forma de entretenimiento o una completa pérdida de tiempo.

A pesar de la pomposidad con que se expone esta idea, no hay nada nuevo en ella. Despojada de todas sus pretensiones pseudo filosóficas, se limita a repetir una idea que ya expuso de forma mucho más sucinta Henry Ford, quien dijo que «la historia es una basura», o de forma aún más divertida el historiador Arnold Toynbee, quien definió la historia como «una maldita cosa tras otra».

Nada menos que el gran historiador inglés y destacado erudito de la Ilustración, Edward Gibbon, escribió en el siglo XVIII que la historia es “en gran medida el repertorio de las maldades, locuras y desdichas del género humano» 

Cualquiera que lea las páginas de la gran obra maestra de Gibbon podría ser excusado de sacar conclusiones igualmente pesimistas. Sin embargo, debemos disentir de un método que niega la existencia de leyes en la historia de nuestra especie.

Si lo pensamos un momento, se trata de una afirmación extraordinaria. La ciencia moderna ha establecido firmemente que todo se rige por leyes: desde la partícula subatómica más pequeña hasta las galaxias y el propio universo. La idea de que, en el conjunto de el carácter, la historia y el desarrollo de nuestra especie sean tan especiales que queden al margen de todas las leyes es bastante absurda.

En lugar de ser una teoría científica, fluye directamente de la noción bíblica de que la humanidad es una creación especial y única del Todopoderoso, tan especial y única que desafía todo intento de comprenderla. Semejante arrogancia suprema va en contra de todo lo que sabemos sobre la naturaleza y el origen de todas las especies animales. Y a pesar de nuestras pretensiones de superioridad, los humanos también somos animales y estamos sujetos a las leyes de la evolución. 

Es cierto que las leyes de nuestra evolución social son infinitamente más complejas que las de otras especies. Pero el hecho de que algo sea complejo no significa en absoluto que no pueda analizarse, explicarse y comprenderse. Si así fuera, el desarrollo de la ciencia se habría detenido hace mucho tiempo. Pero la ciencia sigue avanzando, penetrando en los misterios más complejos de la naturaleza, y no se deja disuadir por los intentos de poner una barrera en su camino, en la que está inscrita la frase: ¡Prohibido el paso! 

¿Qué es el materialismo histórico?

La Historia se nos presenta como una serie de acciones y reacciones de los individuos en el ámbito de la política, la economía, las guerras y las revoluciones y todo el complejo espectro del desarrollo social. Poner al descubierto la relación subyacente entre todos estos fenómenos es la tarea del materialismo histórico.

A primera vista, la multiplicidad de factores que influyen de diversas maneras en la dirección del cambio social parece desafiar cualquier análisis preciso. Muchos historiadores se refugian en la mera afirmación de esta multiplicidad, contentándose con la idea de que la historia es el resultado de la interacción constante de distintos factores. Pero ésta es una explicación que no explica nada en absoluto. 

Al igual que las olas del océano, que a primera vista parecen impredecibles y arbitrarias, son sólo un reflejo superficial de corrientes invisibles y cambios en el viento, las acciones de los actores individuales en los dramas históricos son la expresión inconsciente de procesos subterráneos más profundos que se abren paso silenciosamente a través de una compleja red de interrelaciones sociales y que, en última instancia, condicionan las acciones de los individuos y determinan su resultado final.

Los grandes hombres y mujeres que parecen ser la fuerza motriz del drama histórico resultan ser simplemente los agentes inconscientes, o semiconscientes, de profundos cambios en la sociedad que se producen de forma desconocida para ellos y que proporcionan un marco determinante en el que desempeñan su función histórica.

Si tratamos de definir un elemento que esté siempre presente y que, en última instancia, deba desempeñar el papel más decisivo, ese elemento se encuentra, no en la conciencia subjetiva de los actores individuales del drama histórico, sino en algo mucho más fundamental.  

