Sobre la consigna de la Asamblea Constituyente ¿Se puede aplicar a Argentina?

En un artículo aparecido en Prensa Obrera (27/12/01) –el periódico del Partido Obrero argentino (PO)– el compañero Jorge Altamira, uno de los dirigentes del PO, criticaba la idea de que la insurrección de diciembre fuera «espontánea». En su artículo escribe lo siguiente: «En las publicaciones de izquierdas y trotskistas extranjeras, hay una confusión (comprensible) parecida a la de nuestros «espontaneístas», se quejan (un ritual habitual entre los izquierdistas extranjeros que se proponen para este papel) de la ausencia del ‘factor subjetivo’ en la revolución argentina».

En mi artículo La revolución argentina ha comenzado, escrito unos días antes, señalaba que si el factor subjetivo –la dirección y el partido revolucionario– estuviera presente en Argentina los trabajadores estarían en vísperas de la toma del poder, pero, en ausencia de éste, la revolución se prolongará durante un tiempo. Podría durar meses e incluso años hasta que se pueda imponer una solución definitiva, en un sentido u otro.

No hace falta decir que cuando escribía acerca de la ausencia del factor subjetivo en Argentina estaba haciendo referencia a un partido con suficiente implantación entre las masas, sobre todo entre el proletariado, y capaz de dirigir el movimiento. Creo que esta observación era correcta en ese momento y lo sigue siendo ahora. Pero ante los comentarios del compañero Altamira me gustaría aclarar mis afirmaciones y así evitar algunos malentendidos.

Somos conscientes del papel que los trotskistas argentinos han jugado en el movimiento, y sobra decir que celebraremos su éxito como si fuera el nuestro. En la lucha contra las fuerzas de la reacción y el imperialismo somos completamente solidarios. No tenemos la intención de imponer nuestras ideas a nadie. Pero el movimiento trotskista es internacional, o no es tal. Los acontecimientos en Argentina no sólo tienen un significado local o regional. Tienen una importancia fundamental para todo el movimiento obrero mundial.

Por lo tanto, creemos que nuestro deber es intentar comprender el proceso revolucionario de Argentina y aprender de él para aplicar sus lecciones al proceso revolucionario de los demás países. Las opiniones y experiencias de los compañeros argentinos tienen una gran importancia para nosotros, y esperamos que nuestras ideas contribuyan de alguna forma a la clarificación de los problemas y desafíos a los que se enfrenta la revolución argentina.

El papel del PO en el proceso obviamente es un elemento significativo en la ecuación, y lo seguimos con gran interés. Estamos de acuerdo con muchos puntos del programa que defiende el PO. Sin embargo, creemos que debemos clarificar algunas cuestiones, en particular la consigna de la asamblea constituyente.

Evidentemente, es importante que no exageremos las diferencias y que eliminemos las malas interpretaciones. Puede ocurrir que el significado de esta consigna sea algo diferente a lo que fue en el pasado. Si esto es así, entonces hay que concretar el contenido real de la consigna, y no dejarlo en el aire. En una revolución ante todo la claridad es absolutamente necesaria.

Alan Woods, 11 de febrero de 2002

Sobre la consigna de la Asamblea Constituyente: ¿Se puede aplicar a Argentina?

La insurrección popular del pasado mes de diciembre ha abierto una nueva etapa en la historia de Argentina, una etapa turbulenta en la cual las masas están poniendo a prueba su fortaleza contra la bancarrota de la oligarquía reaccionaria, que cuenta con el respaldo del imperialismo. Estos últimos han acumulado fuerzas formidables: toda la riqueza robada al pueblo argentino durante décadas, todo el conocimiento acumulado por la clase dominante, que ha puesto en práctica todos los mecanismos para perpetuar su poder y privilegios, oscilando del engaño y la corrupción a la fuerza bruta; la prensa y los políticos a sueldo, los dirigentes sindicales amarillos, el ejército y la fuerza policial que ha demostrado su «valor» con el asesinato y la tortura de civiles desarmados.

Son unas fuerzas formidables. Pero la historia demuestra que incluso la maquinaria estatal más poderosa no puede resistir el poder de la clase obrera, una vez que ésta se ha movilizado para cambiar la sociedad. ¿Qué poder tiene la clase obrera en sus manos? Un poder colosal. Sin el permiso de la clase obrera no se encienden las bombillas ni suena el teléfono. Todas las funciones necesarias de la sociedad dependen de las manos y el cerebro de los trabajadores. Cuando los trabajadores dicen no, ninguna fuerza sobre la Tierra puede detenerles.

La tradición revolucionaria del proletariado argentino es insuperable. Desde las turbulentas luchas de clase de los años cuarenta, pasando por el «Cordobazo» y los acontecimientos del pasado diciembre, ha dado una amplia prueba de su voluntad de lucha, de su heroísmo y valor. Demuestra el mismo magnífico espíritu de lucha que demostraron los trabajadores españoles en 1931-39. Es una inspiración para la clase obrera de todo el mundo.

Sin embargo, el resultado de la lucha de clases no está determinado exclusivamente por el valor y la determinación de las masas. Muchas veces en la historia de la guerra un ejército con mucho coraje cae derrotado por una fuerza más pequeña que contaba con comandantes entrenados y expertos. Ocurre lo mismo en la guerra de clases. Los errores de la dirección –incluso los más pequeños– pueden perjudicar seriamente la perspectiva de éxito. Por esta razón, y no por pedantería, hay que someter las tácticas y las consignas a una cuidadosa crítica, para de esta forma corregir los errores antes de que puedan ocasionar un daño mayor.

Argentina, Rusia y España

En diciembre escribía que la revolución argentina había comenzado. Quizás alguno pensó que se trataba de una exageración. Pero en estas palabras no hay un ápice de exageración. Una revolución no es sólo un acontecimiento concreto, como imaginan muchas personas. La revolución de 1917 en Rusia comenzó en febrero, con el derrocamiento del zar, y terminó en octubre con la llegada al poder del Partido Bolchevique. La revolución rusa de 1917 duró nueve meses. La revolución española comenzó con la proclamación de la República en 1931 y terminó con la derrota del proletariado revolucionario durante las Jornadas de Mayo de 1937 en Barcelona.

Por otra parte, en ambos casos los procesos no siguieron una línea recta. El movimiento de masas experimentó toda una serie de flujos y reflujos, avances y retrocesos. Hubo períodos de rápido avance, como en febrero de 1917 o en España en 1931, cuando se proclamó la República. Las masas sentían que estaban barriendo todo a su paso. Pero una situación semejante no puede durar mucho tiempo.

La euforia creada por la ilusión de que el enemigo ha sido derrotado pronto da paso a una visión más sobria. Empezando con las capas más avanzadas y activas, los trabajadores comienzan a comprender que el verdadero enemigo todavía no está derrotado decisivamente, que las tareas principales de la revolución todavía no se han cumplido.

Esta segunda fase de la revolución da paso a un ambiente peligroso de impaciencia entre la vanguardia revolucionaria. Se siente estafada y enfurecida, e intenta ir más allá, más rápido que la mayoría de la clase, que todavía no ha asimilado las lecciones o extraído las conclusiones necesarias.

