España en la década de 1970: Cómo se traicionó la revolución

El 6 de diciembre se cumplieron 40 años desde que la Constitución española fue aprobada después de décadas de brutal dictadura bajo Franco. Pero como explica Alan Woods (testigo de estos acontecimientos históricos), la llamada Transición a la democracia fue una traición colosal maquinada por los líderes de la clase obrera española, que dejó intactos los pilares principales del antiguo orden reaccionario.

«Para que las cosas sigan igual, todo debe cambiar». (Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Il Gattopardo)

Durante las últimas cuatro décadas, España ha sufrido una especie de amnesia nacional. Hay poderosos intereses que desean mantener el pasado de España bajo llave. Pero la clase obrera y todas las fuerzas vivas en el Estado español exigen la verdad y no se conformarán con nada menos. El período conocido como «la transición democrática» fue un fraude gigantesco.

La monarquía que Franco impuso arbitrariamente se mantuvo, aunque el sentimiento abrumador de la mayoría era por una república. La Guardia Civil y otros cuerpos represivos se mantuvieron intactos.

De la noche a la mañana, se suponía que los españoles tenían que olvidarse del millón de personas que murieron en la Guerra Civil, de los miles que perecieron en las cárceles de Franco o de la represión violenta del movimiento obrero durante décadas. Se suponía que todos estos delitos debían ser borrados de la conciencia común como por arte de magia.

Ni una sola persona fue castigada por los crímenes de la dictadura. Los asesinos y torturadores que habían operado con impunidad bajo el antiguo régimen permanecieron igualmente intocables bajo la nueva «democracia» y caminaron libremente por las calles donde podían reírse a la cara de sus víctimas.

Los libros de historia fueron reescritos de tal manera que pareciera como si nada de esto hubiera ocurrido. Las fosas comunes, donde se encuentran miles de cadáveres sin identificar enterrados en olivares, en pasos de montaña y en las cunetas de los caminos, debían dejarse intactas para no impedir que los turistas admiraran el paisaje.

La larga noche

La represión salvaje que comenzó en la zona nacional durante la Guerra Civil continuó sin cesar después de la guerra. Los fascistas se vengaron terriblemente de los trabajadores. Republicanos, comunistas y socialistas fueron arrestados e internados en campos de concentración e innumerables personas fueron torturadas, asesinadas o desaparecidas en las cárceles de Franco. 

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Cada año, cientos fueron ejecutados por tribunales militares. Mientras que las ejecuciones oficiales se cifran en «solo» 35.000, algunos historiadores estiman que la cifra podría estar más cerca de 200.000. La verdadera cifra probablemente nunca será conocida. El objetivo era aterrorizar a la clase trabajadora para someterla. Se prohibieron las huelgas, las manifestaciones y los sindicatos libres. El único «sindicato» era el Sindicato «Vertical» fascista, que acogía tanto a los trabajadores como a los jefes. El único partido político legal era el Movimiento fascista.

Pasó mucho tiempo antes de que el proletariado pudiera recuperarse, pero el gradual despertar de la clase obrera ya se anunciaba en las heroicas huelgas en la provincia vasca de Vizcaya en 1947 y 1951, y en Barcelona en 1952. Pero las huelgas en Asturias que comenzaron en 1962 marcaron un cambio decisivo en la situación. Entre 1964 y 1966 hubo 171.000 días de trabajo perdidos por huelgas. Entre 1967 y 1969, la cifra aumentó a 846.000, y de 1973 a 1975 hubo 1.548.000.

Las Comisiones Obreras, un movimiento obrero opositor de base, surgieron de estas luchas para convertirse en la principal oposición al «Sindicato» controlado por el gobierno.

Los trabajadores ya estaban perdiendo el miedo al régimen. En lugar de atemorizar a los trabajadores, los actos de represión solo sirvieron para aumentar su ira, empujándolos hacia una lucha mayor y aún más radicalizada. La conciencia de los trabajadores españoles se elevaba a pasos agigantados. Estaban aprendiendo rápidamente en la escuela de la lucha de clases. No hay mejor escuela.

Divisiones por arriba

Participé en mi primera manifestación del Primero de Mayo en España en 1973, en una de las ciudades más proletarias de Barcelona: L’Hospitalet. Los trabajadores, en filas apretadas, llenaron las calles con pancartas, banderas y gritos de ¡Viva la clase obrera!

Que yo recuerde, la manifestación duró aproximadamente 10 minutos. El sonido de las sirenas de la policía pronto se oyó por encima de los cantos de los trabajadores. La gente se dispersó rápidamente, corriendo hacia las calles laterales y bares para escapar de las porras y el gas lacrimógeno de los odiados grises (la policía).

La cuestión inmediata era la democracia. Pero mucha gente deseaba ir más allá. Los trabajadores avanzados sentían que el poder estaba a su alcance. Sentían instintivamente que el derrocamiento de la dictadura franquista no era el final, sino el comienzo de una profunda transformación de la sociedad española. El movimiento comenzaba a adquirir un carácter claramente anticapitalista. Esto se reveló de manera muy gráfica en la huelga general en Vitoria en marzo de 1976.

El espíritu de rebelión era más fuerte entre los jóvenes, como era de esperar. En las paredes de todos los pueblos y ciudades de España aparecieron pintadas que denunciaban a la dictadura en nombre de una u otra de las organizaciones revolucionarias y de los trabajadores.

Recuerdo vivamente el estado de ánimo explosivo que existía en ese momento. Prácticamente todas las paredes de Santa Coloma, la ciudad proletaria junto a Barcelona donde comencé mi actividad clandestina en 1972, estaban llenas de pintadas de diferentes grupos de izquierda: comunistas, maoístas, anarquistas y trotskistas.

La policía tenía dificultades en intentar erradicar la voz de la revolución expresada gráficamente en estas paredes. Algunas pintadas fueron tapadas con pintura, otras tenían las letras unidas por lo que era difícil leer las consignas… Pero todo fue en vano. Ya no era posible silenciar la voz de la revolución de esta manera. Las consignas borradas un día reaparecían inmediatamente durante la noche.

Prácticamente todos los estratos de la sociedad española se oponían al régimen. Bajo la influencia de las huelgas obreras de masas, artistas, cantantes, actores de teatro, directores de cine y dramaturgos entraron a la lucha contra la dictadura. En un teatro madrileño, los actores interrumpieron una actuación para anunciar que se unían a la huelga y fueron aplaudidos con entusiasmo por el público.

Una activista, que era estudiante de sociología en la Universidad Complutense de Madrid, recuerda el estado de ánimo en ese momento:

La universidad estaba llena de vida política irreprimible. Siempre había discusiones en el comedor. Todos los días, militantes de un grupo u otro entraban con un rollo de papel que desplegaban en la pared con largas declaraciones, protestas, apelaciones o manifiestos que los estudiantes leían con interés. Naturalmente estos manifiestos de papel no duraban mucho. La policía llegaba rápidamente al comedor y los destruía. Pero al día siguiente reaparecería otro cartel, con las mismas consecuencias. La policía intentaba establecer la identidad de los culpables, interrogando a los miembros del personal de la cafetería, que para darles crédito nunca revelaron nombres.

La policía reprimía cualquier indicio de protesta con el mayor salvajismo. Vi a estudiantes saltar por las ventanas después de romper los vidrios en un intento desesperado de escapar de brutales golpizas a manos de la policía. La policía había bloqueado todas las entradas y la única forma de salir era tirando sillas para romper las ventanas. Muchos estudiantes resultaron heridos de esta manera, sufriendo cortes severos por los fragmentos de vidrio roto. Solo este hecho muestra que la alternativa a manos de la policía era incluso peor que esto.

La agitación revolucionaria en la sociedad española encontró su expresión en profundas divisiones por arriba, que eran solo un reflejo distorsionado de las presiones colosales que se acumulaban por abajo. Algunos exigían medidas de liberalización para evitar la revolución que se avecinaba, mientras que otros abogaban por una represión aún mayor. Todos eran conscientes de los nubarrones de tormenta en el horizonte.

La muerte de Franco

El jueves 20 de noviembre de 1975, la gente de España encendió la radio y se encontró con el sonido de una música solemne. Ese momento quedará para siempre en sus recuerdos. Francisco Franco, el hombre que había tiranizado a España durante 36 años, estaba muerto.

El régimen hizo intentos desesperados de mantener vivo al dictador de 82 años, no por creer que pudieran tener éxito, sino por el temor y la incertidumbre sobre la agitación política que inevitablemente seguiría a la muerte de Franco. Pero al final la naturaleza siguió su curso. En los barrios obreros desde Bilbao a Sevilla en innumerables pisos y casas hubo celebraciones. Y en cuestión de horas por toda España se agotaron los suministros de champán.

