50 años de la revolución etíope

Este año se cumple el 50 aniversario de la Revolución etíope, que comenzó como un levantamiento contra el despotismo semifeudal del Emperador Haile Selassie, pero que iría mucho más allá, culminando con la abolición del capitalismo en el país. En este artículo, Ben Curry relata estos dramáticos acontecimientos y explica los complejos procesos que determinaron el curso de la revolución.


El pasado mes de febrero se cumplieron 50 años del estallido de la Revolución etíope de 1974, que derrocó al emperador Haile Selassie, acabando con una dinastía de 800 años que decía remontar sus raíces al rey bíblico Salomón.

En los acontecimientos que le siguieron, no sólo fue aplastada la autocracia, sino también el latifundismo  y el capitalismo. Y Etiopía no es el único país en el que ocurrió esto; en el periodo de la posguerra se establecieron economías planificadas nacionalizadas en una serie de países de toda África, como Angola, Mozambique y Somalia.

Sin embargo, en lugar de proporcionar la chispa para una revolución socialista en todo el continente, estos regímenes adoptaron las mismas características deformadas del estalinismo ruso. En la década de 1990, el proceso se invirtió y se restauró el capitalismo.

Hoy, el sistema capitalista sacudido por la crisis no ofrece ninguna perspectiva de desarrollo o progreso. De hecho, el Cuerno de África, y todo el continente, están bajo la amenaza de la barbarie. Sólo la revolución socialista mundial puede ofrecer una salida. Acontecimientos revolucionarios como los de hace 50 años en Etiopía, con todas sus peculiaridades, contienen enormes lecciones, obtenidas a un precio amargo, para la generación joven de revolucionarios de África y de todo el mundo en la actualidad.

Modernizar un Estado feudal

Históricamente, Etiopía fue más o menos la única entre las naciones de África en evitar la ocupación colonial directa por parte de una potencia europea, con la excepción del breve periodo de ocupación por parte de la Italia fascista. Pero desde sus inicios, Etiopía fue moldeada económica y políticamente, e incluso en sus fronteras, por la extrema presión externa del imperialismo.

El Estado-nación etíope moderno se forjó a finales del siglo XIX, en medio de la carrera por el «reparto de África» del imperialismo europeo. Surgió como un complejo mosaico de etnias, nacionalidades, lenguas y religiones sobre el que el emperador cristiano amárico y su camarilla gobernaban con la mayor brutalidad y sin consideración por sus súbditos.

En 1916, el joven emperador Haile Selassie ascendió al trono etíope. Selassie no era tonto y comprendió que para evitar ser absorbido directamente por algún imperio europeo, su régimen feudal tenía que modernizarse, por lo que puso en marcha un programa de reformas.

De hecho, un sector de la antigua élite aristocrática compartía su visión. Llamados los «japonistas», soñaban con remediar el subdesarrollo de Etiopía emulando las hazañas del Japón Meiji en la segunda mitad del siglo XIX. En aquella época, el Estado feudal japonés había logrado forzar el desarrollo de un poderoso capitalismo interno japonés copiando las prácticas industriales y comerciales de Occidente. El problema era que los «japonizadores» etíopes esperaban conseguir la misma hazaña unos 50-100 años más tarde, cuando el mundo estaba dominado por un puñado de potencias imperialistas avanzadas.

El desarrollo de Etiopía fue extremadamente tardío. En el momento de la revolución de 1974, el país seguía estando muy atrasado, mucho más incluso que Rusia en 1917.

Bajo el feudalismo etíope, cuatro quintos de la población eran campesinos de subsistencia. Casi toda la tierra cultivable era propiedad de la aristocracia y la iglesia. Los campesinos, concentrados en gran parte en las regiones más frías del altiplano, pagaban enormes tributos o rentas a sus aristócratas feudales locales, en algunos casos hasta el 50% o más de sus productos, así como trabajo de corvée y obligaciones militares.

El analfabetismo era del 93%, la esperanza de vida media se mantenía en 33 años y el ingreso anual  per cápita  era de sólo 60 dólares, apenas una décima parte de lo que era en la Argelia contemporánea, lo que refleja el hecho de que gran parte del campesinado ni siquiera utilizaba el dinero. Como en la Europa medieval, una pirámide feudal tradicional de obligaciones militares, con el Emperador en su cúspide, constituía la base del Estado. La aristocracia, por tanto, disfrutaba de un poder significativo.

Pero, gracias a las reformas de Selassie, esta aristocracia fue sustituida cada vez más por una burocracia estatal moderna y un ejército formado por profesionales asalariados, pagados con ayuda extranjera (en la posguerra, principalmente de Estados Unidos) y con cultivos comerciales destinados a la exportación, como el café. Para cubrir los puestos profesionales en el Estado y fomentar el crecimiento de la industria nacional y el desarrollo, el Estado también ayudó a jóvenes de origen humilde a salir al extranjero para formarse en universidades extranjeras.

Independientemente de sus intenciones, el resultado no fue la creación de una nación capitalista desarrollada y liberal. Las reformas de Selassie dejaron intactas las relaciones feudales sobre la tierra. Su destrucción era absolutamente esencial para acabar con el abrumador atraso del país.

El auge del capitalismo en la posguerra condujo a un dominio cada vez más decisivo del mercado mundial, aplastando a los campesinos. Mientras intentaban escapar de la muerte lenta por hambre en el campo, ciudades como Adís Abeba crecieron a un ritmo vertiginoso. Pero a diferencia de otras naciones semicoloniales, el capital extranjero apenas había empezado a penetrar en Etiopía. También en las ciudades el desarrollo capitalista era extremadamente limitado. La población urbana de Etiopía era de unos 3 millones de habitantes de un total de 32 millones en 1974. Pero la mayoría de esta población formaba parte del sector informal, estaba desempleada o era lumpenproletaria. La clase obrera era minoritaria incluso en las ciudades. La Confederación Etíopes de Sindicatos Obreros (CELU), que agrupaba a trabajadores de todos los sectores, sólo contaba con 80.000 afiliados.

