La rebelión de 1780 de Túpac Amaru II y Micaela Bastidas en el Perú colonial

En 1780, el virreinato español del Perú se vio sacudido por una rebelión masiva, liderada por Túpac Amaru II, un hombre que afirmaba ser descendiente directo del último Sapa Inka, Túpac Amaru, que había dirigido la resistencia final del imperio inca hasta su captura y ejecución por los españoles en 1572. Decenas de miles de hombres y mujeres se unieron al ejército de Túpac Amaru, bajo el liderazgo de éste y de su esposa, Micaela Bastidas. Durante dos años y medio, la guerra se extendió por los Andes en el mayor desafío al que se había enfrentado hasta entonces el dominio colonial español. Al final, la rebelión cayó derrotada, aunque dejó tras de sí una heroica tradición de lucha. En el siguiente artículo, Pascal Cueto analiza los orígenes de la sublevación, las fuerzas de clase que participaron en ella y las debilidades que acabaron provocando su caída.

La conquista de América por los españoles constituyó una parte importante del ascenso del capitalismo y provocó profundos cambios a ambos lados del Atlántico. Los españoles habían llegado en busca de oro y metales preciosos, como parte de la fase de acumulación primitiva de Capital. Irónicamente, esta afluencia de oro benefició poco a la industria española y, en cambio, tendió a beneficiar a otras naciones como Inglaterra y los Países Bajos, donde se estaban desarrollando las manufacturas.

Al otro lado del océano, también había surgido en Lima una nueva clase capitalista comercial. Y al igual que sus contemporáneos españoles, la burguesía colonial invirtió poco del capital que había acumulado en el desarrollo de la producción. En su lugar, se limitó a aumentar las importaciones de textiles y otros bienes procedentes de Europa. Pero la incapacidad de invertir capital localmente significaba que había que encontrar otros medios para ampliar el mercado interior. Tuvo que encontrar otros medios para aumentar la extracción de los metales preciosos que intercambiaba por productos manufacturados europeos. Estos medios se encontraron en la expansión del trabajo forzado.

Para ello, el sistema conocido como mita, heredado de los incas, resultó de gran utilidad a las autoridades coloniales españolas. Bajo el imperio inca, este sistema de tributo laboral impuesto al ayllu (la comuna agraria) se utilizaba para realizar obras públicas que beneficiaban en cierta medida a toda la población. Pero bajo la Corona española, la mita se convirtió en una forma de servidumbre por deudas destinada únicamente al enriquecimiento de la clase dominante, sin beneficio alguno para los ayllus que la proporcionaban. El Virreinato del Perú la utilizó para poner a trabajar a uno de cada siete indígenas en el sector privado: en los obrajes textiles, en las granjas y en las minas que extraían oro y plata. Una vez que una persona era enviada a las minas para realizar la mita, era casi una sentencia de muerte. 

Estas políticas bárbaras de trabajar al pueblo hasta la muerte se combinaron con las enfermedades diezmando la población. La población del territorio del antiguo imperio inca descendió precipitadamente en un 80% como consecuencia directa de la colonización. La mita por sí sola era insuficiente. Los mercaderes capitalistas de Lima necesitaban otros medios para aumentar el excedente extraído de los indígenas.

En la segunda mitad del siglo XVIII, los Borbones españoles emprendieron una serie de reformas. España estaba siendo rápidamente superada por las poderosas naciones manufactureras de Europa, y su tesoro estaba siendo esquilmado por las guerras europeas. Por ello, se introdujeron una serie de medidas, conocidas como las reformas borbónicas, en un intento de aumentar los mercados español y colonial americano en un esfuerzo por estimular el comercio y el crecimiento de las manufacturas, así como para reforzar el poder de la Monarquía. En las colonias americanas, como parte de estas reformas, se aplicaron políticas para aumentar el excedente extraído a los indígenas mediante la coerción económica.

En esa época, alrededor del 60% de la población estaba compuesta por campesinos indígenas que trabajaban en asentamientos autónomos heredados del ayllu, la comunidad primitiva de la tierra que había precedido a la conquista española.

