En la década de 1960, había muchas ideas caprichosas flotando, especialmente en los círculos estudiantiles radicales. La más perniciosa y errónea de ellas era la visión representada por Herbert Marcuse, Theodor Adorno y Max Horkheimer, de que el “neocapitalismo” había evolucionado, desarrollando maneras de evitar la crisis capitalista, y que la clase obrera se había integrado en el sistema como consumidores pasivos en la sociedad “opulenta”. Como explica Daniel Morley, estas eran las ideas pseudo-marxistas de la llamada Escuela de Fráncfort.
La idea de que la clase obrera ha sido comprada y es demasiado conservadora para llevar a cabo la revolución socialista ha sido generalizada entre la llamada intelectualidad de izquierda y sus dirigentes durante mucho tiempo. Tales intelectuales de “izquierda” nos dicen que la revolución socialista es “poco realista”, que “ya ha sido probada”, o mejor aún, que los trabajadores están demasiado absortos en las cosas materiales para organizar una revolución. Este argumento siempre se presenta como si fuera nuevo. En realidad, ha sido refrito por generación tras generación de intelectuales pequeñoburgueses. Aquellos que quieren justificar su propio oportunismo político siempre han encontrado una manera de culpar a la clase obrera.
La Escuela de Fráncfort, o el Institut für Sozialforschung (Instituto de Investigación Social), es culpable de dar a tales ideas en bancarrota la apariencia de credibilidad intelectual y de difundirlas por todas partes. Sus pensadores clave — Adorno, Horkheimer y Marcuse — son a menudo descritos como “marxistas”, incluso, si se puede creer, como algunos de los marxistas más innovadores del siglo XX. El hecho de que estos llamados ‘marxistas’ argumenten que la clase obrera es incapaz de abolir el capitalismo proporciona una cobertura supuestamente teórica para que los pseudo-izquierdistas intelectuales engreidos abandonen su “radicalismo”, mientras se acomodan a la sociedad burguesa.
Sus partidarios señalan el hecho de que el capitalismo todavía existe. Sostienen que el capitalismo ha cambiado mucho desde los días de Marx, y por lo tanto, ciertamente el marxismo debe ser actualizado. Afirman que la clase obrera ha perdido al menos parte de su ’agencia’ revolucionaria, y que esto es el resultado del papel cada vez más poderoso de la cultura de masas, que Marx pasó por alto. Afirman que la ‘superestructura’ de la ideología y la cultura ha ganado una gran autonomía sobre la base económica, contrariamente a lo que Marx explicó.
Para responder a tales críticos, debemos comenzar por comparar los fundamentos de la filosofía marxista con la de la Escuela de Fráncfort. Esta no será una tarea fácil, ya que como todos los demás filósofos pequeñoburgueses del siglo XX, parecen ser alérgicos a explicar sus ideas con claridad.
Materialismo histórico
El marxismo es ante todo una filosofía materialista. Solo hay un universo, que está compuesto de materia. La conciencia no existe independientemente de la materia, sino que es una expresión de la materia organizada de una manera particular, es decir, el producto de un sistema nervioso material.
El materialismo filosófico cuando se aplica al estudio de la sociedad es lo que se conoce como materialismo histórico. Como Marx y Engels explicaron en La Ideología Alemana:
La primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se hallen, para «hacer historia», en condiciones de poder vivir*. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, alojarse bajo un techo, vestirse y algunas cosas más. El primer hecho histórico es, por consiguiente, la producción de los medios indispensables para la satisfacción de estas necesidades, es decir, la producción de la vida material misma, y no cabe duda de que es éste un hecho histórico, una condición fundamental de toda historia, que lo mismo hoy que hace miles de años, necesita cumplirse todos los días y a todas horas, simplemente para asegurar la vida de los hombres.
La producción de la vida material obliga a hombres y mujeres a desarrollar herramientas de producción y entrar en relaciones definidas, “relaciones de producción” como explicó Marx, que son independientes de nuestra voluntad. En tales condiciones, las formas que toma la sociedad no están determinadas por nuestros deseos conscientes, o por las ideas que tenemos, sino en última instancia por el desarrollo dado de las fuerzas productivas. Es sobre esta base material que surgen diferentes formas de conciencia. Por lo tanto, “no es la conciencia la que determina el ser, sino el ser social lo que determina la conciencia”.