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La muerte de Franco abrió las compuertas a través de las cuales los trabajadores entraron en escena con una ola de huelgas y manifestaciones. La clase dominante ahora entendía que el cambio era inevitable si no quería ser arrollada por la marea de la revolución.

Antes de morir, Franco había nombrado a Carlos Arias Navarro como Primer Ministro, apodado «el Carnicero de Málaga» por el papel que jugó en la sangrienta represión infligida en Málaga después de la Guerra Civil. Al principio Arias intentó acabar con el movimiento revolucionario mediante la represión. Pero esto no logró frenar la marea revolucionaria. A principios de diciembre de 1975, 25.000 trabajadores metalúrgicos ya se habían declarado en huelga en Madrid y las minas de Asturias estaban paralizadas.

A principios de enero de 1976, los trabajadores del Metro de Madrid se declararon en huelga. Les siguieron las huelgas de trabajadores de los sectores de correos y telecomunicaciones. Las huelgas luego se extendieron a la red ferroviaria (Renfe), a los taxistas y a cientos de otras empresas en el cinturón industrial de Madrid, lo que obligó al gobierno a llamar a los militares para mantener en funcionamiento el metro y los servicios postales.

En ese mes se perdieron cerca de 21 millones de horas de trabajo por huelgas. Algunas de las empresas más importantes del país, como Ensidesa, Hunosa, Standard Eléctrica y Motor Ibérica entre otras, estuvieron en huelga durante meses. A lo largo del mes de diciembre, estalló una ola de movilizaciones exigiendo una total amnistía para todos los presos políticos. En las calles se oía el grito de: “¡Amnistía y Libertad!”.

Llegada a Madrid

En enero de 1976 yo vivía en Carabanchel, un barrio obrero de Madrid, donde había una prisión infame en la que se detenía a opositores y dirigentes obreros. Desde la ventana podíamos ver los altos muros de ladrillo rojo, patrullados por policías armados. En mi primer informe al periódico Militant, escribí:

Prácticamente todos los sectores de los trabajadores han estado involucrados en las disputas laborales de la primera parte del mes: trabajadores del metal, trabajadores de la construcción, los ferroviarios, los carteros, los trabajadores de la central telefónica, los bancos, el metro, los trabajadores del automóvil e incluso los agentes de seguros.

Comenzando con los trabajadores industriales, algunos de los cuales, como los de Standard Electric-ITT, han estado en huelga durante un mes, la ola de huelgas se extendió de inmediato con el inicio del Año Nuevo y todos los días parecía como si nuevas capas de la clase trabajadora entraban en el poderoso movimiento, que literalmente encendió una hoguera debajo del trasero del nuevo gobierno.

Junto a los 15.000 trabajadores de Standard, salieron 12.000 operarios de Chrysler, 3.000 en industrias de telecomunicaciones, 3.200 en el metal de Getafe, 5.000 en la Pegaso. El periódico Informaciones de Madrid (9 de enero) cifraba el número total de huelguistas en 100.000.Las estimaciones no oficiales hablaban del doble de ese número. En realidad, Madrid ha estado muy cerca de una situación de huelga general en estas pocas semanas».

La compañía de telefonía clave permanece en huelga hasta el momento de escribir estas líneas. A un intento de detener a un dirigente de los trabajadores de Telefónica se respondió con una huelga inmediata que pronto aseguró su liberación. En general, la mayoría de las empresas que no han estado en huelga han realizado paros diarios durante un período de tiempo determinado, normalmente dos horas.

Hace unos días, fui a comprar sellos de correos a un estanco y le pregunté al hombre que estaba detrás del mostrador dónde estaba el buzón más cercano, «no te moleste», me aseguró, «no van a ser enviadas». Cuando le pregunté a qué se refería, casi gritó con un regocijo mal reprimido: «¡PORQUE ESTÁN EN HUELGA!». Y era verdad. Los carteros se habían unido al movimiento huelguístico.

El 14 de enero, las portadas de los periódicos de Madrid estaban adornadas con el titular: “CORREOS MILITARIZADO”. Al día siguiente, los periódicos publicaban noticias del arresto de ocho empleados de correos “en cumplimiento del decreto de militarización”. Este decreto significaba que todos los trabajadores de correos mayores de 18 años estaban bajo el mando y jurisdicción militar. Al igual que sus compañeros en el Metro, los carteros fueron obligados a volver a trabajar.

La atmósfera eléctrica en Madrid se ha concretado en una serie de manifestaciones masivas en las que las reivindicaciones salariales se han mezclado con consignas políticas. La transición se hizo aún más fácil en España en la actualidad porque uno de los primeros actos del nuevo régimen “liberal” fue introducir una congelación salarial. “¡Abajo los topes salariales!” y “¡Abajo la carestía de la vida!” eran las consignas más populares de manifestaciones, junto con “¡Amnistía!”, y la reivindicación de derechos democráticos.

Masacre en Vitoria

En todas partes la lucha estaba acumulando un ímpetu irresistible. Alcanzó su punto álgido en Vitoria a principios del mes de marzo de 1976. Esta lucha heroica afectó a todo el país, llegando hasta el corazón mismo del gobierno. Estuve presente en el punto más crítico y lo recuerdo como si fuera ayer.

Viajé a Vitoria el 2 de marzo en un automóvil lleno de jóvenes socialistas que estaban activos en la clandestinidad y en contacto con los trabajadores en huelga en Vitoria, transportando una duplicadora para la UGT de esa ciudad. Escapamos por poco del arresto, habiendo sido parados en un control de la policía en la entrada de la ciudad. Todo el lugar estaba lleno de policías armados, como si fueran una fuerza de ocupación en territorio enemigo.

El movimiento de huelga funcionaba de forma extremadamente democrática. La innovación más importante fue la elección de Comisiones Representativas en cada fábrica. Estos órganos de lucha estaban compuestos por los trabajadores más combativos, muchos de ellos con ideas revolucionarias que proporcionaron una dirección extremadamente buena de principio a fin.

Las comisiones representativas eran responsables de coordinar las luchas y negociar con los patronos. Los delegados eran responsables ante las asambleas y podían ser revocados en cualquier momento. A su vez, los delegados a las asambleas también eran revocables en cualquier momento.

Asistí a una reunión masiva de huelguistas y sus familias. Era lo más cercano a un soviet que jamás había visto. El estado de ánimo era arrebatador. Una mujer dijo: «Aunque mis hijos solo tengan pan para comer, debemos continuar la huelga hasta el final». Eso era típico del ambiente general.

Al día siguiente, el día 3 de marzo, después de 54 días de huelga ininterrumpida, se hizo un llamado a una huelga general en todo el territorio de Vitoria. La huelga fue observada por la totalidad de la clase obrera. Esa noche, más de 5.000 personas asistieron a la asamblea general en la Iglesia de San Francisco. Fue entonces cuando ocurrió el desastre.

La policía rodeó el edificio y dispararon botes de gas lacrimógeno y bombas de humo que destrozaron las ventanas de la iglesia, que estaba llena de hombres, mujeres y niños. El pánico era indescriptible, ya que el gas y el humo hacían imposible respirar en un espacio tan confinado.

La multitud se dirigió hacia la salida. Pero mientras luchaban por salir por las puertas, casi sin aliento, la policía abrió fuego con armas automáticas. Tres trabajadores murieron en el instante, más de cien resultaron heridos y dos trabajadores murieron más tarde en el hospital. Estos acontecimientos provocaron una oleada de ira y repulsión en toda España.

Los eventos en Vitoria tuvieron un efecto electrizante en la conciencia de cientos de miles de trabajadores en todo el país. En varias partes del país estallaron huelgas y manifestaciones espontáneas. Esta brutal masacre marcó un punto de inflexión en la lucha contra la dictadura de Franco. Si los dirigentes de los trabajadores hubieran hecho un llamado a una huelga general, habrían tenido una respuesta total.

Una huelga general hubiera puesto a la dictadura, ya muy sacudida y debilitada por las divisiones, de rodillas. Pero las organizaciones de la clase obrera no hicieron la convocatoria. El Partido Comunista en particular era hostil a los trabajadores de Vitoria, que no estaban bajo su control. Se opusieron implacablemente a la idea de una huelga general, aunque anteriormente había sido parte de su propio programa. Su política era negociar un acuerdo con el régimen existente.

