Carta de un editor:

Los Dublineses de James Joyce

Después del artículo sobre el Ulises de James Joyce, publicado en el número 29 de la revista, Hamid Alizadeh, de la redacción, escribe sobre Dublineses: una crítica magistral de la parálisis, hipocresía y alienación de la sociedad burguesa irlandesa del siglo XX, que encarnaba el fermento que se estaba gestando en Irlanda en los años previos al Alzamiento de Pascua de 1916.

“Cuando el alma de un hombre nace en este país, se le lanzan redes para impedir que vuele. Me hablas de nacionalidad, idioma, religión. Voy a tratar de volar alrededor de esas redes.”

– James Joyce.

Leyendo el artículo de John McInally sobre el centenario del Ulises de James Joyce en la preparación el número 29 de la revista, me sentí atraído a leer Joyce por mí mismo. Difícilmente podría haber mejor prueba de que el artículo cumplió su propósito: ampliar los horizontes de nuestros lectores y ayudarlos a profundizar en los grandes tesoros de la literatura mundial.

Después de un poco de investigación, decidí comenzar con la primera obra importante de Joyce, Dublineses (1914), un libro sin pretensiones de quince cuentos, que según Joyce proceden en el orden de “infancia, adolescencia, madurez y vida pública”, cada uno representa episodios cotidianos en la vida de los dublineses comunes, contados en un lenguaje simple y sencillo.

Pero las apariencias engañan. Detrás de la inocente apariencia exterior del libro, descubrí una crítica profundamente penetrante y aguda; una acusación condenatoria, no solo de la sociedad irlandesa alrededor de 1900, sino de la sociedad capitalista misma. Como dijo el propio Joyce:

Para mí, siempre escribo sobre Dublín, porque si puedo llegar al corazón de Dublín, puedo llegar al corazón de todas las ciudades del mundo. En lo particular está contenido lo universal.

Parálisis

“No había esperanza esta vez: era la tercera embolia”. Estas son las primeras palabras de la primera historia, ‘Las Hermanas’, que relata el legado del padre Flynn, un sacerdote católico que, hacia el final de su vida, parece haber perdido su fe, junto con su cordura. La historia ofrece una metáfora adecuada de la senilidad de la Iglesia Católica en la Irlanda de Joyce y el peso que su auténtica dictadura impuso a su pueblo.

El narrador de Joyce, un muchacho joven que está bajo la influencia del Padre Flynn, continúa en el mismo párrafo inicial:

…me repetía a mí mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempre me sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomón en Euclides y la simonía del catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.

En estas líneas pesadamente cargadas, Joyce formula su declaración de intenciones: investigar el “trabajo maligno” de la parálisis “mala” y “llena de pecado” que cubre la nación irlandesa, que procede, con calma y metódicamente, a diseccionar y examinar sobre el curso de las catorce historias siguientes. Su crítica se hace aún más poderosa por su estilo sin rencor y poco dramático, que no deja excusas para rechazarlo de plano.

La infancia

León Trotsky señaló una vez que la idealización de la infancia como un tiempo de paz, felicidad y libertad pertenece al reino de la literatura privilegiada y aristocrática. “La vida descarga sus golpes sobre el débil”, escribió, “y nadie más débil que el niño.” En Dublineses, la infancia se presenta como lo es para la mayoría de las personas: un momento de miedo, incertidumbre y opresión.

En la escalofriante historia de ‘Un encuentro’, se nos presenta a un grupo de escolares aventureros, llenos de vitalidad, alegría y curiosidad lúdica. Les gusta jugar a indios y vaqueros, y leer revistas estadounidenses e historias de detectives. Aprendemos, sin embargo, que su comportamiento naturalmente infantil no es tolerado. El narrador relata un episodio en el que el Padre Butler, su maestro, avergüenza y regaña a uno de los niños por leer cómics estadounidenses en lugar de estudiar el Imperio Romano.

Un día, en un intento de escapar de la pesada atmósfera de su entorno familiar, algunos de los chicos deciden faltar a la escuela e ir en una aventura a través de Dublín. Pero el mundo exterior ofrece poco respiro. Al principio, nuestros aventureros son atacados verbalmente por otros dos niños pequeños de orígenes pobres, que los confunden con protestantes, un duro recordatorio de las divisiones de clase en la sociedad y el papel reaccionario del sectarismo religioso.

Pasado el primer peligro, los personajes principales eventualmente se encuentran con uno mayor. Un hombre mayor se acerca. Parece ser cálido y amistoso. Pero poco a poco empezamos a discernir que en realidad está gravemente perturbado, y tiene tendencias sádicas y perversas. Joyce transmite brillantemente la tensión nerviosa y la ansiedad que se apodera sobre el niño narrador, antes de que logre separarse del anciano.

Se escapan por los pelos, tal vez. No ha ocurrido ningún delito. Y, sin embargo, se ha hecho un daño indescriptible. El día comenzó como una aventura, un intento de liberación, pero termina con los chicos sintiéndose más atrapados y aislados que antes. No hay escapatoria.

