La Ilustración y el racionalismo revolucionario de Spinoza

Nacido en 1632 en la República Holandesa, el filósofo racionalista Baruch Spinoza fue uno de los grandes padres del pensamiento de la Ilustración. Como explica Hamid Alizadeh, la filosofía de Spinoza -que contenía un núcleo materialista y ateo- representó un desafío revolucionario a la autoridad tanto de la Iglesia como del Estado.

La era de la Ilustración, también conocida como la era de la Razón, fue uno de los episodios más inspiradores de la historia de la humanidad. Produjo una multitud de pensadores cuya lucha contra la ignorancia, la superstición y el dogma religioso desempeñó un papel clave en la lucha contra el sistema feudal y la dictadura de la Iglesia. La filosofía radical del filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677) desempeñó un papel fundamental en esta evolución. 

Tal fue el impacto de sus ideas, como explicó Hegel, que «Spinoza se convirtió en un punto de prueba en la filosofía moderna, de modo que se puede decir realmente: O se es spinozista o no se es filósofo». Viniendo de Hegel, estas palabras son un testimonio innegable de la influencia de las ideas de Spinoza. Sin embargo, para este gran pensador, la filosofía no era un ejercicio especulativo y dócil. Estaba directamente vinculada a la tarea de comprender la naturaleza y la sociedad, para cambiarlas en beneficio de la humanidad. 

Ni reír, ni llorar, sino comprender.

He tenido mucho cuidado de no ridiculizar, lamentar o execrar las acciones humanas, sino de comprenderlas. Así, he considerado las emociones humanas como el amor, el odio, la ira, la envidia, el orgullo, la piedad y otras agitaciones de la mente, no como vicios de la naturaleza humana, sino como propiedades que pertenecen a ella, del mismo modo que el calor, el frío, la tormenta, el trueno y otras cosas semejantes pertenecen a la naturaleza de la atmósfera. Estas cosas, aunque molestas, son inevitables, y tienen causas definidas a través de las cuales tratamos de entender su naturaleza. Y la mente obtiene tanto placer al contemplarlas correctamente como del conocimiento de las cosas que son agradables a los sentidos.

Spinoza fue un destacado representante de su época. Junto con otros pensadores de la primera Ilustración, como Francis Bacon (1561-1626), Thomas Hobbes (1588-1679) y René Descartes (1596-1650), fue una de esas figuras sobresalientes de la historia y una luz de primer orden en una época en la que la humanidad luchaba por salir del sombrío marasmo de la sociedad feudal.

En su célebre Diccionario Histórico y Crítico publicado en 1697, incluso el teólogo Pierre Bayle (1647-1706), opositor declarado del monismo de Spinoza (es decir, de la filosofía que considera que el mundo está compuesto por una sola sustancia, por ejemplo, la materia o la mente), tuvo que admitir que «era un hombre reacio a cualquier coacción de la conciencia y un gran enemigo del disimulo. Por eso expuso libremente sus dudas y sus creencias». Al hacerlo, podríamos añadir, encapsuló el verdadero espíritu de su época.

En toda Europa, Spinoza adquirió notoriedad por su método racional inflexible y su rechazo a todo recurso a las tradiciones, las emociones y la moral vacía cuando se trataba de comprender la naturaleza de nuestro mundo en su nivel más fundamental. A los que intentaban explicar la naturaleza por «la voluntad de Dios», los acusaba audazmente de buscar «el santuario de la ignorancia». En esta búsqueda de un enfoque racional, y de una explicación de la naturaleza sólo por cuenta de la naturaleza, entró ineludiblemente en conflicto con las ideas dominantes de su tiempo.

Revolución y contrarrevolución

La Ilustración abarca un periodo de intensa agitación cultural, científica e intelectual, que coincide con el auge del capitalismo en Europa, y que se extiende aproximadamente desde mediados del siglo XVII hasta las primeras décadas del siglo XIX. Fue un periodo de extrema turbulencia: de guerras, guerras civiles, revoluciones y contrarrevoluciones. Las contradicciones internas de los antiguos regímenes europeos se vieron exacerbadas por el ascenso de la burguesía. El viejo orden se había desestabilizado y, en el siglo XVII, las principales monarquías europeas se transformaron en regímenes absolutistas, con todo el poder concentrado en manos del gobernante monárquico, que se equilibraba entre la vieja y decrépita aristocracia y la ascendente clase capitalista.