Crisis del régimen

Para entonces Arias ya era una fuerza agotada. En julio de 1976, los españoles se despertaron con la sorprendente noticia de que el rey había decidido destituir al Primer Ministro. La mayoría de los españoles se asombraron al saber que el nuevo hombre era un político de carrera prácticamente desconocido llamado Adolfo Suárez, quien había pasado muchos años en la sombra, medrando por la escalera resbaladiza de la burocracia fascista y finalmente convirtiéndose en secretario general del Movimiento fascista.

Durante décadas se ha cultivado cuidadosamente la leyenda de que Suárez y el rey Juan Carlos «trajeron la democracia a España». Esto es una mentira. El papel clave en el derrocamiento de la dictadura lo desempeñó, no Suárez y ciertamente no Juan Carlos, sino la clase obrera española. Ola tras ola de huelgas, huelgas generales, manifestaciones y protestas callejeras gradualmente desgastaron el régimen igual que las olas del océano que se estrellan contra los acantilados acaban por desgastar al granito más fuerte.

Capa tras capa de trabajadores se vieron implicados en la lucha: mineros, trabajadores automotrices, impresores, trabajadores telefónicos, empleados de bancos, ferroviarios, controladores aéreos, trabajadores postales, estibadores, empleados del gobierno, mecanógrafos, actores y muchos otros. Con sus huelgas y huelgas generales, demostraron su poder para paralizar a toda la sociedad. Desafiaron al Estado y sus fuerzas represivas con impresionante coraje y determinación.

Sin embargo, en última instancia, todo esto no contó para nada. El futuro de España estaba determinado por un pequeño puñado de personas que realmente no representaban nada más que a sí mismos. Fueron los políticos obreros reformistas y una pequeña camarilla de ex burócratas franquistas los que lo decidieron todo a espaldas de las masas.

El problema central era un problema de dirección. Los dirigentes del Partido Comunista Español argumentaron que la correlación de fuerzas no era favorable para una huelga general. No tenían absolutamente ninguna confianza en la capacidad de los trabajadores españoles de tomar el poder en sus propias manos y buscaban ansiosamente a alguien a quien entregar el poder que estaban aterrorizados de asumir.

La verdadera correlación de fuerzas quedó al descubierto por el hecho de que Suárez no podía hacer nada sin el apoyo de los líderes de los partidos socialista y comunista. Suárez sabía que no podía gobernar sin basarse en esos dirigentes. Se apoyó en ellos y ellos se apoyaron en la clase trabajadora. Pero en lugar de basarse en el poder de la clase trabajadora, estos líderes fueron hipnotizados por el espectro del poder estatal, aunque ese poder se estaba desintegrando rápidamente ante sus propios ojos. Se comportaron como un conejo asustado cegado por los faros de un automóvil.

Tenían miedo de todo: del régimen, del ejército, de la iglesia, de las masas e incluso del sonido de su propia voz. Consideraban el movimiento de masas no como un poder, sino simplemente como un as en la manga en sus negociaciones con el régimen. Estaban dispuestos a sacrificarlo a cambio de cualquier cosa que se les ofreciera. Ni siquiera eran buenos negociadores en términos puramente sindicales.

La monarquía

En el centro de estas sórdidas intrigas tras bambalinas estaba la monarquía: esta institución desacreditada, que había sido rechazada de manera decisiva por el pueblo español en 1931 y que prácticamente no tenía apoyo, ahora fue apresuradamente empujada a la vanguardia, debía ser restaurada con los colores de democracia.

Juan Carlos fue presentado como un símbolo de la «democracia» ante el pueblo de España. Pero sus credenciales democráticas eran absolutamente falsas. Herramienta voluntaria del dictador, Juan Carlos vivió una vida de lujo ocioso, adulando a Franco de manera servil. Su único reclamo de «legitimidad» fue que el dictador lo había nombrado como su sucesor.

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Juan Carlos era un Borbón moderno, con todas las características históricas de los Borbones. Estas características eran similares a las que Trotsky atribuyó a los Romanov rusos: «traición pasiva, paciente pero vengativa, disfrazada con una dudosa bondad y amabilidad». Estas palabras describen adecuadamente el carácter del nuevo rey español.

Nadie en su sano juicio podría haber supuesto que los líderes del PCE y el PSOE aceptarían una monarquía, y mucho menos bajo un hombre que Franco había designado personalmente como su heredero. En todos los intensos debates entre los activistas del movimiento obrero después de la muerte del dictador, tal abominación ni siquiera se mencionaba como una posibilidad teórica. Sin embargo, eso fue precisamente lo que ocurrió.

Las reuniones de Adolfo Suárez con los dirigentes políticos de la oposición formaban parte de un plan cuidadosamente elaborado. Su objetivo era romper el frente común de los partidos de oposición (que ya estaba suficientemente desgastado por la rivalidad mutua y la lucha para obtener las máximas ventajas), y sobre todo para marginar al Partido Comunista. Parte del plan era prometer las ventajas más seductoras si aceptaban participar en esta maniobra cínica. El plan funcionó.

Todo este tiempo las conversaciones se llevaron a cabo en secreto entre Suárez y González. Los dirigentes del Partido Socialista miraban continuamente por encima del hombro, preguntándose nerviosamente si la colaboración con Suárez los comprometería ante los ojos de las masas y sus propios miembros. Si dejaran el Partido Comunista fuera, ¿no se volvería esto en su contra? Pero no tenían por qué preocuparse.

Desde septiembre de 1976, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo mantuvieron contactos regulares, aunque secretos. El líder del PCE ya se había metido en la cama con Suárez y no estaba en posición de criticar a Felipe González desde la izquierda. El escenario estaba listo para la gran traición.

Siete días en enero

Incluso mientras se llevaban a cabo negociaciones secretas por arriba, la violencia del régimen se desataba sin piedad para reprimir a la oposición en las calles. Las bandas fascistas campaban a sus anchas por las calles, secuestrando, golpeando y asesinando con total impunidad.

Otras fuerzas siniestras comenzaron a aparecer. Unos días antes del referéndum, un misterioso grupo terrorista que se hacía llamar GRAPO secuestró a José María Oriol, una figura destacada de la oligarquía española y el régimen de Franco. La misma gente también secuestró más tarde al general Villaescusa.

Un fascista que operaba bajo el control de las fuerzas de seguridad del Estado, asesinó a un joven izquierdista, Arturo Ruiz, en el centro de Madrid. El asesinato provocó una ola de furia con manifestaciones prácticamente ininterrumpidas y actos de protesta. El estado de ánimo era especialmente fuerte en las universidades de Madrid, que estaban prácticamente paralizadas, con alrededor de 100.000 estudiantes en huelga, y más de 30.000 participantes en asambleas y mítines. Aproximadamente 115.000 participaron en las manifestaciones que tuvieron lugar durante toda la mañana.

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En una de esas manifestaciones, una joven estudiante, María Luz Nájera, fue asesinada por un bote de humo disparado por la policía. Hija de una familia obrera del distrito de La Alameda de Osuna en Madrid, tenía apenas 20 años de edad. Había sido su primera manifestación.

Los pesados botes de humo metálicos estaban destinados a ser disparados hacia arriba para dispersar a los manifestantes mediante la liberación de nubes de humo. Nunca deben ser disparados horizontalmente, que es lo que sucedió aquí. Disparados directamente a los manifestantes, estos instrumentos se convierten en armas letales.

María Luz recibió el impacto directo de este misil asesino en su rostro, que quedó completamente destrozado. Sus compañeros la llevaron rápidamente a la clínica de La Concepción, donde llegó en coma. Pero era demasiado tarde. Murió de sus terribles heridas. La persona que realizó esta acción sanguinaria sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Fue un asesinato a sangre fría. Pero como todos los otros asesinatos cometidos por el régimen, nadie fue acusado ni procesado.

El aire estaba cargado de tensión eléctrica, como la atmósfera sofocante antes de la tormenta. Ese mismo fatídico día, el 24 de enero, un grupo de extrema derecha con conexiones en el Ejército, la Policía y los Servicios de Información, caminó tranquilamente hacia las oficinas de los abogados laboralistas de Comisiones Obreras en la calle Atocha, n.º 55 en Madrid. Abrieron fuego acribillando a todos los que encontraron.

Las víctimas fueron los abogados Luis Javier Benavides, Francisco Javier Sauquillo y Enrique Valdelvira; el estudiante Serafín Holgado y el trabajador administrativo Ángel Rodríguez Leal, quien fue el primero en morir. Estos asesinatos provocaron una ola de indignación en toda la población. El ambiente era tan explosivo que una sola chispa habría bastado para encenderlo.

El papel de Carrillo

Los representantes serios del gran capital estaban completamente alarmados. Se dieron cuenta de que solo podían salvarse pidiendo ayuda a los dirigentes obreros, especialmente al Partido Comunista, que en ese momento tenía un dominio aplastante sobre el movimiento obrero. Y no se equivocaron.