En otras palabras, las clases no surgen de nuestras ideas, sino debido al desarrollo de las fuerzas productivas. En las sociedades de clase precapitalistas, teníamos patricios, plebeyos, esclavos, señores, vasallos y siervos. Bajo el capitalismo, la sociedad está dividida en dos clases opuestas principales: la clase capitalista, que posee los medios de producción, y la clase obrera, que produce toda la riqueza, pero que no posee nada. Para sobrevivir, los trabajadores deben vender su fuerza de trabajo a los capitalistas.
En última instancia, son las relaciones de propiedad de la sociedad capitalista las que determinan la conciencia de la clase obrera. Esto no significa que las ideologías no desempeñen ningún papel y no sean dignas de consideración, sino solamente que las principales características ideológicas de una sociedad determinada solo pueden explicarse en última instancia por la estructura económica de esa sociedad.
La Ilustración fue todo un error
Los ‘marxistas’ de la Escuela de Fráncfort creían que tal explicación era demasiado simplista, ‘mecánica’ y reduccionista. Según ellos, Marx y Engels no tomaron en consideración el impacto de la cultura e ideología burguesas, que creían que prevalece sobre los intereses de clase de la clase obrera, convirtiéndola en una clase intrínsecamente servil a los intereses del capitalismo.
La Escuela de Fráncfort quería presentarse como intelectuales que no aceptarían nada como parece ser, sino que en cambio pondrían al descubierto sin piedad las contradicciones para revelar algo completamente diferente. Esta es la razón por la que se refirieron a su Escuela como ‘teoría crítica’. Ellos y sus seguidores piensan que de esta manera han mejorado el marxismo, liberándolo del dogmatismo. Su enfoque en la cultura y otros elementos de la ‘superestructura’ también se supone que actualiza el marxismo para el siglo XX, que vio el nacimiento de la cultura de masas por medio de la radio y la televisión. La pregunta es, ¿la Escuela de Fráncfort actualizó y mejoró el marxismo para explicar mejor esta nueva época de cultura de masas, entretenimiento y propaganda, o lo abandonó por completo?
En Dialéctica de la Ilustración, posiblemente el libro más importante de la Escuela de Fráncfort, Adorno y Horkheimer explican su alternativa al materialismo histórico. Para la Escuela de Fráncfort, la sociedad moderna es una sociedad de pura dominación del sistema capitalista sobre las masas. Según ellos, el enorme aumento de los niveles de vida en Occidente en la posguerra solo produjo una nueva forma de dominación, más insidiosa. Los lujos de la vida moderna, y la cultura de masas que estos lujos ayudaron a propagar, supuestamente lograron crear un conformismo sin precedentes del que cada vez era más difícil escapar para cualquier trabajador. En otras palabras, la cultura popular le había lavado el cerebro a la clase obrera y, por lo tanto, ésta se había adaptado y, en gran medida, se había convertido en parte del sistema dominante. Como resultado, esto significaba que la revolución socialista ya no podría ocurrir, y si lo hiciera, solo podría conducir a una continuación de esta misma represión.
En el nivel más fundamental, el conformismo y la represión de la sociedad no eran para Adorno y Horkheimer productos del capitalismo, sino el pecado original del período de la Ilustración — la época de rápidos avances en el arte, la ciencia y la filosofía en los primeros días de la sociedad burguesa — o para ser más específicos, el “pensamiento de la ilustración”. Como explican:
“No tenemos ninguna duda — y aquí reside nuestra petitio principii — de que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento de la ilustración. Creemos que hemos percibido con igual claridad, sin embargo, que el concepto mismo de ese pensamiento, no menos que las formas históricas concretas, las instituciones de la sociedad con las que está entrelazado, ya contiene el germen de la regresión que está teniendo lugar en todas partes hoy en día”.
Pero, uno puede preguntarse, ¿qué es exactamente este ‘pensamiento de la ilustración’ que ha atrapado a la sociedad con consecuencias tan desastrosas? Todo lo que se nos dice es que “la Ilustración es totalitaria”. En efecto, “la Ilustración se comporta hacia las cosas como un dictador hacia los hombres”. “Porque la Ilustración es tan totalitaria como cualquier sistema”.
A pesar del estilo complicado y el pensamiento confuso que plaga este libro, tenemos que felicitar a Adorno y Horkheimer por su claridad en un punto. Han abandonado todo rastro de materialismo histórico, en favor del idealismo más flagrante. Según su cosmovisión, la historia está gobernada por una idea todopoderosa y totalitaria. Esta idea no expresa los intereses de una clase determinada, sino que existe por cuenta propia y tiene el poder de oprimir a la sociedad. El rasgo definitorio de esta idea, se nos dice, es que quiere dominar, controlar y ordenar sistemáticamente los objetos del mundo externo.
