La escuela austríaca de economía: los fanáticos del libre mercado del capitalismo
En el turbulento período de principios del siglo XX, el capitalismo se vio sacudido por convulsiones revolucionarias mientras las ideas del marxismo avanzaban a pasos agigantados en el movimiento obrero europeo. En respuesta, un grupo de intelectuales con sede en Viena intentó montar un asalto teórico contra el marxismo. Por un lado, intentaron «refutar» la Teoría del Valor Trabajo, que es clave para las teorías de Marx. Por otro lado, intentaron «demostrar» que la planificación económica socialista es imposible en principio. En este artículo, Adam Booth responde a sus argumentos, mostrando cómo, en ambos aspectos, sus intentos de derrocar al marxismo representaron un retroceso desde una perspectiva científica y materialista hacia un enfoque idealista subjetivo.
En el momento de redactar este artículo, la economía mundial se encuentra sumida en el caos y la crisis, como resultado de un cóctel explosivo de oscilaciones volátiles en la demanda, años de subinversión crónica y cuellos de botella en la producción y distribución inducidos por la pandemia.
Algunos expertos predicen que pasarán años antes de que se eliminen los pedidos pendientes, se solucione la escasez de mano de obra y se estabilicen los precios. Mientras tanto, las familias obreras se enfrentan a la escasez de productos básicos como alimentos y combustible, y los ingresos reales de los hogares se ven erosionados por una inflación galopante.
Las contradicciones locas son evidentes en todas partes. En Gran Bretaña, por ejemplo, 100.000 cerdos serán sacrificados y desechados como desperdicio, debido a la falta de carniceros capacitados. En otras palabras, la fría lógica del afán de lucro está llevando a la muerte sin sentido de un gran número de animales, mientras que los estantes de los supermercados permanecen vacíos.
Un ejemplo similar se puede ver en el mercado inmobiliario del Reino Unido, con el espectáculo repugnante de cientos de miles de viviendas vacías que se utilizan como vehículos para la especulación, junto con un número similar de personas durmiendo a la intemperie en las calles, largas listas de espera para el alojamiento proporcionado por el ayuntamiento y una grave crisis de vivienda.
Mientras tanto, a escala global, la humanidad enfrenta una crisis existencial debido a la catástrofe climática. Está claro que el capitalismo está matando al planeta. Pero los políticos capitalistas no tienen soluciones para este desastre inminente.
Todos estos eventos son una excelente demostración de supuesta «eficacia» y «dinamismo» del libre mercado; de los “rigores” de la competencia. Han arrojado luz sobre la bancarrota del capitalismo: un sistema de producción basado en el lucro, no en las necesidades, y han demostrado por qué necesitamos una auténtica alternativa socialista, basada en la planificación económica, la propiedad pública y el control obrero.
Enfrentados a esta anarquía y locura, los partidarios más frenéticos del libre mercado ciertamente han estado un poco más callados recientemente: en línea, en los medios de comunicación y en las calles.
Sin embargo, la posición fundamental que defienden, sobre la eficiencia del mercado, sigue viva dentro de las facultades de economía y de los libros de texto de las universidades, donde se alimenta a los estudiantes a la fuerza con una dieta basada en la “hipótesis del mercado eficiente”.
Según estas “teorías”, la economía es poco más que una serie de gráficos, ecuaciones y modelos matemáticos: un sistema idealizado que estaría en perfecto equilibrio y armonía, si no fuera por los molestos sindicalistas que exigen salarios más altos; los banqueros centrales imprimen demasiado dinero e inflan burbujas; y los políticos que erigen crueles barreras al libre comercio.
En realidad, estas ideas son tan antiguas como el propio capitalismo. Se remontan a la «Ley de Say», atribuida a Jean Baptiste Say (un economista clásico francés de finales del siglo XVIII y principios del XIX), quien afirmó que la oferta crea su propia demanda; que cada vendedor trae un comprador al mercado.
La conclusión de esta supuesta «ley» es que no hay que poner restricciones ni obstáculos al mercado, para lograr el equilibrio en la economía. No importa las consecuencias sociales y los costos humanos: a “largo plazo” todo iría bien si se permitiera que la “mano invisible” del mercado hiciera su magia.
Esta es la premisa básica del capitalismo de laissez-faire a la que los libertarios se han aferrado a lo largo de las décadas, llueva o haga sol.
La escuela clásica
Hasta donde sean conscientes de su propia herencia, las raíces teóricas del libertarismo moderno se pueden encontrar en la “escuela austriaca” de economistas, cuyos representantes más infames fueron Friedrich Hayek y su mentor Ludwig von Mises.
Estos reaccionarios abiertos, a su vez, se veían a sí mismos como los verdaderos herederos de la escuela liberal clásica de la economía burguesa, representada por figuras como Adam Smith y David Ricardo.
La escuela clásica surgió como una rama de la «economía política», la economía como un campo de estudio específico, que había evolucionado con el surgimiento del capitalismo. Esta escuela produjo pensadores que intentaron comprender la economía de manera científica; que buscaba examinar el capitalismo como un sistema con sus propias leyes y dinámicas.
Y aunque se basaron en el poder de la abstracción para descubrir estas leyes, no descendieron a los «modelos» matemáticos idealistas que no guardan relación con la realidad, tan característicos de los economistas y académicos burgueses de hoy.
Los economistas clásicos fueron parte de la Ilustración del siglo XVIII: un movimiento intelectual basado en una perspectiva filosófica materialista, que intentó encontrar una explicación para los fenómenos en la naturaleza y la sociedad basada en la «razón» y la «racionalidad».
El punto culminante de la escuela clásica llegó con economistas británicos como Smith y Ricardo, quienes investigaron cuestiones clave sobre el funcionamiento del sistema capitalista, incluidos conceptos como valor, comercio, salarios, renta y la división del trabajo.
Su liberalismo, a su vez, reflejaba los intereses de la burguesía británica, proporcionando una justificación teórica para las políticas de libre comercio que estaba siguiendo su clase capitalista nativa para crear y dominar el mercado mundial.
En términos de intentar comprender teórica y científicamente el capitalismo, Marx conscientemente retomó el hilo donde Ricardo lo había dejado. En este sentido, Marx y Engels se refirieron a sus ideas como «socialismo científico»: se basaron en una visión materialista de la historia y de la economía; no en planes utópicos de cómo se podría organizar la sociedad.
Sin embargo, a diferencia de Ricardo, el propósito de los escritos económicos de Marx no era representar los intereses de la burguesía, sino armar teóricamente a la clase obrera y al movimiento obrero.
Partiendo de los mismos supuestos que Ricardo y los mejores de los economistas clásicos, Marx mostró en los tres volúmenes de El capital, junto con muchos otros trabajos sobre economía, cómo el capitalismo está plagado de contradicciones y es inherentemente propenso a las crisis.
Al emplear este método, desarrollar las teorías de los economistas clásicos y sacar las conclusiones lógicas implícitas en ellas, Marx pretendía «asestar a la burguesía, en el plano teórico, un golpe del que no volverá a rehacerse».
Marx había demostrado las conclusiones que se derivaban del desarrollo de las ideas de Smith y Ricardo sobre una base materialista y científica consistente. Mostró cómo el capitalismo contiene la semilla de su propia destrucción, a través del funcionamiento de las mismas leyes que los economistas clásicos habían comenzado a descubrir.
Los economistas burgueses que siguieron a Ricardo, por tanto, se vieron obligados a dar marcha atrás: abandonando el método científico de la escuela clásica; retrocediendo hacia el idealismo y mistificando el capitalismo.
Por esta razón, Marx llamó a esas damas y caballeros los economistas «vulgares». En lugar de intentar explicar y comprender genuinamente el sistema capitalista, estos pensadores reaccionarios se convirtieron en meros «apologistas» del mismo.
Ofensiva vienesa
A fines del siglo XIX, la clase trabajadora organizada estaba en marcha. Se habían construido sindicatos de masas y partidos socialistas. En 1889, se fundó la Segunda Internacional para coordinar los esfuerzos del movimiento socialista internacional.
Estas organizaciones, al menos en el papel, se adhirieron a las ideas del marxismo, el socialismo científico y la revolución.
La clase dominante pudo sentir la amenaza de este movimiento obrero en ascenso y de las ideas marxistas sobre las que descansaba, y comenzó una contraofensiva ideológica total. El epicentro de sus ataques provino de Austria y, en particular, de la Universidad de Viena.
La principal capital del Imperio Austro-Húngaro, Viena del fin de siglo fue el hogar de una variedad de movimientos intelectuales, culturales y científicos, con el filósofo Ludwig Wittgenstein, el artista Gustav Klimt y el fundador del psicoanálisis Sigmund Freud entre las figuras famosas que se codeaban en los cafés de la ciudad.