Sin embargo, a pesar de su pequeño tamaño, el proletariado pondría su sello decisivo en la revolución etíope.

Y aunque las reformas del Emperador no lograron construir un poderoso capitalismo nacional, la creación de un Estado moderno y burocrático sirvió para liberarle de su dependencia de la aristocracia feudal. Como resultado, el poder se concentró cada vez más en manos del autócrata Selassie, apoyándose en el más estrecho de los puntales: el recién formado ejército profesional. También éste dejaría su peculiar impronta en los acontecimientos.

La revolución de febrero de 1974

La radicalización mundial de los años sesenta resonó en Etiopía como en todas partes. Los estudiantes que habían sido enviados a Europa y América para formarse como funcionarios del Estado burocrático regresaron con ideas radicales, influidos por los movimientos contra la guerra de Vietnam, por los derechos civiles y en solidaridad con Palestina, pero sobre todo por las ideas maoístas, entonces de moda entre muchos estudiantes occidentales.

En la década de 1960, Etiopía era un polvorín. Estallaron revueltas campesinas que fueron aplastadas en Sidamo, Gojjam, Bale y otros lugares. Muchas revueltas adoptaron la forma de movimientos de liberación nacional.

En la posguerra, las Naciones Unidas, con toda su sabiduría, anexaron la antigua colonia italiana de Eritrea a Etiopía, sin tomar en cuenta  la opinión del pueblo eritreo. Como resultado se desarrollaron heroicos movimientos guerrilleros entre los eritreos y en las tierras bajas de Ogaden, mayormente somalí, en el este.

En Tigré, el resentimiento  de cómo el levantamiento Woyanne de mayo de 1943 había sido derrotado por los bombarderos británicos de la RAF enviados desde Adén, crecía, a la vez que el recién restaurado régimen de Selassie había masacrado a campesinos y había introducido impuestos viciosos y punitivos cinco veces más altos que los de los fascistas italianos.

Las fuerzas de choque frente a estas insurrecciones campesinas, eran tropas de soldados mal pagados,  acampados permanentemente en las tierras bajas calurosas, áridas y plagadas de mosquitos donde operaban las guerrillas. Selassie había concebido un Estado moderno y burocrático para hacer frente a las presiones del imperialismo. Pero los hombres que formaban las filas y los rangos inferiores de los oficiales de su ejército tenían sus propias ideas sobre la trayectoria de Etiopía. Despreciaban a la aristocracia parasitaria que vivía en la abundancia sin mover un dedo por el desarrollo de la nación.

Ya en 1960, un grupo de oficiales había lanzado un golpe de estado contra el régimen de Selassie, que consideraban la principal fuerza que mantenía a Etiopía en el atraso. El golpe fracasó y sus líderes fueron ejecutados públicamente. Pero la mística de la monarquía quedó empañada para siempre. Fue un indicio de lo que estaba por venir.

Las ya difíciles condiciones se estaban volviendo insoportables para las masas. Mientras que en los países capitalistas avanzados el auge económico de la posguerra permitió que la clase dominante concediera ciertas reformas, en el llamado Tercer Mundo el panorama era completamente distinto. Todo llegó a un punto crítico con la crisis mundial del capitalismo en la década de 1970. 

En 1973, el efecto de las inmensas cantidades extraídas del campesinado por la aristocracia feudal se combinó con la sequía para provocar una terrible hambruna en el norte de Etiopía. Al menos 200.000 personas murieron de hambre. El estado intentó inútilmente encubrir su crimen, pero circularon escenas de la hambruna, empalmadas con imágenes de las obscenas celebraciones del 80 cumpleaños de Selassie, que se inauguraron casi al mismo tiempo con una salva de 80 cañonazos y costaron 35 millones de dólares.

Ese mismo año, la guerra en Oriente Medio fue el catalizador de una recesión mundial. Los precios del petróleo se dispararon. En una situación que guarda paralelismos con el mundo actual, el drástico incremento  del  precio del petróleo provocó un aumento del 50% del precio de la gasolina de la noche a la mañana en Etiopía.

Fue más de lo que las masas podían soportar. La clase obrera irrumpió en escena. Empezaron a estallar huelgas: primero entre los taxistas, que fueron de los más inmediatamente afectados por la subida del precio del combustible. Rápidamente se les unieron profesores y estudiantes radicales. A partir de aquí, el movimiento huelguístico se extendió como la pólvora.

Pronto quedó claro que lo que había empezado no era una simple oleada huelguística. Era una revolución.

Las consignas económicas se completan con consignas políticas, como el derecho a la protesta y la democracia. Aunque en esta fase el movimiento era totalmente urbano, los estudiantes empezaron a plantear la importante reivindicación de «tierra para el que la trabaja».

A partir de estas capas, el malestar social se extendió a todos los sectores de la población. En Adís Abeba estallaron importantes disturbios.

El ejército no quedó inmune. Los soldados rasos sufrían las mismas condiciones que los obreros y los pobres de las ciudades, agravadas por el descontento de estar estancados en campañas de contrainsurgencia en Eritrea y Ogadén.

Así estallaron motines por los sueldos, las pensiones y contra la disciplina arbitraria y severa. En un incidente explosivo, los soldados tomaron como rehén a un general. El régimen tenía que andar con pies de plomo, y en ese incidente Hallie Selassie intervino personalmente para liberar al general capturado. Pero tras su liberación, el mismo desafortunado general visitó un segundo batallón e inmediatamente fue detenido de nuevo y los soldados le obligaron a comer pan relleno de arenilla y agua contaminada: lo mismo con lo que se esperaba que subsistieran ellos. 