En este momento decisivo, los líderes del PCE actuaron como bomberos muy efectivos, vertiendo agua sobre la furia ardiente de las masas. La gran manifestación que acompañó el funeral de los abogados asesinados fue estrictamente controlada por el servicio de orden del Partido Comunista que impidió que se gritaran consignas o se ondearan banderas o pancartas.

La manifestación silenciosa fue muy impresionante. Pero la disciplina era realmente un mensaje para el gobierno: “¿Veis cómo podemos controlar a las masas y mantenerlas en silencio? ¡Podéis confiar en nosotros para mantener el orden en las calles! Pero ahora esperamos que hagáis concesiones…”.

Los dirigentes reformistas renunciaron a cualquier idea de un programa socialista, presentando en cambio la idea de un «consenso» que supuestamente uniría los intereses de clase contradictorios, sumergiendo los intereses de la clase obrera en un movimiento general, vago y amorfo por la «democracia».

Santiago Carrillo, el secretario general del Partido Comunista, había estado indicando durante algún tiempo su disposición a dialogar con los elementos del régimen. Así que fue realmente un asunto muy simple para este último entrar en contacto con él. De hecho, solo tuvo que levantar su dedo meñique para que el líder del PCE acudiera corriendo.

Ya en 1974, antes de regresar a España, Carrillo dio una conferencia de prensa en París ante periodistas españoles. Habló de la necesidad de olvidar el pasado, de asegurarse de que no hubiera actos de venganza, y de que todos los «progresistas» deberían trabajar hacia la «unidad nacional» por el bien del país. También habló del papel que desempeñaría el ejército en su contribución al futuro político de España.

Finalmente, Carrillo consiguió su recompensa. El 9 de abril de 1977 se legalizó el Partido Comunista de España. A partir de ese momento, el poderoso PCE se convirtió en una herramienta en manos de Suárez. Carrillo reconoció la monarquía y la bandera nacional y predicó la moderación y la «reconciliación nacional».

Muchos miembros del PC estaban aturdidos y resentidos, pero décadas de autoritarismo estalinista habían eliminado cualquier espíritu de crítica. Trataron de consolarse con la idea de que «nuestros dirigentes saben lo que hacen», que todo era solo una táctica y que, finalmente, el Partido encontraría el camino correcto. Pero el único camino ante el PCE fue el que le condujo a un abismo sin fondo.

En el libro de Génesis, Esaú vendió su primogenitura por un plato de lentejas. Ese no fue un mal acuerdo en comparación con el que llegaron Carrillo y González, quienes entregaron el poder que había sido conquistado a través de la acción de la clase obrera a cambio de una falsa democracia. Aquí radica el secreto de la llamada transición democrática.

Santiago Carrillo y los otros líderes del PCE defendían un «compromiso histórico» entre los conservadores y los comunistas. En realidad, fueron los primeros los que lo ganaron todo, mientras que los comunistas lo perdieron todo.

Carrillo y los otros dirigentes del PCE desempeñaron un papel clave para socavar el movimiento revolucionario de la clase obrera y ayudar a la burguesía a recuperar el control cuando se le había escapado de las manos. Esta traición tuvo un alto precio para Carrillo y su partido. Los dirigentes del PSOE no eran una pizca mejor, pero no tenían el tipo de apoyo que disfrutaba el PCE y las Comisiones Obreras que controlaban en ese momento.

Su voto cayó bruscamente, mientras que el de los socialistas, que contaban con el apoyo de los medios y tenían más recursos, aumentó. ¡Por supuesto! Si hay dos partidos obreros, uno grande y otro pequeño, con políticas y programas similares, los trabajadores votarán por el más grande de los dos. El PCE perdió en relación con los socialistas, quienes aparecían como más grandes ante los ojos de las masas, en las primeras elecciones democráticas de España, en 1977 y nuevamente en 1982, con cuatro diputados elegidos en comparación con 202 para los socialistas.

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En los años siguientes, el PCE vio disminuir su influencia, y su militancia y su número de votos se desplomaron. Se convirtió en una sombra de lo que fue. La renuncia de Carrillo como secretario general se hizo inevitable. En 1985, después de una lucha por el poder, fue expulsado del Partido. Al final, el autodenominado realista Carrillo logró destruir por completo al poderoso Partido Comunista Español. Terminó ignorado políticamente en los últimos años de su vida como resultado de su traición.

El PCE, este poderoso partido de antaño, construido con el heroísmo y sacrificio de una generación de militantes de la clase trabajadora que arriesgaron sus vidas en la lucha clandestina contra la dictadura de Franco, prácticamente se disolvió en Izquierda Unida.

Cuando Santiago Carrillo murió, la prensa burguesa liberal publicó los homenajes más halagadores al hombre que los salvó. Un agradecido Juan Carlos fue a visitar su lecho de muerte dos horas después de que falleciera, y declaró que el ex secretario general del PCE había desempeñado un «papel fundamental» en el establecimiento de la democracia en España. El periódico británico The Independent escribió:

«Juan Carlos dijo, después de visitar a la familia de Carrillo para darles sus condolencias solo dos horas después de su muerte, a los 97 años, que el líder comunista era «una persona fundamental para la democracia», casi seguramente una referencia al papel clave desempeñado por Carrillo, como cabeza del Partido Comunista hasta 1982, en el período de transición política y reconciliación tras la muerte del general Franco».

Esa es la pura verdad. La clase dominante tenía buenas razones para alabar al hombre que, en efecto, los había salvado a ellos y a su sistema, y al hacerlo destruyó al partido más poderoso de la izquierda en España. Al menos, uno no puede acusarlos de ingratitud.

El PSOE y los sindicatos.

Hasta 1976, el Partido Socialista adoptó una política que en palabras estaba a la izquierda del PCE. En realidad, sin embargo, este radicalismo verbal fue simplemente un intento de ocultar el hecho de que el PSOE era orgánica y políticamente muy inferior a los comunistas. Para compensar esta deficiencia, necesitaban dinero, mucho dinero. Y encontraron un banquero dispuesto en la socialdemocracia alemana.

Era un secreto a voces en aquel entonces que Felipe González estaba recibiendo grandes sumas de dinero de Bonn. No hace falta decir que este dinero venía con condiciones. Los socialdemócratas alemanes exigieron que los socialistas españoles abandonaran su demagogia izquierdista y aceptaran las políticas y los principios del «socialismo moderado». Tampoco hace falta decir que González y compañía aceptaron esta generosa oferta diligentemente.

González entró en contacto regular con Adolfo Suárez. El partido abandonó su verborrea radical como una patata caliente, abandonó el marxismo, expulsó a la izquierda, liquidó las Juventudes Socialistas y giró bruscamente hacia la derecha. Se convirtió en un aceptable partido de gobierno, totalmente subordinado a los intereses de los banqueros y capitalistas de España. Incluso aceptó la entrada de España en la OTAN, algo que habría sido considerado un anatema unos años antes.

Esta degeneración también se desarrolló en un proceso paralelo en los sindicatos. La antigua combatividad fue reemplazada por un espíritu cobarde de compromiso y por el llamado realismo que era simplemente una hoja de parra para ocultar una política de colaboración de clases, concesiones y traición. Los dirigentes sindicales, tanto los de Comisiones Obreras como los de la UGT, presentaron el eslogan de “sindicato de servicios”, es decir, reemplazar un sindicato que se basa en la lucha de clases y la acción combativa para defender los derechos y niveles de vida de los trabajadores por uno que cobra las cuotas de afiliación a cambio de ciertos servicios, tales como seguros, etc.

Esto, a su vez, profundizó la desilusión de las bases, lo que llevó a un colapso de la afiliación sindical y una pérdida de autoridad de los sindicatos ante los ojos de la masa de los trabajadores. La militancia de Comisiones Obreras también cayó, aunque no de manera tan catastrófica. Por otro lado, la más moderada UGT inicialmente creció en militancia, ya que las nuevas capas de trabajadores en circunstancias diferentes buscaban soluciones prácticas para sus problemas cotidianos apremiantes.

Los dirigentes de Comisiones Obreras llegaron a la conclusión de que este era el camino a seguir. Durante todo un período hubo una competencia entre los dirigentes de Comisiones Obreras y la UGT para ver quién era más moderado, más razonable y más dispuesto a llegar a acuerdos, es decir, quién estaría dispuesto a capitular más profundamente ante los empresarios.