Esta era la situación de España en 1932-33, justo antes de los dos años de reacción («el bienio negro») de 1934-35, y en Rusia durante los meses de mayo, junio y julio de 1917. Las capas más avanzadas de la clase, los proletarios de Petrogrado y los marineros de la flota del Báltico, apoyaban instintivamente a los bolcheviques. Sin embargo, el Partido Bolchevique todavía era una pequeña minoría en los sóviets. La tarea central no era tomar el poder, sino ganar a la mayoría de los trabajadores y soldados, que todavía apoyaban a los antiguos dirigentes reformistas, los eseristas (socialistas revolucionarios) y mencheviques.

Por esta razón Lenin planteó la consigna de «Todo el poder a los sóviets», aunque los sóviets en ese momento estaban completamente dominados por los mencheviques y eseristas, que apoyaban a la burguesía e intentaban acabar con la revolución. Lenin se opuso a la consigna «Abajo el gobierno provisional» defendida por los bolcheviques más ultraizquierdistas, a pesar de que el gobierno provisional continuaba la guerra imperialista, se negaba a implantar la reforma agraria e intentaba conciliar a las fuerzas de la reacción.

Demandas transicionales

La razón es bastante clara. Lenin y Trotsky comprendían que antes de conquistar el poder, primero era necesario conquistar a las masas: la vanguardia debía encontrar el camino a las masas, convencerlas de que sus dirigentes estaban traicionando la revolución. Por esta razón, Lenin y Trotsky plantearon toda una seria de demandas transicionales –la más importante era “Paz, pan y tierra”– y vincularon estas demandas al objetivo central: transferir el poder a la clase obrera a través de los sóviets (consejos obreros).

También plantearon otras demandas que reflejaban las condiciones concretas de la Rusia zarista, por ejemplo, sobre la cuestión nacional (el derecho de autodeterminación) y la asamblea constituyente. Esta era una demanda democrático-burguesa que reflejaba las condiciones concretas del país en aquella época: es decir, un gobierno autocrático sin elecciones genuinas o parlamento. Es evidente que los marxistas deben utilizar las demandas democráticas, en la medida que son relevantes para la situación concreta y que tienen un carácter progresista, para movilizar a las más amplias capas de la población, no sólo a los trabajadores, también a los campesinos y la pequeña burguesía, para la lucha revolucionaria.

En las condiciones concretas de la Rusia zarista, la demanda de una asamblea constituyente era correcta. Junto con otras demandas (y debemos decir que más importantes), ayudó a elevar la conciencia y movilizar a las más amplias capas de la población para la lucha suprema contra la autocracia zarista. No se podía descartar, teóricamente, que la revolución rusa pudiera atravesar un período más o menos largo de parlamentarismo revolucionario, como ocurrió en la Revolución Inglesa del siglo XVII y los primeros años de la Revolución Francesa. Sin embargo, en la práctica, nada de esto ocurrió. La asamblea constituyente rusa fue un aborto, jugó un papel reaccionario y pronto fue disuelta por los bolcheviques, que en aquel momento habían conquistado la mayoría decisiva en los sóviets.

Una consigna democrático-burguesa

¿Qué es la asamblea constituyente? Un parlamento democrático burgués. La consigna de la asamblea constituyente es por lo tanto una consigna democrática burguesa, no socialista. Sin embargo, comprendemos muy bien que, en determinadas circunstancias, no sólo es correcto para el proletario luchar por consignas democráticas burguesas, también es absolutamente necesario hacerlo.

¿En qué circunstancia se deben plantear este tipo de consignas? Hay dos posibilidades: 1) en un país semifeudal o semicolonial y 2) en un país donde no existe un parlamento, elecciones u otros derechos democráticos. Pero ninguna de estas condiciones se puede aplicar a Argentina.

Argentina no es un país atrasado o semifeudal. Lleva casi doscientos años de independencia, y es la segunda economía más grande de América del Sur, así que difícilmente entra en la categoría de nación semicolonial (el hecho de que la oligarquía haya reducido la antigua décima nación industrial del plantea a una situación de ruina y miseria o que muchas industrias privatizadas hayan caído en manos extranjeras es una cuestión aparte).

En la revolución rusa la consigna de la asamblea constituyente –una consigna democrática burguesa– jugó un papel progresista a la hora de movilizar a las masas contra el zarismo. ¿Es apropiada esta consigna en la situación actual de Argentina? En absoluto. Durante las últimas dos décadas Argentina ha tenido un régimen democrático burgués que no difiere en lo esencial de los regímenes democráticos burgueses de Europa o EEUU.

Se podría objetar que la democracia burguesa de Argentina es un régimen fraudulento y corrupto que simplemente sirve para enmascarar la dictadura de los banqueros y los capitalistas. Es verdad, pero se olvida de un detalle. Y es que bajo el capitalismo la democracia siempre tiene un carácter extremadamente parcial, distorsionado e incompleto, no sólo en Argentina, sino también en los demás países, incluso en los más «democráticos».

Sí, los políticos argentinos son corruptos y no representan los intereses de la población que les votó. Pero lo mismo se puede aplicar a los políticos de EEUU (como demuestra una vez más el escándalo de Enron). Recientemente también se demostró que Bush fue elegido para la Casa Blanca gracias al fraude. Y nuestros políticos británicos y europeos no son mucho mejores, aunque quizá un poco más sutiles, lo que simplemente significa que son más cuidadosos a la hora de engañar a la población.

Es verdad que el verdadero gobernante de Argentina no es la población o los políticos que ha «elegido», sino la oligarquía corrupta y podrida que gobierna en la sombra y que utiliza a los políticos como marionetas. Pero lo mismo es aplicable al resto de democracias burguesas del mundo. ¿Acaso el primer ministro «laborista» Tony Blair representa los intereses de los trabajadores que le votaron? La respuesta es obvia.

Es verdad que las llamadas «libertades democráticas» que «disfruta» el pueblo argentino tienen simplemente un carácter formal. La prensa «libre» es propiedad y está controlada por un puñado de multimillonarios. Y todos pueden decir (más o menos) lo que quieran, pero es la oligarquía la que decide. Esta «democracia» es sólo un fraude y una hoja de parra que disfraza la realidad de la dictadura del Capital. Sí, todo esto es verdad. Pero todo lo que demuestra es que Argentina es una democracia burguesa perfectamente normal.

No hay solución bajo el capitalismo

En política, si dices «A», debes decir «B», «C» y «D». Si no es así, puedes cometer errores muy serios. El mayor crimen de los estalinistas en Asia, África y América Latina fue llevar al movimiento a conclusiones erróneas gracias a la teoría equivocada de «la revolución por etapas». De acuerdo con esta teoría (en realidad un refrito de la vieja y desacreditada teoría menchevique que Lenin siempre combatió), el carácter de la revolución en los países coloniales y subdesarrollados era democrático-burguesa, y por lo tanto el proletariado no debía intentar tomar el poder, sino subordinarse a la dirección de la «burguesía nacional».