En un par de semanas, el primer ministro se vio obligado a dimitir. En todas partes donde se extendió el movimiento, trabajadores, estudiantes, profesores y soldados crearon espontáneamente «comités de coordinación». En Jimma, la ciudad más grande de la provincia de Oromia, el comité de coordinación incluso tomó el poder brevemente.

Estos comités no tenían nada que envidiar a los soviets, asambleas revolucionarias de trabajadores y soldados surgidas en Rusia en 1905 y 1917. Si hubiera existido un partido revolucionario en Etiopía en ese momento, habría hecho un llamamiento para unir a todos los comités en comités de ciudad, regionales y nacionales. Naturalmente, habría invitado a los representantes de los comités de coordinación de los soldados a sentarse conjuntamente con los de los trabajadores. Habría lanzado una campaña sistemática para ganarse a las bases del ejército y, a través de estas conexiones, armar a los trabajadores. Sobre esta base, un partido así podría haber tomado el poder.

Pero la clase obrera etíope acababa de nacer. No existía tal partido. Es cierto que los estudiantes que regresaban del extranjero habían empezado a formar el núcleo de los futuros partidos de masas. Pero apenas habían empezado a establecer vínculos con los trabajadores.

De hecho, los estudiantes ni siquiera poseían el concepto de una revolución dirigida por el proletariado a través de órganos democráticos de gobierno de la clase obrera en la línea de la de Rusia en 1917. En su lugar, se aferraron a la idea maoísta de la guerra de guerrillas campesina. Si un país parecía maduro para poner a prueba la concepción maoísta de la guerra de guerrillas rural, sin duda habría sido la Etiopía campesina. Pero sus esquemas fueron totalmente reventados por los acontecimientos de 1974, que les tomaron completamente por sorpresa. 

Fue, pues, un verdadero bautismo de fuego para la joven clase obrera etíope. Sin un partido capaz de organizar y aportar claridad a sus capas más avanzadas, no pudo asumir el lugar que le correspondía a la cabeza de la revolución. En estas circunstancias, los acontecimientos se desarrollaron de una manera muy peculiar.

El ascenso del Derg 

A través de concesiones, el Emperador pudo convencer al ejército de que regresara a los cuarteles en marzo. Pero justo cuando el malestar se calmó temporalmente dentro del ejército, los trabajadores del tabaco se declararon en huelga, y el 8 de marzo de 1974 la confederación sindical CELU anunció una huelga general. Todas las capas de la sociedad etíope que habían sufrido alguna opresión o perjuicio salieron bajo sus consignas. El 20 de abril, 100.000 musulmanes marcharon por Adís Abeba exigiendo el derecho a la libertad de culto y el fin de la discriminación. Incluso trabajadores empleados por la Iglesia Ortodoxa Etíope se declararon en huelga.

Una de las principales consignas planteadas en todas partes fue el despido de los funcionarios corruptos, los gobernadores provinciales y los oficiales del ejército. De hecho, sólo se convenció a los soldados de que regresaran a los cuarteles bajo la promesa de destituir a los odiados oficiales superiores. Pero cuando, en abril, la mayoría de los antiguos oficiales permanecieron en sus puestos, el comité coordinador de la 4ª División del ejército empezó a tomar las cosas en sus propias manos deteniendo a alrededor de 200 oficiales superiores.

Pero en los meses de mayo y junio, el movimiento huelguístico empezó a decaer. Sin una dirección revolucionaria unificadora que canalizara todas las corrientes de descontento, los acontecimientos empezaron a desarrollarse de manera inconsistente.

Se produjo una curiosa situación en el ejército. La decadencia temporal de la oleada huelguística dejó aislados a los soldados y oficiales subalternos. Temían dar un golpe de Estado, para no correr la misma suerte que los golpistas de 1960. Pero no podían retroceder: los arrestos ya los habían llevado demasiado lejos y temían las represalias.

Así que los comités continuaron extendiéndose por las fuerzas armadas hasta que, en junio de 1974, todas las unidades del ejército fueron convocadas por el comité coordinador de la 4ª División a enviar tres delegados (de cualquier rango, excluyendo a los odiados oficiales superiores del antiguo régimen) a un nuevo organismo. Este órgano, compuesto por 106 delegados, se denominaba a sí mismo Consejo Administrativo Militar Provisional (CAMP) y se conocía simplemente como el Derg (de «comité» en amárico).

Pronto, este poderoso comité empezó a mostrar sus músculos. Cortésmente «pedía» a los ministros que llevaran a cabo tal o cual petición… a los ministros les era difícil negarse. El Derg incluso se dirigió al propio Selassie y le «pidió» permiso para «trabajar con el gabinete» para «promover la unidad y el desarrollo del país». Selassie lo aprobó, y el Derg adquirió una cobertura legal para sus acciones.

En resumen, en la segunda mitad de 1974, Etiopía fue testigo de lo que desde entonces se ha denominado un «golpe de estado sigiloso», en el que el Derg empezó a concentrar cada vez más poder en sus manos. Hasta septiembre de 1974 no anunció finalmente que el Emperador había sido depuesto, y en 1975 Selassie murió en circunstancias misteriosas, presumiblemente por órdenes del Derg.

El Derg había ascendido al poder.

Cuando se pidió inicialmente a las unidades del ejército que enviaran representantes al Derg, la mayoría no comprendió la importancia de esa decisión. Sin duda, los que convocaron el Derg eran igual de poco conscientes de dónde les llevaría su rumbo. Todo tipo de elementos accidentales acabaron estando representados dentro de él. En algunos casos, los oficiales al mando enviaron a inadaptados como representantes al Derg simplemente para quitárselos de en medio, y acabarían arrepintiéndose de haberlo hecho. Estos fueron los orígenes de un delegado del Derg, Mengistu Haile Mariam, futuro dictador de Etiopía.