Los dirigentes sindicales intentaron justificar su conducta en basándose en el «realismo». En realidad, era precisamente lo contrario. Por cada paso atrás que los líderes sindicales dieron, los empresarios exigieron tres más. La debilidad invita a la agresión. Al final, el vacío del llamado sindicalismo moderado condujo a un colapso general de la afiliación sindical e incluso al desprestigio de la idea del sindicalismo entre las amplias capas de la clase obrera española.

La Constitución

Un punto de inflexión en la situación fue la aprobación de una nueva Constitución. España había estado sin una constitución desde 1936 hasta 1978. La nueva Constitución española fue sometida a aprobación por referéndum el 6 de diciembre de 1978. Este fue otro producto de consenso entre los representantes del viejo régimen y los líderes de los trabajadores.

Definió a España como una «monarquía parlamentaria», una frase un tanto engañosa por cuanto se ideó para ocultar la capitulación del PCE y del PSOE y su abandono del republicanismo. Abolió la pena de muerte, aunque la policía siguió torturando y asesinando a los trabajadores. Naturalmente, dejó intactos todos los cuerpos represivos de la dictadura. Una «ley de amnistía» prohibió el enjuiciamiento de los crímenes de la Guerra Civil, así como los crímenes del régimen. Se impuso un pacto de silencio que amordazó a los españoles durante décadas.

Todavía en 1977, el PSOE continuaba haciendo agitación por una república en oposición a la monarquía. Pero este último vestigio de «radicalismo» pronto se diluiría hasta que finalmente desapareció: a principios de 1978, el partido aceptó plenamente el principio de una monarquía «constitucional» encabezada por Juan Carlos.

Además, el PSOE insistió en que la Constitución garantizaría «el derecho al trabajo, a una vivienda adecuada, a la libertad de expresión, a las elecciones libres», etc. La burguesía estaba más que feliz de garantizar y prometer cualquier cosa, siempre que su dominio sobre la sociedad no fuera amenazado o socavado. En cualquier caso, establecieron numerosas «cláusulas de salvaguardia» de carácter bonapartista en el texto de la constitución, en caso de que los líderes de los trabajadores demostraran ser incapaces de contener a la clase trabajadora en un momento dado.

El referéndum fue aprobado ese mismo día, el 6 de diciembre de 1978, aunque la abstención alcanzó el 35 por ciento de la población. Este resultado en sí mismo no fue una gran sorpresa. Reflejaba el profundo y comprensible deseo del pueblo español de poner fin a los largos años de dictadura y establecer una democracia representativa.

Felipe González en Simon Peres Image Croes Rob C. Anefo

El gobierno tuvo en sus manos todos los instrumentos necesarios para moldear la opinión pública: una campaña masiva para un voto del “Sí” llenó las ondas de la televisión y la radio y se encontró con un apoyo abrumador en la prensa. La oposición de la derecha, aunque extremadamente ruidosa, no tuvo soporte alguno en una opinión pública que era muy consciente de quién estaba detrás de todo ese alboroto. Después de 40 años, habían tenido suficiente de eso.

Aquellos que desean vender un producto son muy conscientes de la importancia de las frases publicitarias eficaces que describen las virtudes de lo que está a la venta, independientemente de si en la realidad estas afirmaciones tienen alguna base. Es cierto que estos productos deben contener por ley una explicación escrita de su contenido. Pero es bien sabido que tales explicaciones están impresas en letras tan pequeñas que casi nadie se molesta en leerlas. También ese fue el caso con la Constitución española.

La gente fue bombardeada constantemente con propaganda que presentaba la constitución como la última palabra en democracia, y después de 40 años de dictadura, lo que la gente quería era la democracia. Pero muy pocas personas se tomaron la molestia de leer lo que estaba en el texto. Y para usar una vieja expresión española, se les dio gato por liebre.

En realidad, la constitución fue un compromiso que no satisfizo a nadie. La única razón por la que se podía imponer a los españoles era porque los líderes de la oposición habían abandonado cualquier pretensión de luchar por una democracia plena a cambio de reconocimiento y la posibilidad de obtener posiciones ministeriales lucrativas en el nuevo sistema parlamentario. Si los líderes del Partido Comunista y el Partido Socialista hubieran organizado una campaña para revelar las fallas flagrantes en la constitución, el resultado hubiera sido muy diferente. Pero no tenían la intención de hacer nada que pudiera poner en apuros a Adolfo Suárez.

Un documento fraudulento

En la vieja leyenda alemana, Fausto vendió su alma al diablo a cambio de placeres mundanos. Cuando finalmente se dio cuenta del precio que tenía que pagar, se llenó de remordimientos, pero para entonces ya era demasiado tarde. En España, la nueva versión de la leyenda faustiana tuvo un final algo diferente.

Los líderes de la oposición entraron en un acuerdo diabólico con el viejo régimen y fueron recompensados muy sustancialmente con atractivas carreras parlamentarias. A diferencia de Fausto, muy pocos, o ninguno, expresaron el más mínimo arrepentimiento por lo que fue un acuerdo altamente insatisfactorio desde el punto de vista del pueblo español. Pero fue este último, y no los líderes, quien tuvo que pagar la factura.

El documento contiene muchas esperanzas piadosas. Por ejemplo, el Artículo 35 nos informa que:

1. Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo.

Podría ser una sorpresa para los millones de españoles que ahora están desempleados que la Constitución les garantiza el derecho a trabajar. También puede ser una sorpresa para millones de mujeres trabajadoras que reciben menos que el salario de hombres trabajadores que dicho trato esté explícitamente prohibido por la Constitución.

Del mismo modo, el Artículo 47 establece con toda seriedad que:

Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación.

Díganle eso a los millones de españoles que no tienen un hogar y que han sido desalojados brutalmente por los bancos que han embargado sus hogares para ganar aún más dinero de su desenfrenada especulación.

¿Es realmente posible ganar un caso contra el gobierno en el Tribunal Constitucional sobre la base de que sus políticas fueron contrarias a estas cláusulas? La idea misma desenmascara lo absurdo de los “principios” consagrados en la constitución.

Sin embargo, para ser justos, aunque esta conducta no sea del todo “de acuerdo con el interés general”, sí lo es de acuerdo con los intereses del pequeño puñado de parásitos ricos que poseen y controlan la riqueza de España, tal como la controlaban en 1978. Sus intereses están ciertamente garantizados por la Constitución. Pero para la gran mayoría es, ni más ni menos, un trozo de papel.

La cuestión nacional

La naturaleza reaccionaria de la constitución se reveló de manera evidente en las cláusulas sobre la cuestión nacional, una cuestión de importancia fundamental para el Estado español, como lo han revelado claramente los acontecimientos recientes en Cataluña. El Artículo 2 dice lo siguiente:

La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas. (El énfasis es nuestro)

¿Cómo es posible en una sola frase “reconocer y garantizar” el derecho a la autonomía, y acto seguido hablar de “la unidad indisoluble de la nación española”? El derecho de autodeterminación significa que una nación puede decidir su propio futuro libremente, incluido el derecho a separarse de otro Estado. Este es un derecho democrático elemental, comparable con el derecho al divorcio.

Pero la Constitución española establece tales límites en este derecho que en la práctica pierde todo su significado. Al evitar toda referencia al derecho de autodeterminación, niega el derecho de los vascos, catalanes y gallegos a determinar su propio futuro. En esencia, es una repetición del antiguo eslogan de Franco: “España, una, grande y libre”.

Las consecuencias reaccionarias de esto fueron puestas de manifiesto por las acciones represivas tomadas por el Estado español contra los catalanes cuando intentaron ejercer el derecho de autodeterminación. Esto, a su vez, ha desatado las fuerzas del nacionalismo español reaccionario, que está siendo utilizado directamente por la extrema derecha con su demagogia racista, anti-catalana y anti-inmigrante.

Como una concesión a los nacionalistas vascos y catalanes (y también a los socialistas y comunistas que, recordemos, en ese momento supuestamente apoyaban el derecho de autodeterminación), los autores de la constitución recurrieron a un truco obvio al no describir al País Vasco, a Cataluña, a Galicia y al resto como “naciones”, sino como “nacionalidades”. Pero tales acrobacias verbales de ninguna manera eliminaron la cuestión nacional, que ha seguido envenenando la política española desde entonces.

Barcelona Image Màrius Montón

Los símbolos en la política representan una fuerza muy potente. Esto fue particularmente cierto en España, donde se libró una sangrienta guerra civil detrás de dos banderas: la bandera tricolor de la República y la bandera bicolor de la reacción fascista. ¿Qué bandera iba a sobrevolar la futura democracia española?