Mientras tanto, la Universidad de Viena se convirtió en un hervidero de ideas reaccionarias. Filosóficamente, fue un caldo de cultivo para el idealismo subjetivo de Ernst Mach, que incluso se puso de moda entre una capa de la intelectualidad rusa y el movimiento socialista.
Como resultado, Lenin sintió la necesidad de lanzar un fuerte contraataque contra Mach y sus seguidores, lo que hizo de manera brillante en su libro Materialismo y empiriocriticismo, una poderosa polémica que al mismo tiempo expuso la esterilidad de estos puntos de vista subjetivistas, al tiempo que proporcionó una defensa completa del materialismo.
Sin embargo, las ideas de Mach influyeron en el desarrollo posterior de otras tendencias filosóficas perniciosas, como el positivismo lógico, defendido por el Círculo de Viena. Y estos, a su vez, dejaron su huella en pensadores austriacos como Karl Popper, que explícitamente declaró la guerra al marxismo y al materialismo histórico.
Teoría del valor trabajo
En el frente económico, el ataque austriaco de la burguesía fue dirigido por figuras como Eugen von Böhm-Bawerk, Friedrich von Wieser y su tutor Carl Menger, quienes también fueron influenciados por el idealismo subjetivo que prevalecía en la Universidad de Viena y sus alrededores.
Sus primeros tiros contra el marxismo fueron contra la “teoría del valor trabajo” (TVT): el fundamento de la economía marxista, que proporciona una explicación de la ley del valor sobre la que se sustenta el intercambio de mercancías (bienes y servicios producidos con el propósito de intercambiar), y por tanto la dinámica del capitalismo.
En lugar de la TVT, la escuela austriaca tenía su propia teoría: la teoría de la utilidad marginal (TUM).
Basándose en las preferencias individuales de los consumidores, no en factores sociales objetivos, la TUM era una «teoría” subjetivista completamente acientífica, que había sido desarrollada simultáneamente por varios economistas vulgares en diferentes partes de Europa, incluidos William Stanley Jevons en Gran Bretaña, Leon Walras en Francia / Suiza, y Carl Menger en Austria.
La TUM contrasta marcadamente con la TVT: una teoría materialista que se remonta a Aristóteles. En esencia, este último explica que es la aplicación del trabajo –y del tiempo de trabajo– en la producción lo que hace que las cosas sean valiosas.
Este concepto había sido retomado y desarrollado por economistas clásicos como Smith y Ricardo, formando un pilar clave de sus teorías económicas. Marx, a su vez, también se basó en la TVT, pero le dio una profundidad dialéctica de la que carecía la visión clásica.
El problema con las ideas de Smith y Ricardo era que, a pesar de buscar la «racionalidad» sobre la base de un enfoque científico, estaban imbuidas del individualismo del liberalismo burgués que ellos y la Ilustración representaban.
Ambos merecen ser aplaudidos por intentar analizar el capitalismo como un sistema, con leyes de movimiento que pudieran ser descubiertas y entendidas, pero para ellos, este sistema era simple y mecánico.
En otras palabras, veían la economía como poco más que una suma de personas que trabajaban e intercambiaban directamente entre sí; hombres aislados en una isla desierta, comparando mentalmente el tiempo de trabajo de diversas tareas productivas.
En este modelo de “Robinson Crusoe”, existe un solo individuo que es a la vez el único productor y el único consumidor. Cuando examinan las leyes del intercambio, es sobre la base de tratar el sistema capitalista como una mera versión ampliada de una economía de trueque.
Por ejemplo, el habitante varado de nuestra isla imaginaria podría pasar cuatro horas cortando árboles para producir una balsa de madera y otras cuatro horas cosechando cien cocos; por tanto, concluirían que una balsa vale cien cocos.
Sin embargo, es evidente que este escenario hipotético abstracto está a un millón de millas de distancia de las realidades del capitalismo. Vivimos en una economía que no se compone de individuos aislados, sino de clases: de trabajadores que deben poner comida en la mesa ganando un salario; y de los capitalistas que emplean y explotan a estos trabajadores para obtener ganancias.
Mientras tanto, el comercio y el intercambio no ocurre directamente entre productores individuales, en forma de trueque, sino a través de empresas y consumidores; es decir, a través de las interacciones impersonales del dinero y el mercado, en estos días, cada vez más, iniciando sesión en plataformas proporcionadas por monopolios gigantes como Amazon.
Marx y el valor
Por esta razón, Marx tomó esta premisa básica de la TVT –que el trabajo es la fuente de todo valor nuevo– y la desarrolló.
Explicó que no es el tiempo de trabajo individual, sino el tiempo de trabajo socialmente necesario lo que hace que las mercancías sean valiosas: el tiempo promedio requerido para producir una mercancía para el mercado, bajo condiciones históricas y tecnológicas dadas.
Esta idea, a su vez, fue la base de la teoría de la explotación de Marx, que desentrañó el misterio de dónde provenían las ganancias, un enigma que había eludido a los economistas clásicos.
En resumen, Marx señaló que las ganancias de los capitalistas provienen de la plusvalía, que a su vez es simplemente el trabajo no remunerado de la clase trabajadora.
Lo que los capitalistas compran al trabajador, dijo Marx, no es su trabajo, sino su fuerza de trabajo: su habilidad o capacidad para trabajar durante un período de tiempo determinado (una hora, día, mes, etc.), por la que se les paga un salario a cambio.
Sin embargo, en el transcurso de la jornada laboral, el trabajador produce más valor del que se le paga en forma de salario; es decir, la clase obrera tarda sólo una fracción de la jornada laboral, en promedio, en producir las mercancías necesarias para mantener y reproducir su propia fuerza de trabajo.
El resto de la jornada laboral, más allá de este tiempo de trabajo socialmente necesario que se requiere para reproducir a la clase trabajadora, constituye el tiempo de trabajo excedente y, por lo tanto, la plusvalía, que el capitalista de hecho recibe gratis.
La ley del valor, por lo tanto, se encuentra detrás de todas las demás dinámicas del capitalismo: el impulso de los patrones para intensificar el trabajo y exprimir más plusvalía de la clase obrera; el impulso para aumentar la productividad mediante la inversión en tecnología, con el fin de competir con otros productores y, por lo tanto, obtener superbeneficios; y la tendencia inherente a la acumulación, expansión y crecimiento.
Y lo más importante, esta misma ley del valor también explica por qué el capitalismo se sumerge periódicamente en crisis, las crisis de sobreproducción, que surgen debido al origen de las ganancias: el hecho de que la clase obrera, al recibir solo una porción del valor que crea, nunca puede permitirse volver a comprar todas las mercancías que produce. O dicho de otra manera, el hecho de que, bajo el capitalismo, las fuerzas productivas sobrepasan continuamente los límites del mercado.
Precio frente valor
La escuela austriaca también pudo ver la importancia de la TVT para el marxismo. Por lo tanto, buscaron explícitamente enfocar sus ataques en lo que percibían como la parte más vulnerable del socialismo científico.
Si podían socavar esta base, creían, el resto de la teoría marxista se derrumbaría y, con ella, todo el movimiento socialista.
El discípulo de Carl Menger, Eugen von Böhm-Bawerk, se convirtió en el campeón de los neoclásicos austriacos en su batalla contra el marxismo. «Reconoció la amenaza inminente del socialismo marxista, tanto política como económicamente», escribe Janek Wasserman, autor de The Marginal Revolutionaries (Los revolucionarios marginales), una biografía colectiva de la escuela austriaca, «e intentó socavarla utilizando la teoría de la utilidad marginal».
Böhm-Bawerk hizo varias críticas a la TVT y al marxismo, la mayoría de las cuales se basaron en un malentendido (potencialmente intencionado) y confusión en torno a la diferencia entre trabajo y fuerza de trabajo; pero lo más importante, entre valor y precio.
El propio Marx había diferenciado muy claramente entre estos. No negó el papel de las fuerzas del mercado (oferta y demanda) en la determinación de los precios. Pero estos, explicó Marx, eran como un ruido difuso alrededor de una señal subyacente.
Detrás de la aparente aleatoriedad y el caos de los precios, explicó, se esconde un orden; algo que obedece a leyes y es objetivo. En medio de estas fluctuaciones y «accidentes», en otras palabras, existe una «necesidad»: la ley del valor.
“En las relaciones de intercambio entre sus productos, fortuitas y siempre fluctuantes” Marx explica en El capital:
… el tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de los mismos se impone de modo irresistible como ley natural reguladora, tal como por ejemplo se impone la ley de la gravedad cuando a uno se le cae la casa encima. La determinación de las magnitudes de valor por el tiempo de trabajo, pues, es un misterio oculto bajo los movimientos manifiestos que afectan a los valores relativos de las mercancías.