Frente a esta orientación política que se apoya en la colaboración de clases y que tantos desastres provocó a la revolución en Asia, África y América Latina, los marxistas nos basamos en las enseñanzas de la Revolución de Octubre y en la teoría de la revolución permanente, formulada por León Trotsky. Aunque no es este el sitio para desarrollar a fondo esta cuestión, baste con decir que en las condiciones modernas la burguesía no es capaz de jugar un papel progresista en ninguna parte. Si se examina la situación de todos aquellos países que consiguieron la independencia formal a partir de 1945, inmediatamente se hace evidente que en ninguno de ellos se han solucionado las tareas de la revolución democrática burguesa.

Tomemos el ejemplo de India. Igual que Argentina, India es un país con un enorme potencial económico. Hace poco más de medio siglo que consiguió la independencia formal, ¿qué ha conseguido la burguesía india? No ha solucionado la cuestión agraria. Tampoco la cuestión nacional. No ha eliminado el monstruoso sistema de castas. No ha modernizado el país. Y lo más importante de todo, cincuenta y cinco años después del final del dominio imperialista directo, India es más dependiente del imperialismo que en cualquier otro momento de su historia. Lo mismo se puede aplicar al resto de países ex-coloniales.

La conclusión es evidente: los problemas de la sociedad sólo se pueden solucionar cuando la clase obrera tome el poder en sus manos, cuando ponga fin al dominio de la burguesía y el imperialismo, nacionalizando la tierra, los bancos y las grandes empresas e instituyendo un plan socialista de producción. En cuanto a las tareas democrático-burguesas, se realizarán al tiempo que el proletariado en el poder acomete la transformación socialista de la sociedad. Pero la tarea central (como en 1917) es el establecimiento del poder obrero.

Una buena política…

Comprendemos muy bien que para poner a las masas de parte de la revolución socialista no basta con hacer propaganda abstracta a favor del socialismo. Sería una concepción completamente sectaria que nos apartaría de las masas. Marx explicaba en las páginas del Manifiesto comunista que los comunistas debían ser los luchadores más decididos y resueltos, debían estar a la vanguardia de cada lucha con las reivindicaciones que sirviesen a los intereses de la clase obrera. La revolución socialista sería impensable sin la lucha cotidiana para avanzar bajo el capitalismo.

Para asegurar la victoria de la clase obrera en Argentina, es imperativo que las consignas de la vanguardia sirvan para que el movimiento avance, paso a paso, hacia el objetivo del poder obrero. Es necesario luchar vigorosamente por cada demanda parcial que tenga como objetivo la defensa del empleo, los salarios y las condiciones de vida. También es necesario explicar que la única garantía real de conseguir una solución genuina y duradera para los problemas de la población es la transferencia del poder a las manos de los propios trabajadores.

Los ataques del gobierno Duhalde inevitablemente provocarán una respuesta por parte de los trabajadores, como de hecho ya está ocurriendo. La tarea de la vanguardia es intentar dar una expresión organizada, generalizarla y extenderla a cada industria, ciudad y barrio. La única forma de hacer esto es popularizando la consigna de los comités de acción (sóviets). Con la agitación en torno a esta consigna, la vanguardia podrá conectar con el ambiente general de la clase, planteando una demanda que realmente corresponde con las necesidades del momento, mientras prepara el terreno para llevar adelante la lucha a un nivel más elevado.

De los artículos aparecidos en Prensa Obrera, es evidente que el PO tiene la misma idea y que está luchando por el poder obrero en Argentina. En un artículo firmado por Christian Rath titulado Abajo con el gobierno títere del FMI (6/2/02) podemos leer el siguiente programa:

* Abajo con los aliados peronistas del FMI, de la «patria capitalista» y el oro yanqui. Abajo la Corte Suprema.

* Nacionalización de los bancos, control del sistema de cambio.

* Confiscación de la propiedad de los banqueros.

* No al pago de la deuda externa.

* Salario mínimo de 600 pesos, subsidio de desempleo de 500 pesos, ajustable al aumento de la inflación.

* Acceso todos los ahorros inferiores a 100.000 dólares.

* Nacionalización de toda las empresas que despiden trabajadores o se declaran en bancarrota. Reparto del trabajo.

Este es un buen programa y se puede resumir en la consigna central: «Debemos multiplicar las Asambleas Populares hasta el punto en que se conviertan en el poder del pueblo explotado». Esto es absolutamente correcto y corresponde plenamente a las necesidades del momento y a la perspectiva de la clase obrera de tomar el poder en alianza con los sectores más pobres de la sociedad. También se trata de un hecho objetivo porque el movimiento ya ha llevado a la creación de Asambleas Populares locales. Pero lo más importante de todo es que ha habido una tendencia a vincular las Asambleas Populares con los comités obreros en las fábricas. Aquí está la clave del éxito.

Carece de importancia real qué palabras se utilicen para describir este fenómeno. En Rusia se llamaron sóviet (consejos), en la huelga general de 1926 en Gran Bretaña el papel de los sóviets lo jugaron los comités locales de los sindicatos, los trades councils. Durante la revolución española de 1931-37, Trotsky llamó a la formación de juntas revolucionarias. Más tarde, en Francia, surgió la expresión «comités de acción». El término realmente carece de importancia. Lo que es importante es el contenido. En Argentina, los órganos revolucionarios de lucha que abarcan a amplias capas de los explotados son las Asambleas Populares. Y éstas son, al menos, el embrión de los sóviets, es decir, el embrión de un nuevo poder. En el artículo antes mencionado de Prensa Obrera se plantea correctamente esta idea.

Sin embargo, es obvio que la tarea inmediata de los comités es organizar y centralizar la lucha. El objetivo de los comités, que deberían ser elegidos en la medida de lo posible en los centros de trabajo y en las barrios populares, debería ser organizar la acción: huelgas, manifestaciones, boicots, distribución de comida, etc. Y esto debería culminar en una huelga general nacional. Nuestro objetivo debe ser vincular los comités local, regional y nacionalmente, preparando el camino para un congreso nacional de comités de acción, para coordinar la lucha y preparar la toma del poder.

…y una mala consigna

Hasta aquí no tenemos ninguna diferencia real con los compañeros del PO. Pero se echa a perder un buen artículo con un final que no corresponde con lo planteado antes. El autor termina con la siguiente consigna: «Debemos elegir una Asamblea Constituyente libre y soberana, convocada por el pueblo movilizado, que se haga cargo de la reorganización social y política del país».

Hasta ahí, todo el énfasis del artículo se centra en la necesidad de generalizar las Asambleas Populares como órganos de lucha, con un programa anticapitalista, vincularlas entre sí para «que se conviertan en el poder del pueblo explotado». ¡Eso es lo que se necesita! En Argentina estamos hablando del poder obrero. Pero en este contexto, ¿qué papel puede jugar la consigna de la asamblea constituyente? Como ya hemos señalado antes, se trata de una consigna democrática burguesa, apropiada a una situación donde no existen instituciones democráticas, parlamento, elecciones, etc. Pero en la actualidad no es el caso de Argentina.

¿Qué significa exactamente la asamblea constituyente? Sólo esto: «No queremos el actual régimen parlamentario burgués. Queremos otro, más amable, un régimen parlamentario democrático burgués». Pero este régimen no es posible en las actuales condiciones de Argentina. Y la profundización de la crisis capitalista a escala mundial sólo empeorará aún más las cosas, no las mejorará, para el capitalismo argentino. La solución no es la introducción de una nueva forma de democracia burguesa, sino la eliminación radical del capitalismo, la introducción del dominio de la clase obrera. Pero esto es algo muy diferente a una asamblea constituyente.