El absolutismo se apoyaba en la Iglesia establecida, ya fuera católica o protestante, que mantenía una dictadura sobre todos los aspectos de la vida personal, incluido el pensamiento de las personas. Francia, España y el Sacro Imperio Romano Germánico se vieron envueltos en guerras y guerras civiles -en las que se combatía  en nombre de la religión- que provocaron la muerte de millones de personas. En la actual Alemania, la Guerra de los Treinta Años -formalmente una guerra entre católicos y luteranos- costó entre 5 y 8 millones de vidas.

El poder de la Iglesia llegaba a todos los rincones de la sociedad. Los libros que se creía que contradecían, o incluso sembraban la duda en los dogmas religiosos; la autoridad de las escrituras como verdad indiscutible; o el monopolio del clero sobre la interpretación de dichas escrituras, fueron censurados, prohibidos o quemados en masa. En toda Europa, entre 1560 y 1630, 80.000 personas fueron acusadas de brujería y la mitad de ellas fueron ejecutadas. Científicos como Galileo fueron perseguidos por los inquisidores de la Iglesia. Algunos, como Giordano Bruno, fueron quemados en la hoguera por contradecir las doctrinas oficiales.

La familia de Spinoza también fue víctima de la persecución de la Iglesia. Fueron expulsados por primera vez de España en 1492 tras la aprobación del Decreto de la Alhambra, que ordenaba la expulsión de los judíos practicantes. Trasladados primero a Portugal, fueron obligados a convertirse al catolicismo y a practicar su fe en secreto durante casi un siglo. Más tarde se trasladaron a Francia y finalmente se establecieron en los Países Bajos, que en aquella época era el país de Europa con la actitud más tolerante hacia su religión.

A principios del siglo XVII, los Países Bajos estaban inmersos en la primera revolución burguesa del mundo, que tomó la forma de una guerra de liberación nacional de España, que duró desde 1566 hasta 1609. Las Provincias Unidas, como se conoció a la joven República burguesa, eran un centro comercial multicultural y, en su momento, albergaban las formas más avanzadas de la industria y la manufactura capitalista. Su lucha contra el catolicismo y el absolutismo se convirtió en un foco de atención para pensadores radicales y revolucionarios de todo el continente. Por lo tanto, naturalmente, proporcionaron un terreno fértil para el desarrollo de algunas de las ideas más avanzadas de la época, incluyendo las de Descartes, Spinoza y, más tarde, John Locke (1632-1704).

Nacido en el seno de una familia de comerciantes en 1632, Spinoza recibió una crianza y educación judía tradicional. Aunque destacó como estudiante de la Torá y el Talmud, sus opiniones radicales le llevaron a ser excomulgado de la comunidad judía por decreto especial a la edad de 25 años. 

Sin embargo, Spinoza estaba más interesado en otros asuntos. De joven conoció y se unió a los Colegiantes, una secta cristiana radical que luchaba contra la ortodoxia religiosa, la autoridad y el poder eclesiásticos, así como por las más altas formas de tolerancia religiosa e intelectual. Más tarde, la secta se dividió en dos bajo el impacto de los avances de la filosofía y la ciencia, encabezados por personas como Descartes y el propio Spinoza, y el ala sociniana adoptó una perspectiva cada vez más racionalista, dejando poco o ningún espacio para las deidades y la autoridad religiosa.

Las sectas religiosas radicales, como los anabaptistas, los cuáqueros, los ranters, los niveladores (Levellers) y los cavadores (Diggers), proliferaron en toda Europa, reflejando la crisis del antiguo régimen y los ánimos revolucionarios de las masas. Muchas de ellas rechazaban las jerarquías sociales y algunos, como los Diggers de la Revolución Inglesa, llegaron a rechazar por completo la propiedad privada. Estas agrupaciones desempeñaron un papel fundamental en los monumentales acontecimientos de la Guerra Civil inglesa de 1642-1649, la segunda revolución burguesa del mundo, que terminó con la victoria del ejército de Cromwell y la deposición y ejecución del monarca absoluto.