Continuando con la analogía de Marx con la ley de la gravedad: lo que vemos en términos de movimiento planetario es solo la apariencia de los fenómenos. Pero detrás de esto subyacen leyes invisibles, intangibles, pero objetivas y materiales; leyes que se pueden descubrir y comprender.
Tales leyes no existen por separado de la naturaleza o la sociedad; no están codificadas en el cielo nocturno ni entretejidas en el tejido de la conciencia y el comportamiento humanos. Más bien, son la dinámica dialéctica y generalizada del movimiento que surge de las complejas interacciones que tienen lugar dentro del sistema en cuestión.
La ley del valor, de manera similar, no es algo intemporal y externo, sino que es una ley que solo se afirma en el punto histórico donde la producción y el intercambio de mercancías se generalizan, universalizan y dominan, de modo que la producción pierde cualquier carácter individual o particular, y los agentes del mercado no se enfrentan entre sí, sino con un precio objetivo.
El intercambio de mercancías, entonces, en promedio, está determinado por su valor, es decir, por el tiempo de trabajo socialmente necesario (TTSN) cuajado en una mercancía. Esto incluye tanto el «trabajo muerto» incorporado y transferido en forma de materias primas, herramientas y maquinaria, etc. consumidas en el curso de la producción; como el «trabajo vivo» añadido por el trabajador, que es el único que crea nuevo valor.
Las fuerzas del mercado actúan empujando los precios por encima y por debajo de este valor. Por ejemplo, cuando la demanda de un determinado producto excede la oferta disponible, su precio aumentará por encima de su valor. Viceversa cuando la oferta excede la demanda.
Este, en realidad, es el caso la mayor parte del tiempo, con todo tipo de “distorsiones” –como la existencia de monopolios– que impiden que la oferta y la demanda estén en perfecto equilibrio. Los precios, por tanto, tenderán a fluctuar.
Pero estas oscilaciones tenderán a ocurrir alrededor de algún tipo de promedio. Ciertos productos siempre tenderán a intercambiarse por proporciones más altas de otros. A menos que tenga un automóvil realmente estropeado, o un bolígrafo increíblemente lujoso, un solo automóvil tenderá a valer el mismo precio que muchos bolígrafos.
En otras palabras, explica Marx, cuando se asume que la oferta y la demanda están en «equilibrio», es el tiempo de trabajo socialmente necesario el que determina por qué algunas mercancías son más valiosas que otras.
La teoría de la utilidad marginal, por otro lado, se fija únicamente en los precios; sólo en la apariencia superficial, y no en las leyes subyacentes del movimiento. Como el cínico de Oscar Wilde, los marginalistas “conocen el precio de todo y el valor de nada”.
Marginalismo y subjetivismo
Al rechazar la TVT, los partidarios de la TUM estaban rompiendo conscientemente con el legado de la escuela clásica, que había basado su análisis del capitalismo en la producción. Por el contrario, la TUM ahora miraba al consumidor para determinar el valor de los productos básicos. “Los marginalistas le dieron la vuelta a la economía clásica”, señala Wasserman en The Marginal Revolutionaries. “En lugar de centrarse en el lado de la producción de la economía, se dirigieron al consumo. Es la satisfacción de los deseos de los consumidores lo que importa para el valor, no el trabajo requerido para la producción».
En otras palabras, los defensores de la TUM decían que el valor era algo puramente subjetivo, basado en la «utilidad» de un producto: la utilidad para el consumidor en comparación con otros productos, en los «márgenes».
«El valor es… la importancia que adquieren para nosotros bienes individuales o cantidades de bienes porque somos conscientes de depender de su dominio para la satisfacción de nuestras necesidades», afirmó Menger, según un panfleto elaborado por el Instituto Ludwig von Mises llamado La Escuela Austriaca de Economía: una historia de sus ideas, embajadores e instituciones.
Irónicamente, el Instituto Ludwig von Mises ha puesto este panfleto a disposición de forma gratuita en su página web, una admisión tácita de que tales ideas no tienen ninguna «utilidad» para la sociedad.
Wasserman, de manera similar, proporciona la definición sucinta de utilidad marginal de Wieser: «En pocas palabras, el valor de una unidad individual [de una mercancía] está determinado por el menos valioso de los usos económicamente permitidos de esa unidad».
Marx, sin embargo, también comprendió la importancia de que las mercancías tuvieran una utilidad; un “valor de uso” para la sociedad. Si una mercancía no le sirve a nadie, no se puede vender. Como resultado, tal mercancía no tiene «valor de cambio»; no tiene precio. Sería completamente inútil.
Ésta es la respuesta a la crítica trivial de la llamada «paradoja del pastel de barro», con la que los oponentes de la economía marxista intentan ridiculizar la sugerencia de que el trabajo es la fuente del valor. «Seguramente entonces», preguntan estos detractores, «si me paso horas haciendo un pastel de barro, ¿este debería ser extremadamente valioso?»
Pero tal afirmación es claramente falsa en dos aspectos, como Marx explicó más que adecuadamente en anticipación. En primer lugar, como se mencionó anteriormente, todas las mercancías deben tener un valor de uso, una utilidad, para ser intercambiadas y, por lo tanto, tener un valor de cambio.
Y en segundo lugar, nuevamente, incluso si un pastel de barro fuera útil para cualquiera, no es el tiempo de trabajo personal o individual invertido en su producción lo que lo haría valioso, sino el tiempo de trabajo promedio o socialmente necesario requerido para fabricar tal mercancía en general, dentro de las condiciones históricas y tecnológicas dadas.
En otras palabras, lo que vemos bajo el capitalismo no son individuos que comparan directa y subjetivamente los productos de su propio trabajo personal entre sí. Por el contrario, tanto los productores como los consumidores se enfrentan a un precio objetivo en el mercado.
Como destacamos anteriormente, no intercambiamos sobre la base del trueque, como lo haría Robinson Crusoe en una isla desierta, sino a través del dinero y el mercado.
Volviendo a un ejemplo anterior, cuando busca cosas para comprar en Amazon o Google, no se enfrenta a una colección de pequeños productores, con los que puede regatear. En cambio, se le ofrece (en la mayoría de los casos) una variedad de proveedores, que compiten entre sí para ofrecer el precio más barato posible; un precio que tenderá hacia un nivel dado para cualquier producto que sea relativamente replicable.
Entonces, ¿cómo se pueden comparar entre sí esta gran multitud de productos que se ofrecen? ¿Qué es lo que determina en última instancia su valor de cambio o precio, la forma monetaria de expresión de su valor?
Claramente, tal comparación no se puede hacer en base a su utilidad, que es algo subjetivo y cualitativo. Cada tipo de mercancía tiene sus propias propiedades y características físicas; sus propias cualidades, específicas para su uso potencial o previsto. Además, la utilidad de un producto variará mucho entre diferentes consumidores.
Es importante destacar que, para volver al ejemplo anterior, aquellos que buscan vender sus productos en línea no los valoran de acuerdo con su «utilidad», ni desde el punto de vista del productor ni del consumidor.
Dichos proveedores rara vez tienen una conexión personal con sus clientes, a través de la cual puedan determinar la utilidad subjetiva de un producto.
Y además, desde la perspectiva del productor, la cuestión es que la mercancía no tiene ninguna utilidad para ellos; producen únicamente con el propósito de intercambiar, para obtener ganancias, no para satisfacer ninguna necesidad personal.
Por tanto, los productos básicos no pueden compararse sobre la base arbitraria de su «utilidad». Lo que se requiere, en términos de valor de medición, es una cualidad común que sea relativa, cuantificable y objetiva. Y lo principal es que comparten todas las mercancías, lo que permite compararlas en el intercambio, explica Marx, es que son productos del trabajo, en particular del trabajo social.
Idealismo frente materialismo
Al final, los marginalistas terminaron enredados en su propio ovillo. Afirmaban, por ejemplo, que el valor estaba determinado por las preferencias subjetivas de individuos independientes. Pero, ¿qué determina a su vez estas preferencias subjetivas?
Claramente, nuestras evaluaciones del valor de varios bienes y servicios no están programadas en nuestro cerebro. Más bien, son el producto de la experiencia y las normas sociales. Tenemos una expectativa de cuánto deberían costar las cosas, establecida a partir de la acumulación de conocimiento histórico sobre el precio de productos comparables.
Los economistas de la escuela austriaca, sin embargo, se basan en el individuo aislado, arrancado de todo contexto social. Reducen la dinámica del capitalismo al comportamiento de compradores y vendedores abstractos y ahistóricos, sin ver que el todo es mayor que la suma de sus partes. El valor, para ellos, se explica puramente en términos de los impulsos subjetivos del individuo.