Lo que surgió fue una camarilla militar de soldados y oficiales de bajo rango. Pero su autoproclamado gobierno no fue recibido sin protesta. En septiembre de 1974, presintiendo que el Derg estaba consolidando una dictadura militar, el CELU convocó una huelga general organizada apresuradamente. Sin embargo, al no estar bien preparada, la huelga general no llegó a materializarse y el Derg reaccionó con represión, cerrando los comités de coordinación de los lugares de trabajo.

Los comités de coordinación del resto del ejército -en particular los que más simpatizaban con los trabajadores en el cuerpo de ingenieros, las fuerzas aéreas y el Primer Ejército- también desafiaron al comité de coordinación de la 4ª División y su derecho a formar una camarilla exclusiva en torno a sí mismos. Exigieron un gobierno civil, la nacionalización de la tierra y de las grandes empresas y la planificación económica del país. También ellos fueron objeto de represión.

Pero los golpes que asestó el Derg para concretar su poder no sólo se dirigieron contra la izquierda. También acorraló a altos funcionarios de la vieja aristocracia. El 23 de noviembre de 1974, el Derg probó la sangre por primera vez al ejecutar a 60 de sus oponentes. La mayoría eran altos funcionarios del antiguo régimen, pero también había miembros del Derg, incluido su primer presidente, Aman Andom. Fue un indicio de las violentas luchas internas que se avecinaban dentro del Derg.

Pero la camarilla gobernante no se conformó con unas cuantas detenciones de defensores del régimen. Para consolidar su poder tenía que ir más lejos. A principios de 1975, tomó medidas decisivas para romper por completo la espina dorsal de la antigua clase dirigente.

Aunque no tenía la intención ni el deseo de ceder el poder a las masas, el Derg se apoyó en ellas para asestar golpes contra la vieja élite aristocrática y el viejo Estado. Se inició la reforma agraria. Se nacionalizó la tierra y se asignó a los campesinos en función de su uso. Estas medidas fueron tremendamente populares y su anuncio congregó a cientos de miles de personas en manifestaciones de apoyo.

El Derg no podía doblegar a la aristocracia confiando en el viejo aparato del Estado para cumplir sus órdenes. Por ello movilizó a unos 60.000 estudiantes y profesores radicales y los envió al campo a agitar entre los campesinos para que redistribuyeran la tierra entre ellos. El estímulo apenas era necesario, pero la medida tenía la ventaja para el Derg de dispersar por el campo a miles de jóvenes radicales a los que percibía correctamente como una seria amenaza para su dominio.

La cosa no quedó ahí. Las viviendas urbanas fueron nacionalizadas, al igual que los bancos, las compañías de seguros y la mayoría de las grandes industrias. 

Las nacionalizaciones del Derg llegaron tan lejos que abolieron el capitalismo en Etiopía, y eso que el capital expropiado no superaba los 30 millones de dólares. De esta suma, 10 millones de dólares correspondían al capital de los grandes bancos dominados por británicos e italianos. La minúscula clase capitalista etíope representaba una fracción del resto.

¿Qué era el Derg?

En un artículo que analizaba este proceso, titulado La revolución colonial y los Estados obreros deformados, Ted Grant explicaba que lo que se estaba desarrollando verificaba la teoría de Trotski sobre la revolución permanente, pero de forma distorsionada:

«Toda la esencia de la teoría de la revolución permanente de Trotski reside en la idea de que la burguesía colonial y la burguesía de los países atrasados son incapaces de llevar a cabo las tareas de la revolución democrático-burguesa. Esto se debe a sus vínculos con los terratenientes y los imperialistas. Los bancos tienen hipotecas sobre la tierra, los industriales tienen fincas en el campo, los terratenientes invierten en la industria y el conjunto está enredado y vinculado con el imperialismo en una red de intereses creados opuestos al cambio».

Por lo tanto, la única clase revolucionaria en Etiopía que podía tomar el poder y asumir las tareas de aplastar el feudalismo, llevar a cabo la reforma agraria y modernizar la nación era la clase obrera, apoyándose en el campesinado. Pero la clase obrera no se quedaría ahí. También tendría que llevar a cabo avances y expropiaciones contra la clase capitalista contrarrevolucionaria, iniciando así las tareas de la revolución socialista, aunque éstas sólo podrían completarse a escala mundial. Así, la revolución se convierte en «permanente».

Los acontecimientos seguían un camino similar al predicho por Trotski, pero de manera distorsionada. En 1975, el capitalismo y el latifundismo fueron aplastados en Etiopía. Sin embargo, no fueron aplastados por la clase obrera organizada que tomó el poder con una perspectiva de revolución socialista mundial, como en Rusia en 1917. Más bien, fueron aplastados por una camarilla militar que se había apoyado en las masas para asestar un golpe mortal a los capitalistas y terratenientes, pero que también había asestado golpes a esas mismas masas.

¿Cómo caracterizar este régimen inusual? Aquí cobra gran importancia un enfoque teórico correcto basado en el método marxista.

Trágicamente, los dos principales grupos maoístas de Etiopía -el Partido Revolucionario Popular Etíope (EPRP) y el Movimiento Socialista de Toda Etiopía (o «Meison», por sus siglas en amárico)- no comprendieron la naturaleza del régimen. Sus errores tendrán consecuencias catastróficas.

Al principio, ambos señalaron la represión de los trabajadores a finales de 1974 y tacharon superficialmente el régimen como «fascista». Pero entonces llegaron las medidas revolucionarias de 1975, que desorientaron por completo a ambos grupos.

Al intentar caracterizar al Derg, cada uno se aferró a uno de sus rasgos y llegó a conclusiones totalmente opuestas. El EPRP insistió en calificar al régimen de «fascista» señalando la represión continúa. Meison, por el contrario, dio un giro de 180 grados, señaló las medidas revolucionarias del Derg y apoyó plenamente a la junta.