La revolución científica

En toda Europa, la burguesía se fortalecía en detrimento de la clase dominante feudal. Las ciudades crecían y con ellas el comercio, la manufactura y la industria. Este desarrollo dio un fuerte impulso a la revolución científica.

Spinoza seguía con entusiasmo el desarrollo de la ciencia. Él mismo era un reputado afilador de lentes -un arte que desempeñó un importante papel en el desarrollo de la astronomía, así como de la biología y la química- y trabajó intensamente, aunque sin éxito, en el desarrollo de una explicación puramente científica de la aparición del arco iris.

Mantuvo una correspondencia regular con Henry Oldenburg, científico y uno de los miembros más destacados de la Royal Society científica británica, así como con Robert Boyle, uno de los fundadores de la química moderna y del método científico experimental moderno. También estuvo en contacto con el famoso anatomista, geólogo y paleontólogo danés Nicolas Steno, a cuyas disecciones anatómicas Spinoza llegó a asistir a diario. 

La ciencia avanzaba a gran velocidad. Los avances más importantes fueron el desarrollo de la mecánica clásica newtoniana y la victoria del sistema copernicano en la astronomía, que derribó de una vez por todas la idea de que la Tierra era el centro del universo.

Cada paso que daba la ciencia socavaba los dogmas de la Iglesia; y la idea de una deidad caprichosa y todopoderosa que gobernaba el mundo, fue dando paso a una visión de un mundo regido por leyes definidas, independientes de los seres humanos. 

La antigua doctrina afirmaba que la realidad estaba rígidamente ordenada, con Dios en la cúspide y los monarcas y autoridades religiosas como sus representantes indiscutibles en la tierra. La Tierra, a su vez, era el centro del universo, con el sol, la luna y las estrellas girando a su alrededor. Las masas se encontraron predestinadas a soportar cualquier dificultad que este edificio inmutable les impusiera. La victoria del sistema copernicano supuso un duro golpe para esta visión del mundo.

Todos estos avances se produjeron gracias a la combinación de la ciencia experimental y el análisis, es decir, sin recurrir a las escrituras religiosas ni a la interpretación clerical, que eran los caminos oficialmente decretados para llegar a la verdad.

El auge del racionalismo

Esta revolución de la ciencia encontró su contrapartida en la filosofía. En Gran Bretaña, el materialismo temprano se desarrolló en forma del empirismo de gente como Francis Bacon (1561-1626) y Thomas Hobbes (1588-1679). La escuela empirista hacía hincapié en la experimentación y la observación como pilares fundamentales de todo conocimiento.

Al mismo tiempo, la Europa continental asistió al auge del racionalismo moderno, cuyo padre fue el filósofo francés René Descartes, famoso por su aforismo «pienso luego existo». Descartes identificó la razón, es decir, el pensamiento científico sistemático, como la forma más elevada de conocimiento. Todas las verdades establecidas, creía Descartes, debían ser justificadas por la razón, incluso la existencia de Dios, para la que Descartes intentó desarrollar una explicación racional. 

Esto en sí mismo era un pecado cardinal en el libro de la Iglesia, que mantenía que la fe y las escrituras eran la única base de la verdad y que Dios, como ser supremo, no tenía que ser justificado por nada, y mucho menos por las ideas de un laico.

Pero el racionalismo de Descartes convergió con los avances de la ciencia -donde los cálculos matemáticos aplicados a los hechos observados proporcionaban pruebas de las nuevas teorías- y sobre esta base, fueron asumidas por científicos y filósofos de toda Europa. De hecho, el objetivo declarado de Descartes era desarrollar un método de certeza científica. Y aunque en el sistema de Descartes seguía habiendo espacio para Dios, su física recogía gran parte de las opiniones de sus contemporáneos en la ciencia, explicando la naturaleza como un reino regido por leyes en el que Dios no desempeñaba ningún papel. 

Por ello, no es de extrañar que sus obras fueran incluidas en el Índice de libros prohibidos por la Iglesia católica en 1663 por el peligro que suponían para la religión oficial. Incluso en los Países Bajos se censuraron las ideas cartesianas y se prohibió mencionar el nombre de Descartes en conferencias y debates en las universidades.