Pero un enfoque genuinamente científico de la economía debe basarse en el descubrimiento de leyes objetivas, no en el análisis de los caprichos subjetivos. Debe buscar descubrir la dinámica del sistema capitalista: las leyes que surgen de los millones de interacciones que tienen lugar en el curso de la producción y el intercambio de mercancías, sin ser reducibles a estas interacciones. De hecho, las leyes subyacentes se imponen a la multitud de interacciones del mercado.
Como Marx, y los economistas clásicos antes que él, la escuela austriaca también se veía a sí misma como la descubridora de las leyes económicas del capitalismo. Pero para ellos, esas leyes se consideraban «verdades eternas» basadas en la «naturaleza humana», no como el producto dialéctico de un modo de producción evolucionado históricamente; es decir, de una etapa particular del desarrollo de la sociedad.
Para los marxistas, las leyes son la dinámica general subyacente dentro de un fenómeno o sistema particular. Las leyes del capitalismo, a este respecto, no son atemporales y absolutas. No existen en un ámbito ideal separado, impuesto a la sociedad desde fuera. Sin embargo, para idealistas como los austriacos, las leyes económicas se perciben precisamente de esta manera.
“Una manzana cae del árbol y las estrellas se mueven de acuerdo con una y la misma ley, la de la gravedad”, afirmó Emil Sax, contemporáneo de Menger y otro graduado de la Universidad de Viena. “Con la actividad económica”, continuó, “Robinson Crusoe y un imperio con una población de cien millones siguen una y la misma ley: la del valor”.
De hecho, los austríacos posteriores, como Mises, incluso creían que las leyes económicas eran atemporales y podían elaborarse a priori, completamente divorciadas de cualquier contexto social o evidencia empírica. Mises llamó a su línea de pensamiento praxeología: la teoría de la acción humana, basada en el estudio de los agentes económicos «racionales» y su «comportamiento intencionado».
Este enfoque ahistórico, abstracto e idealista no fue inventado por la escuela austriaca. Más bien, fue heredado de sus antepasados liberales, los economistas burgueses clásicos, quienes también vieron al capitalismo y sus leyes como eternos; el producto de una «naturaleza humana» innata.
Como explica Marx, discutiendo los límites de la escuela clásica en su Contribución a la crítica de la economía política, “Ricardo considera la forma burguesa de trabajo como forma natural eterna de trabajo social”.
“El pescador y el cazador primitivos de Ricardo”, continúa Marx, “son desde el primer momento poseedores de mercancías e intercambian su pescado y caza proporcionalmente al tiempo de trabajo materializado en estos valores de cambio”.
«Ricardo comete en este caso», señala Marx con ironía, «el anacronismo de hacer aprovechar al pescador y al cazador primitivos, para evaluar sus instrumentos de trabajo, las tablas de anualidades vigentes en la Bolsa de Londres en 1817».
Como el “Robinson Crusoe” o el “pescador primitivo” de Smith y Ricardo, todos los escenarios hipotéticos elegidos por los marginalistas estaban completamente divorciados de las realidades del capitalismo.
Las obras de Böhm-Bawerk y Menger están plagadas de referencias a ejemplos tan abstractos, que incluyen: “Un hombre está sentado al lado de un arroyo de agua”; «un nómada del desierto»; “un colono cuya cabaña de troncos se yergue solitaria en el bosque primigenio”; «los moradores de un oasis»; “un habitante de una isla lejana”; «un granjero aislado» y “náufragos”.
Del mismo modo, los marginalistas examinaron sistemáticamente los bienes periféricos, como los diamantes o el arte, para «demostrar» la corrección de la TUM.
La mayor parte de la economía capitalista, sin embargo, no se dedica a la producción de artículos escasos como anillos de diamantes, collares de perlas u obras de bellas artes, sino a la producción de una abundancia de mercancías cotidianas, con un precio que tiende a una cantidad media, determinada por el tiempo de trabajo socialmente necesario.
Entonces, para la escuela austriaca el mundo entero gira en torno al punto de vista subjetivo del individuo. Este idealismo subjetivo fue un rasgo compartido con las tendencias filosóficas retrógradas de la época, como el positivismo de pensadores como Mach y los «positivistas lógicos» del Círculo de Viena.
Sin embargo, sobre esa base, la clase dominante no podía desafiar genuinamente al marxismo, con «teorías» que eran claramente una mera apología del capitalismo, no una explicación del mismo.
Debate del cálculo económico en el socialismo
A pesar de los mejores esfuerzos de la escuela austriaca, el movimiento socialista siguió creciendo.
Este proceso fue interrumpido por la Primera Guerra Mundial. Pero en unos pocos años, el ambiente de patriotismo y nacionalismo había dado paso a uno de ira y radicalización entre las masas, y el baño de sangre imperialista provocó una ola de revoluciones en toda Europa, especialmente en Rusia, con la insurrección de octubre de 1917 dirigida por los bolcheviques, y en Alemania casi exactamente 12 meses después.
La clase dominante estaba aterrorizada por estos desarrollos revolucionarios. Al mismo tiempo, los partidarios del capitalismo laissez-faire también estaban preocupados por la creciente tendencia hacia la planificación y el monopolio estatal, y hacia el alejamiento de la propiedad privada y la competencia.
Sobre la base de las experiencias de la Primera Guerra Mundial, incluso ciertas capas de la burguesía estaban siendo atraídas hacia la idea de la planificación económica. Ante la tarea urgente de ganar la guerra, los gobiernos no habían confiado en el mercado para producir armamento y otros productos esenciales, sino que habían centralizado la economía en manos del Estado.
«En Alemania y Austria», relata Janek Wasserman en The Marginal Revolutionaries, «los regímenes establecieron comités de planificación de guerra, denominados ‘socialismo de guerra’, para asignar recursos».
«Por primera vez», continúa el biógrafo, «la nacionalización y la socialización se convirtieron en posiciones políticas aceptables».
Esto provocó una nueva ola de ataques de una generación más joven de la escuela austriaca dirigida por figuras como Mises, quien a partir de 1920 en adelante inició lo que más tarde se denominaría el «debate del cálculo socialista».
Mises pretendía mostrar que el socialismo, en sus palabras, no era «correcto en teoría, pero incorrecto en la práctica», sino «incorrecto en teoría y en la práctica».
En resumen, Mises afirmó que la planificación socialista era imposible, debido a la gran complejidad de la economía. La cantidad de cálculo requerida, argumentó, era demasiado para que la planificara cualquier burocracia centralizada.
Con tantas cosas para producir y distribuir, afirmó Mises, solo la información proporcionada por las señales de precios monetarios, a través de las fuerzas del mercado, podría asignar recursos y mano de obra de manera eficiente.
Además, afirmó que cualquier intervención o regulación estatal llevaría a distorsionar los precios, impidiendo el poder del mercado. Por lo tanto, la única solución era permitir que el mercado competitivo y completamente libre hiciera su trabajo.
«Una vez que la sociedad abandona el precio libre de los bienes de producción», afirmó Mises en su libro Socialism, «la producción racional se vuelve imposible».
«Cada paso que se aleja de la propiedad privada de los medios de producción y el uso del dinero», concluyó el economista austriaco, «es un paso que se aleja de la actividad económica racional».
Pero los ejemplos muy concretos de la Unión Soviética, por un lado, y la Gran Depresión, por el otro, fueron un duro golpe para este argumento extremadamente abstracto e idealista.
Como explicó León Trotsky en su obra maestra La revolución traicionada, comentando el enorme progreso económico logrado bajo la economía planificada soviética:
Los inmensos resultados obtenidos por la industria, el comienzo prometedor de un florecimiento de la agricultura, el crecimiento extraordinario de las viejas ciudades industriales, la creación de otras nuevas, el rápido aumento del número de obreros, la elevación del nivel cultural y de las necesidades, son los resultados indiscutibles de la Revolución de Octubre en la que los profetas del viejo mundo creyeron ver la tumba de la civilización. Ya no hay necesidad de discutir con los señores economistas burgueses: el socialismo ha demostrado su derecho a la victoria, no en las páginas de El Capital, sino en una arena económica que constituye la sexta parte de la superficie del globo; no en el lenguaje de la dialéctica, sino en el del hierro, el cemento y la electricidad.
Mientras tanto, el libre mercado desenfrenado había conducido al desplome de Wall Street de 1929 y la posterior Gran Depresión de la década de 1930: la crisis más profunda en la historia del capitalismo, para la cual los austriacos no tenían ni una explicación ni una solución genuinas.
De hecho, la cura propuesta por los economistas austriacos parecía, para muchos en el establishment, peor que la enfermedad: una estabilización del patrón oro; presupuestos equilibrados; y libre comercio, todo lo cual corría el riesgo de profundizar las tendencias deflacionarias, exacerbar el desempleo y prolongar la crisis.