Las nuevas políticas imponían a los campesinos el pago de un impuesto en metálico, obligándoles a vender una parte de su producción. Además, se obligaba a los campesinos indígenas a comprar bienes que ni querían ni podían permitirse, mediante un sistema conocido como repartimiento de mercancías. Aunque este sistema era anterior a las reformas borbónicas, ahora se veía reforzado y codificado en la ley. Estas mercancías debían comprarse al corregidor, el funcionario colonial que detentaba la máxima autoridad judicial y militar de la provincia, y que ahora también concentraba en sus manos el monopolio de la venta forzosa de mercancías. Las mercancías, una vez pagadas, a menudo ni siquiera se entregaban a los campesinos. Esto no era más que una nueva forma de saquear al campesino indígena, al tiempo que se rompía por la fuerza la autosuficiencia del antiguo ayllu para ampliar el mercado interno.

Y en efecto, las nuevas reformas hicieron que las exportaciones e importaciones se cuadruplicaran entre 1740 y 1780 respecto a la cifra media de 1714-1739, mientras que la expansión del mercado interior permitía a la burguesía comercial limeña y a los funcionarios coloniales vender sus manufacturas y productos agrícolas procedentes de otras regiones del Virreinato.

El grado de severidad del impacto de estas políticas fue desigual y varió en función de las condiciones materiales locales. La productividad de los campos en el sur de los Andes era inferior a la de otras provincias mejor irrigadas. Por lo tanto, se necesitaba más trabajo para que una familia campesina produjera alimentos suficientes incluso para la subsistencia, por no hablar de venderlos para obtener un excedente con el que pagar impuestos. Por lo tanto, los campesinos indígenas de estas provincias tenían menos tiempo libre y poca fuerza de trabajo para vender, en una región donde las granjas y los obrajes textiles eran, en todo caso, escasos. Cuando los indígenas no podían pagar impuestos o entregar bienes, eran condenados por los jueces a trabajos forzados en las minas, talleres textiles o cocales. Un informe del cura de Cayma, del año 1778, detalla las brutales medidas aplicadas a pueblos enteros:

Cuando viene el corregidor, su teniente y cobradores a un pueblo a cobrar, la primera diligencia que hacen, es mandar prender toda la gente en la carzel, y de uno en uno los van llamando para cobrarles, a los que trahen alguna plata les dans soltura y a los pobres que están insolventes los dejan presos, y los venden a una hacienda a trabajar hasta que paguen el dicho repartimiento […]

En las zonas más pobres y menos productivas al sur de los Andes, estas reformas se convirtieron en mecanismos de expoliación de las provincias en beneficio de la burguesía mercantil de Lima y de la Corona española. 

El descontento pronto se extendió desde los campesinos indígenas a otras capas de la sociedad, como los criollos, los mestizos y los kurakas (la casta de administradores de la comunidad en la antigua sociedad inca), todos los cuales también debían pagar tributo. Esta carga se vio agravada por el aumento de las alcabalas, el impuesto sobre las ventas.

Los kurakas, que habían sido una casta de caciques y recaudadores de impuestos en los antiguos ayllus de la sociedad inca, ahora se convirtieron en intermediarios de las autoridades coloniales entre ellos y las masas indígenas. Como una especie de élite indígena, los kurakas disfrutaban de un estilo de vida comparable al de la burguesía rural, y se enriquecieron aún más gracias al sistema de distribución forzosa de bienes. En la ciudad de Hanansaya, por ejemplo, el kuraka local fue denunciado por el pueblo en los siguientes términos:

[…] dicho hombre fue de una condición tan horrible, que prosidiendo con ciego abandono de su alma, nos despojaba de nuestros bienes, y ganados, en las ocasiones que podía ejecutarlo con algún pretesto, o camino reprobable. Y gualmente se apoderaba de muchas tierras, y estancias, y las mejores chacras pertenecientes a los naturales, hasiendo las trabajar con ellos mismos, sin contribución alguna  de sus fatigas, […]