En toda interacción de fuerzas, siempre se da el caso de que algunos factores pesan más que otros. Sin dudar ni por un momento de la importancia de cosas como los accidentes históricos, la competencia o incompetencia, valentía o cobardía, de los individuos, la influencia del fanatismo religioso o incluso las ideas filosóficas y orales, la condición más fundamental para la viabilidad de un sistema socioeconómico dado es su capacidad para satisfacer las necesidades humanas básicas. 

Carlos Marx desveló los resortes ocultos que subyacen al desarrollo de la sociedad humana desde las primeras sociedades tribales hasta nuestros días. Antes de que los hombres y las mujeres puedan tener grandes pensamientos, producir grandes obras de arte y literatura, crear nuevas religiones o escuelas filosóficas, primero deben tener alimentos para comer, ropa para cubrir su desnudez y casas que les protejan de los embates de los elementos. 

Es aquí donde encontraremos la causa última del auge y caída de las civilizaciones, de las guerras y revoluciones y de todos los grandes dramas que componen la historia de la humanidad. Así lo entendió ya el gran Aristóteles, que escribió en su Metafísica que la filosofía comenzó » cuando ya existían casi todas las cosas necesarias y las relativas al descanso y al ornato de la vida.» .

Esta afirmación va directa al corazón del materialismo histórico, 2.300 años antes que Karl Marx. La concepción materialista de la historia es un método científico que por primera vez nos permite comprender la historia, no como una serie de incidentes inconexos e imprevistos, sino como parte de un proceso claramente comprendido e interrelacionado.

Como explica Marx en un célebre pasaje de su prefacio a Contribución a la crítica de la economía política:

En la producción social de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. […] El modo de producción de la vida material determina [bedingen] el proceso social, político e intelectual de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia.

En el Anti-Duhring, escrito mucho más tarde, Engels nos proporciona una expresión más desarrollada de estas ideas. Aquí tenemos una exposición brillante y concisa de los principios básicos del materialismo histórico:

La concepción materialista de la historia parte del principio de que la producción, y, junto con ella, el intercambio de sus productos, constituyen la base de todo el orden social; que en toda sociedad que se presenta en la historia la distribución de los productos y, con ella, la articulación social en clases o estamentos, se orienta por lo que se produce y por cómo se produce, así como por el modo como se intercambia lo producido. Según esto, las causas últimas de todas las modificaciones sociales y las subversiones políticas no deben buscarse en las cabezas de los hombres, en su creciente comprensión de la verdad y la justicia eternas, sino en las transformaciones de los modos de producción y de intercambio.

El Manifiesto Comunista nos recuerda: «La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases». En el mundo antiguo ya tenemos pruebas claras de esta afirmación. El primer ejemplo de una huelga en la historia registrada se encuentra en el llamado «papiro de la huelga» en el espléndido museo egipcio de Turín, donde se explica en detalle un relato muy interesante de una huelga de los trabajadores que construían la tumba del faraón Ramsés III.

La historia de la antigua Atenas es una de las más violentas y continuas luchas de clases, revoluciones y contrarrevoluciones. Pero la historia más clara y mejor documentada de la lucha de clases en la antigüedad es el riquísimo registro que nos ha llegado de la historia de la República romana. Marx estaba muy interesado en este fenómeno, como aprendemos de una carta que escribió a Engels el 27 de febrero de 1861, en la que leemos lo siguiente:

Para distraerme, de noche he estado leyendo a Apiano sobre las guerras civiles de Roma, en el texto griego original. Es un libro muy valioso. El hombre es egipcio de nacimiento. Schlosser dice que “no tiene alma”, probablemente porque va a la raíz de la base material de esas guerras civiles. Espartaco se revela como el hombre más espléndido de toda la historia antigua. Gran general (no como Garibaldi), noble carácter, verdadero representante del proletariado antiguo.