¿Cómo se puede justificar esta consigna ante los trabajadores en la lucha contra el régimen de Duhalde? Bien, exiges elecciones para una nueva asamblea constituyente. Pero la asamblea constituyente no es una solución mágica, es sólo un parlamento democrático. Ellos dirían: «Pero si ya tenemos un parlamento y hemos votado ‘libremente’ muchas veces, a los radicales, a los peronistas, a De la Rúa. Probablemente votaremos en las próximas elecciones (¡aunque puede que no!). ¿Qué hay de bueno en esto cuando a los que eliges son todos unos ladrones y unos sinvergüenzas?»

Es un buen ejemplo de sentido común. El problema no es que no exista parlamento. Existe. Tampoco lo es que la población no pueda votar. Vota. El problema es que ninguno de los partidos que están presentes en el parlamento está dispuesto a luchar por los intereses de la población, todos quieren defender el status quo, es decir, el podrido régimen capitalista que ha llevado a la bancarrota al país y reducido a la población al hambre y a la miseria. La consigna de la asamblea constituyente no se dirige al problema central. Lo ignora porque plantea una solución que no lo es en absoluto.

¿Quién convocará la asamblea?

Hay muchos problemas prácticos con esta consigna, y que la hacen bastante inútil desde un punto de vista revolucionario, quizá peor que inútil. Comencemos con el más obvio: ¿Quién convocará la asamblea constituyente? Esta pregunta –aparentemente tan simple– va directa al fondo de la cuestión. La oligarquía, el ejército, los peronistas, los radicales y sus patronos en Washington no ven por qué (al menos en esta etapa) deben hacer tal cosa. Están felices con la situación actual y como dice los estadounidenses: «Si algo no está roto, ¿por qué arreglarlo?».

En este momento Washington no está a favor de una política de dictaduras militares en América Latina. Pero no por razones sentimentales o por atenerse a los principios de la democracia, sino por razones puramente prácticas. Teme que una política de represión abierta en este momento provoque a las masas y lleve a la revolución. Por otro lado, las dictaduras militares son impredecibles y no siempre se pueden controlar (como fue el caso de Noriega). Prefieren regímenes «democráticos» débiles que puedan manipular fácilmente. Sin embargo, el compromiso de Washington con la democracia puede cambiar en el futuro. Puede pasar de la «democracia» a la dictadura tan fácilmente como en un tren se puede pasar del compartimento de fumadores al de no fumadores.

En la actualidad, la consigna de una asamblea constituyente no se corresponde con la situación real de Argentina, donde ya existe una república burguesa. No desafía el dominio del capital ni del imperialismo, que está perfectamente feliz con un parlamento electo, que tiene muchas ventajas para el mantenimiento del dominio de los bancos y los monopolios.

¿En qué se diferencia la asamblea constituyente del sistema actual? De acuerdo con el pasaje antes citado, en que es «libre y soberana». La palabra «libertad» tiene un significado relativo, y no absoluto, como ya hace mucho tiempo explicó Marx. ¿Libertad para quién o para qué? En la medida que la tierra, los bancos y los monopolios siguen en manos de la burguesía, la asamblea constituyente o cualquier otra forma de parlamento democrático no resolvería nada.

Lo decisivo no es la forma constitucional-legalista de dominación, sino la composición del parlamento y qué clases predominan en él. Y hay poca diferencia en si la lucha parlamentaria se realiza en el parlamento actual (con todas sus limitaciones y deficiencias) o en una hipotética asamblea constituyente. Lo decisivo no es la forma, sino el contenido. Debemos recordar que la Asamblea Constituyente en Rusia llegó a tener un significado contrarrevolucionario porque estaba dominada por los eseristas y mencheviques.

Si por asamblea constituyente tenemos en mente una asamblea revolucionaria que desafíe el poder y los privilegios de la oligarquía, entonces es evidente que el único poder que puede hacer tal cosa es la clase obrera organizada, de tal forma que pueda imponer su voluntad a la clase dominante. Debemos recordar que en Rusia fueron los sóviets lo que convocaron las elecciones a la Asamblea Constituyente, después de la toma del poder.

El artículo de Prensa Obrera es bastante específico en esto. Dice que la asamblea constituyente debe ser «convocada por el pueblo movilizado». Pero aquí hay una contradicción. Si la clase obrera argentina tiene la suficiente fuerza para imponer su voluntad a la clase dominante y convocar una asamblea constituyente, entonces también debe ser lo suficientemente fuerte para tomar el poder. La clase obrera debería tomar el poder a través de sus propias organizaciones de lucha, las Asambleas Populares (sóviets). Esa idea se expresa correctamente en el artículo cuando éste dice: «debemos multiplicar las asambleas populares hasta el punto en que se conviertan en el poder del pueblo explotado». ¿Por qué entonces se introduce la cuestión de una asamblea constituyente?

En Rusia los bolcheviques utilizaron cuidadosamente la consigna de la asamblea constituyente en el periodo de agitación revolucionaria durante los meses previos a la Revolución de Octubre. El objetivo principal era movilizar a las capas más atrasadas de la población, especialmente al campesinado, para ponerlas de parte de las clases trabajadoras, y para ello hacían uso de demandas democráticas revolucionarias.

Sin embargo, en la práctica, la consigna de la asamblea constituyente no jugó un papel clave para el campesinado porque los campesinos, incluso menos que los trabajadores, no se dejan impresionar por las fórmulas constitucionales abstractas. Los bolcheviques ganaron a las masas campesinas con la consigna de la tierra. Una vez que para los campesinos fue evidente que los partidos que tenían la mayoría en la Asamblea Constituyente eran los mismos viejos dirigentes que se opusieron a la Revolución de Octubre (y por lo tanto al programa agrario bolchevique), inmediatamente les dieron la espalda.

Pero la Argentina de 2002 no es la Rusia de 1917. En aquella época en Rusia había como mucho diez millones de trabajadores (incluido el transporte, la minería, etc.) de un total de ciento cincuenta millones de habitantes. La correlación de fuerzas era completamente diferente, y esto explica por qué Lenin y Trotsky tuvieron que insistir en 1917 en las consignas democráticas. La comparación entre la Argentina actual y la China atrasada, semifeudal y semicolonial de los años treinta –cuando Trotsky también (correctamente) defendió la consigna democrático-burguesa de la asamblea constituyente– aún está más fuera de lugar.

Una situación completamente diferente

En Argentina la situación no tiene absolutamente nada en común con Rusia en 1917 o China en los años treinta. La clase obrera es la mayoría decisiva de la población y el campesinado apenas existe. El grueso de la población vive en las ciudades y el predominio de la agricultura capitalista a gran escala significa que el campesinado hace mucho tiempo fue sustituido por un proletariado rural.  Con algunas pocas excepciones que no alteran el cuadro general, la revolución agraria en Argentina no será una cuestión de «la tierra para el que la trabaja», sino la sustitución de las grandes granjas capitalistas por granjas colectivas propiedad del Estado, utilizando la tecnología y la ciencia más modernas para impulsar la producción de carne de vaca y trigo, y al mismo tiempo animar a los pequeños y medianos agricultores a que formen cooperativas que puedan recibir créditos baratos del sistema bancario nacionalizado, fertilizantes baratos de las industrias químicas nacionalizadas, un mercado garantizado y un precio justo para sus productos.