«Dios o la naturaleza»

Spinoza fue un gran estudioso de las obras de Descartes, y asumió su planteamiento decididamente racionalista. Todo debía justificarse y probarse racionalmente. Sin embargo, para Spinoza esto también se aplica al sistema de Descartes.

Según Descartes, la realidad tiene un carácter dual que consiste en dos sustancias, la mente y la materia, que existen de forma totalmente independiente. El avance clave aquí fue ver el mundo físico como enteramente gobernado por leyes naturales, que podían ser descubiertas por la humanidad a través del método científico.

Sin embargo, al margen de este mundo gobernado por leyes está la mente, que Descartes creía totalmente separada e independiente del mundo físico. El único punto de intersección entre estas dos esferas de la realidad se suponía que estaba en la glándula pineal, la morada del alma humana y el origen de todas las ideas. Pero Descartes no podía explicar cómo y por qué mecanismo se producía esta intersección.

Spinoza criticó esta incoherencia del dualismo de Descartes, desarrollando en su lugar una nueva doctrina monista, que sostiene que «en la Naturaleza sólo existe una sustancia», que según él es eterna y «absolutamente infinita». A esta sustancia infinita, eterna y omnipresente, Spinoza la llamó «Dios», añadiendo en el mismo texto «o naturaleza». Según Spinoza, Dios o la mente no son sustancias especiales separadas de la naturaleza; todos los seres, incluyendo la mente y el alma humanas, son meras modificaciones de la misma sustancia única. Así pues, el Dios de Spinoza no es Dios en absoluto, en el sentido de un ser supremo y consciente que observa y gobierna el mundo según sus propios caprichos.

Este Dios es simplemente la naturaleza: ilimitada, autocausada y en perpetuo movimiento, actuando únicamente según sus propias leyes inmanentes y eternas. «La naturaleza no actúa con un fin», escribió en su Ética, añadiendo que «el ser eterno e infinito, al que llamamos Dios o Naturaleza, actúa por la misma necesidad por la que existe». A su vez, estas leyes naturales, sostenía, pueden ser descubiertas y comprendidas por nosotros mediante la ciencia y el pensamiento racional.

Pero la humanidad no se puede separar de las leyes naturales, decía: 

Los hombres creen que son libres, precisamente porque son conscientes de sus voliciones y deseos; sin embargo, respecto a las causas que les han determinado a desear y querer no piensan, ni siquiera sueñan, porque son ignorantes [de las mismas]. 

Según Spinoza, la libertad no consiste en intentar situarse por encima de las leyes naturales, sino en comprenderlas para utilizarlas en beneficio de la humanidad. Se trata de ideas muy avanzadas, que desde entonces han sido demostradas muchas veces por la ciencia moderna.

La doctrina de Spinoza se describe a menudo como una forma de panteísmo, es decir, una visión del mundo que ve el universo como la manifestación de Dios. Pero la visión de Spinoza no era tan simple. Es evidente para todos que, aunque Spinoza hablaba de Dios y a veces utilizaba la jerga religiosa, Dios parece totalmente superfluo en su marco teórico. Al igual que los grandes filósofos de la antigua Grecia, Spinoza intentaba explicar el mundo por sí mismo, sin recurrir a lo sobrenatural.

En su momento, esto supuso una ruptura radical en la filosofía y llevó inmediatamente a Spinoza al centro de todos los debates filosóficos en Europa. Según su contemporáneo, Pierre Bayle, el propio Spinoza abogaba abiertamente por el ateísmo al final de su vida. No podemos saber si esto es cierto o no. Spinoza fue muy controvertido para su época, sin embargo, a menudo fue cuidadoso en su formulación para evitar las peores formas de persecución. Sin embargo, el hecho de que los gérmenes del ateísmo y del materialismo estuvieran en el centro del spinozismo estaba muy claro para todos en aquella época y atrajo la ira de las autoridades sobre los escritos de Spinoza, que también fueron añadidos al Índice de Libros Prohibidos de la Iglesia Católica.