La forma casual en que se cuenta la historia simplemente nos dice que tales episodios ocurren todo el tiempo, y con el tiempo, el fuego de la vida y la aventura con la que nace cada niño se extingue gradualmente. Su lugar es ocupado por la vergüenza, el miedo y la parálisis.

La simple premisa planteada al principio del libro, se le permite desarrollarse en toda su estatura a medida que el libro pasa de la infancia a la adolescencia, y luego a la edad adulta. Las historias no son llevadas por un drama grandilocuente, sino por la lucha sutil, pero violenta entre la fuerza vital interna de los personajes de Joyce y la moralidad del orden existente.

Al igual que los pies de loto de la decrépita aristocracia china, sus dublineses son gradualmente rotos, atados y apretados en moldes rígidos y estrechos demasiado pequeños para sus almas. Se convierten en criaturas deformes, que se encuentran alienadas de la sociedad, unas de otras, e incluso de sí mismas. Sin embargo, Joyce siempre nos muestra las brasas de la humanidad aún vivas debajo de todo e incesantemente tratando de encontrar un camino hacia la superficie. Es precisamente ese espíritu humano el que Joyce desea despertar con su trabajo.

La Iglesia

En un estupor de impotencia describió la plaga del catolicismo. Parecía ver las alimañas engendradas en las catacumbas en una edad de enfermedad y crueldad extendiéndose sobre las llanuras y montañas de Europa. Como la plaga de langostas descrita en Calista, parecían ahogar los ríos y llenar los valles. Oscurecieron el sol. El desprecio de la naturaleza humana, la debilidad, los temblores nerviosos, el miedo al día y la alegría, la desconfianza del hombre y la vida, la hemiplejia de la voluntad, acosan al cuerpo cargado y descontento en sus miembros por sus tiránicos piojos negros.

La Iglesia Católica recibe una crítica particularmente a fondo en todas partes de los Dublineses. Al final de ‘Duplicados’, por ejemplo, el personaje principal, Farrington, un fracasado y un borracho, llega a casa una noche para descubrir que sólo sus hijos pequeños están allí, uno de los cuales le dice que su madre está en la capilla. Al no encontrar comida, y con el fuego apagado, Farrington desata sus frustraciones reprimidas sobre su hijo pequeño, a quien golpea vigorosamente con un palo. El niño aterrorizado se pone de rodillas suplicando: “-¡Ay, papá!-gritaba-. ¡No me pegues, papaito! Que voy a rezar un padrenuestro por ti… Voy a rezar un avemaría por ti, papacito, si no me pegas… Voy a rezar un padrenuestro…”

El desgarrador, infructuoso y humillante intento de apaciguar a su monstruoso agresor es claramente una metáfora de la relación que Joyce ve entre el pueblo irlandés y la Iglesia Católica.

Contra la corriente

Joyce pone a prueba la sociedad burguesa irlandesa, y la encuentra deficiente: la Iglesia, hipócrita y opresiva; el nacionalismo burgués, impotente y cobarde; la pequeña burguesía, ignorante y estrecha de mente .

De pe a pa, meticulosamente desmitifica todos los pilares morales de la sociedad irlandesa: religión, tradición, nación y clase – nada escapa al escrutinio. Y gradualmente, el libro demuestra que lo que aparece ante la humanidad como entidades independientes, míticas y eternas, no son más que los productos de las relaciones humanas mismas.

La decadencia moral retratada en los Dublineses simplemente refleja la naturaleza degenerada y conservadora de las capas superiores de la sociedad, que se oponía directamente a las necesidades y aspiraciones de las masas. Esto se reveló plenamente en los acontecimientos revolucionarios del Alzamiento de Pascua en 1916, que fue completamente traicionado por estas mismas capas superiores. Por cierto, aunque no lo desdeñó, Joyce no apoyó directamente el levantamiento. Su trabajo, sin embargo, puede verse como parte del fermento general que anticipa estos acontecimientos, con una crisis de las viejas ideas y el surgimiento de nuevas ideas revolucionarias.

De hecho, aunque no lo declaró explícitamente, las ideas de Joyce eran revolucionarias. Al igual que el niño pequeño en el cuento de hadas que proclama que el emperador está desnudo, desenmascaró la verdadera naturaleza monstruosamente reaccionaria del statu quo, bajo el peso del cual las almas del pueblo irlandés estaban siendo aplastadas. Por eso, el establishment nunca lo perdonó. Pasó la mayor parte de su vida en el exilio autoimpuesto, que vio como la única manera en que podía practicar su arte. A lo largo de su vida fue acosado por la Iglesia y otras autoridades, en Irlanda y también fuera de ella. De hecho, tardó nueve años en publicar Dublineses, después de acercarse sin éxito a innumerables editores.

La correspondencia con el editor principal de Joyce se lee como un capítulo adicional del libro, que revela la influencia sofocante que el establishment ejercía sobre la cultura y la cobardía de la pequeña burguesía. En carta tras carta, el editor intenta censurar diferentes aspectos del libro para evitar ofender a la opinión pública burguesa. Joyce se mantiene firme e insiste en que lo que ha escrito no es nada espectacular, sino simplemente lo que es.