En este contexto, es difícil ver cómo las demandas democráticas que jugaron un papel tan vital en Rusia pueden jugar ese papel y no un papel marginal en la revolución argentina. La gran mayoría de los partidos de izquierda argentinos, sino todos, no sólo han adoptado la consigna de la asamblea constituyente, sino que le han asignado un papel central en su propaganda. La consigna de la asamblea constituyente –independientemente de las intenciones subjetivas de sus defensores– implica que dentro del capitalismo existe algún tipo de solución para la crisis argentina. Esta consigna no plantea la abolición revolucionaria del capitalismo, aunque parece que se ha confundido con la idea del poder soviético. Las diferencias terminológicas normalmente no tienen mucha importancia, siempre que seamos claros en la esencia de la materia. Sin embargo el marxismo es una ciencia, y toda ciencia debe mantener una actitud rigurosa hacia todas las cosas, incluida la terminología. Las palabras que usamos deben corresponder tan fielmente como sea posible al fenómeno que estamos describiendo. El uso ambiguo y descuidado del lenguaje puede producir ambigüedades e incluso errores perjudiciales. Si la idea de una asamblea constituyente simplemente significa un congreso nacional de asambleas populares, entonces estaríamos completamente de acuerdo. Pero si es este el caso, ¿no sería mejor dejar esto claro?

En interés de la claridad, también es necesario plantear una objeción a la formulación de una asamblea constituyente «libre y soberana». ¿En qué sentido una asamblea constituyente en Argentina aspira a la «soberanía»? La idea de «soberanía» podría apelar a instintos patrióticos del pueblo argentino, pero es un hecho que Argentina no es «soberana», y no lo será en la medida que forma parte de la economía capitalista mundial. En realidad, ningún gobierno del mundo es «soberano», como se ha descubierto recientemente en el caso de Rusia y China. Los orígenes de la crisis actual en Argentina no se encuentran en Argentina, sino en el mercado mundial. Y la solución a la crisis tampoco se puede encontrar en Argentina.

Incluso si –como esperamos fervientemente– la clase obrera argentina consigue tomar el poder en sus manos y comenzar la transformación socialista de la sociedad, no sería capaz de resolver sus problemas sin la ayuda de, al menos, los trabajadores de Brasil, Chile y otros países de América Latina. Lo que se debe plantear no es la «soberanía», sino la extensión de la revolución a toda América Latina y la formación de los Estados Unidos Socialistas de América Latina.

Hace doscientos años, Simón Bolívar planteó la cuestión de la unidad de América Latina. Pero la burguesía latinoamericana ha demostrado ser completamente impotente, podrida y reaccionaria. En lugar de verdadera soberanía, su papel es el de chico de los recados del imperialismo. A pesar de toda la retórica «patriótica» e ilusiones de grandeza, la burguesía argentina no es una excepción. Se ha puesto la gorra en la mano para pedir limosna a Washington y le han dado con la puerta en las narices. Al imperialismo le interesa mantener a los países de América Latina débiles y divididos, y las burguesías nacionales le ayudan. Solamente el proletariado puede triunfar allí donde la burguesía ha fracasado. Pero para hacer esto, el viejo ondear «patriótico» de banderas que durante tanto tiempo ha confundido y desorientado a los trabajadores debe dejar paso a una comprensión de clase y a una perspectiva revolucionaria internacionalista.

¿Qué significa esto? El trabajador argentino está orgulloso de su país y apenado al verlo reducido a la actual situación de pobreza humillante. Por instinto siente que se podría recuperar el colosal potencial productivo de Argentina, si el país no estuviese dirigido por esa pandilla de parásitos y explotadores. Este «patriotismo» de la clase obrera argentina tiene un contenido de clase revolucionario y progresista, sobre él nos debemos basar. Pero es necesario decir a la clase obrera la verdad. La única forma de resolver sus problemas es con la expropiación de la propiedad de los banqueros y capitalistas argentinos, y después unirse con el resto de los trabajadores y campesinos de América Latina en una federación socialista.

Combinando los colosales recursos del continente sería posible no sólo eliminar las causas del desempleo y la pobreza, también sería posible encaminarse rápidamente en dirección al socialismo y a una vasta revolución cultural y social. En estas circunstancias, el imperialismo estadounidense se quedaría paralizado e incapaz de intervenir. Al contrario, los imperialistas estadounidenses se enfrentarían a una revolución en EEUU.

La dictadura del proletariado

Si la asamblea constituyente significa, en otras palabras, que concentra todo el poder en sus manos para aplastar la resistencia de los banqueros y los capitalistas, entonces estamos hablando de algo más serio que un parlamento democrático burgués, hablamos de una dictadura revolucionaria de la clase obrera que se pone al frente de la nación para llevar adelante la expropiación del latifundismo y el capitalismo. Y lo más probable es los compañeros del PO quieran decir esto. Pero entonces deben dejarlo absolutamente claro.

Si esta interpretación es correcta, entonces no estamos hablando de una asamblea constituyente, sino de la dictadura del proletariado. Como la palabra «dictadura», después de Hitler, Stalin y la Junta argentina, adquirió ciertas connotaciones que no tienen nada que ver con la concepción original de Marx y Lenin, para quienes la «dictadura del proletariado» equivalía a un régimen de democracia obrera, no podemos esperar que los compañeros argentinos utilicen esta expresión en su propaganda. Si lo hicieran sólo sería una excusa que permitiría a los contrarrevolucionarios distorsionar y desacreditar nuestros argumentos.

Sin embargo, el término asamblea constituyente no es un sustituto aceptable para la consigna del poder obrero. Las dos ideas no son en absoluto iguales. Y mientras que podemos aceptar completamente que los compañeros quieren lo mismo que nosotros, creemos que esta fórmula es errónea y que puede provocar una seria desorientación, desviar la atención de las masas de la tarea central e incluso en el futuro hacer naufragar la revolución.

Un error con relación a la consigna de la asamblea constituyente no necesariamente resulta fatal. En esta etapa podría ser insignificante, particularmente cuando el contenido general del programa es correcto, como es el caso aquí. Pero como decía Lenin, una cucharada de alquitrán puede estropear un barril de miel. Una pequeña fisura en el ala de un avión supersónico a primera vista puede parecer insignificante. Siempre y cuando el avión esté en tierra, puede que no cause ningún daño, pero si el avión está en el aire, sometido a enormes presiones externas, este pequeño fallo pueda amenazar la propia integridad del avión y la vida de sus pasajeros.

Ambigüedad

Debemos examinar la cuestión más en concreto. Los acontecimientos del pasado mes de diciembre han abierto un nuevo período tormentoso que, debido a la debilidad del factor subjetivo, puede prolongarse durante un periodo de meses e incluso años, con flujos y reflujos, antes de llegar a una conclusión decisiva en una forma u otra. El primer asalto en diciembre ha dejado a la burguesía conmocionada y confusa, pero el poder todavía está en sus manos. Por otro lado, las masas, animadas por sus tempranos éxitos, siguen adelante. A pesar de todos los esfuerzos de Duhalde y los peronistas para estabilizar la situación, no han conseguido ninguna estabilización. El gobierno está en bancarrota financiera y también política.