Pompeyo, en cambio, es una cabal porquería; logró su inmerecida fama haciéndose pasar por acreedor, primero de los éxitos de Lóculo (contra Mitríades), después de los de Sertorio (en España), etc., como “joven amigo” de Sila, etc. Como general, era el Odilon Barrot romano. Tan pronto como tuvo que mostrar de qué estaba hecho —al pelear contra César— evidenció ser un miserable inútil. César cometió los errores militares más grandes posibles —deliberadamente absurdos— a fin de enfurecer al filisteo que se le oponía. Un general romano común —por ejemplo Craso— lo hubiera derrotado seis veces durante la guerra de Epiro. Pero con Pompeyo todo era posible. Shakespeare, en su Love’s Labour Lost (Trabajos de amor perdidos), parece haber tenido una sospecha de lo que era realmente Pompeyo.

El secreto de la grandeza de Roma

En su apogeo, el Imperio romano ofrecía un espectáculo impresionante. Sus edificios, monumentos, calzadas y acueductos siguen siendo hoy un recuerdo mudo pero elocuente de la grandeza de Roma. Pero nunca hay que olvidar que el poder romano se basaba en la violencia, el asesinato en masa, el robo y el engaño. El Imperio romano fue, como todos los imperios posteriores, un ejercicio masivo de opresión, esclavitud y robo común.

Los romanos utilizaron la fuerza bruta para subyugar a otros pueblos, vendieron ciudades enteras como esclavos y masacraron a miles de prisioneros de guerra para divertirse en los juegos de gladiadores. Sin embargo, el Imperio romano comenzó su existencia como un estado minúsculo y casi insignificante que se encontraba a merced no sólo de sus vecinos latinos, sino de los mucho más poderosos etruscos e incluso, en un momento dado, de los bárbaros celtas que derrotaron y humillaron a los romanos.

Al principio ni siquiera poseía un ejército permanente. Sus fuerzas armadas consistían en una milicia basada en un campesinado libre. Su vida cultural era tan pobre como la de los propios campesinos. Sin embargo, en pocos siglos, Roma consiguió dominar no sólo Italia, sino todo el Mediterráneo y lo que entonces se conocía como el mundo civilizado. ¿Cómo se produjo esta notable transformación? La respuesta a esta pregunta sigue siendo un libro cerrado para algunos historiadores modernos. 

Hace algún tiempo, vi en la televisión británica una serie sobre la historia de Roma en la que un conocido historiador exponía la idea de que el secreto de la grandeza de Roma estaba de algún modo implantado en la composición genética de los propios romanos. Desde este punto de vista, sus conquistas estaban cantadas.

En este punto dejamos atrás la ciencia y entramos en el reino de la fantasía y los cuentos de hadas. Por qué proceso mágico se implantó el secreto de la grandeza en los genes de los primeros romanos es un misterio que sólo conocen quienes lo creen. 

Utilizando el método marxista del materialismo histórico, he intentado explicar el proceso por el que Roma se transformó de una humilde ciudad-estado -casi se podría decir que una aldea grande- en una poderosa y agresiva potencia imperialista.

Debo añadir que este caso no es en absoluto único en la historia. La historia muestra la prueba de la ley dialéctica de que las cosas pueden transformarse en su contrario. Hoy se olvida generalmente que la nación imperialista más poderosa de la tierra, los Estados Unidos de América, empezó siendo una colonia oprimida de Gran Bretaña.

Del mismo modo, Roma pasó sus primeros años de vida bajo el dominio de sus vecinos etruscos. Forzada por las circunstancias a una interminable serie de guerras, la sociedad romana se vio obligada a desarrollar una poderosa maquinaria militar, que acabó por someter a todo lo que se le ponía por delante.

Pero estas guerras continuas -que en un principio eran guerras defensivas- se convirtieron en guerras ofensivas, destinadas a conquistar territorios y subyugar a otros pueblos. Esto cambió el carácter mismo de la sociedad romana y la naturaleza de su ejército. A su vez, socavó la existencia misma del factor que había dado coherencia, estabilidad y fuerza a la sociedad romana primitiva: el campesinado romano libre. 