Pero hacia 1770, las últimas reformas borbónicas relativas al reparto de bienes llegaron a amenazar la riqueza de los propios kurakas. En virtud de estas reformas, en ciertos casos en los que un campesino resultaba insolvente, el corregidor podía cobrarse subastando los bienes del propio kuraka. En las provincias más pobres del Virreinato, esta medida empujó a los kurakas hacia el lado de los campesinos indígenas descontentos, inclinando la correlación de fuerzas. El número de rebeliones comenzó a aumentar. Entre 1770 y 1779 se registraron 66 rebeliones espontáneas, más de cuatro veces más que en la primera mitad del siglo.

Al principio, intentaron resistirse a la distribución forzosa de bienes dentro del propio sistema. Pero pronto les quedó claro que esta vía estaba cerrada. Pronto empezaron a desafiar directamente la autoridad de los funcionarios coloniales. Los kurakas, de haber sido los beneficiarios de la distribución forzosa de bienes y los lugartenientes de los funcionarios coloniales, pasaron ahora a convertirse en líderes de estas rebeliones. Con esta capa pequeño-burguesa de kurakas a la cabeza de los campesinos indígenas, se produjo un cambio cualitativo en las rebeliones. En primer lugar, aportaron organización a los rebeldes. En segundo lugar, gracias a su posición prominente en las provincias, los kurakas fueron capaces de atraer a los españoles, mestizos y criollos al movimiento, junto con los campesinos indígenas.

Túpac Amaru II

José Gabriel Condorcanqui -más conocido por el nombre que adoptó posteriormente, Túpac Amaru II- era un kuraka de la provincia de Cusco. Cusco era una de las regiones más empobrecidas por las nuevas políticas, debido a la baja productividad de sus tierras de cultivo. En la escuela de kurakas de Cusco, Túpac Amaru II se había familiarizado con las obras del Inca Garcilaso de la Vega, que había descrito el caído imperio inca en términos embellecidos como una utopía perdida.

El empobrecimiento de la provincia, que afectó en primer lugar a los campesinos pobres e indígenas, pero que incluso redujo a los kurakas pequeño burgueses a una posición precaria, creó la base material para la alianza entre estas dos clases sociales. Pero las obras de De la Vega proporcionaron una base ideológica a esta unidad, y algo parecido a un objetivo común: el sueño del retorno del imperio inca.

El 4 de noviembre de 1780, José Gabriel Condorcanqui, adoptando el nombre de Túpac Amaru II, se sublevó contra el corregidor local, al que hizo ejecutar públicamente, antes de hacer un llamamiento para que otros se unieran al levantamiento.

Al adoptar el nombre de Túpac Amaru II, reivindicó un linaje noble que le vinculaba con el último Sapa Inka del mismo nombre, que dos siglos antes había liderado la última resistencia del imperio Inca contra los españoles, hasta su captura y ejecución por éstos en 1572. A medida que avanzaba por el campo, atrayendo a nuevos seguidores, Túpac Amaru II pasó a simbolizar el profetizado retorno del imperio inca en la conciencia colectiva de sus seguidores. 

Sin embargo, al principio Túpac Amaru y su esposa Micaela Bastidas intentaron limitar el conflicto con el gobierno colonial y la corona española, planteándolo como un enfrentamiento solamente con los corregidores. Lo hicieron para evitar que se convirtiera en un movimiento puramente indígena y mantener a mestizos y criollos en la alianza interclasista que constituyó la base de la rebelión. Su programa político podía resumirse en: la eliminación de la mita y los impuestos, y la liberación respecto a los explotadores europeos.