Para derrotar al enemigo, la clase obrera argentina necesita una dirección clara y decidida. Las consignas deben corresponder a las necesidades de la situación. Las ambigüedades pueden costarle caro al movimiento.

En el artículo que antes he mencionado, Jorge Altamira deja implícito que el factor subjetivo (el partido y la dirección) existe en Argentina. Evidentemente, para el compañero el PO –que sin duda está jugando un papel muy activo en el movimiento– es digno de este crédito. Sin embargo, cuando hablamos del factor subjetivo tenemos en mente un partido que tiene un peso y presencia en el movimiento, que le permite jugar un papel dirigente. Los compañeros del PO están luchando para llegar a esa posición de dirección. Pero seguramente estarán de acuerdo en que todavía no han conseguido sus objetivos.

Todavía queda mucho por hacer. La marea de la revolución corre rápidamente, pero la cruzan muchas corrientes que todavía pueden cambiar su curso. En tal situación, la conducta del PO, sus tácticas, política y consignas pueden asumir una importancia enorme y posiblemente decisiva. He dejado claro que estamos de acuerdo con el programa general del PO. Pero en una revolución los acontecimientos pueden cambiar muy rápidamente y someter a una dura prueba el programa, la política y las consignas. Por lo tanto es necesario someter éstos a una crítica minuciosa y, si es necesario, modificar e incluso abandonar aquellas consignas que ya no tienen ninguna utilidad, antes de que provoquen un daño serio.

Maniobras burguesas

La burguesía argentina ha recibido un bofetón pero todavía está de pie y puede reaccionar. Aún puede utilizar algunos golpes astutos, mientras esquiva los golpes y se agacha para protegerse. Por ahora se apoya en el ala de derechas del peronismo. Pero las medidas que está poniendo en práctica Duhalde, que sigue los dictados de Washington, solamente pueden empeorar las cosas.

Las masas no ven una mejoría y están descontentas. Hay nuevas explosiones de protesta. El movimiento inevitablemente crecerá, creará una situación de nueva inestabilidad e incluso más peligrosa. ¿Cómo reaccionará a la burguesía? No puede utilizar inmediatamente el ejército para instalar una nueva dictadura militar. Los generales están muy desacreditados por los horrores del pasado, todavía muy frescos en la mente de la población. Cualquier intento de ir por este camino en la actualidad terminaría en una guerra civil, donde no es seguro qué clase ganaría.

Por lo tanto nos enfrentamos a la siguiente situación: por un lado, la burguesía está en crisis, desorientada e incapaz de continuar gobernando a la antigua usanza; por otro lado, la clase obrera no está preparada para tomar el poder en sus manos. En estas circunstancias es inevitable que la clase dominante recurra a todo tipo de maniobras y combinaciones para mantenerse en el poder, incluso no se podría descartar que, cuando la burguesía se enfrente a una amenaza seria, estuviera de acuerdo, como una táctica dilatoria, en convocar una «asamblea constituyente».

Duhalde ya habla demagógicamente de una «nueva república». Esto sólo es un ejercicio cosmético, pero demuestra que la burguesía incluso estaría dispuesta a jugar con la Constitución para echar arena a los ojos de las masas (como explicaba Marx a principios de 1848). Igualmente, la llamada Argentinos por una República de Iguales (ARI) también defiende la consigna de la asamblea constituyente. Mañana otras formaciones burguesas o pequeño-burguesas pueden también defender esta consigna.

¿Qué cambiaria esta maniobra constitucional desde el punto de vista de la burguesía? Nada sustancial seguro. Porque una asamblea constituyente es sólo una forma constitucional. Y como hemos señalado lo decisivo no es la forma, sino el contenido. Una vez más la cuestión debe ser concreta. ¿Qué partidos estarían presentes en una asamblea constituyente? Básicamente, los mismos que ya existían antes. Podrían tener diferentes nombres, pueden aparecer en diferentes coaliciones, pero esencialmente serían los mismos: radicales, peronistas y grupos de izquierda que lucharían para ganar la mayoría en la asamblea constituyente, igual que luchan ahora por los escaños del actual parlamento.

En política no es muy juicioso dar demasiada importancia a las formas organizativas. Incluso las formas más democráticas y avanzadas, en determinadas circunstancias, pueden terminar con un contenido completamente contrarrevolucionario. Esta observación general no excluye ni siquiera a los sóviets. Estos últimos sin duda son la forma de democracia más avanzada y flexible que ha existido jamás. Pero en julio y agosto de 1917 también tuvimos sóviets contrarrevolucionarios en Rusia.

Bajo la dirección de los mencheviques y eseristas, la forma soviética adquirió un contenido reaccionario. Los dirigentes reformistas de los sóviets utilizaron su prestigio y apoyo entre las masas para dirigir una cacería contra el sector revolucionario (bolcheviques) e intentaban devolver el poder a la burguesía. Durante un tiempo, Lenin incluso consideró la posibilidad de abandonar la consigna «todo el poder a los sóviets» y utilizar como alternativa «todo el poder a los comités de fábrica». Con este ejemplo vemos la actitud tan flexible que tenía Lenin hacia las consignas. Estaba muy alejado de hacer un fetiche de las formas organizativas, que desgraciadamente es lo que los compañeros han hecho en el caso de la consigna de la asamblea constituyente.

Los defensores de esta consigna no han considerado todas las consecuencias de lo que dicen. Si en 1917 incluso los sóviets –la forma más representativa, flexible y avanzada de democracia obrera– se convirtieron (al menos durante un tiempo) en órganos de la contrarrevolución, esto también podría ocurrir en el caso de la asamblea constituyente, como demuestra claramente el ejemplo de Rusia. Por eso convertir esta demanda en una cuestión central es un error. En el mejor de los casos, la consigna de la asamblea constituyente en Argentina es una distracción; en el peor, puede llevar a la derrota de la revolución (como podría haber ocurrido en Rusia en 1918 si los bolcheviques no hubieran adoptado una actitud enérgica y no hubieran disuelto la asamblea constituyente que ellos mismos habían ayudado a crear).

El escenario arriba mencionado es bastante posible en Argentina en una situación donde la clase dominante ve que el poder se le está escapando de las manos. Podría fácilmente hacer «concesiones» y convocar una asamblea constituyente para formar una «nueva República Argentina» u otra cosa por el estilo, desviando así la revolución a los canales más seguros del debate constitucional, mientras impulsa y financia a los partidos de la burguesía para tomar la asamblea constituyente desde dentro y destruir la revolución. Esta variante es conocida como contrarrevolución con una forma democrática, como ha ocurrido muchas veces en la historia del movimiento revolucionario.

Sí, estas maniobras y trucos son inevitables por parte de la burguesía en el transcurso de la revolución. No podemos evitarlo. Pero ¿por qué proporcionarles la excusa para que puedan hacer esta clase de maniobras? Sería como crear un látigo par que nos azoten a nosotros mismos. Y esto es completamente innecesario.