En su célebre Diccionario, cuyo artículo más largo está dedicado a Spinoza y al spinozismo, Bayle, haciéndose eco de la impresión que Spinoza dejó en sus contemporáneos, escribió que «creo que es el primero que redujo el ateísmo a un sistema, y ​​que hizo de él un cuerpo de doctrina entrelazado y tejido según las maneras de los geómetras.».

Pero Spinoza no estaba tan interesado en defenderse de la acusación de ateísmo, como en desenmascarar a sus acusadores:

[E]l que busca las verdaderas causas de los milagros y se afana en comprender las obras de la Naturaleza como un erudito, y no sólo en contemplarlas como un tonto, es considerado universalmente como un hereje impío y denunciado por aquellos a los que el pueblo se inclina como intérpretes de la Naturaleza y de los dioses. Porque estas personas saben que la disipación de la ignorancia implicaría la desaparición de ese asombro, que es el único apoyo para su argumento y para salvaguardar su autoridad.

El Tratado teológico-político

Para Spinoza, la filosofía no era un campo abstracto e independiente al margen de la ciencia y la política. Muy al contrario, sacaba las conclusiones más radicales a partir de ella. La expresión más clara de ello fue su Tratado teológico-político, que, a diferencia de su obra magna, la Ética, se publicó en vida, aunque no con su propio nombre.

En este tratado político, Spinoza critica sin piedad la superstición y, en particular, la religión organizada. En aquella época, las autoridades decretaban que la Biblia, la Torá y otras escrituras religiosas eran las palabras directas de Dios que debían seguirse servilmente, aunque sólo sobre la base de la interpretación del clero.

Spinoza declaró la guerra a este enfoque. Sostenía que las escrituras eran documentos totalmente históricos, que simplemente reflejaban las leyes y los valores morales de una época determinada. «El método de interpretación de las Escrituras», decía, «no difiere del método [correcto] de interpretación de la naturaleza, sino que está totalmente en consonancia con él». Se trata de una ruptura total con toda la tradición anterior: en esencia, Spinoza aboga por una interpretación materialista de las Escrituras.

Desde las primeras líneas del Tratado Teológico-Político, Spinoza no se anda con miramientos, afirmando que la raíz de toda superstición es la falta de comprensión y de control de las personas sobre sus propios destinos. A continuación, explica cómo esta superstición es utilizada por los gobernantes para perpetuar su dominio. Pero para ello, primero necesitan revestir esta superstición con edificios opulentos, ceremonias oscuras, trajes y tradiciones. En otras palabras, lo que Spinoza estaba sacando a la luz era la estafa de la religión organizada como una mascarada destinada a engañar a las masas.

A continuación, relaciona directamente esta operación con el gobierno monárquico: 

Puede que sea, en efecto, el más alto secreto del gobierno monárquico y totalmente esencial para él, mantener a los hombres engañados, y disfrazar el miedo que los hace tambalearse con el nombre engañoso de religión, para que luchen por su servidumbre como si lucharan por su propia liberación, y no piensen que es humillante sino supremamente glorioso derramar su sangre y sacrificar sus vidas para la glorificación de un solo hombre.

La valentía y la claridad de estas poderosas afirmaciones contrastan con el engreído galimatías que se hace pasar por filosofía en las universidades de hoy. Muy adelantado a su tiempo, Spinoza reveló un elemento esencial de la sociedad de clases: que para mantener su dominio, la clase dominante no sólo necesita un Estado y cuerpos de hombres armados, sino también, e igual de importante, instituciones poderosas para difundir su ideología, como la iglesia y, podríamos añadir en nuestra época, las escuelas, los medios de comunicación, etc. Y así su filosofía se convirtió en una acusación abierta contra la clase dominante y todas sus instituciones.

Sobre profetas, profecías y milagros

Spinoza recorrió metódicamente la Biblia y la Torá, poniendo de relieve todas sus contradicciones. Basándose únicamente en el texto, descartó a los supuestos profetas del judaísmo y del cristianismo como hombres, «no dotados de mentes más perfectas que otros, sino sólo de un poder de imaginación más vivo». La única excepción, según él, es Jesucristo, al que, sin embargo, definió más como un filósofo de la ética que como un ser sobrenatural. 