Investigaciones recientes han arrojado más luz sobre el papel de los dirigentes implicados en la organización del levantamiento, y en particular sobre el papel muy destacado de Micaela Bastidas. De hecho, antes de la rebelión había sido la columna vertebral de los negocios de Túpac Amaru como comerciante y arriera. Cobraba deudas, contrataba peones y muleros, planificaba los largos viajes de Túpac Amaru al norte de Argentina, le representaba en sus frecuentes ausencias y supervisaba las finanzas de la familia. Esto la preparó bien para la gestión de la logística de la campaña rebelde, y desempeñó un papel importante en las decisiones estratégicas. Mientras tanto, Túpac Amaru dirigía las fuerzas militares de los rebeldes en combate y en expediciones para reclutar más tropas en distintas zonas alrededor de su cuartel general. En su ausencia, Micaela organizaba la exploración y defensa de la base rebelde.

En varias batallas, las fuerzas de la rebelión lograron derrotar a las fuerzas españolas. Una victoria importante fue la de Sangarará, ciudad de la provincia de Cusco, donde en noviembre de 1780 los rebeldes derrotaron a los españoles al mando de Tiburcio Landa. Unos 6.000 rebeldes, armados con lanzas y hondas, rodearon y derrotaron a los 900 hombres de la milicia española que habían tomado posiciones en una iglesia, que habían fortificado. Las fuerzas rebeldes sufrieron unas 45 bajas, mientras que 600 españoles cayeron en el transcurso de la batalla.

Tras esta victoria, la noticia de los rebeldes se extendió a la velocidad del rayo entre los indígenas, y nuevos reclutas acudieron a su campamento a medida que la ciudad de Sangarará quedaba bajo su control y los rebeldes se hacían con armas de fuego. Dondequiera que los rebeldes conquistaban un pueblo o una ciudad, buscaban al corregidor, y cuando le capturaban el guante, lo ejecutaban. Pero en la mayoría de los casos, el corregidor huía antes de la llegada del ejército rebelde. Los terratenientes, despreciados por los lugareños, también eran encarcelados, mientras que los obrajes textiles -prisiones de trabajadores indígenas- eran arrasados.

Simultáneamente, en el Virreinato del Alto Perú, en la actual Bolivia, una rebelión indígena liderada por un obrero llamado Túpac Katari y su esposa Bartolina Sisa, también desafió el orden colonial, sitiando la capital La Paz, interrumpiendo la mita y la explotación de la importante mina de plata de Potosí.

Pero la marea se volvió en contra de los rebeldes cuando Juan Manuel y Peralta -el obispo de Cuzco- excomulgó a Túpac Amaru y Micaela Bastidas por destruir la iglesia de Sangarará que las tropas españolas habían ocupado. A los párrocos que quedaban en los territorios rebeldes se les ordenó hacer proselitismo contra el levantamiento. Esto puso de manifiesto una debilidad fatal en el liderazgo del levantamiento. Los dirigentes eran muy piadosos, y Túpac Amaru y Micaela nunca fueron capaces de librar una lucha política contra la iglesia. Esto tuvo consecuencias importantes. Permitieron fatalmente que las iglesias siguieran operando en el territorio que habían tomado, siendo usadas para difundir propaganda contra los rebeldes, dificultando el reclutamiento de tropas rebeldes e informando a las autoridades coloniales de sus movimientos. La moral de los rebeldes no pudo recuperarse de la excomunión, y sus dirigentes se mostraron cada vez más indecisos en las decisiones estratégicas, cediendo la iniciativa a sus enemigos.

En contra del consejo de Micaela Bastidas, Túpac Amaru no aprovechó la ventaja que tenía después de la victoria de Sangarará para marchar directamente sobre Cuzco. En su lugar, marchó por el campo antes de dirigirse a sitiar la ciudad, esperando reclutar fuerzas indígenas masivas por el camino. Pero esto no se materializó debido a la eficaz propaganda de la Iglesia. Mientras tanto, los kurakas de las ciudades cercanas fueron incorporados a las fuerzas coloniales, deteniendo el flujo de campesinos indígenas a las filas de los rebeldes.