La vanguardia y la clase

Incluso en el mejor de los casos –que la consigna de la asamblea constituyente sea simplemente una irrelevancia– seguiría siendo una desviación innecesaria de las tareas más imperiosas de la revolución.

¿Cuáles son estas tareas? Sobre todo, la tarea principal es ganar a la mayoría de la clase obrera, empezando por su capa más activa. La cuestión decisiva aquí son los sindicatos. En Argentina no es posible ninguna revolución socialista a menos que se gane a un sector decisivo de los sindicatos. Como el principal sindicato (la CGT) todavía está controlado por los peronistas, la actitud de la vanguardia hacia esta capa adquiere una importancia decisiva. En su intento por controlar el movimiento de masas, la burguesía ha llevado a los peronistas al gobierno. Quiere que hagan el trabajo sucio al Capital. Al hacer esto, la burguesía está proporcionando a los trabajadores peronistas una excelente lección de cuál es la realidad del peronismo hoy. No es el periodo de los años 40 y 50, cuando Perón pudo subir los salarios de los trabajadores industriales un 47%, introducir pensiones para todos, además de llevar a cabo toda una serie de reformas generalizadas. En ese momento, el capitalismo argentino se había beneficiado de la enorme demanda existente de carne de vaca y trigo en la Europa de la posguerra. Ahora Argentina es un país en bancarrota y con una economía en ruinas.

La recesión económica mundial no deja ninguna perspectiva de recuperación económica. Las perspectivas de ayuda de EEUU no se han materializado. Enfrentados a la crisis económica en casa y en el extranjero, ahora no desean ser caritativos con sus amigos de Buenos Aires. Les darán todas sus simpatías, pero poco dinero en efectivo. El gobierno de Duhalde será un gobierno en crisis y probablemente no durará mucho. Si el movimiento de protesta adquiere la suficiente importancia, la burguesía tendrá que echarle y probablemente convocar elecciones.

¿Qué diremos entonces? ¿Nos negaremos a participar en las elecciones porque el actual sistema es insatisfactorio? Sería un error. Como regla general no se boicotea un parlamento burgués hasta que no eres lo suficientemente fuerte para derrocarlo y sustituirlo por algo mejor. En las últimas elecciones, los partidos de izquierda consiguieron aumentar el número de votos. Es de esperar que en las próximas elecciones los partidos de izquierda conseguirán un número mayor de votos y más parlamentarios. Si lo consiguen, ¿cómo utilizarán esta posición? Como plataforma para las ideas revolucionarias es muy útil (esa es otra razón por la que no se debería boicotear). Sin embargo, la pregunta sería qué clase de propaganda se debería hacer desde la tribuna parlamentaria. ¿Debería ocupar un lugar central la consigna de la asamblea constituyente?

La respuesta es evidente para cualquier persona con un mínimo de entendimiento. Al dar prominencia a esta consigna, la izquierda corre el riesgo de ponerse la soga al cuello. Como ya hemos dicho, no se puede descartar que la burguesía argentina, una burguesía antigua, experimentada, astuta y despiadada, alcance un punto crítico, y acepte la demanda de la asamblea constituyente como una forma de descarrilar la revolución y encauzarla hacia canales «constitucionales» seguros. Después de todo, este tipo de movimiento no representa una amenaza a su dominio de clase.

Debemos recordar que la Constitución argentina ha cambiado muchas veces –cuatro desde 1853 a 1857–. Un cambio más no significaría mucha diferencia para la burguesía, que conoce todo tipo de trucos legales y constitucionales, pero sí sería una gran diferencia para la revolución. Marx y Lenin dijeron muchas veces que las revoluciones, frecuentemente, habían sido derrotadas por el cretinismo constitucional y el fetichismo legalista, con discursos y charlas que cambiaban el centro de gravedad de la fábrica y la calle a la atmósfera enrarecida del debate parlamentario. Pedirán a las masas que dejen a un lado sus demandas más urgentes y se concentren en la Constitución. Al campesinado ruso que quería la tierra se le pedía que «esperara a la asamblea constituyente».

Cuando llegamos a esta situación, el carro de la revolución pronto se atasca en el lodo. Y aquí vemos lo perjudicial que puede resultar una consigna equivocada. Despojada de todos los detalles, la esencia de la consigna de la asamblea constituyente es que se trata de una consigna democrática burguesa, es decir, una consigna que en determinadas condiciones pude tener un contenido revolucionario, pero que, si no se dan esas condiciones, rápidamente puede adquirir un contenido contrarrevolucionario.

«¡Explicar pacientemente!»

En la primera etapa la revolución (en Argentina estamos en esta etapa) existirá la tendencia entre los sectores más militantes de ir un poco «más allá» que el resto de la clase. Esto fue el caso en Rusia en las Jornadas de Julio. Los trabajadores y marineros más avanzados de Petrogrado sentían que el poder estaba en sus manos e intentaron pasar a la ofensiva, y fueron contenidos por la acción enérgica del Partido Bolchevique, lo que impidió una derrota sangrienta.

En realidad los trabajadores de Petrogrado podrían haber tomado el poder en julio, pero la dirección bolchevique sabía que sería aplastada por las provincias más atrasadas, que todavía tenían ilusiones en los eseristas y mencheviques.

En ese caso, la revolución rusa habría sufrido el mismo destino que la Comuna de París y entrado en los anales de la historia como otra derrota gloriosa, y no como la primera revolución socialista triunfante del mundo.

Antes de tomar el poder, es necesario ganar a las capas más atrasadas. Eso requiere tiempo y un trabajo paciente en las fábricas, barracones del ejército, sindicatos y sóviets. Sin esto, la victoria es imposible. En Argentina también es necesario explicar a los trabajadores más avanzados la necesidad de ganar a las capas políticamente más atrasadas de la clase. Sin esto el éxito de la revolución está descartado. Por eso Lenin insistía en la consigna «¡Explicar pacientemente!». Este es un buen consejo para la vanguardia del movimiento obrero argentino.

En la vanguardia existe un fuerte sentimiento de hostilidad hacia el peronismo. Es comprensible. Pero para romper la influencia que tiene el peronismo en la clase obrera no basta con denunciarlo y quejarse. En necesario ver las contradicciones internas que existen dentro del peronismo y que tarde o temprano provocarán escisiones en líneas de clase. Debemos distinguir cuidadosamente entre los gángsters burgueses que están en la dirección y los trabajadores honrados que votan a los peronistas y que participan en la CGT.

No hay duda que muchos militantes honrados están luchando enérgicamente por la revolución. Los trotskistas, entre quienes el PO tiene un peso especial, deben jugar un papel clave. Pero todavía son una pequeña minoría. Cada vez les escucharán más trabajadores y jóvenes, simpatizarán con ellos y en algunos casos se unirán a ellos. Eso es muy positivo, pero no es suficiente para dar una solución definitiva.

La primera necesidad es organizar y construir la vanguardia, asegurar que tiene métodos correctos e ideas correctas. Pero esto no es suficiente. Es necesario encontrar el camino a las masas. Esta no es una tarea sencilla. El mayor error sería imaginar que las masas ven las cosas como nosotros las vemos. Esto está muy lejos de la verdad. Si ese fuese el caso, ya estaríamos viviendo en el socialismo hace mucho tiempo y la tarea de construir el partido sería algo completamente innecesario.