En resumen, los austriacos proponían que los gobiernos retrocedieran, eliminaran las redes de seguridad, se ajustaran el cinturón y permitieran que la economía se «autoajustara». «Sin dolor no hay ganancia», era su lema. No hace falta decir que políticas de austeridad tan extremas no eran particularmente agradables para los políticos que se presentaban a elecciones.
Entra en escena Friedrich Hayek, quien intentó cambiar las reglas del juego a mitad del partido en respuesta a estos acontecimientos.
En lugar de ser imposible, afirmaba Hayek en una serie de ensayos escritos entre 1935 y 1940, la planificación socialista era técnicamente difícil; menos eficiente económicamente; y moral y políticamente indeseable.
En esencia, sin embargo, los argumentos de Hayek no eran diferentes de los de Mises; ni, de hecho, de los de Adam Smith. Es decir, si cada individuo persigue su propio interés, entonces esto, a través de la «mano invisible» del mercado, produciría los mejores resultados económicos para la sociedad y, por lo tanto, para todos.
Ninguna autoridad de planificación centralizada sería capaz de realizar un seguimiento del panorama incierto y en constante cambio de las preferencias y prioridades personales, sostuvo Hayek. Solo el mercado libre, a través de la información de precios, podría procesar cálculos tan dinámicos y complejos.
Sin embargo, para demostrar su punto, Hayek no atacó principalmente al socialismo genuino, sino a su caricatura estalinista, de planificación burocrática de arriba hacia abajo, que existía en la Unión Soviética en ese momento.
A su vez, en lugar de demostrar la corrección de sus propias ideas, Hayek dedicó principalmente sus esfuerzos a atacar a quienes defendían la planificación socialista en diversas formas.
Estos se dividieron principalmente en dos campos: o apologistas de la burocracia estalinista, figuras como el comunista inglés y el economista de Cambridge Maurice Dobbs; o reformistas y académicos como Oskar Lange y Fred Taylor.
Mientras que los primeros hacían la vista gorda ante los desastres económicos que se estaban desarrollando en la Unión Soviética, debido a los efectos sofocantes de la burocracia, los segundos eran defensores del llamado “socialismo de mercado”: una economía mixta utópica, basada en una mezcla confusa (permanente) de propiedad común, planificación centralizada y mercado capitalista.
A pesar de que él mismo sufría de deficiencias intelectuales, Hayek no tuvo problemas para hacer añicos estos atolondrados. Sin una base sólida en la teoría marxista sobre la cual basar sus refutaciones, ellos se quedaron sin respuesta ante las polémicas de Hayek.
Trotsky sobre la planificación
La única persona que pudo ofrecer una defensa genuina de la planificación socialista, junto con una explicación adecuada de los peligros pertinentes de la burocracia, era León Trotsky. Esto lo hizo en La revolución traicionada; y también en un maravilloso artículo titulado La economía soviética en peligro.
En estos, Trotsky esbozó brillantemente tanto los logros de la economía planificada soviética (como se citó anteriormente) como también cómo este potencial estaba siendo sofocado por el crecimiento canceroso de la burocracia estalinista.
Sin embargo, es importante destacar que Trotsky también discutió la naturaleza de esta burocracia, proporcionando una explicación materialista de cómo había llegado a eclipsar –y descarrilar– las conquistas de la Revolución de Octubre.
En resumen, escribió Trotsky, el ascenso de la burocracia no fue un producto inevitable de la planificación socialista, como Hayek y los austriacos mantuvieron de forma idealista, sino el resultado de intentar construir el socialismo en condiciones de atraso económico y aislamiento, como se ve en Rusia:
La autoridad burocrática tiene como base la pobreza de artículos de consumo y la lucha de todos contra todos que de allí resulta. Cuando hay bastantes mercancías en el almacén, los parroquianos pueden llegar en cualquier momento; cuando hay pocas mercancías, tienen que hacer cola en la puerta. Tan pronto como la cola es demasiado larga se impone la presencia de un agente de policía que mantenga el orden. Tal es el punto de partida de la burocracia soviética. Sabe a quién hay que dar y quién debe esperar.
Irónicamente, la única vez que Hayek se ocupó de los argumentos de Trotsky fue cuando le era conveniente extraer selectivamente citas de estos escritos, sacándolos completamente de contexto para satirizar a sus oponentes.
Por ejemplo, en La economía soviética en peligro, Trotsky hace una serie de afirmaciones completamente correctas, diciendo que “Es imposible crear a priori un sistema económico completo y armonioso”; y que no “exist[e] una mente universal… que pudiera registrar simultáneamente todos los procesos de la naturaleza y de la sociedad” para “trazar a priori un plan económico perfecto y exhaustivo”.
Lo que Hayek no menciona, sin embargo, es lo que sigue a estos pasajes, donde Trotsky continúa explicando qué medidas se requieren para planificar con éxito la economía sobre una base socialista, sobre todo, la necesidad de la democracia, el control y la gestión de los trabajadores.
Solamente la continua regulación del plan en el proceso de su aplicación, su reconstrucción parcial y total, pueden garantizar su efectividad económica.
El arte de la planificación socialista no cae del cielo ni está plenamente maduro cuando se toma el poder. Por ser parte de la nueva economía y de la nueva cultura sólo lo pueden dominar en la lucha, paso a paso, no unos cuantos elegidos sino millones de personas.
Además, Trotsky continúa explicando que dicho Estado obrero tendría que utilizar la información proporcionada por las señales de precios del mercado en la transición del socialismo al comunismo, es decir, en la transición de la escasez a la superabundancia, para determinar dónde hay la mayor escasez y, por tanto, donde la inversión es más urgente.
Los innumerables protagonistas de la economía, estatal y privada, colectiva e individual, no sólo harán pesar sus necesidades y su fuerza relativa a través de las determinaciones estadísticas del plan sino también de la presión directa de la oferta y la demanda.
El mercado controla y, en considerable medida, realiza el plan. La regulación del mercado tiene que depender de las tendencias que surgen de su mismo mecanismo. Los anteproyectos de los departamentos deben demostrar su eficacia económica a través del cálculo comercial. Es inconcebible el sistema de la economía transicional sin el control del rublo. A su vez, esto supone que el rublo sea estable. Sin una unidad monetaria firme, la contabilidad comercial no puede hacer más que incrementar el caos.
Trotsky reiteró más tarde estos mismos puntos en La revolución traicionada. “El plan no podía descansar sobre los simples datos de la inteligencia”, comenta. «El juego de la oferta y de la demanda siguió siendo, y lo será por largo tiempo, la base material indispensable y el correctivo salvador».
De hecho, Trotsky previó estos problemas de antemano. Ya en 1922, enfatizó que los métodos de planificación puramente socialistas «no se puede[n] crear a priori la organización global de la economía, el método de contabilidad socialista, a través de la elucubración o dentro de las paredes de una oficina».
Entre el capitalismo y una sociedad totalmente socialista de superabundancia, explicó, existirían una serie de etapas de transición, en las que no se puede prescindir por completo de los métodos del mercado.
Política y economía
Trotsky estaba de acuerdo en que la planificación burocrática de arriba hacia abajo no podía funcionar. Y también aceptó la necesidad de señales de precios, pero solo como una guía temporal, en la transición del socialismo al comunismo, a medida que el dinero, el mercado, el Estado y las clases se marchitaban; o, en palabras de Engels, “la transformación del gobierno político sobre hombres en administración de cosas y dirección de procesos de producción”.
Por supuesto, cualquier similitud formal entre las posiciones de Hayek y Trotsky sobre esta cuestión era completamente superficial. En realidad, los dos teóricos procedían de perspectivas de clase completamente opuestas. Hayek criticaba la planificación burocrática soviética desde la derecha; Trotsky desde la izquierda.
A este respecto, es totalmente hipócrita que los libertarios (de entonces y de ahora) utilicen a Trotsky, que fue categórico en su defensa de la Unión Soviética y los logros de la Revolución de Octubre, en apoyo de sus ideas reaccionarias.
“Pese a su herencia de atraso, pese al hambre y la inercia, pese a los errores y hasta las abominaciones de la burocracia”, afirmó Trotsky, comentando sobre el Estado obrero degenerado en Rusia, “los obreros de todo el mundo tienen que defender con uñas y dientes la futura patria socialista que este Estado representa».
Al mismo tiempo, mientras que Hayek y Lange et al. participaron en argumentos abstractos sobre proyectos idealistas, vemos cómo Trotsky abordó la cuestión de la planificación económica de forma dialéctica y materialista.
Una economía plenamente socialista, enfatizó, no podría implementarse desde arriba, de acuerdo con planes ideados en las mentes de una camarilla burocrática, sino que surgiría de las condiciones materiales legadas por el capitalismo, después de que la clase trabajadora haya tomado el poder.