Como en la parábola de los ciegos que se encuentran con un elefante, en la que cada uno llega a una descripción completamente distinta del animal basándose en palpar sólo una parte de su anatomía, los maoístas etíopes habían identificado cada uno un lado del régimen sin captar su esencia. Es un hecho que sólo Ted Grant comprendió el verdadero significado del Derg.

Cuando estalló la revolución en Etiopía, la clase obrera era demasiado pequeña y carecía de la dirección necesaria para tomar el poder. Pero si la clase obrera era débil, la clase capitalista etíope era aún más débil.

En este callejón sin salida entraron los oficiales subalternos y de rango medio, que tomaron el poder y se colocaron por encima de la sociedad equilibrándose entre las clases, asestando golpes a las masas y a la antigua clase dominante. Esta es una característica típica de lo que los marxistas llaman regímenes «bonapartistas», por analogía con la dictadura de Napoleón Bonaparte, que tienden a surgir cuando la lucha de clases llega a un punto muerto.

Regímenes de este tipo, en los que el ejército se equilibra entre las clases para posicionarse sobre ellas, se convirtieron en la norma en gran parte del llamado «tercer mundo» en el periodo de posguerra. ¿Por qué? Porque condiciones similares produjeron resultados similares. La antigua clase dominante estaba demasiado desacreditada por la crisis social crónica para poder gobernar. Pero la clase obrera carecía de las fuerzas o la dirección necesaria para conquistar el poder. La lucha de clases llegó a un callejón sin salida.

Pero no todos los regímenes bonapartistas son iguales.

Como explicó Ted Grant, el hecho de que en gran parte del mundo colonial y semicolonial, especialmente en Asia y África, el Estado capitalista fuera de reciente creación, fue un factor significativo. No se había perfeccionado durante siglos, como en el mundo capitalista avanzado. Y la clase capitalista se había mostrado incapaz de cimentar la lealtad de los cuerpos armados del Estado, algo que sólo podía esperar conseguir al desarrollar seriamente las fuerzas productivas.

Muchos oficiales de bajo y medio rango despreciaban a los terratenientes y capitalistas, que consumían todo sin contribuir nada al desarrollo nacional. Cuando estos oficiales tomaron el poder en las décadas de posguerra, no tuvieron dudas en golpear fuertemente a las antiguas clases dominantes. 

Las principales potencias imperialistas no podían intervenir directamente. Precisamente en ese momento, se veían obligadas a retroceder y retirarse del dominio colonial directo por la enorme oleada de revoluciones coloniales, lo que animó a muchos de estos oficiales a tomar medidas radicales.

En varios países, los regímenes de oficiales hicieron serios incursiones en la propiedad de la clase capitalista: en Egipto, por ejemplo, Nasser nacionalizó una serie de empresas extranjeras e importantes recursos, incluido el Canal de Suez; mientras que en Irak, los oficiales nacionalizaron los campos petrolíferos y otros recursos. Sin embargo, el Estado no puede moldear la sociedad completamente a su antojo. Todo régimen debe basarse, en última instancia, en un cierto conjunto de relaciones de propiedad y de clase en la sociedad. 

En estos países, las expropiaciones nunca llegaron a abolir por completo el capitalismo. Siguieron siendo, a todos los efectos, regímenes burgueses bonapartistas que descansaban sobre una economía capitalista, aunque la clase burguesa fuera privada del poder político.

Pero de ningún modo estaba prescrito de antemano que regímenes similares no pudieran llegar hasta el final, expropiando completamente a la débil clase capitalista.

Y esto fue precisamente lo que ocurrió no sólo en Etiopía bajo el Derg, sino también en Siria, Birmania y su vecina Somalia, entre otros muchos países, durante las revoluciones coloniales. Aquí, con la expropiación total de la burguesía, se abolió el capitalismo. Por supuesto, esto no fue una gran hazaña dado el carácter débil de la clase capitalista en Etiopía. Como explicó Trotski: A un león se le mata de un disparo, a la pulga se la aplasta entre las uñas.

Pero bajo estos regímenes, la clase obrera era mera observadora pasiva y no ejercía el poder político, lo cual es un requisito previo para una transición hacia el socialismo. Como explica Ted Grant, no había soviets ni órganos de poder obrero:

«En una revolución según la norma, tales comités ad hoc y organizaciones tradicionales son indispensables. Son un campo de entrenamiento para los trabajadores en el arte de dirigir el Estado, de desarrollar la solidaridad y la comprensión de los trabajadores. Tras un derrocamiento victorioso del capital, se convierten en vehículos para el gobierno de los trabajadores, en los órganos del nuevo Estado y de la democracia obrera.

«Pero donde -como en Europa del Este, China, Cuba, Siria, Etiopía- el derrocamiento tiene lugar con el apoyo de los obreros y campesinos, ciertamente, pero sin su control activo, está claro que el resultado debe ser diferente. Los intelectuales pequeñoburgueses, los oficiales del ejército, los jefes de las bandas guerrilleras utilizan a los obreros y campesinos como carne de cañón, como meros puntos de apoyo, como reposa armas, por así decirlo.

«Su objetivo, consciente o inconsciente, no es el poder para los obreros y campesinos, sino el poder para su élite».

Así pues, estos regímenes podrían calificarse de bonapartistas. Pero era el bonapartismo basado en la propiedad estatal, no en la propiedad capitalista, que había sido abolida. Eran, como los describió Ted Grant, regímenes bonapartistas proletarios. Y tenían como modelo el Estado obrero deformado de la Unión Soviética, con el que sólo diferían superficialmente.