En todas las manifestaciones contra el régimen, la bandera roja de la clase obrera iba normalmente acompañada de la bandera republicana. Pero cuando los líderes obreros traicionaron la lucha contra la dictadura, aceptaron lo que mucha gente consideraba algo absolutamente impensable.

El Artículo 4 nos informa que:

1. La bandera de España está formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas.

En otras palabras, la antigua bandera de la dictadura.

Este fue un golpe duro para millones de españoles que sufrieron bajo un régimen represivo, cuya bandera se iba a adoptar como el símbolo nacional de España. Para mucha gente esta fue una píldora muy amarga de tragar, especialmente para los miembros de los partidos comunista y socialista. Pero fue una exigencia impuesta por los elementos monárquicos pseudo-democráticos como condición para alcanzar un acuerdo.

Todas las partes ahora tenían que aceptar la bandera roja y amarilla de la reacción. Bajo la presión de su secretario general, Carrillo, el Partido Comunista fue particularmente entusiasta en aplicar esta nueva norma. Cualquier persona que ahora exhibiera la bandera republicana en los mítines del Partido Comunista podría esperar que esa bandera fuera incautada y que el servicio de orden le diera una buena paliza por su audacia.

El ejército y el Estado

Pero un símbolo refleja necesariamente un contenido particular. Y así fue en el caso de la bandera. La bandera de la reacción monárquica fue una expresión muy precisa de la naturaleza del Estado que surgiría de la llamada transición democrática. Si hubiera alguna duda sobre la cuestión, tenemos una explicación adicional en el Artículo 8:

1. Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.

Recordemos que las fuerzas armadas mencionadas aquí venían en su totalidad de la dictadura. Es cierto que varios oficiales fascistas extremistas que se negaron a aceptar la nueva situación fueron despedidos o retirados. Pero la mayor parte de los cuerpos de oficiales permanecieron intactos. Su naturaleza reaccionaria se reveló en el intento de golpe de Estado de 1982.

La vieja burocracia, el poder judicial y la policía, al igual que el ejército, permanecieron prácticamente intactos en la llamada nueva democracia. Se aconsejó a los españoles que perdonaran y olvidaran los terribles crímenes que se habían cometido contra ellos. Ni uno solo de los responsables de asesinatos, torturas, palizas y masacres fueron juzgados por sus crímenes contra los españoles. Permanecieron en sus puestos, inmunes a todo enjuiciamiento por la llamada ley del silencio, hasta que se jubilaron con pensiones generosas.

Religión

Otra mentira escandalosa está contenida en el Artículo 16 sobre religión, que establece que:

3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.

Durante décadas, la Iglesia Católica Romana estuvo estrechamente identificada con la dictadura de Franco. Actuó como el brazo espiritual del régimen, al que apoyaba al 100 por ciento. Cuarenta años después, la Iglesia Católica Romana continúa disfrutando de una relación privilegiada con el Estado español.

En teoría, los vínculos entre la Iglesia Católica y el Estado iban a ser liquidados. Pero en la práctica, como vemos 40 años después, la Iglesia continúa disfrutando de una posición privilegiada en España, absorbiendo una gran cantidad de dinero de los contribuyentes.

La asociación Europa Laica ha calculado que la iglesia española se financia recibiendo del Estado una cantidad superior a 11.000 millones de euros al año, a través de la casilla de la declaración de la renta, escuelas concertadas, exenciones fiscales, centros hospitalarios y obra social, mantenimiento del patrimonio y subvenciones.

La Iglesia recibe indirectamente 100 millones de euros de la casilla de fines sociales, 2.000 millones de exenciones y bonificaciones, 4.900 millones para salarios a profesores de religión y educación concertada, 2.000 millones para la obra asistencial, 900 millones para hospitales administrados por la iglesia, 50 millones para salarios de capellanes, 600 millones para conservación del patrimonio, 300 millones en subvenciones, donaciones de terrenos públicos, las llamadas inmatriculaciones y 10 millones de la coparticipación del gobierno con entidades como la Obra Pía.

No contenta con saquear las finanzas públicas para sus propios fines, la Iglesia ha recurrido al robo flagrante de bienes públicos. Basándose en una ley aprobada por Franco en 1946, la Iglesia se ha apropiado de miles de edificios, plazas públicas, fuentes y otras propiedades que pertenecían a municipalidades y otras entidades públicas, pagando sumas ridículas –entre 20 o 30 euros– para inscribirlos en el registro de la propiedad como suyos (inmatriculaciones). El actual gobierno socialista ha anunciado que intentará revertir este robo, pero se está chocando con una feroz resistencia de la Iglesia.

Estos son solo algunos ejemplos que demuestran que la separación de la iglesia del Estado anunciada por la Constitución de 1978 es tan fraudulenta y falsa como cualquier otro aspecto de ese infame documento.

La monarquía

Ahora llegamos al punto clave:

TÍTULO II – De la Corona:

Artículo 56.

1. El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes.

Se nos informa que la persona que está a la cabeza del Estado se decide, no por un proceso democrático, sino por un accidente de nacimiento. Precisamente lo que esta basura feudal tiene que ver con la democracia es un misterio comparable al de la misma Santísima Trinidad. Y al igual que el misterio de la Santísima Trinidad, se nos pide que lo aceptemos como verdad, precisamente porque es absurdo.

Artículo 56:

  1. La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65, 2.

Artículo 57.

  1. La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, etc., etc. (Mi énfasis, AW)

No solo el rey es el Jefe de Estado como resultado de un accidente de nacimiento, sino que, por el mismo accidente, es colocado por encima de la ley. Sus palabras y acciones no deben ser cuestionadas o criticadas por nadie. De hecho, gente en España ha sido enviada a juicio por el mero hecho de criticar al monarca gobernante. Tales principios legales «democráticos» fueron muy populares en Francia antes del derrocamiento de la Bastilla. ¡La Bastilla española, sin embargo, todavía está esperando ser derrocada 40 años después de la aprobación de esta tan democrática Constitución!

El artículo 62 especifica los derechos del monarca español:

Corresponde al Rey:

a) Sancionar y promulgar las leyes.

b) Convocar y disolver las Cortes Generales y convocar elecciones en los términos previstos en la Constitución.

c) Convocar a referéndum en los casos previstos en la Constitución. (Mi énfasis, AW)

Estos son poderes importantes, para nada simbólicos, como les gusta creer a algunas personas ingenuas. La monarquía es un importante baluarte contra la democracia en general y el socialismo en particular. Es un arma de reserva de la reacción. Durante décadas ha habido una conspiración para presentar a Juan Carlos como un «salvador de la democracia española». Los líderes de los partidos socialista y comunista insistieron particularmente en vender este mito. Sin embargo, lo opuesto es la verdad.Este no es el lugar para explicar el papel de Juan Carlos en el golpe de Estado de 1982, que tuvo como objetivo restaurar la dictadura de Franco. En ese momento, escribí artículos que acusaban al rey de participar activamente en ese complot fascista. Basta con decir que desde entonces ha habido una montaña de evidencia que demuestra esta afirmación más allá de toda duda razonable.Sin embargo, a pesar de este hecho, el pueblo español paga una cantidad muy grande de dinero a la familia real por servicios que no están muy claros para ninguna persona razonable. El artículo 65 nos informa que:

«1. El Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma”.Que el Rey de España distribuye las enormes sumas donadas tan generosamente (aunque involuntariamente) por el pueblo español, no hay duda alguna. Lo ha mantenido a él y a su familia en un estado de lujo durante muchos años. Juan Carlos usó ese dinero para la caza de elefantes en África, acompañado con alguna de sus numerosas amantes.Esta escapada tuvo lugar en medio de la crisis económica más grave de la historia reciente de España. Solo unas semanas antes, le dijo a un reportero que tenía tanto malestar por el creciente número de desempleados que le producía problemas para dormir. Tal vez este insomnio fue lo que le persuadió a buscar una noche de sueño tranquilo en la sabana africana. O tal vez fue la compañía de una de sus amigas la que le proporcionó las condiciones necesarias para la hora de acostarse.De cualquier manera, la noticia no cayó bien entre el público español. En tiempos de austeridad, cuando a la gente se le informa de que todos deben hacer sacrificios para resolver la crisis creada por los banqueros, el espectáculo del Jefe de Estado disfrutando de un safari de caza de 10.000 euros al día fue demasiado incluso para el estómago del más fuerte.El público español tampoco quedó impresionado por el espectáculo de la familia real cuya imagen se vio empañada por un prolongado escándalo de corrupción que involucró a la princesa Cristina y su esposo Iñaki Urdangarin. Uno podría imaginarse que la familia real ya poseía suficiente riqueza como resultado de la generosidad de los españoles para no tener que involucrarse en negocios ilícitos de dinero. Pero estaban involucrados, y a gran escala.