En una carta de junio de 1906, escribió:

Creo seriamente que usted retrasará el curso de la civilización en Irlanda al evitar que el pueblo irlandés se mire bien en mi espejo bien pulido.

Lo que hace que este trabajo destaque es precisamente la manera contundente en que los dublineses de Joyce son retratados como lo que son, lo que se les hace ser. La imagen no es muy halagadora. Los personajes a menudo parecen patéticos, débiles, a veces incluso enfermos y perturbados. Pero no hay malicia por parte de Joyce. De hecho, uno siente un profundo respeto y compasión por la gente dañada de su país.

Lo que tenemos no es la “crítica” nihilista y sin objetivo de un escritor posmoderno, sino todo lo contrario. Es un acto revolucionario, una rebelión de la ilustración, un levantamiento del velo de la hipocresía y el engaño y mirar la realidad directamente a la cara.

“Lucho por retener [el texto original]”, escribió a su editor, “porque creo que al componer mi capítulo de historia moral exactamente de la manera en que lo he compuesto, he dado el primer paso hacia la liberación espiritual de mi país”.

‘Los muertos’

En su novela autobiográfica inacabada, Stephen Hero, que fue escrita casi al mismo tiempo que Dublineses, Joyce describe su propia ambición de ser “la voz de una nueva humanidad, activa, sin miedo y sin vergüenza”.

Nos acercamos a esta voz en la historia final y más larga de Dublineses, ‘Los muertos’. Esta brillante obra ha sido apodada por muchos como la mejor historia corta jamás escrita. Yo estaría de acuerdo. ‘Los muertos’ es un tesoro que invita a la reflexión y que se puede leer una y otra vez. Aquí, Joyce toma un tono diferente al resto del libro, centrándose en cambio en los lados bellos de la cultura irlandesa: la familiaridad, la alegría y la hospitalidad que encuentra espacio en su corazón para todos.

La historia también recoge los hilos que se han trazado previamente para nosotros, cuando al final, el personaje principal, Gabriel, experimenta una epifanía después de haber pasado por una noche de decepciones y derrotas personales. Como resultado, ve que todo lo que daba por sentado en la vida, todo en lo que se basaba, ya sean sus puntos de vista políticos con respecto a Irlanda, sus principios morales o su relación con su esposa, se desmorona. Sus viejos ideales e ilusiones sobre la vida y sobre la sociedad están en ruinas y, en consecuencia, también lo está su imagen de sí mismo.

Joyce nos lleva a través del dolor emocional que un golpe tan abarcador inflige a una persona; el corazón pesado que evoca una realización tan dura. Y no hay vuelta atrás. Su vida nunca será la misma. De hecho, porque en realidad la vida de Gabriel apenas está comenzando. Finalmente se está enfrentando al mundo y lo está viendo todo, con los ojos abiertos y despejados. Es dolorosamente consciente de las profundas heridas dentro de sí mismo y de su sociedad. Pero la desaparición de su libertad ilusoria, la comprensión de sus condiciones, es también el comienzo de su verdadera libertad. Entrará en el mañana como un hombre nuevo; la parálisis se ha roto. La historia termina con estas bonitas palabras:

De nuevo nevaba. Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.

La verdad

Joyce es un maestro. Su trabajo está lleno de sentido y lecciones de vida. Pero en ningún momento sientes que él te está sermoneando o empujando hacia una cierta conclusión. Ni una sola vez dobla el argumento en aras de la moralización o con el fin de meter a presión un punto político o filosófico. Tal arte “político” es tedioso en el mejor de los casos, pero digno de vergüenza en su mayor parte. Joyce rechaza idealizar el arte. Él sigue su arte donde lo lleva. Pero este no es un “arte por el arte” abstracto y sin ataduras.

“(…) Lo he escrito en su mayor parte con un estilo de mezquindad escrupulosa” -replicó a su editor que quería que censurara partes del libro- “y con la convicción de que es un hombre muy audaz el que se atreve a alterar en la presentación, aún más a deformar, lo que sea que haya visto y oído. No puedo hacer más que esto. No puedo cambiar lo que he escrito”.

Joyce nos presenta lo que ve, y nos deja sacar nuestras propias conclusiones. El punto, sin embargo, es que tiene una visión supremamente clara, un conocimiento enciclopédico de la cultura y un control sublime sobre el idioma inglés. Sin embargo, su trabajo rezuma lecciones de política, filosofía y moral porque logra capturar la esencia viva de la humanidad misma; el principio interno que nos impulsa en el día a día, nuestros deseos y aspiraciones, y nuestra relación con la sociedad en general. “El arte es fiel a sí mismo cuando se trata de la verdad”, dijo en una ocasión, y Joyce de hecho muestra una visión de la verdad real, viva y en lucha, de la humanidad en la época actual de declive capitalista. En esto ha hecho un servicio inestimable para aquellos que luchan por un mundo mejor hoy.

Compra América Socialista aquí