Es fácil para nosotros comprender el papel reaccionario del peronismo. Pero las cosas son diferentes cuando llegamos a las masas de trabajadores organizados (por no hablar de los desorganizados). Durante décadas, la clase obrera argentina ha estado paralizada por el grillete del peronismo, que todavía tiene fuerza dentro de los sindicatos. Es verdad que su fuerza se ha ido debilitando en la medida que se han ido escindido los elementos más radicales y que después de la amarga experiencia de Ménem muchos antiguos votantes peronistas están desilusionados. Sin embargo, llegar a la conclusión que el peronismo está muerto es una idea completamente equivocada.

Después de la caída de De la Rúa en diciembre, la «izquierda» del peronismo levantó brevemente la cabeza en la persona de Rodríguez Saá. Por supuesto, el programa de Saá no resolvería la crisis, y sólo era un intento desesperado de calmar el movimiento de masas con promesas demagógicas. Saá fue destituido rápidamente de su cargo, después de no haber satisfecho ni a las masas ni a la burguesía. Sin embargo, en el futuro, cuando Duhalde esté completamente desacreditado, es bastante posible que Saá –o cualquier otra figura– sea puesto al frente del país para intentar descarrilar el movimiento. No ver esta posibilidad sería de una miopía extrema.

Para los marxistas es evidente que ninguno de estos políticos burgueses puede ofrecer una solución a la profunda crisis del capitalismo argentino. Al final, Saá, De la Rúa, Ménem y Duhalde son lo mismo. Las diferencias entre ellos son completamente secundarias, tácticas o incluso personales. Para nosotros no hay diferencias, pero las masas no ven necesariamente las cosas de la misma manera.

Si, como es completamente posible, la clase dominante argentina siente que el poder se le escapa de las manos y decide hacer una retirada táctica y conceder la asamblea constituyente, es casi seguro –al menos muy probable– que la asamblea estuviese dominada por los partidos de la derecha, o al menos por los partidos que se opondrían al derrocamiento revolucionario del capitalismo. Pero si es necesario, la burguesía puede incluso hacer uso de los partidos de «izquierda» para hacer esta tarea, planteando una política muy radical en palabras para confundir a las masas y desviarlas de la lucha por el poder.

Este es el resultado más probable por varias razones. En primer lugar, la burguesía no escatimará fuerzas y dinero para asegurar que sus partidos y candidatos sean elegidos. En segundo lugar, la vieja maquinaria estatal, jueces, funcionarios, etc. aún estará en su lugar, dirigiendo un posible fraude, compra de votos y corrupción. En tercer lugar, la fortaleza del movimiento revolucionario no está precisamente en la arena parlamentaria electoral, donde inevitablemente estaría en desventaja cuando se enfrente con las experimentadas y engrasadas maquinarias electorales de la burguesía. Y por último, pero no menos importante, las elecciones a los parlamentos burgueses dan más peso a las capas de las masas atrasadas e inertes, y no a los elementos más activos y conscientes políticamente que juegan un papel dirigente en la lucha.

Es completamente posible prever una situación donde convoquen una asamblea constituyente en un momento donde las masas estén comenzando a cansarse después de un periodo de esfuerzo revolucionario. La burguesía y sus representantes políticos no plantearían un programa abiertamente contrarrevolucionario. Todo lo contrario, intentarían contener a las masas con la promesa de reformas y mejores niveles de vida. En estas circunstancias pondrían al frente a un hombre como Saá, o cualquier otro que suene más radical. Calmarían a las masas con la promesa de una vida mejor, la burguesía puede prometer el sol, las estrellas y la luna para poner fin al movimiento. Al fin y al cabo las palabras son baratas.

Por supuesto que este régimen no duraría mucho. Tras las bambalinas, la reacción estaría afilando los sables, preparando conspiraciones en el ejército. La derecha de la asamblea constituyente comenzaría a organizarse. La prensa comenzaría una campaña feroz para denunciar al gobierno «antipatriótico». Las masas, que habrían depositado su confianza en la asamblea constituyente y las promesas de los reformistas, pronto caerían en la desilusión y la apatía. En ese momento, la reacción atacaría.

Cuando la marea de la revolución haya decaído, la clase dominante se vengará. Surgiría una vez más la terrible perspectiva del regreso de la Junta. Sólo que esta vez sería un régimen incluso más feroz. La burguesía haría pagar a las masas todo aquello por lo que ha sufrido la clase dominante.

¿Es inevitable este resultado? No. El potencial revolucionario de las masas todavía está intacto, todavía no han sido derrotadas. Es necesario tener una orientación firme. Antes de que la vanguardia pueda enseñar a las masas, primero debe eliminar todos los elementos de vacilación y ambigüedad de su programa. El programa y las consignas del partido se deben basar en una perspectiva clara de la revolución socialista. En este programa no tiene cabida la consigna de la asamblea constituyente.

El potencial para el poder obrero existe en Argentina. Está presente en la asamblea nacional de piqueteros. Sobre todo está presente en las asambleas populares. Recientemente, en la cuarta reunión de la interbarrial (que agrupa a todas las asambleas populares de Buenos Aires) se aprobó la consigna «Que gobiernen las asambleas». Esa consigna es correcta, es la consigna del poder obrero. Pero después, probablemente debido a la influencia de aquellas organizaciones de izquierda que han adoptado la consigna, añadieron «Por una asamblea constituyente». Es un caso trágico de «un paso adelante y dos atrás». En lugar de este tipo de cuestiones confusas, los marxistas argentinos deberían plantear la consigna «Convocatoria de un congreso nacional de delegados de las asambleas populares y centros de trabajo». Esta sería una forma concreta de preparar a la clase para la conquista del poder. Irónicamente, ya se ha convocado una reunión similar bajo el nombre de Asamblea Nacional de Trabajadores y Desempleados, a la que han enviado delegados las Asambleas Populares. Los compañeros del PO han jugado un papel activo en esto, y merece todo nuestro reconocimiento. ¿Pero no sería más correcto, como cuestión central, trabajar para generalizar este movimiento e implicar a un sector cada vez más amplio los trabajadores en él, y no insistir continuamente en la cuestión de la asamblea constituyente?

Hay que decir las cosas como son. Empezando por las capas activas del movimiento, debemos explicar pacientemente la necesidad de derrocar y expropiar a los capitalistas como la única salida a la crisis. La victoria de la clase obrera argentina provocaría un terremoto en toda América Latina y también en Norteamérica. Incluso entonces, no se podrían solucionar los problemas dentro de los confines de Argentina. Deberíamos inscribir en nuestra bandera la consigna de los Estados Unidos Socialistas de América Latina, como la única perspectiva para los trabajadores argentinos.

A largo plazo, la disyuntiva será la dictadura burguesa o la conquista del poder por la clase obrera, no existe otra posibilidad.

En diciembre escribía: «Sólo hay dos posibilidades para la revolución argentina: o la mayor de las victorias o la más terrible de las derrotas». No veo ninguna razón para cambiar ninguna de estas palabras ahora.

9 de febrero 2002

Compra América Socialista aquí