Filipe of Spain Image Holger Motzkau

Muchos españoles, particularmente los jóvenes, comenzaron a sacar conclusiones peligrosas de todo esto. Comenzaron a establecer una conexión entre el estilo de vida suntuoso que disfrutaba el rey y su familia, y los intereses económicos y políticos que habían llevado a España al abismo de la crisis económica. En ese momento, una encuesta realizada por El Mundo reveló que casi dos tercios de los españoles pensaban que el rey debería abdicar.La existencia misma de la monarquía estaba en peligro. La única solución era sacrificar a Juan Carlos. En un intento desesperado por salvar la monarquía, el viejo empezó un retiro muy cómodo (también generosamente subvencionado por los contribuyentes) y entregó el trono a su hijo Felipe, el Príncipe de Asturias, que tenía un nivel de apoyo de alrededor del 66 por ciento.Al anunciar la abdicación del rey, Rajoy, el líder del derechista Partido Popular en el poder, elogió a Juan Carlos y lo calificó de «defensor incansable de nuestros intereses». Sin embargo, no dijo exactamente a qué intereses se refería.Esta operación se realizó tan suavemente como cambiar las sábanas de la cama real. No se convocó ningún referéndum. No se consultó la opinión de la gente, excepto la de las personas de sus representantes electos, quienes, como se podía predecir, se arrodillaron para prometer su lealtad eterna al nuevo Rey de España. Así, la voluntad de Franco fue confirmada, santificada y fielmente llevada a cabo bajo la conveniente hoja de parra de la democracia. En esta regia farsa, vemos el significado completo de la cómicamente mal llamada Transición a la Democracia.

“Libertad de prensa”

Hay que tener en cuenta que cualquier crítica del Rey o la Reina es ilegal según la ley española. El siguiente es un extracto del Real Decreto-ley del 1 de abril de 1977, que irónicamente se titula “Sobre Libertad de Expresión”.

Artículo tercero:

El apartado dos del artículo sesenta y cuatro de la vigente Ley de Prensa quedará redactado de la siguiente forma:

Dos. A) Cuando la Administración tuviere conocimiento de un hecho que pudiera ser constitutivo de delito cometido por medio de impresos gráficos o sonoros dará cuenta al Ministerio Fiscal o lo comunicará al Juez competente, el cual acordará inmediatamente sobre el secuestro de dichos impresos con arreglo al artículo ochocientos dieciséis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

1. La Administración sólo podrá decretar el secuestro administrativo de aquellos impresos gráficos o sonoros que contengan noticias, comentarios o informaciones:

2. Que sean contrarios a la unidad de España.

3. Que constituyan demérito o menoscabo de la Institución Monárquica o de las personas de la Familia Real.

4. Que de cualquier forma atenten al prestigio institucional y al respeto, ante la opinión pública, de las Fuerzas Armadas. (Nuestro énfasis).

Parece que se les escapó a los autores de este documento que la libertad de expresión no significa que uno es libre de decir lo que quiera mientras que no ofenda la sensibilidad de los poderes existentes. Este es el tipo de hipocresía escandalosa que encubre la permanencia de leyes y restricciones que España ha heredado directamente de la era franquista.

Se mantiene el viejo aparato del Estado

Para resumir: detrás de la fachada superficial de democracia, esta constitución preserva todos los elementos esenciales del viejo régimen. Posteriormente fue modificada en 1992, pero en todos los elementos esenciales conserva su antiguo carácter engañoso. Estos incluyen:

  • El mantenimiento del Senado, que representa una amenaza permanente de veto a cualquier decisión progresista del congreso;
  • El otorgamiento de importantes poderes de emergencia al Rey, que en cualquier momento podría servir como punto de referencia para todas las fuerzas de la reacción;
  • La negación del derecho de autodeterminación de las nacionalidades;
  • El poder de los jueces para suspender derechos y libertades de individuos y partidos considerados como una amenaza para el sistema capitalista;
  • El reconocimiento del poder para declarar el estado de emergencia o de sitio si la “seguridad nacional” burguesa estuviera amenazada, lo que llevaría a anular todos los derechos democráticos.

Las repercusiones

En la lucha de clases hay ganadores y perdedores. ¿Pero quienes fueron los ganadores y quienes fueron los perdedores? En la superficie todo iba de maravilla. Se creó deliberadamente una atmósfera artificial de carnaval por parte de los medios que presentaron el aborto de la transición como una gran victoria para todos. Sin embargo, muchos podían ver que no era así.

Aunque es cierto que la clase obrera, incluso sus elementos más avanzados, no tenían una idea clara de a dónde querían ir, sin embargo, sintieron de manera muy clara que sus dirigentes les habían decepcionado. En sus corazones sabían que podían haber ido mucho más allá y conseguido mucho más. Si no lo hicieron no fue por falta de voluntad o porque fuera imposible, sino porque en cada etapa los dirigentes pisaban los frenos, poniendo sus relaciones con el ala de Suárez del régimen por encima de cualquier otra consideración.

Los pactos y compromisos interminables por arriba provocaron un ambiente de perplejidad entre los activistas, que después se trasladó a las masas. El periodo de avance revolucionario fue sustituido por una resaca gradual y debilitante del movimiento. Ensordecidos por el coro atronador en el que las voces de sus antiguos enemigos se unían a las de los dirigentes que antes gozaban de su plena confianza, los trabajadores empezaron a perder la seguridad en sí mismos. El ambiente se hizo cada vez más confuso, ansioso e incluso de temor.

Manifestación Primero de Mayo Image Pedro M. Martínez Corada

El resultado fue una oleada de total desmoralización entre la capa más activa, que instintivamente se sentía traicionada. Mientras que las masas sin experiencia política celebraban, los viejos trabajadores de la clandestinidad y la juventud revolucionaria estaban amargamente desencantados.

En esta capa había un ambiente totalmente deprimido y un sentimiento de impotencia ante lo que parecían fuerzas irresistibles. En realidad, sin embargo, este desenlace no tenía nada de inevitable ni irresistible, sino que era por completo el producto de los pactos y acuerdos sin principios a los que habían llegado los dirigentes a espaldas de la clase obrera. Muchos activistas, asqueados, abandonaron sus sindicatos y partidos.

Recuerdo un caso trágico. Un viejo camarada llamado Rafael (no recuerdo su apellido ya que en la clandestinidad nadie sabía el nombre completo de los camaradas) había sido miembro del Partido Socialista y la UGT en Navarra desde los años 1930. Tenía el carné número 1 de la provincia de ambas organizaciones. Es decir en una época en que Navarra era un feudo de la reacción fascista. Se mantuvo leal al Partido Socialista durante los duros años de la clandestinidad. Después de la caída de la dictadura, fue nombrado secretario de la Casa del Pueblo en Pamplona, la capital navarra. La traición de los dirigentes le rompió el corazón.

Un día, sin consultar a nadie, este viejo militante entró calladamente en el local del Partido Socialista en Pamplona y sin decir nada puso su carnet sobre la mesa y se fue para nunca más regresar. A continuación fue al local de la UGT y con la misma sorda dignidad proletaria puso su carné del sindicato en la mesa y se fue. Es difícil comprender lo mucho que eso significaba para ese hombre. En esos dos pequeños carnés estaba toda su vida: su lucha, sus sacrificios y los de la clase a la que pertenecía. ¿Acaso todo eso había sido en vano? Solo podemos imaginarnos los pensamientos que pasaban por su cabeza ese día.

Este no fue un caso aislado. Toda una generación de militantes proletarios, la flor y nata de la clase obrera, los hombres y mujeres que llevaron a la dictadura a su parálisis y consiguieron derribarla, fueron apartados de manera vergonzante, arrojados al vertedero y olvidados como si nunca hubieran existido.

Sus nombres no aparecen en los libros de historia. Nunca fueron elegidos a las Cortes y nunca disfrutaron de lo que se viene a llamar los frutos de la oficina parlamentaria. No tienen monumentos ni estatuas, ni tienen calles a su nombre. Sin embargo, fueron estos hombres y mujeres los auténticos héroes y heroínas de la mal llamada transición a la democracia en España.

Esta amnesia colectiva fue lo que llevó a una especie de limbo histórico en el que la verdad quedó enterrada bajo una montaña de falsedades empalagosas, mentiras y verdades a medias. Tenemos el deber de restaurar su memoria y su honor, de la misma manera que tenemos el deber de desenmascarar a aquellos dirigentes que son responsables de esa tragedia. Las generaciones futuras cubrirán de honor la memoria de los luchadores de clase. La de los dirigentes quedará cubierta para siempre de vergüenza.