Claramente, el ‘pensamiento de la ilustración’ al que se hace referencia aquí es pensamiento sistemático y científico, o lo que se llamó “razón” en el vocabulario filosófico de la Ilustración. Por lo tanto, para la Escuela de Fráncfort, la razón o el pensamiento científico es la fuente de la dominación totalitaria, más que las contradicciones del modo de producción capitalista. Para Adorno y Horkheimer, la razón no es producida por la sociedad en una etapa dada de la historia, sino que es una fuerza supra histórica con poderes especiales, algo con una existencia fuera de la sociedad y el tiempo.
Está muy claro que este es un punto de vista fundamentalmente idealista, que se reduce a esto: todo lo malo del capitalismo, y la razón por la que el socialismo no puede emancipar a la humanidad, se debe al supuesto carácter totalitario del pensamiento científico.
La pregunta que no pueden responder es: ¿de dónde viene esta idea todopoderosa? ¿Cuándo y por qué surgió y esclavizó a la humanidad? No dan ninguna respuesta a esta pregunta decisiva, porque no la consideran importante. Lo más probable, en lo que a ellos concierne, es que incluso plantear tal pregunta sería un pecado del ‘pensamiento de la ilustración’ — es decir, un intento de explicar las cosas de una manera racional y científica.
Según ellos, la Ilustración quiere dominar las cosas, clasificando el conocimiento científicamente. Pero, ¿por qué esto debe conducir de la dominación de las cosas a la dominación del hombre por el hombre, como ellos afirman? Adorno y Horkheimer simplemente afirman que “lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es cómo usarla para dominarla a ella y a otros hombres por completo. Ese es el único objetivo … El poder y el conocimiento son sinónimos”.
Por lo tanto, se afirma, sin ninguna prueba en absoluto, que la Ilustración “domina” las cosas, y por lo tanto, conduce inevitablemente a una sociedad en la que las personas están dominadas. Por supuesto, nunca se especifica qué personas están dominando a qué otras personas. ¿Por qué algunas personas lograron ejercer este poder de la Ilustración, y otras no? Típica del idealismo, su ‘teoría’ es totalmente abstracta, vaga y arbitraria. Habiendo abandonado el materialismo, no tratan con clases concretas que explotan a otras clases para fines definidos, históricamente condicionados. No hay obreros y capitalistas, siervos y señores feudales, o esclavos y dueños de esclavos; en cambio, tenemos al ‘hombre’ abstracto dominando al ‘hombre’ abstracto, todo gracias al poder milagroso de la ‘razón’ abstracta.
La Ilustración
En realidad, la Ilustración se erige como uno de los mayores avances que la humanidad ha hecho jamás — intelectual, política y artísticamente. Lejos de dar paso a una opresión hasta ahora inimaginable, comenzó el proceso de despojarse de la servidumbre, el dogmatismo y el oscurantismo religioso de la sociedad feudal y de la Iglesia. Una galería de héroes del pensamiento y la cultura dio un paso adelante para desarrollar la ciencia y el arte a un nivel sin precedentes y para desafiar los prejuicios y privilegios. Los primeros materialistas de la Ilustración no estaban obsesionados con la ‘dominación’, sino que eran enciclopedistas de mente abierta que intentaban liberar a la humanidad de la superstición.
Lejos de ver esto como una amenaza para la clase obrera, Marx y Engels celebraron este ascenso del pensamiento racional, y el desarrollo de la ciencia y la técnica en las primeras etapas del capitalismo, como un paso cualitativo hacia adelante para la humanidad. Es precisamente aquí donde se encuentra el carácter progresista del capitalismo porque, al desarrollar las fuerzas productivas, sienta las bases para el socialismo. Sin pensamiento científico, el socialismo es imposible. La oposición de la Escuela de Fráncfort a este avance histórico significa la defensa del mismo atraso, ignorancia y oscurantismo que la Iglesia defendió en el tiempo de la Ilustración.