Según Spinoza, los profetas eran esencialmente meros políticos y Jesucristo un filósofo, que utilizaban un lenguaje impresionante y místico que llamaban «profecías» para convencer a sus semejantes y constituir así el orden social y moral. Pero dado que esos decretos sólo se aplican al período histórico en cuestión, sostiene, poco podemos aprender de ellos, salvo los valores morales más generales de la revelación.

Otro punto de ataque de Spinoza fue el de los llamados milagros o pruebas de Dios. Rechazaba cualquier idea de que éstos tuvieran algo de verdad y sostenía que lo que la Biblia menciona como milagros eran sólo fenómenos naturales que la gente de la época no podía explicar.

En este sentido, todo lo que superaba el entendimiento de los judíos y cuyas causas naturales eran desconocidas en aquella época, tendía a ser atribuido a Dios. Así, una tormenta era llamada ‘una reprimenda de Dios’, y los truenos y relámpagos, las flechas de Dios; porque pensaban que Dios mantenía los vientos encerrados en cavernas que llamaban los tesoros de Dios, […]. Por la misma razón los milagros se llaman obras de Dios, es decir, obras asombrosas. Porque todas las cosas naturales son indudablemente obras de Dios y existen y actúan por el poder divino. En este sentido, por tanto, el salmista llama a los milagros de Egipto poderes de Dios, porque abrieron un camino de seguridad a los hebreos en su extremo peligro, cuando no esperaban que apareciera ninguna salida, y por eso estaban totalmente asombrados.

De hecho, más adelante en el libro, Spinoza atribuye la historia de la separación del mar a la orden de Moisés a «un viento del este que sopló muy fuerte durante toda una noche» y no a algún tipo de intervención divina.

Al repasar metódicamente los textos, Spinoza llega a la conclusión de que no hay nada que aprender de ellos, salvo los valores morales y las normas sociales, e incluso estas normas, afirma Spinoza, sólo eran aplicables a las condiciones históricas específicas de la época. En última instancia, concluye, lo único que nos queda es el mensaje moral más básico de la Biblia, que la gente debe «amar a su prójimo como a sí mismo»; sin embargo, incluso esta lección que sostiene Spinoza es precisamente lo que la religión organizada ha ignorado:

A menudo me he asombrado al comprobar que personas que se enorgullecen de profesar la religión cristiana, es decir, [una religión de] amor, alegría, paz, moderación y buena voluntad para con todos los hombres, se oponen entre sí con extraordinaria animosidad y dan expresión diaria al más amargo odio mutuo. Tanto es así que ha llegado a ser más fácil reconocer la fe de un individuo por estos últimos rasgos que por los primeros.

Libertad de expresión y de pensamiento, laicidad y democracia

La crítica de Spinoza llegó al corazón de la dictadura monárquica del gobierno del clero. Según los decretos de la Iglesia, la Biblia era la verdad absoluta y la máxima autoridad. Pero según Spinoza, la verdad no se encuentra en ninguna parte de las escrituras ni de la Iglesia, sino en el estudio de la naturaleza.

A partir de aquí, pasó a cuestionar por completo el papel y los privilegios del clero, argumentando que debía ser despojado de todos sus poderes oficiales. Defendió a ultranza la separación total de la Iglesia y el Estado y la «libertad de filosofar» universal:

Cada uno está obligado a vivir únicamente por sus propias decisiones y no por las de otros, y no está obligado a reconocer a nadie como juez o legítimo defensor de la religión.

También sostenía que la república democrática era la mejor forma de Estado e incluso que un ejército de ciudadanos era preferible a un ejército mercenario, que los gobernantes utilizarían más fácilmente para oprimir la voluntad de las masas.

El Tratado teológico-político fue una bomba que conmocionó a toda Europa. Prueba de ello es que, a pesar de que fue ampliamente prohibido, incluso en los Países Bajos, han sobrevivido abundantes copias del mismo hasta nuestros días. 

Spinoza se hizo famoso por sus ideas ateas y revolucionarias, que se oponían directamente al cristianismo, al judaísmo y a la filosofía medieval en su conjunto. Hasta bien entrado el siglo XVIII, la suya fue la crítica más destacada a la religión y al dominio clerical.