Otros regímenes llegaron al mismo resultado por un camino diferente. En China y Cuba, el capitalismo fue expropiado a manos de ejércitos guerrilleros victoriosos. En Europa del Este, las expropiaciones tuvieron lugar por orden del Ejército Rojo a partir de 1948. En todos estos casos, pudieron haber disfrutado del apoyo pasivo de la clase obrera, pero no contaban con su participación activa.

La Unión Soviética había comenzado en 1917 como un régimen sano de democracia obrera, pero en condiciones de aislamiento y atraso económico había degenerado, conduciendo a la expropiación política de la clase obrera por una burocracia parasitaria y privilegiada, mientras que la planificación económica permanecía intacta. Estos nuevos regímenes no eran fundamentalmente diferentes del régimen estalinista degenerado de Rusia.

Y el estalinismo se había fortalecido masivamente con las victorias del Ejército Rojo y la Revolución China de 1949. Aquí había ejemplos pre-existentes de bonapartismo proletario que podían copiarse. La existencia de la caricatura burocrática del socialismo en la URSS ejercía una atracción magnética sobre camarillas de oficiales de todo el llamado «tercer mundo», y sus deformaciones burocráticas no hacían sino aumentar su atractivo.

Al fin y al cabo, el «socialismo», tal y como parecía existir en la forma de la Unión Soviética, parecía demostrar que existía otra vía para las naciones subdesarrolladas, en la que la sociedad podía desarrollarse mediante una economía planificada, permitiendo al mismo tiempo que una capa superior siguiera disfrutando de enormes privilegios. Como dijo Ted Grant:

«El cambio al bonapartismo proletario en realidad aumenta su poder, prestigio, privilegios e ingresos. Se convierten en el único estrato de mando y dirección de la sociedad, elevándose aún más sobre las masas que en el pasado. En lugar de estar al servicio de la débil, cobarde e ineficaz burguesía, se convierten en los dueños de la sociedad».

El más mínimo grado de independencia política de la clase obrera es una amenaza para los intereses de la capa dominante privilegiada en un régimen bonapartista proletario, que no tiene ningún interés en una transición hacia el verdadero socialismo. Este estrato debe esforzarse inevitablemente por aplastar dicha oposición allí donde se convierta en una amenaza seria. Como tal, el EPRP tenía razón al describirlo como un régimen dictatorial que intentaba consolidarse mediante la represión. Como explicó Ted Grant:

«No en vano Trotski explicó al Partido Socialista Obrero Americano que, separado de la propiedad estatal de la industria y la tierra, ¡el régimen político en Rusia era fascista! No había nada que distinguiera el régimen político de Stalin del de Hitler excepto el hecho decisivo de que uno defendía y tenía sus privilegios basados en la propiedad estatal mientras que el otro tenía sus privilegios, poder, ingresos y prestigio basados en la defensa de la propiedad privada.»

Esta diferencia en las relaciones de propiedad es clave. Por ello, al equiparar al Derg con el «fascismo» y oponerse a él con una noción abstracta de «democracia», el EPRP cometió un error político, socavando su propia capacidad para desafiar al Derg. Los métodos dictatoriales del Derg, en la medida en que se aplicaban a las masas, eran odiados. Pero en la medida en que se utilizaban contra los señores feudales y los capitalistas, no sólo eran extremadamente populares, sino históricamente progresistas. El discurso abstracto sobre la «democracia» dejó al EPRP expuesto a las acusaciones del Derg de que era una quinta columna contrarrevolucionaria que defendía los derechos democráticos de las clases contrarrevolucionarias.

Mientras tanto, los errores teóricos de Meison le llevaron a caer muy, muy bajo. Al levantar únicamente las acciones revolucionarias del Derg y prestarle todo su apoyo contra sus enemigos, Meison se subordinó a los oficiales pequeñoburgueses, y se convertiría en cómplice de todos los crímenes del terror de Mengistu cuando éste trató de consolidar su poder aplastando a la juventud revolucionaria.

El ascenso de Mengistu

Cuando el Derg subió al poder, había muy pocas cosas que lo mantenían unido y podría convertirse en una camarilla gobernante muy inestable. Desde luego, no pretendía tener ninguna afinidad con las ideas marxistas, que eran totalmente ajenas a sus miembros. En la medida en que los oficiales estaban unidos por una ideología, ésta era nacionalista, resumida en el lema del Derg: «Etiopía Tikdem» («Etiopía primero»).

El Derg no tardó en dividirse sobre muchas cuestiones, entre ellas cómo hacer frente a la creciente influencia de masas de Meison y, especialmente, del EPRP. Este último había crecido enormemente. Contaba con el apoyo de la gran mayoría de los jóvenes, se había hecho con el liderazgo del CELU y, según todas los inidicios, su influencia crecía rápidamente también dentro del ejército. También estaban surgiendo otras diferencias dentro del Derg, como la forma de abordar la cuestión nacional eritrea.

En medio de estas diferencias, también maniobraban individuos con ambiciones personales, entre ellos, el  peor de estos maniobradores era Mengistu. Por razones pragmáticas y no de principios, Mengistu vio la oportunidad de impulsarse buscando el apoyo de la Unión Soviética, así como manipulando astutamente las diferencias entre los grupos maoístas dirigidos por estudiantes.

Cuando los estudiantes radicales regresaron del exilio, la facción de Mengistu entró en contacto con miembros del Meison y empezó a cooperar con ellos. Meison creyó ingenuamente que podía «influir» a Mengistu, ¡a quien incluso dieron lecciones de lo que hicieron pasar por teoría «marxista-leninista»! De hecho, todo lo que Mengistu aprendió de ellos fue suficiente retórica para convertirse en un demagogo eficaz. Fue él quien utilizó a Meison, cuyos cuadros instaló burocráticamente en cargos estatales, en comités en los barrios conocidos como kebeles, e incluso en puestos ministeriales.