La condición previa para utilizar las fuerzas del mercado y las señales de precios como brújula para dirigir la planificación socialista, enfatiza Trotsky, es que la revolución ha abolido el capitalismo, ha tomado las principales palancas de la economía y las ha puesto en manos de un Estado obrero.
En otras palabras, en lugar de la planificación burocrática estalinista, o el llamado «socialismo del mercado», es necesario que haya un plan socialista genuinamente racional que implique un sistema de democracia, control y gestión de los trabajadores.
Con el tiempo, a medida que se desarrollen las fuerzas productivas, la propiedad común se expanda y los antagonismos económicos disminuyan, la información de este sistema de democracia obrera reemplazaría gradualmente la necesidad de señales de precios monetarios.
En lugar de ser guiada por las fuerzas del mercado, la propia clase obrera organizada indicaría lo que podría y debería producirse; dónde se debe priorizar la inversión; y cómo deben distribuirse la mano de obra y los recursos materiales.
Mientras tanto, los representantes electos responsables y revocables utilizarían los más recientes y mejores métodos de ciencia, tecnología, técnica, planificación, datos, logística y contabilidad heredados del capitalismo moderno.
El punto importante, enfatizó Trotsky, es que el «problema» de la planificación socialista no es uno de «cálculo económico», como habían afirmado Hayek y Mises. Del mismo modo, intelectuales como Lange se equivocaron al centrarse en este detalle. No se trata simplemente de construir ordenadores mejores y más grandes. No podemos calcular nuestro camino hacia el comunismo.
La economía no es un conjunto de ecuaciones simultáneas a resolver, ni un modelo informático que se pueda programar desde arriba. Tampoco es una colección de individuos abstractos, aislados y atomizados en una hipotética isla desierta.
Más bien, la economía es un sistema vivo hecho de carne y hueso. Es gente corriente que intenta poner comida en la mesa; tratando de llegar a fin de mes.
Sobre todo, es una lucha entre clases opuestas y sus intereses materiales: entre explotadores y explotados; entre los capitalistas que buscan maximizar sus ganancias y los trabajadores que buscan defender sus vidas y sustentos.
El problema real, por lo tanto, como subrayó Trotsky, no es de «cálculo económico», sino un problema político. No es una cuestión de cálculo, sino de clase; una cuestión de poder, es decir, ¿qué clase posee y administra los medios de producción? ¿Y según qué leyes? ¿Sobre qué base, para satisfacer necesidades o acumular beneficios?
Como Trotsky resume elocuentemente:
La lucha entre los distintos intereses como factor fundamental de la planificación nos lleva al terreno de la política, que no es más que la economía concentrada. Los instrumentos de los grupos que componen la sociedad soviética son -–o deberían ser– los soviets, los sindicatos, las cooperativas y, en primer lugar, el partido gobernante. Sólo se puede imprimir una orientación correcta a la economía de la etapa de transición por medio de la interrelación de estos tres elementos: la planificación estatal, el mercado y la democracia soviética. Sólo de esta manera se podrá garantizar, no la superación total de las contradicciones y desproporciones en unos pocos años (¡eso es utópico!) sino su mitigación, y en consecuencia el fortalecimiento de las bases materiales de la dictadura del proletariado hasta el momento en que una revolución nueva y triunfante amplíe la perspectiva de la planificación socialista y reconstruya el sistema.
Planificación capitalista
El hecho es que ya vemos inmensos niveles de planificación en la actualidad, no por parte de gobiernos o Estados nacionales, sino dentro de los grandes monopolios y multinacionales que dominan la economía global.
Lejos de que la economía sea una multitud de Robinson Crusoes intercambiando entre sí, desde los días del propio Marx el capitalismo se ha caracterizado principalmente por la existencia de una industria a gran escala y un mercado mundial, con la producción organizada dentro de grandes empresas y corporaciones multinacionales.
La mayor parte de la actividad económica, hoy en día, no ocurre en el mercado, sino bajo la dirección de los patrones dentro de estas empresas. No dejan que la “mano invisible” tome decisiones relacionadas con la producción dentro de sus empresas. Al contrario, lo planifican todo: de las granjas y las fábricas, a las tiendas y los supermercados.
Como explican los autores socialistas Leigh Phillips y Michal Rozworski en su entretenida historia del “debate del cálculo socialista”, titulado con humor República Popular de Walmart:
Walmart es quizás la mejor evidencia que tenemos de que si bien la planificación parece no funcionar en la teoría de Mises, ciertamente lo hace en la práctica. E incluso algo más…
Si fuera un país, llamémoslo República Popular de Walmart, su economía sería aproximadamente del tamaño de Suecia o Suiza…
Sin embargo, aunque la empresa opera dentro del mercado, internamente, como en cualquier otra empresa, todo está planificando. No hay mercado interior. Los diferentes departamentos, tiendas, camiones y proveedores no compiten entre sí en un mercado; todo está coordinado.
Walmart no es simplemente una economía planificada, sino una economía planificada en la escala de la URSS justo en medio de la Guerra Fría. (En 1970, el PIB soviético registró alrededor de $800 mil millones en dinero de hoy, entonces la segunda economía más grande del mundo; los ingresos de Walmart en 2017 fueron de $485 mil millones).
Mientras repiten como loros las tonterías de Hayek sobre el capitalismo que protege la «libertad», los empresarios son de hecho los mayores dictadores en los puestos de trabajo, dejando a sus empleados sin opción, sin libertad, sin individualidad.
Pero si bien existe un nivel increíble de planificación dentro de las empresas, todavía existe la anarquía entre ellas. Debido a la propiedad privada de los medios de producción, cada empresa produce a ciegas para un mercado desconocido; con fines de lucro individual, no bajo un plan común basado en las necesidades de la sociedad.
El resultado es el caos del capitalismo que vemos hoy, con la mentalidad de rebaño de los inversores en busca de ganancias que conduce a oscilaciones violentas entre la escasez y los excedentes.
“La contradicción entre producción social y apropiación capitalista”, afirma Engels en Anti-Dühring, “se reproduce como contraposición entre la organización de la producción en cada fábrica y la anarquía de la producción en la sociedad en su conjunto”.
Con la tecnología y la técnica modernas, vemos un enorme potencial para la planificación actual. Una portada reciente de The Economist, por ejemplo, destaca el surgimiento de la economía en “tiempo real”, con las grandes empresas de tecnología recopilando cantidades insondables de datos hora a hora, minuto a minuto sobre lo que compramos, adónde viajamos y qué buscamos.
Pero bajo la propiedad de monopolios privados como Google, Facebook, Amazon y compañía, toda esta información se usa para controlarnos, en lugar de darnos el control. Al igual que con toda la tecnología, la innovación y la planificación que vemos bajo el capitalismo se utiliza para maximizar las ganancias, no para satisfacer nuestras necesidades.
Vemos por tanto los límites de la planificación bajo el capitalismo. Al final y al cabo, realmente no puedes planificar lo que no controlas; y no controlas lo que no te pertenece.
Competencia y monopolio
Hayek y Mises se oponían con vehemencia no solo al socialismo, sino a todas las formas de planificación. De hecho, al legitimar la idea de la intervención estatal en la economía, Hayek creía que los gobiernos de influencia keynesiana estaban allanando el camino para la expansión del bolchevismo; llevando al público por un camino que conduciría al autoritarismo y la servidumbre: el llamado Camino de servidumbre.
Pero la planificación, como explican Marx y Engels a lo largo de sus escritos, es un hecho que ha surgido debido a las leyes del capitalismo: la tendencia a la monopolización, centralización y concentración de la producción.
Para libertarios como Hayek, sin embargo, la monopolización no se ve como una tendencia objetiva, que surge de la propiedad privada y la producción con fines de lucro, sino que es el producto de decisiones subjetivas; una aberración debida a errores políticos. “La tendencia hacia el monopolio y la planificación no es el resultado de ningún ‘hecho objetivo’ más allá de nuestro control”, afirmó Hayek en El camino de servidumbre, “sino el producto de opiniones fomentadas y propagadas durante medio siglo hasta que han llegado a dominar nuestras políticas».
Tales afirmaciones revelan, una vez más, el idealismo de la escuela austriaca. Nuevamente, en lugar de ofrecer una explicación científica del sistema capitalista, Hayek y sus predecesores se esconden detrás de una fachada de misticismo y oscurantismo, con el fin de ofrecer una mera apología del status quo.
Por mucho que Hayek lo niegue, el proceso de monopolización es un hecho objetivo, cuya dinámica fue explicada muy claramente por Marx y Engels.
En su búsqueda de ganancias, las empresas competidoras se ven obligadas a invertir en nueva tecnología para producir de manera más eficiente, reducir sus costos, bajar sus precios por debajo del promedio de la industria y expulsar a sus rivales del mercado. Ésta, en esencia, es la ley del valor en funcionamiento.