Las sectas radicales adoptaron con entusiasmo sus ideas y argumentos en todo el continente, y en Ámsterdam se convirtió en uno de los líderes más destacados, si no el más destacado, de los círculos ateos. Según el estudioso de Spinoza Jonathan Israel, las ideas de Spinoza no sólo eran conocidas entre la intelectualidad, sino también en la sociedad europea en general. Esto le convirtió en el principal objetivo de los ataques de todos los defensores del orden existente, aunque hasta el final de su vida Spinoza permaneció impasible ante sus críticos y ferozmente fiel a sus ideas.

Adelantado a su tiempo

Las ideas filosóficas de Spinoza se adelantaron mucho a su tiempo y muchas de ellas sólo serían demostradas por la ciencia siglos después. Es cierto que había una ambigüedad en su concepto de «Dios o la naturaleza», y que sus escritos contenían un coletazo de la tradición escolástica imperante. Algunos académicos modernos se han valido de esto para tacharlo de idealista y tradicionalista, pero no captan el terremoto que supuso el spinozismo en la historia del pensamiento. No era la primera vez en la historia que se presentaban ideas nuevas en el marco de una retórica antigua, sobre todo cuando una desviación de dicha retórica podía tener consecuencias fatales. Pero es innegable que todas sus obras están impregnadas de un poderoso espíritu combativo de ateísmo y materialismo.

Como contrapartida directa a su filosofía, los escritos políticos de Spinoza no fueron menos revolucionarios. Durante casi un siglo, sus argumentos fueron considerados como la mejor y más sistemática defensa del laicismo y la libertad de pensamiento. En este sentido, se anticipó y hasta cierto punto también inspiró a los filósofos franceses del siglo XVIII, que desempeñaron un papel crucial en la preparación de la gran Revolución Francesa.

¡Atrévete a saber!

El filósofo alemán Immanuel Kant resumió una vez la Ilustración en el lema «atrévete a conocer». Y continuó diciendo: «El oficial dice: ‘No discutan’. El recaudador de impuestos: «No discutas, paga». El pastor: ‘No discutas, cree'».

Los filósofos de la Ilustración, sin embargo, se negaron a la obediencia ciega. En palabras de Descartes, tomaron como tarea «dudar de todas las cosas». Se trata de un método muy distinto del escepticismo cínico que ha infectado el mundo académico moderno, en el que toda la verdad desaparece y sólo queda una duda vacía. Por el contrario, el método de los pensadores de la Ilustración fue exigir una explicación racional y científica de todas las creencias establecidas en la sociedad. Y al hacerlo, sentaron las bases de la ciencia, la cultura y, por tanto, del avance de la sociedad humana hacia un nivel cualitativamente superior. Esto fue una auténtica revolución. 

Esta revolución en el campo de las ideas fue una parte clave de la revolución social contra el feudalismo en la que estos valientes e ingeniosos pensadores desempeñaron un papel fundamental al demoler la ideología oficial e inspirar las tendencias revolucionarias en toda Europa.

A estos desarrollos monumentales, nuestros llamados filósofos modernos responden con una hostilidad burlona. Michel Foucault, uno de los grandes del pensamiento académico contemporáneo, escribió una vez que «debemos liberarnos del chantaje intelectual de ‘estar a favor o en contra de la Ilustración'». Otros van mucho más lejos en sus ataques. En las torres de marfil de las universidades y en los jardines amurallados de las publicaciones académicas, lejos de la vida real, la Ilustración se presenta como el mayor de los pecados. Decepcionados por no encontrar una verdad última en la ‘Razón’ de la Ilustración, los posmodernos atacan por completo la idea de la ciencia y el pensamiento racional, al igual que condenan todas las revoluciones que no resuelven de una vez todos los problemas de la humanidad.