En febrero de 1977, con el apoyo de Meison y de los kebeles, además del respaldo soviético, Mengistu se sintió lo suficientemente fuerte como para tomar el poder. Masacró a sus oponentes en el Derg, reduciéndolo a tan solo un comité de aprobación para su dictadura personal.

Para consolidar esta dictadura, su siguiente paso tenía que ser la liquidación de la revolución, y en particular de su vanguardia. Eso significaba acabar con los partidos de masas maoístas. Comenzó una campaña de asesinatos contra la dirección del EPRP y las guerrillas nacionalistas en lo que Mengistu y Meison denominaron perversamente el «Terror Rojo». Desgraciadamente, este terror totalmente contrarrevolucionario contó con el pleno respaldo, por no hablar de la asistencia técnica, de la Unión Soviética, incluyendo escuchas telefónicas, equipos de vigilancia de alta tecnología y expertos en inteligencia.

Unidades del ejército leales a Mengistu y turbas armadas procedentes del lumpenproletariado, vinculadas a los kebeles y dirigidas por cuadros de Meison, se desataron contra el EPRP.

El Primero de Mayo de 1977, el EPRP organizó una manifestación en Adís Abeba. El régimen respondió con ametralladoras que dejaron más de 1.000 muertos. Notoriamente, antes de que pudieran recuperar sus cuerpos de la morgue del hospital, madres y padres tuvieron que pagar el coste de las balas que acribillaron los cuerpos de sus hijos.

El reino del terror de Mengistu se saldó con la muerte de miles de jóvenes, la flor de la generación revolucionaria. Es difícil imaginar que algún régimen haya superado a Mengistu en cuanto a la variedad y crueldad de los métodos de tortura que aplicó contra sus víctimas.

Los supervivientes de aquella época afirman que apenas había un hombre o una mujer que viviera en las ciudades de Etiopía en aquel periodo, con edades comprendidas entre los 15 y los 40 años, que no hubiera sufrido torturas en alguna de las cárceles del régimen entre 1977 y 1979.

A mediados de 1977, el EPRP apenas existía en las zonas urbanas. Los cuadros que sobrevivieron huyeron al campo.

Tras apoyarse en una capa del lumpenproletariado para aplastar al EPRP, a finales de 1977 se desató una segunda oleada de terror. Esta vez, el objetivo principal era el mismo Meison. Se trataba de una operación policial mucho más sencilla. Meison no tenía organización clandestina y sus miembros eran bien conocidos por el régimen. Acabaron con ellos rápidamente. 

En 1979, Mengistu convirtió oficialmente a Etiopía en un Estado de partido único. Había adoptado todos los métodos y la parafernalia externa del régimen burocrático de la Unión Soviética.

Pero al haber diezmado a la juventud revolucionaria, el régimen de Mengistu había acabado precisamente con ese estrato de la población que podría haber luchado por preservar los logros de la revolución. Era un régimen débil que se fue debilitando a medida que las fuerzas centrífugas se apoderaban del país.

De la guerra civil al colapso

A finales de la década, el silencio sepulcral descendió sobre el movimiento revolucionario en las ciudades. Los que seguían resistiendo al régimen lo hacían desde bases guerrilleras en el campo. Muchos de los jóvenes que huyeron de las ciudades se unieron a los llamados movimientos guerrilleros nacionalistas «marxistas-leninistas».

El régimen estalinista de Mengistu se mostró completamente incapaz de resolver las tareas iniciadas por la revolución etíope, sobre todo la cuestión nacional, que puede adquirir un potencial explosivo, especialmente en las antiguas naciones coloniales y semicoloniales donde la revolución democrático-burguesa nunca se ha completado.

No en vano, los estudiantes radicales de los años 60 tomaron prestado el estribillo de Lenin al describir Etiopía como «una prisión de naciones». En la Rusia anterior a 1917, la cuestión nacional adquirió proporciones igualmente agudas. Para convencer a los obreros y campesinos de las nacionalidades oprimidas de que sus intereses estaban totalmente alineados con los de los obreros rusos, y para unir a los obreros de todas las nacionalidades en un movimiento revolucionario unido, los bolcheviques tuvieron que aplicar el mayor tacto en su política.

Para convencer a los letones, ucranianos, caucásicos, judíos y otros grupos minoritarios de que querían acabar con la bárbara opresión nacional del zarismo ruso, los bolcheviques prometieron respetar el derecho de las naciones a la autodeterminación, incluida la secesión.

En Etiopía, los eritreos llevaban una larga lucha por la independencia que se remontaba a la época de Selassie. Los movimientos guerrilleros nacional-étnicos habían empezado a surgir desde los años sesenta, y habían crecido con el despertar revolucionario de las masas campesinas. Los insurgentes somalíes se habían sublevado en Ogaden y, a partir de 1975, los estudiantes radicales habían creado el Frente de Liberación Popular de Tigré (TPLF), que ha seguido desempeñando un papel importante en la política etíope hasta nuestros días.

Un régimen obrero sano basado en los principios leninistas podría haber evitado la guerra civil. De hecho, la principal reivindicación de los insurgentes tigreanos ni siquiera era la secesión, sino la autonomía, que podría haberse concedido fácilmente. Pero la política nacional de Lenin y los bolcheviques era totalmente ajena al Derg.

Los oficiales, con su política nacionalista de «Etiopía Tikdem», estaban acostumbrados a imponer su camino. Recurrieron a métodos dictatoriales para aplastar las aspiraciones nacionales de los eritreos, somalíes, tigreanos y otros.

El «Terror Rojo» de Mengistu exacerbó aún más la situación y convenció a las nacionalidades oprimidas de que este régimen no se diferenciaba mucho del de los emperadores. Los métodos burocráticos de la política agraria de Mengistu inflamaron aún más las tendencias nacionalistas entre los campesinos.