Es cierto que los ideales de libertad y racionalidad de la Ilustración no podían realizarse en ese tiempo. Había una contradicción entre los nobles ideales de los más grandes pensadores de este tiempo y la realidad material de la sociedad capitalista que estaban ayudando a introducir. En manos de la burguesía, la ciencia y la razón se utilizarían para obtener más ganancias y, por lo tanto, para la explotación. Esa comprensión siempre fue parte integral de las ideas de Marx y Engels. Como explicó Engels en Socialismo: Utópico y Científico:
Hoy sabemos ya que ese reino de la razón no era más que el reino idealizado de la burguesía, … ; que la igualdad se redujo a la igualdad burguesa ante la ley; … y que el Estado de la razón, el ‘contrato social’ de Rousseau pisó y solamente podía pisar el terreno de la realidad, convertido en república democrática burguesa. Los grandes pensadores del siglo XVIII, como todos sus predecesores, no podían romper las fronteras que su propia época les trazaba.
No hay nada original en la comprensión de la Escuela de Fráncfort de que ‘la Ilustración’ no liberó a la humanidad de la explotación y la opresión. Pero mientras Marx y Engels entendían que la verdadera base de este fracaso residía en el carácter de clase de la sociedad en ese tiempo, este hecho fue eludido por completo por Adorno y Horkheimer. De hecho, en realidad ellos repitieron el error idealista de muchos pensadores de la Ilustración. Ellos creían que la ‘razón’ es algo con lo que todos los seres humanos están inherentemente dotados, y que por lo tanto, en principio, las ideas de la Ilustración podrían haber sido desarrolladas en cualquier momento de la historia. Del mismo modo, la Escuela de Fráncfort ve la ‘razón’ como un poder independiente y superior a la historia. Pero en lugar del optimismo de los pensadores de la Ilustración, ellos vieron en la razón solo dominación y muerte.
A pesar de la abstracción de estas ideas, no es difícil ver lo que realmente hay detrás de ellas. Son las ideas de los intelectuales pequeñoburgueses desmoralizados, que consideran el desarrollo del capitalismo como nada más que opresión y desastre. Adorno resumió su punto de vista de esta manera:
Ninguna historia universal conduce del salvajismo al humanitarismo, pero sí que hay una que conduce de la honda a la bomba de megatones. Termina en la amenaza total, que la humanidad organizada plantea a los hombres organizados… el espíritu del mundo, un objeto digno de definición, tendría que definirse como una catástrofe permanente.
En sus escritos, habitualmente se remontan a una era anterior de libertad pequeñoburguesa, de ‘autonomía individual’, como la llaman. La producción a gran escala y organizada científicamente aterroriza a esos individuos pequeñoburgueses, al igual que la cultura de masas. Para ellos, es el pensamiento científico, no la clase capitalista, lo que ha arruinado a la sociedad.
Estos intelectuales pequeñoburgueses son impotentes. No tienen control sobre la sociedad capitalista, pero piensan que debieran tenerlo, dado lo educados que se sienten. Al mismo tiempo, sin embargo, son reacios a ponerse al servicio de la única alternativa a los grandes empresarios: la clase obrera organizada. El poder potencial de la clase obrera es aterrador a sus ojos. Los trabajadores aparecen como tontos incultos y obedientes. Desprecian a la clase obrera, a la que ven como cómplice en los crímenes del capitalismo debido a su supuesto ‘conformismo’ ingenuo a la cultura producida en masa por las grandes empresas. Suponen que, si los trabajadores alguna vez toman el poder, esto simplemente significaría una continuación de la misma sociedad opresiva y burocráticamente organizada que ya tenemos — todo porque los trabajadores están atrapados en la mentalidad conformista que la producción científica y la cultura de masas engendran.
En realidad, sin embargo, lo que esta gente refleja es la perspectiva de la pequeña burguesía, una clase en un callejón sin salida histórico, que está exprimida entre los grandes negocios y la clase obrera. Walter Benjamin, un asociado de la Escuela de Fráncfort, admitió esto con candidez: “tarde o temprano, con las clases medias que están siendo destrozadas por la lucha entre el capital y el trabajo, el escritor ‘independiente’ también debe desaparecer”. ¡Eso es lo que más aterroriza a estos caballeros!
La “Racionalidad Técnica” de Marcuse
La Escuela de Fráncfort, y Marcuse en particular, cobraron importancia en la posguerra. Esta fue una ‘edad de oro’ para el capitalismo, un período de crecimiento sin precedentes a medida que las economías capitalistas avanzadas se reconstruían después de la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Este auge sostenido fue posible no solo por la destrucción masiva de la guerra, sino también por las condiciones políticas únicas que produjo el final de la guerra. La ola revolucionaria que arrasó Europa occidental fue traicionada por los dirigentes estalinistas y socialdemócratas, que fueron capaces de contener a la clase obrera con una contrarrevolución en forma democrática. Esta derrota sentó la premisa política para la recuperación y la expansión.