El camino a seguir

En los primeros meses de 1976, o incluso más tarde, era totalmente posible haber llevado adelante una revolución victoriosa en España. Es más, con una dirección correcta esta revolución se hubiera podido lograr de manera relativamente pacífica. La correlación de fuerzas estaba de manera decisiva a favor de la clase obrera y contra el régimen, que no tenía ningún tipo de base de masas y estaba dividido y completamente podrido por dentro.

Pero la revolución fue abortada desde arriba. Por sus acciones, los dirigentes de los partidos socialista y comunista provocaron un aborto –ahora conocido con el nombre cómicamente incorrecto de “la transición a la democracia” –. Por supuesto no fue nada de eso. Cuarenta años más tarde el viejo poder del Estado, a pesar de ciertas modificaciones, sigue teniendo el control: la burocracia, la Iglesia, la Guardia Civil, los viejos políticos franquistas… Todo permanece, más o menos, como antes. Los antiguos fascistas se quitaron sus camisas azules y entraron en el Partido Popular, bajo cuya ala protectora los viejos métodos corruptos continuaron y adquirieron unas dimensiones todavía más monstruosas.

La tarea de derrocar este viejo orden sigue pendiente. Solo la clase obrera y la juventud del Estado Español pueden cumplir esa tarea. Y solo lo pueden hacer rompiendo con los viejos dirigentes reformistas: sus políticas, ilusiones y prejuicios.

Bajo la influencia de esos dirigentes las masas tomaron lo que parecía el camino de menor resistencia. Pagaron un caro precio por ello. Es sobretodo la juventud la que tiene que pagar ese precio y ya empieza a negarse. Ha surgido un nuevo espíritu de revuelta, un espíritu que rechaza la componenda cobarde, los pactos y acuerdos con la clase obrera y que lucha por encontrar una salida revolucionaria. En realidad esa es la única salida posible.

El problema en 1976-77 fue que los elementos más combativos y con mayor conciencia de clase estaban actuando bajo la influencia de dirigentes reformistas, especialmente los del PCE, y por lo tanto estaban guiados por una teoría falsa. Sin embargo, la autoridad de estos dirigentes es hoy solo un pálido reflejo de lo que era entonces. Los trabajadores y la juventud están hartos de ser manipulados y engañados. Son críticos hacia la vieja dirección y escépticos e incluso hostiles hacia las viejas organizaciones.

A la nueva generación ya no le satisface los viejos mitos y leyendas. Exigen la verdad. Después de años de vivir una mentira, la gente se empieza a cuestionar el auténtico carácter de la infame “transición a la democracia”. Las banderas republicanas ondean de nuevo, desafiantes, en las manifestaciones. Muchos en el movimiento comunista y en IU las ven como un símbolo de lucha contra el régimen reaccionario y corrupto que se impuso al pueblo como parte del engaño “democrático”. Tienen razón. No es posible avanzar si no se desenmascara y se termina con ese engaño.

El proceso histórico procede de manera tan implacable como la selección natural en la evolución. En las últimas tres décadas ha habido un proceso de selección. Muchos de la vieja generación se han quedado por el camino, cansados y desilusionados. Están siendo reemplazados por una nueva generación de nuevos luchadores.

A cuatro décadas de la gran traición, el Estado español se dirige de nuevo hacia un auge revolucionario. El país se enfrenta a altos niveles de paro y la peor crisis económica en décadas. Después de un largo período de quiescencia, hay signos claros de una revitalización de la lucha de clases.

La venganza de la historia

Durante cuatro décadas, el pueblo de España ha sido alimentado con un flujo constante de propaganda en los libros, en la escuela y en los medios de comunicación, que retrata la Transición exclusivamente como el trabajo de un puñado de protagonistas sabios y valientes: los dirigentes de los principales organizaciones de la clase obrera –el PCE y el PSOE–, y los igualmente sabios y valientes, Adolfo Suárez y Juan Carlos.

En 2011 tuvimos el impresionante movimiento de la juventud revolucionaria con cientos de miles de indignados ocupando las principales plazas de las ciudades de España. Según una encuesta de opinión de IPSOS, más de seis millones de personas dijeron que habían participado de una forma u otra en el movimiento.

Solo en 2012 hubo dos huelgas generales de 24 horas. También se han producido movimientos masivos contra los recortes educativos, un movimiento exitoso contra la privatización de la asistencia médica en Madrid, grandes manifestaciones y acciones directas para resistir los desahucios, el movimiento victorioso en Gamonal, Burgos, la huelga indefinida de los profesores baleares, las de los trabajadores de la Coca Cola y de Panrico.

El 8 de marzo de 2018, en el Día Internacional de la Mujer trabajadora, seis millones salieron a la huelga, y hubo manifestaciones masivas de millones en las calles de muchos pueblos, ciudades y pueblos españoles.

Sin embargo, para tener éxito, estos movimientos requieren una expresión política organizada. La nueva generación de activistas está buscando ideas, una bandera y una organización. Pero los dirigentes de los principales partidos de los trabajadores no han aprendido nada y se han olvidado de todo. Por lo tanto, no es sorprendente que los jóvenes muestren desconfianza y escepticismo hacia dirigentes y partidos que no ofrecen una alternativa clara a la injusticia, el caos y la criminalidad del capitalismo.

Los jóvenes buscan respuestas a las muchas preguntas que han quedado sin contestar del pasado. La nueva generación siente instintivamente que la posición privilegiada de la Iglesia y la Monarquía es una intolerable violación de los derechos democráticos básicos, y busca regresar a las tradiciones genuinas del comunismo, a las ideas de Marx y Lenin.

Dicen: «El régimen de 1978 está acabado». ¡Sí! Pero lo que se necesita es un debate profundo y honesto sobre el pasado y un análisis de los errores cometidos. Es necesario romper por completo con las políticas de “consenso”, pactos y alianzas con la burguesía.

Womens strike Image Isabel Serra

En agosto, la nueva administración española de centro-izquierda de Pedro Sánchez, introdujo enmiendas legales a una ley de 2007 para permitir el traslado del cadáver de Franco de una tumba en la enorme basílica del Valle de los Caídos, en las afueras de Madrid. Esta monstruosa cruz fue construida por el trabajo esclavo de 40.000 víctimas de la Guerra Civil, muchos de los cuales perdieron la vida en el proceso.

Desde 2009, el lugar ha estado cerrado a los visitantes en general, excepto para aquellos que asisten a misa. Pero con o sin Franco, este monumento a la barbarie fascista sigue siendo una mancha en el rostro de España, una reprimenda muda permanente para aquellos que desean que perdonemos y olvidemos.

El pueblo de España no puede olvidar y nunca debe perdonar. El recuerdo de la esclavitud sigue vivo en innumerables ciudades y pueblos donde las calles y plazas todavía llevan los nombres de los antiguos opresores. Solo en Madrid, alguien ha calculado que todavía hay más de 150 calles y plazas que llevan el nombre de los ministros, generales y gerifaltes del régimen de Franco y cuatro décadas después de que se suponía que el país había abrazado la democracia. Pero el «pacto de silencio» ya terminó. Los pueblos de España no serán amordazados para siempre.

Durante todo un período histórico, la vanguardia revolucionaria se encontró aislada de la clase. Pero eso ahora está cambiando rápidamente. En el próximo período de luchas de masas en las fábricas, en las calles, en la tierra, en las escuelas y en las universidades, surgirá una nueva generación de luchadores. De hecho, ya está emergiendo. Esta es la esperanza para el futuro de España y del mundo.

Hoy en día, aquel movimiento revolucionario de los trabajadores en la década de 1970 sigue siendo una fuente de inmensa inspiración. Trotsky dijo que la clase obrera española era capaz de hacer no una sino diez revoluciones. Mostraron tremendo coraje, iniciativa y decisión. Pero en el último análisis fracasaron, y el pueblo de España pagó el precio por ese fracaso. Por lo tanto, es esencial que la nueva generación preste especial atención a las razones de esa derrota.

Los dirigentes reformistas ya no tienen el mismo dominio sobre la clase trabajadora que tenían en el pasado, mientras que el anarquismo en España es una mera sombra de lo que era. La crisis mundial del capitalismo volverá a poner en el orden del día la transformación socialista de la sociedad. El deber de todos los trabajadores conscientes de estudiar las lecciones de la Transición y de la revolución española es clave y es una condición previa necesaria para llevar la lucha a un desenlace victorioso. En palabras de George Santayana: “El que no aprende de la historia estará para siempre condenado a repetirla”.

Londres, 6 de diciembre 2018

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