Con el objetivo nominal de resolver el problema de la extrema parcelación de la tierra, el régimen lanzó una campaña de «aldeanización», el reasentamiento forzoso de campesinos en regiones sin cultivo, a menudo en entornos hostiles. El proceso fue a menudo una chapuza burocrática y los campesinos no recibieron ninguna de las ayudas prometidas. Pero la mayoría de las veces, esta odiada política resultó ser una mera hoja de parra para una cínica política de contrainsurgencia destinada a reasentar a las comunidades campesinas que simpatizaban con la guerrilla.

También hay que señalar aquí el juego completamente reaccionario de la Unión Soviética en medio de los horrores que se están produciendo ahora en el Cuerno de África. Moscú se alegró de ayudar a Mengistu a subir al poder. Pero antes de su llegada al poder, la URSS se había aliado con el régimen del mayor general Barre en Somalia y con las guerrillas eritreas que luchaban contra la autocracia de Selassie.

El régimen somalí también había expropiado a los capitalistas y terratenientes, y en lo fundamental no era diferente del del Derg. Pero también seguía una estrecha línea nacionalista y, armado por la URSS, Barre se preparó para la guerra con el fin de anexionar Ogaden a Etiopía.

Moscú intentó reconciliar a sus dos aliados, abogando inicialmente por una federación de Eritrea, Etiopía y Somalia. Una federación socialista del Cuerno de África podría haber sido el resultado más deseable para los pueblos de la región, pero el hecho de que estrechas camarillas nacionalistas controlaran tanto Etiopía como Somalia lo impidió.

¿Qué hizo la burocracia rusa? Simplemente tiró por la borda a sus antiguos aliados y cambió de bando, alineándose con Mengistu. Fue un movimiento carente de principios, diseñado simplemente para servir a sus intereses geopolíticos, siendo Etiopía el mayor «premio» para Moscú.

El respaldo ruso no salvó al régimen de Mengistu. Una revolución aislada en las condiciones de atraso que imperaban entonces en Etiopía siempre se habría enfrentado a enormes dificultades, a pesar de las ventajas de una economía planificada. Pero bajo Mengistu, el aislamiento se vio agravado por la chapuza burocrática y la devastadora guerra civil. Esto, a su vez, combinado con la escasez récord de lluvias, provocó los horrores de la hambruna de 1984-85 y varios cientos de miles de muertos. El gobierno respondió con nuevas y odiadas oleadas de reasentamientos lejos del norte devastado por la guerra.

Como la caída del régimen de Mengistu parecía cada vez más inevitable, la Unión Soviética (que tenía sus propios problemas) retiró su apoyo a finales de la década de 1980. Cuando la URSS se derrumbó, un Mengistu aislado, que nunca estuvo motivado por ningún principio, intentó seguir la corriente, abandonando su «marxismo-leninismo» y convirtiéndose de la noche a la mañana a los poderes del mercado. Por cierto, lo mismo hicieron las guerrillas llamadas «marxistas» que habían estado luchando contra su régimen en Tigré y Eritrea.

En 1991, el régimen de Mengistu llegó a su fin inevitable con la llegada al poder del TPLF y sus aliados. Ese mismo año, el régimen bonapartista proletario de Siad Barre se derrumbó en la vecina Somalia, provocando el colapso del Estado, la guerra civil, la hambruna y la insurgencia islamista, agravadas por la injerencia imperialista estadounidense.

Han pasado ya más de tres décadas desde el colapso del régimen de Mengistu. El mercado campa a sus anchas por el Cuerno de África. ¿Qué ha traído consigo? Nuevas y brutales camarillas gobernantes, que se han instalado en Etiopía, Eritrea y Somalia.

Durante un tiempo, el auge del crecimiento del PIB de dos dígitos del que disfrutó Etiopía en la década de 2000 fue aclamado como un milagro económico. Pero esto ha empezado a desvanecerse y las viejas heridas vuelven a abrirse. Disturbios, guerra civil en Tigré, la sombra de la hambruna planeando sobre las cabezas de millones de personas en toda la región, retórica belicista entre los regímenes. No es difícil ver el futuro que el capitalismo está creando en el Cuerno de África: un futuro de terrible miseria, asesinatos en masa, luchas étnicas y hambre. En una palabra: barbarie.

Pero hay otro camino por delante para los pueblos del Cuerno de África. Todo el continente es hoy un hervidero de descontento. La clase obrera, que en Etiopía estaba en pañales hace 50 años, es hoy más fuerte que nunca, y no sólo en Etiopía, sino en todas partes.

Si los trabajadores y la juventud de Etiopía pueden forjar un partido revolucionario, impregnado de las lecciones del pasado, entonces, a diferencia de 1974, podrán ocupar el lugar que les corresponde a la cabeza de la próxima oleada revolucionaria, que será notablemente diferente de la anterior.

Las condiciones que condujeron al ascenso del bonapartismo proletario ya no existen: el modelo burocrático y nacionalista del «socialismo en un solo país» estalinista está muerto. 

Siempre fue un callejón sin salida. La próxima oleada revolucionaria, si quiere avanzar, debe poner el poder directamente en manos de la clase obrera. Ninguna banda de oficiales, ningún grupo de intelectuales, ninguna guerrilla insurgente lo hará por los trabajadores. Esa es la lección. La próxima oleada revolucionaria debe poner a la clase obrera en el poder y pasar a una lucha continental y mundial para derrocar al capitalismo y al imperialismo en todas partes.

Entonces, y sólo entonces, cuando se hayan arrebatado las palancas de la economía a los imperialistas extranjeros y a sus secuaces locales, podremos hablar seriamente de desarrollar las fuerzas productivas, de acabar con las luchas nacionales y étnicas y de crear un futuro libre de necesidad, miseria y trabajo para los millones de obreros y campesinos.

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