Lucha de clases

Desde los primeros tiempos, en Roma se desarrollaba una violenta lucha entre ricos y pobres. Los escritos de Livio y otros relatan detalladamente las luchas entre plebeyos y patricios, que acabaron en un difícil compromiso. Es cierto que los escritos de Livio, muy posteriores, tienen más sabor a mito que a historia real. Sin embargo, es igualmente posible que estos relatos lleven la impronta de un lejano recuerdo histórico de hechos reales, tal vez derivados de originales mucho más antiguos, ahora, por desgracia, perdidos. Es imposible saberlo. 

Los inicios de una crisis en Roma pueden observarse ya en el último periodo de la República, un periodo caracterizado por agudas convulsiones sociales y políticas y por la guerra de clases. La conquista de Estados extranjeros sentó las bases para una transformación de las relaciones productivas mediante la introducción masiva de la esclavitud.

Cuando Roma ya se había hecho dueña del Mediterráneo al derrotar a su rival más poderoso, Cartago, asistimos a lo que en realidad fue una lucha por el reparto del botín. Los campesinos libres, obligados a pasar largas temporadas lejos de su patria luchando en guerras extranjeras, regresaban para encontrarse con que sus tierras habían sido arrebatadas por los grandes terratenientes, que amasaban grandes fortunas con el trabajo de los esclavos que ahora eran arrojados al mercado a muy bajo precio como botín de guerra.  

Aquí encontramos la verdadera razón de las feroces luchas de clases que caracterizan la historia romana en los últimos años de la República, como señala Marx en El Capital:  «no hace falta ser muy versado en la historia de la república romana para saber que su historia secreta la forma la historia de la propiedad territorial.»

En una carta a Engels del 8 de marzo de 1855, escribió: 

“Hace poco volví a recorrer la historia romana (antigua) hasta la época de Augusto. La historia interna se resuelve simplemente en la lucha de la pequeña contra la gran propiedad de la tierra, específicamente modificada, desde luego, por las condiciones esclavistas. Las relaciones de deuda, que desempeñan un papel tan importante desde el comienzo mismo de la historia romana, figuran tan sólo como consecuencia inevitable de la pequeña propiedad territorial.”

Es en este momento cuando las luchas de clases en Roma alcanzan su mayor intensidad. Es un período que está inseparablemente ligado a los nombres de dos hermanos: Tiberio y Cayo Graco. Tiberio Graco exigió que la riqueza de Roma se repartiera entre sus ciudadanos libres. Su objetivo principal era hacer de Italia una república de pequeños agricultores y no de esclavos, pero fue derrotado y asesinado por los nobles y los esclavistas. Fue la victoria de la gran propiedad sobre la pequeña agricultura, la victoria de la esclavitud sobre el trabajo libre de los campesinos. 

A la larga, fue un desastre para Roma. El campesinado arruinado -la columna vertebral de la República y su ejército- se trasladó a Roma, donde constituyó una clase no productiva, los proletarii (proletariado), que vivía de las limosnas del Estado. 

Aunque resentidos con los ricos, compartían sin embargo un interés común en la explotación de los esclavos -la única clase realmente productiva en el periodo de la República y el Imperio- y de los súbditos imperiales de Roma. 

La gran revuelta de los esclavos encabezada por Espartaco fue un episodio glorioso de la historia de la Antigüedad. Aunque, de hecho, sólo fue uno de los muchos levantamientos de esclavos que se produjeron en esa época, destaca como un acontecimiento único en los anales de la historia de las revueltas de los pobres y oprimidos. 

El espectáculo de esta gente tan oprimida levantándose con las armas en la mano e infligiendo una derrota tras otra a los ejércitos de la mayor potencia del mundo es uno de los acontecimientos más increíbles de la historia. Si hubieran logrado derrocar al Estado romano, el curso de la historia habría cambiado significativamente.

La lectura de la historia romana y, en particular, de la conmovedora historia de la revuelta de los esclavos liderada por el gran gigante revolucionario Espartaco, puede ser una fuente de gran inspiración para la generación actual. Aunque el único testimonio que tenemos de este gran hombre fue escrito por sus enemigos, sus acciones brillan como un faro cuya luz ha permanecido intacta después de dos milenios.