Al tomar posiciones en torno a la capital de la provincia en enero de 1781, el primo de Túpac Amaru, Diego Cristóbal Túpac Amaru, y sus tropas fueron derrotados en combate cuando a las tropas españolas se unieron refuerzos dirigidos por otro kuraka, Mateo Pumacahua. Túpac Amaru esperaba que la presencia de su ejército desencadenara una rebelión dentro de la ciudad entre la población indigena, que le permitiera tomarla rápidamente. Y tomarla rápidamente era una necesidad, ya que los rebeldes carecían de los suministros y la logística necesarios para un asedio prolongado contra la milicia española reforzada.

Finalmente, los rebeldes se vieron obligados a retirarse. Sin embargo, las fuerzas españolas no les persiguieron. Los rebeldes pudieron reunirse con Micaela y su campamento.

A principios de 1781, sin embargo, las fuerzas coloniales se centraron en Túpac Amaru y los rebeldes. Cuando las fuerzas coloniales se acercaron a su campamento, se encontraron con una feroz defensa. El 7 de abril, el ejército español lanzó un ataque contra el campamento rebelde, que llevaba demasiado tiempo acampado en un mismo lugar, esperando el regreso de los combatientes de Túpac Amaru, que en ese momento se enfrentaban a las fuerzas de Pumacahua en otro frente. Micaela y tres de los hijos de Túpac Amaru fueron capturados. El propio líder rebelde se vio obligado a retirarse ante las fuerzas españolas.

Finalmente, sin embargo, fue traicionado por algunos de sus propios seguidores y entregado a las fuerzas coloniales. Lo mantuvieron prisionero y lo torturaron hasta su ejecución el 18 de mayo de 1781, descuartizándolo con caballos atados a sus extremidades. Antes de morir, sin embargo, fue obligado a presenciar la brutal ejecución de toda su familia, incluida Micaela Bastidas, a la que arrancaron la lengua y la golpearon brutalmente delante de él. Sólo se salvó su hijo menor.

Su cuerpo, junto con el de los otros nueve líderes de la rebelión ejecutados ese día, fue desmembrado por las autoridades coloniales y los pedazos expuestos públicamente en las principales ciudades donde había tenido lugar la rebelión. Como de costumbre, cuando la clase dominante sale victoriosa en la guerra de clases, no escatima en la brutalidad de su venganza, con el objetivo de dar un claro escarmiento a las masas oprimidas de lo que ocurre si se atreven a desafiar su dominio.

Tras la ejecución de Túpac Amaru II y Micaela Bastidas, Diego Cristóbal Túpac Amaru asumió el liderazgo de la rebelión. El conflicto se polarizó cada vez más y la alianza interétnica de clases que se había formado empezó a desmoronarse. El levantamiento adquirió un carácter cada vez más étnico, ya que el ejército indígena empezó a considerar a todos los no indígenas como sus enemigos, librando una lucha de guerrillas cada vez más feroz.

Marchando hacia el sur, los rebeldes se unieron a las fuerzas de Túpac Katari. Pero el 15 de noviembre de 1781, el propio Túpac Katari fue capturado y ejecutado junto con otros líderes de la rebelión. De nuevo, su cuerpo fue desmembrado y exhibido públicamente. Se dice que el juez colonial que condenó a Túpac Katari, Francisco Tadeo Díez de Medina, declaró: «No conviene ni al rey, ni al Estado, que quede semilla o rastro alguno de este Túpac Amaru y este Túpac Katari, o de cualquier otro, teniendo en cuenta el gran ruido y la gran impresión que este maldito nombre dejó en los nativos … Porque, de lo contrario, actuaría como un fermento perpetuo ….»

La derrota final de la insurrección se produjo en 1783, con la brutal ejecución de todos los líderes rebeldes restantes, entre ellos Diego Cristóbal Túpac Amaru.

Una cuestión sin resolver 

La rebelión liderada por Túpac Amaru y Micaela Bastidas sacudió el dominio de la Corona española y la burguesía limeña. En términos puramente geográficos, la rebelión de Túpac Amaru abarcó un área mayor incluso que la lucha contemporánea que se libraba entonces en Norteamérica: la Guerra Revolucionaria Americana. Las autoridades coloniales estaban mal preparadas para hacer frente a un levantamiento tan masivo y que abarcaba un territorio tan vasto. No podían contar con un ejército permanente en Lima o Cuzco y, al menos al principio, se vieron obligadas a recurrir a milicias que sólo tenían experiencia en aplastar revueltas locales.