Para esta gente, hablar de progreso es reaccionario en sí mismo. Señalan este o aquel defecto del pensamiento de la Ilustración, o el hecho de que la opresión no fue erradicada en la ‘Edad de la Razón’, para argumentar que, por lo tanto, la revolución burguesa, a pesar de sus inmensos logros, no fue un avance en absoluto y tal vez incluso un paso atrás con respecto a la sociedad feudal con su atraso bárbaro, la superstición y la ignorancia de las masas. Pero no puede haber un camino intermedio en ninguna revolución, y los que intentan encontrar uno pronto se encuentran en el campo del orden existente. Nuestros posmodernos no son una excepción: en todos sus ‘razonamientos’ se sitúan en oposición a la Ilustración y a la revolución burguesa, es decir, del lado de la reacción. Friedrich Engels respondió a estas acusaciones hace mucho tiempo:

Todas las formas anteriores de sociedad y de Estado, todas las ideas tradicionales, fueron arrinconadas en el desván como irracionales; hasta allí, el mundo se había dejado gobernar por puros prejuicios; todo el pasado no merecía más que conmiseración y desprecio. Sólo ahora había apuntado la aurora, el reino de la razón; en adelante, la superstición, la injusticia, el privilegio y la opresión serían desplazados por la verdad eterna, por la eterna justicia, por la igualdad basada en la naturaleza y por los derechos inalienables del hombre.

Hoy sabemos ya que ese reino de la razón no era más que el reino idealizado de la burguesía, que la justicia eterna vino a tomar cuerpo en la justicia burguesa; que la igualdad se redujo a la igualdad burguesa ante la ley; que como uno de los derechos más esenciales del hombre se proclamó la propiedad burguesa; y que el Estado de la razón, el ‘contrato social’ de Rousseau pisó y solamente podía pisar el terreno de la realidad, convertido en república democrática burguesa. Los grandes pensadores del siglo XVIII, como todos sus predecesores, no podían romper las fronteras que su propia época les trazaba.

La Ilustración marcó el amanecer de una nueva sociedad capitalista, que era la forma más avanzada de la sociedad de la época. Esto supuso un enorme paso adelante para la humanidad. Bajo el capitalismo, la cultura, la ciencia y la tecnología florecieron y alcanzaron cotas sin precedentes. Produjo fuerzas productivas que tienen el potencial de transformar la sociedad y sacar a toda la humanidad de la pobreza y la miseria. Por supuesto, no hace falta decir que dentro de los confines de este sistema eso no es posible. 

Hoy el propio capitalismo ha llegado a un callejón sin salida. Se ha convertido en un enorme impedimento para el progreso y el desarrollo de la ciencia y la cultura. Mientras que una ínfima minoría vive en una opulencia extravagante, la inmensa mayoría está condenada a un trabajo diario para mantenerse a flote. La burguesía en sus inicios se basó en el racionalismo, el empirismo y el materialismo. Promovía la ciencia, la filosofía, la cultura; en otras palabras, promovía la ilustración. Hoy en día, se vuelve cada vez más hacia la ignorancia; los dogmas irracionales, como el posmodernismo y el positivismo, se han convertido en el medio clave por el que intenta justificar su propia existencia.

El manto de la revolución ha recaído ahora en la clase obrera, cuya tarea no es sólo derrocar el capitalismo, sino la sociedad de clases en su conjunto. Como en todas las revoluciones, una parte integral de la revolución proletaria es la lucha por las ideas: una lucha por el materialismo y por un enfoque racional y científico contra la propaganda idealista reaccionaria de la clase dominante y sus sumos sacerdotes en los salones de la academia. La verdad, en otras palabras, se ha convertido de nuevo en un arma revolucionaria, esta vez contra la burguesía.

En esta lucha, los marxistas reivindicamos con orgullo las mejores tradiciones revolucionarias de la Ilustración y rechazamos las calumnias de los posmodernos contra los audaces pensadores de esa época. El marxismo se basa en todas las ideas más avanzadas de la revolución burguesa, enriquecidas y desarrolladas por los enormes avances de la ciencia desde entonces, así como por las experiencias de la clase obrera.

Nuestra lucha no es por una nueva forma de sociedad de clases, sino por la liberación de la humanidad de los grilletes de la sociedad de clases por completo. Luchamos por un nuevo amanecer para la humanidad: donde el velo de la ignorancia, que es absolutamente necesario para cualquier sociedad de clases, pueda ser arrancado, y la humanidad en su conjunto, basándose en la ilustración universal, la ciencia y la tecnología, pueda establecer un cielo para sí misma en la tierra.

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