La razón fundamental por la que Espartaco fracasó al final fue el hecho de que los esclavos fueron incapaces de vincularse con el proletariado de las ciudades. Mientras este último siguiera apoyando al Estado, la victoria de los esclavos era imposible. Pero el proletariado romano, a diferencia del proletariado moderno, no era una clase productiva sino puramente parasitaria, que vivía del trabajo de los esclavos y dependía de sus amos. El fracaso de la revolución romana tiene su origen en este hecho.

Cesarismo

La derrota de los esclavos condujo directamente a la ruina de la República romana. A falta de un campesinado libre, el Estado se vio obligado a recurrir a un ejército mercenario para librar sus guerras. Con el tiempo, el estancamiento de la lucha de clases produjo una situación similar al fenómeno moderno del bonapartismo. El equivalente romano es lo que llamamos cesarismo. 

El legionario romano ya no era leal a la República, sino a su comandante, el hombre que le garantizaba su paga, su botín y una parcela de tierra cuando se retirara. El último periodo de la República se caracteriza por una intensificación de la lucha entre las clases, en la que ninguno de los bandos fue capaz de obtener una victoria decisiva. Como resultado, el Estado (que Lenin describió como «cuerpos especiales de hombres armados»), empezó a adquirir una independencia cada vez mayor, a elevarse por encima de la sociedad y a aparecer como árbitro final en las continuas luchas por el poder en Roma.

Toda una serie de aventureros militares entran ahora en escena: Marius, Sulla, Craso, Pompeyo, y finalmente Julio Caesar – un general brillante, un político inteligente y un hombre de negocios astuto, que en efecto puso fin a la República mientras le rendía pleitesía. Aumentado su prestigio por sus triunfos militares en la Galia, empezó a concentrar todo el poder en sus manos. Aunque fue asesinado por una facción conservadora que deseaba preservar la República, el antiguo régimen estaba condenado.

Después de que Bruto y los demás conspiradores fueran derrotados por el Segundo Triunvirato, la República fue reconocida formalmente. Esta pretensión la mantuvo incluso el hijo adoptivo de César, Octavio, después de derrotar a sus rivales y convertirse en el primer emperador, Augusto. El propio título de «emperador» (imperator en latín) es un título militar, inventado para evitar el título de rey, tan ofensivo para los oídos republicanos. Pero era rey, en todo menos en el nombre.

Contradicciones de la esclavitud

En el momento de su desaparición, el régimen político de la República entraba en total contradicción con el sistema esclavista que se había convertido en el centro de la economía romana. La instauración del Imperio fue, pues, necesaria para preservar la propiedad de los grandes esclavistas, que se vieron obligados a someterse al gobierno arbitrario de un solo hombre, pero con ello compraron el fin de la inestabilidad y las guerras civiles de finales de la República. 

Pero como todas las formas de opresión de clase, la esclavitud contiene una contradicción interna que condujo a su destrucción. Aunque el trabajo del esclavo individual no era muy productivo (había que obligar a los esclavos a trabajar), la suma de grandes cantidades de esclavos, como en las minas y plantaciones (latifundios) en el último periodo de la República y el Imperio, producía un excedente considerable. 

En el apogeo del Imperio, los esclavos eran abundantes y baratos, y las guerras de Roma eran básicamente cacerías de esclavos a gran escala. Los ricos consumían la riqueza de la sociedad en un lujo ocioso, mientras que los ciudadanos más pobres vivían en condiciones de miseria inimaginables, dependiendo de las limosnas del Estado para sobrevivir.

Pero en un determinado momento este sistema alcanzó sus límites y entró entonces en un largo periodo de decadencia. Dado que el trabajo esclavo sólo es productivo cuando se emplea a gran escala, la condición previa para su éxito es un amplio suministro de esclavos a bajo coste. Pero los esclavos se reproducen muy lentamente en cautividad, por lo que la única forma de garantizar un suministro suficiente de esclavos es mediante guerras continuas, cada vez más lejanas.

Una vez que el Imperio alcanzó los límites de su expansión bajo Adriano, esto se hizo cada vez más difícil. La decadencia de la economía esclavista, la naturaleza monstruosamente opresiva del Imperio con su abultada burocracia y sus depredadores recaudadores de impuestos, ya estaban socavando todo el sistema. 