Un levantamiento tan generalizado repercutió profundamente en todas las colonias de América y se convirtió en un símbolo para los pueblos oprimidos de todo el continente, y lo sigue siendo incluso hasta nuestros días. La rebelión de 1780 fue la primera que planteó la cuestión de la posición del campesinado indígena y la primera que intentó resolverla.

El problema era que el movimiento miraba hacia atrás en lugar de hacia delante. Si Túpac Amaru y los campesinos indígenas hubieran triunfado en su lucha y aplicado su programa político, que consistía en volver al imperio inca, los problemas fundamentales de los indígenas habrían quedado sin resolver. Un Estado así no habría podido revivir las relaciones sociales que constituían la base de la sociedad inca. Por el contrario, se habría apoyado en las nuevas relaciones sociales creadas por la intrusión de España en el continente.

Como explicaba el marxista peruano José Carlos Mariátegui en los años 20, un Estado indígena independiente, 

…no conduciría en el momento actual a la dictadura del proletariado indio ni mucho menos a la formación de un estado indio sin clase, como alguien ha pretendido afirmar, sino, a la constitución de un Estado indio burgués con todas las contradicciones internas y externas de los estados burgueses.

Sólo el movimiento revolucionario clasista de las masas indígenas explotadas podrá permitirles dar un sentido real a la liberación de su raza de la explotación, favoreciendo las posibilidades de su autodeterminación política.

El problema indígena, en la mayoría de los casos, se identifica con el problema de la tierra. La ignorancia, el atraso y la miseria de los indígenas, no son más que la consecuencia de su servidumbre.

En la actualidad, vemos cómo no basta con crear un «Estado plurinacional», como se ha hecho en las constituciones de Ecuador y Bolivia, y ahora también en Chile. En Ecuador, los campesinos indígenas se han visto obligados a levantarse contra el gobierno traidor de Lenin Moreno, y luego contra el gobierno de Lasso. En Bolivia, asistimos al golpe de Estado contra Evo Morales por parte de la oligarquía capitalista reaccionaria, cuyo poder y privilegios había dejado intactos el presidente. 

Mientras no se modifiquen las relaciones de propiedad y los grandes capitalistas (nacionales e imperialistas) sigan controlando la tierra y las industrias, no se resolverá la cuestión nacional de los pueblos indígenas. Mariátegui señaló: 

Quienes desde puntos de vista socialistas estudiamos y definimos el problema del indio, empezamos por declarar absolutamente superados los puntos de vista humanitarios o filantrópicos… Nuestro primer esfuerzo tiende a establecer su carácter de problema fundamentalmente económico. Insurgimos primeramente, contra la tendencia instintiva –y defensiva– del criollo o «misti», a reducirlo a un problema exclusivamente administrativo, pedagógico, étnico o moral, para escapar a toda costa del plano de la economía. … No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra.

A diferencia del siglo XVIII, ahora contamos con el desarrollo de una poderosa clase obrera en todos los países de América Latina. Esta es la clase que, en alianza con las masas campesinas y todos los sectores oprimidos de la sociedad, puede llevar la revolución a la victoria, expropiando a la oligarquía capitalista y a las multinacionales, sentando las bases para la auténtica liberación de los pueblos indígenas oprimidos.

Citando por última vez a Mariátegui: 

La misma palabra revolución, en esta América de las pequeñas revoluciones, se presta bastante al equívoco. Tenemos que reivindicarla rigurosa e intransigentemente. Tenemos que restituirle su sentido estricto y cabal. La revolución latinoamericana será nada más y nada menos que una etapa, una fase de la revolución mundial. Será simple y puramente la revolución socialista. A esta palabra agregad, según los casos, todos los adjetivos que queráis: «antiimperialista», «agrarista», «nacionalista-revolucionaria». El socialismo los supone, los antecede, los abarca a todos.

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