Las empresas más fuertes y competitivas devorarán a las más débiles. Y esto, a su vez, les permite expandirse más; para generar «economías de escala»; y erigir barreras de entrada cada vez mayores. El juego de mesa Monopoly demuestra acertadamente este proceso (como fue diseñado de hacer).
El resultado es que vemos un increíble nivel de división del trabajo en la sociedad, junto con una centralización de los medios de producción en un pequeño puñado de monopolios gigantes y sus propietarios capitalistas.
“En los trusts”, explica Engels, “la libre concurrencia se trueca en monopolio y la producción sin plan de la sociedad capitalista capitula ante la producción planeada y organizada de la futura sociedad socialista a punto de sobrevenir.”.
Contradicciones del capitalismo
Es importante destacar que son estas mismas leyes de la competencia capitalista, la propiedad privada y la producción con fines de lucro las que inevitablemente llevan al sistema a sumergirse periódicamente en crisis.
Lo que vemos, en otras palabras, es que no es el socialismo sino el capitalismo el que no funciona ni en la teoría ni en la práctica.
En El capital, Marx elige explícitamente partir de los mismos supuestos que Smith y Ricardo. Quería comenzar desde donde lo dejaron los economistas clásicos, tomando sus propias ideas y desarrollándolas, para mostrar sus contradicciones inherentes – las contradicciones del capitalismo.
Entre ellos se encuentra el supuesto de que las mercancías se venden todas a sus valores (es decir, que precios = valores), sin monopolios u otras restricciones al flujo de capital. De manera similar, al menos en el volumen uno, Marx asume que el dinero es metálico, sin formas de crédito.
Marx hizo esto para examinar la ley del valor y la dinámica del sistema capitalista en su forma más pura, y así explicar las causas generales que se esconden detrás de los diversos fenómenos económicos que vemos en la sociedad bajo el capitalismo.
Lo que estos supuestos equivalen a, de hecho, es al mismo capitalismo ideal que Hayek y los libertarios reclaman: un mercado libre, con competencia pura, sin distorsiones de precios y sin burbujas especulativas.
Sin embargo, incluso sobre esta base, Marx muestra que el capitalismo conduce inherentemente a las crisis de sobreproducción, debido a la naturaleza del sistema del beneficio.
En resumen, estas crisis son inherentes al capitalismo, debido al origen de la ganancia: el trabajo no remunerado de la clase obrera.
Como se explicó anteriormente, los trabajadores producen más valor del que se les paga en forma de salario. Por lo tanto, la clase obrera, en su conjunto, nunca puede permitirse volver a comprar todos los bienes que produce. Pero si las mercancías no se pueden vender, los capitalistas, que solo producen con fines de lucro, cerrarán su negocio. Se produce un círculo vicioso de caída de la demanda y caída de la inversión, que paraliza la economía.
Los capitalistas pueden utilizar todo tipo de trucos para evitar o aplazar esta crisis. Pero solo, como afirman Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, «remedia[n] unas crisis preparando otras más extensas e imponentes y mutilando los medios de que dispone para precaverlas».
El resultado general de esta contradicción, entonces, no es la «eficiencia», sino un enorme desperdicio, en forma de desempleo masivo; fábricas inactivas; pobreza en medio de la abundancia; y una destrucción –no un desarrollo– de las fuerzas productivas.
La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio.
Por lo tanto, los debates sobre el «cálculo económico» y cómo asignar los recursos escasos de la manera más eficiente son engañosos.
La tarea a la que se enfrenta la humanidad no es calcular cómo asignar los escasos recursos, sino tomar las enormes fuerzas productivas y la superabundancia a disposición de la sociedad en propiedad común y bajo control de los trabajadores; y desarrollar aún más estas fuerzas, de modo que puedan ser utilizadas racional y democráticamente, a fin de satisfacer nuestras necesidades y no las ganancias de los capitalistas.
“La tara esencial del sistema capitalista”, enfatiza Trotsky al respecto, en La revolución traicionada, “no consiste en la prodigalidad de las clases poseedoras, por repugnante que sea en sí misma, sino en que, para garantizar su derecho al despilfarro, la burguesía mantiene la propiedad privada de los medios de producción y condena, así, a la economía a la anarquía y a la disgregación”.
Nada de esto se debe a malas decisiones políticas, como proclaman de forma idealista los austriacos, sino que es producto de las contradicciones inherentes al capitalismo.
Incluso cuando todos actúan «racionalmente», persiguiendo sus propios intereses, como Smith, Hayek y todos los demás liberales y libertarios sugieren que deberían hacer, la consecuencia es un resultado que es profundamente irracional para la sociedad en su conjunto.
En otras palabras, incluso cuando (o exactamente cuando) el capitalismo está funcionando como debería, es precisamente cuando no funciona en absoluto.
Hayek contra Keynes
Esto es lo que ninguno de los economistas de la Escuela Austriaca pudo explicar jamás: por qué el capitalismo entra en crisis.
Para Hayek y Mises, por ejemplo, el desplome de Wall Street y la Gran Depresión fueron todos culpa de gobiernos irresponsables y banqueros centrales que fueron demasiado descuidados con los grifos del crédito, lo que permitió que se formaran burbujas especulativas de activos.
Del mismo modo, los libertarios de hoy en día proporcionan el mismo análisis en relación con el crack de 2008. En lugar de alimentar el escándalo de las hipotecas subprime de alto riesgo con tasas de interés artificialmente bajas y una política monetaria flexible, se nos dice que quienes estaban al timón deberían haber retrocedido y dejar que el mercado hiciera su magia.
Pero tal curso de acción (o inacción) no habría conducido al «equilibrio» económico y la armonía. Más bien, si los políticos y los responsables de la formulación de políticas no hubieran inyectado crédito al sistema en la década de 1920, y nuevamente en las décadas de 1980, 1990 y 2000, entonces las recesiones posteriores simplemente se habrían adelantado, con la crisis de la sobreproducción arraigando y expresándose antes.
Por todas estas razones, la propia clase dominante nunca estuvo convencida de los argumentos de Hayek.
De hecho, se podría decir que incluso Hayek no estaba del todo convencido por Hayek. Al no lograr dar un golpe de gracia en el «debate del cálculo socialista», se retiró de sus argumentos económicos.
En cambio, se inclinó hacia la defensa política del libertarismo, como se presenta en El camino de servidumbre: quejándose moralmente de que la planificación conduce inevitablemente al totalitarismo, y diciendo que solo el mercado competitivo podría proporcionar verdadera “libertad”, “elección” e “individualidad”.
Sin embargo, más tarde en la vida, él y sus hipócritas acólitos tuvieron pocos reparos en apoyar abiertamente el puño de hierro de la dictadura de Pinochet, con el fin de aplastar al gobierno socialista de Allende en Chile e introducir por la fuerza la mano invisible del mercado.
En lugar del libertarismo utópico de Hayek, frente a la Gran Depresión, la clase dominante en la década de 1930 (por lo menos en los EE.UU.) giró hacia el supuesto “pragmatismo” del keynesianismo, más famoso con el New Deal del presidente Roosevelt, un plan de estímulos gubernamentales e importantes proyectos de obras públicas.
Esto, en sí mismo, fue una admisión tácita de la necesidad de la planificación. El mercado había fracasado. Se necesitaba la intervención estatal para sacar al capitalismo de su atolladero. Aunque incluso en aquel entonces, estas políticas keynesianas no funcionaron, y la crisis continuó, con altibajos, durante una década, hasta la Segunda Guerra Mundial.
La clase dominante no pudo soportar las consecuencias sociales de lo que sugerían los austriacos, con sus llamamientos a la llamada «destrucción creativa»; es decir, hacer que la clase obrera pague la crisis de inmediato, mediante la austeridad, el desempleo masivo y ataques a los salarios, las condiciones laborales y los niveles de vida.
Las garantías de Hayek y compañía que tan inmenso dolor y sufrimiento serían temporales, y que todo iría bien «a largo plazo» les ofrecía poco alivio o consuelo. Después de todo, como Keynes había comentado una vez:
“Este largo plazo es una guía engañosa para la actualidad. A largo plazo todos estaremos muertos. Los economistas se plantean una tarea demasiado fácil, demasiado inútil si en temporadas tempestuosas solo pueden decirnos que cuando la tormenta haya pasado hace mucho tiempo, el océano estará tranquilo de nuevo».
La clase dominante no estaba interesada en justificar un mercado libre que claramente no estaba funcionando. En cambio, buscaban salvar al capitalismo, utilizando al Estado, para salvar al capitalismo de sí mismo.
Y esto es lo que parecían ofrecer Keynes y el keynesianismo: una “solución” basada en gestionar y remendar el capitalismo, sin necesidad de pasar a la ofensiva contra la clase obrera arriesgándose a explosiones sociales e inestabilidad política.