El fracaso de las clases oprimidas de la sociedad romana a la hora de unirse para derrocar al Estado esclavista, brutalmente explotador, condujo a un agotamiento interior y a un largo y doloroso período de decadencia social, económica y cultural, que eventualmente preparó el camino para el colapso final del poder romano y el descenso a la barbarie.

El comercio no dejaba de decaer, mientras un gran número de personas se trasladaba de las ciudades al campo con la esperanza de ganarse la vida en alguna de las fincas de los grandes terratenientes. Los bárbaros sólo dieron el golpe de gracia a un sistema podrido y moribundo. Todo el edificio se tambaleaba, y ellos se limitaron a darle un último y violento empujón.

¿Cuáles son las lecciones para hoy? 

Sería un ejercicio inútil especular sobre cuál habría sido el resultado de una hipotética victoria de la gran rebelión de esclavos encabezada por Espartaco. Pero cualquiera que hubiera sido, no habría podido poner fin a la sociedad de clases. La base material de una auténtica sociedad comunista no existía en aquel momento y seguiría sin existir durante otros dos mil años.

Fue necesario pasar por una serie de etapas de desarrollo social y económico, cada una de ellas marcada por la bárbara opresión y explotación de las masas, antes de que las fuerzas productivas bajo el capitalismo alcanzaran un nivel suficiente para que existiera una sociedad comunista sin clases. Por esta razón, es inútil y totalmente anticientífico abordar el pasado desde el punto de vista del presente o del futuro. 

¿Significa esto que no podemos aprender nada del estudio del pasado? Tal conclusión sería radicalmente falsa. Podemos extraer muchas lecciones valiosas de la rica experiencia de las luchas de clases del pasado, y la historia romana nos proporciona un material muy rico a este respecto.

El ascenso del capitalismo moderno y de su sepulturero, la clase obrera, ha dejado mucho más claro lo que está en el corazón de la concepción materialista de la historia. Así como el auge y la caída de Roma fueron el resultado de las contradicciones inherentes al modo de producción esclavista, el auge y la caída del capitalismo se explican por las contradicciones internas de la llamada economía de libre mercado.

En el período de su ascenso, el capitalismo desarrolló las fuerzas productivas hasta un grado que no tiene parangón en la historia. Pero ese periodo hace tiempo que pasó a la historia. El sistema capitalista hace tiempo que agotó cualquier papel progresista que pudiera haber desempeñado en el pasado. 

El sistema capitalista, en su agonía, tiene un parecido asombroso con la monstruosa decadencia que caracterizó al Imperio romano en sus últimas etapas de degeneración y decrepitud. Los síntomas de la decadencia senil son evidentes en todas partes.

Nuestra tarea no es simplemente comprender el mundo, sino llevar a buen término la lucha histórica de las masas, mediante la victoria del proletariado y la transformación socialista de la sociedad. Se trata de acelerar por todos los medios el derrocamiento de un sistema podrido y opresor cuya supervivencia amenaza la existencia misma de la civilización humana, tal vez de la propia raza humana. 

Es hacer realidad los sueños de innumerables generaciones pasadas de la mayoría oprimida y explotada y coronar con la victoria final la lucha titánica iniciada hace tanto tiempo por el gigante revolucionario Espartaco y su ejército de esclavos jamás olvidado. 

No fue casualidad que los líderes de la Revolución alemana, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, tomaran el nombre de Espartaco como emblema del proletariado revolucionario alemán. Al igual que el héroe cuyo ejemplo siguieron tan valientemente, cayeron víctimas de las fuerzas de una brutal contrarrevolución. 

Hoy en día, los nombres de sus asesinos han caído en el olvido, pero los nombres de Espartaco, Liebknecht y Luxemburgo serán recordados para siempre por todos los trabajadores con conciencia de clase y los jóvenes revolucionarios que luchan por un futuro mejor.

Londres, 7 de marzo de 2023

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