Del mismo modo, los defensores más fervientes del libre mercado de hoy han ido a pedir ayuda al gobierno durante la pandemia. Mientras tanto, pocos economistas burgueses se han opuesto a la intervención estatal sin precedentes que hemos presenciado en respuesta a la crisis del coronavirus, con $17 billones en apoyo fiscal directo y estímulo, y otros $10 billones inyectados en la economía por los bancos centrales, todo para apuntalar el sistema y prevenir un colapso total.
Lo mismo también se vio a raíz del colapso de 2008, con la clase capitalista pidiendo rescates para monopolios financieros gigantes que se consideraban «demasiado grandes para colapsar». Por supuesto, cuando se trataba de pagar la factura por esto, estos mismos empresarios y banqueros desaparecieron. Al contrario, son los trabajadores los que han estado pagando por los recortes durante la última década o más.
Gracias al boom de la posguerra, el keynesianismo se mantuvo de moda entre políticos y académicos durante varias décadas, hasta que estas políticas de estímulo gubernamental, regulación estatal, gestión del lado de la demanda y financiación del déficit se derrumbaron en la década de 1970, allanando el camino para un giro hacia el llamado “neoliberalismo”.
Pero debemos ser claros: a pesar de la confusión creada por los reformistas, que idolatran al «bueno» de Keynes y castigan al «malo» Hayek, el keynesianismo y el hayekianismo son dos caras de la misma moneda capitalista liberal.
De hecho, aunque son famosos por su enfrentamiento intelectual en la década de 1930, Keynes y Hayek tenían mucho más en común de lo que les hubiera gustado admitir.
Ambos estaban firme y categóricamente en contra de la revolución y la clase obrera, y del lado del capitalismo y la clase dominante. Ambos se vieron a sí mismos como los verdaderos herederos de los economistas clásicos y de la Ilustración. Ambos procedían de entornos extremadamente privilegiados y ansiaban con nostalgia el regreso de la era victoriana y la edad dorada.
Ambos estaban imbuidos de una utopía e idealismo característicos del liberalismo burgués que representaban. Ambos tenían una visión mecánica y abstracta de la economía, en vez de una perspectiva dialéctica y materialista. Y lo más importante, ambos hombres, y sus ideas, aceptaban y defendían fundamentalmente el sistema capitalista.
Sus diferencias estaban más en la forma de este sistema económico, no en el contenido de clase; sobre grados de intervención estatal capitalista frente al libre mercado capitalista.
Keynes estaba claramente a favor del mercado, pero simplemente le preocupaba la medida en que los principios de laissez-faire y el capitalismo rentista se habían arraigado. Mientras tanto, Hayek, aunque se opone a la planificación en lugar de la competencia, no se opone por principio a la intervención estatal ni a los programas de bienestar del gobierno.
Es importante destacar que ni el keynesianismo ni el «neoliberalismo» ofrecen un camino a seguir para la clase obrera. Los intentos keynesianos de gestionar el capitalismo no funcionan. Dejar nuestras vidas y nuestro futuro en las manos –la “mano invisible”– del mercado, mientras tanto, es un camino hacia la miseria y el desastre.
Libertad y necesidad
Hoy en día, la mayoría de los libertarios han abandonado en gran medida cualquier intento de justificar económicamente el capitalismo. En cambio, el libertarismo se ha reducido principalmente a una serie de prejuicios moralistas e individualistas sobre la «libertad», como lo describe Hayek en El camino a la servidumbre.
Mientras tanto, las ideas y los argumentos de Hayek, además de ser un elemento básico de la mayoría de los cursos y libros de texto de economía universitaria, son promovidos principalmente por varios centros de investigación e institutos de libre mercado bien financiados, irónicamente, por los grandes monopolios empresariales (como los Rockfeller) que Hayek afirmaba aborrecer.
A cambio de esta filantropía de las grandes empresas, los austriacos proporcionaron a los políticos de derecha (como Thatcher y Reagan) una conveniente hoja de parra teórica para tapar sus vergüenzas, mientras aplastaban los sindicatos y atacaban los derechos y salarios de los trabajadores, en un esfuerzo por impulsar las ganancias de los capitalistas.
De todo lo que se ha dicho anteriormente, está claro que las ideas y las «teorías» de la escuela austriaca no tienen fundamento. Pero lo mismo ocurre con los llamamientos libertarios a la «libertad».
En realidad, no puede haber libertad real para ningún individuo dentro de un sistema que está fuera de nuestro control; en un sistema que, habiendo surgido inconscientemente por necesidad histórica y económica, ahora se nos impone; en un sistema donde la economía y sus leyes no trabajan a nuestro favor, sino en contra nuestra; en un sistema donde todas las decisiones importantes no se toman democráticamente, por parte de la gente común, sino por una dictadura del capital – una élite autoritaria e irresponsable de empresarios, banqueros y multimillonarios.
Para Hayek, la libertad significaba la ausencia de «coerción» y «fuerza» políticas sobre los individuos, negándose a reconocer la coerción y la fuerza económicas muy reales impuestas a la clase obrera por las leyes del capitalismo. La libertad para él, en otras palabras, era la libertad para la burguesía de cualquier restricción a su forma de hacer dinero.
Pero como señaló Engels en su brillante polémica con Dühring, basándose en la filosofía dialéctica hegeliana, la libertad real no se obtiene imaginándonos libres de las leyes de la sociedad, la economía y la naturaleza, leyes que operan ciegamente a espaldas de los individuos, capitalistas y trabajadores por igual.
Más bien, la verdadera liberación se produce precisamente al comprender estas leyes y poder manipularlas para nuestro propio beneficio como especie. La libertad, en resumen, “es la comprensión de la necesidad”.
La libertad no consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las leyes de la naturaleza externa cuanto respecto de aquellas que regulan el ser somático y espiritual del hombre mismo: dos clases de leyes que podemos separar a lo sumo en la representación, no en la realidad. La libertad de la voluntad no significa, pues, más que la capacidad de poder decidir con conocimiento de causa. Cuanto más libre es el juicio de un ser humano respecto de un determinado punto problemático, con tanta mayor necesidad estará determinado el contenido de ese juicio; mientras que la inseguridad debida a la ignorancia y que elige con aparente arbitrio entre posibilidades de decisión diversas y contradictorias prueba con ello su propia libertad, su situación de dominada por el objeto al que precisamente tendría que dominar. La libertad consiste, pues, en el dominio sobre nosotros mismos y sobre la naturaleza exterior, basado en el conocimiento de las necesidades naturales; por eso es necesariamente un producto de la evolución histórica.
Uno puede imaginarse a sí mismo como un pájaro, libre para volar, por ejemplo. Pero esto no significa que podrá escapar de la caída y la muerte si salta por una ventana del tercer piso.
Sin embargo, al comprender las leyes de la gravedad, el movimiento, la mecánica newtoniana y la aerodinámica, podemos crear máquinas (aviones o drones) que nos permitan volar.
De manera similar, aunque el movimiento de cada molécula de gas en un cilindro es aparentemente aleatorio e impredecible, gracias a una historia de investigación científica, ahora sabemos que existen leyes de la termodinámica que gobiernan la dinámica de tal sistema en su conjunto, con relaciones muy definidas entre temperatura, presión, volumen, etc.
Además, al comprender estas leyes, podemos convertir en vapor el calor contenido en una masa de gas y usarlo para hacer girar turbinas que generen electricidad; es decir, para crear la fuerza y el poder que se esconde detrás de la Revolución Industrial y que ha transformado la sociedad y la naturaleza.
Lo mismo ocurre con la economía. Los libertarios, sin embargo, no están interesados en comprender científicamente el sistema capitalista. Su objetivo no es explicar el funcionamiento de la economía, sino arrojar polvo a los ojos de los trabajadores y proporcionar una justificación teórica de las desigualdades e injusticias del capitalismo.
El objetivo del marxismo es, por el contrario, comprender genuinamente el mundo para cambiarlo; reconocer y comprender conscientemente las leyes del capitalismo –leyes de la necesidad que, como dice Hegel, son «ciegas sólo en la medida en que no se comprenden»– para que podamos derrocarlas a través de la revolución y reemplazarlas con un nuevo conjunto de leyes basadas en la planificación socialista y la democracia obrera.
Esta es la tarea que nos enfrentamos: organizar a los trabajadores y la juventud, apoyándonos en los sólidos cimientos de la teoría marxista; para armarnos con el arma de las ideas marxistas, en la lucha por la revolución.
Sólo sobre esta base podrá la humanidad liberarse de las cadenas del caos y las crisis capitalistas y, en palabras de Engels, “Es el salto de la humanidad desde el reino de la necesidad al reino de la libertad”.