El imperialismo estadounidense emergente también fue capaz de imponer su autoridad en Europa occidental. Temiendo la revolución socialista, ayudaron a reconstruir las economías de Europa devastadas por la guerra. Impusieron el dólar como moneda mundial y desmantelaron las barreras arancelarias del período de entreguerras. Una serie de factores se unieron para producir un auge masivo.
El auge resultante, el más grande en la historia del capitalismo, estableció un equilibrio social (temporal). Como resultado, se otorgaron concesiones significativas a la clase trabajadora, como el estado de bienestar. Estas reformas no fueron entregadas por la buena voluntad de la clase capitalista, sino bajo el impacto de la lucha de clases y el miedo a la URSS.
Estas concesiones fortalecieron masivamente el reformismo, al menos en los países capitalistas avanzados, y por lo tanto, las ilusiones en el capitalismo. Parecía que el capitalismo había superado sus contradicciones y que la lucha de clases había sido negada o atenuada de manera permanente. Las más avanzadas técnicas de producción, como el fordismo (producción industrial altamente organizada, planificada y mecanizada) junto con la regulación estatal, parecían eliminar las crisis capitalistas y la necesidad de la revolución. El nivel de vida estaba aumentando. Hoy era mejor que ayer, y mañana sería mejor aún.
Durante todo este tiempo, la clase dominante suscribió la doctrina del keynesianismo, que predicaba el uso de la intervención estatal en la economía para suavizar las contradicciones del capitalismo. Dado que su uso coincidió con un auge económico y con un período prolongado de relativa paz de clase, parecía como si las políticas keynesianas funcionaran y hubieran perfeccionado el capitalismo, o resuelto sus contradicciones internas.
Este es el contexto en el que las ideas de la Escuela de Fráncfort, de una lucha de clases mitigada y una clase trabajadora estupefacta, realmente se arraigaron entre la intelectualidad. Fue Marcuse quien relacionó más explícitamente el rechazo de la Escuela al materialismo histórico con esta época de auge capitalista. Según él, el carácter opresivo de la Razón se reveló en la posguerra como ‘racionalidad técnica’: “El universo totalitario de la racionalidad técnica es la última transmutación de la idea de la Razón”. Pero, ¿qué es la ‘racionalidad técnica’ y cómo funciona?
Todo lo que se nos dice de esta misteriosa ‘racionalidad técnica’ es que es responsable de lo que Marcuse describe como la “cómoda, suave, razonable y democrática falta de libertad”, que “prevalece en la civilización industrial avanzada, un símbolo de progreso técnico” y que “parece cada vez más capaz de satisfacer las necesidades de los individuos a través de la forma en que está organizada”. En otras palabras, una forma de pensar — ‘racionalidad técnica’ —ha provocado el boom de la posguerra, que a pesar de elevar los niveles de vida y aumentar el tamaño de la clase trabajadora, él ve como algo negativo.
Tan eficaz es la ‘racionalidad técnica’, se nos dice, que las crisis capitalistas son cosa del pasado. Aunque todavía tenemos el capitalismo, las leyes del capitalismo han sido usurpadas por esta nueva organización racional, que es capaz de cumplir con una “promesa de una vida cada vez más cómoda para un número cada vez mayor de personas que”, como resultado, “no pueden imaginar un discurso cualitativamente diferente”.
Según Marcuse,
si el trabajador y su jefe disfrutan del mismo programa de televisión y visitan los mismos lugares de vacaciones, si la mecanórgrafa se maquilla tan atractivamente como la hija de su empleador, si el negro es dueño de un Cadillac, si todos leen el mismo periódico, entonces esta asimilación indica no la desaparición de las clases, sino la medida en que las necesidades y satisfacciones que sirven para la preservación del Establishment son compartidas por la población subyacente.
Aquí vemos los prejuicios reaccionarios de la Escuela de Fráncfort en plena exhibición: suponiendo que los negros generalmente eran dueños de Cadillacs y vivían vidas similares a los miembros de la clase dominante, y que las masas trabajadoras son cómplices en la “preservación del Establishment”.
El error fundamental proviene de la suposición idealista de Marcuse de que la llamada ideología de la “racionalidad técnica” había superado las contradicciones materiales de clase.
A lo que en realidad se refiere la ‘racionalidad técnica’ es a la ideología del keynesianismo y la intervención estatal, que era la doctrina económica predominante en Occidente. Como con todos los intelectuales pequeñoburgueses, Marcuse estaba impresionado por la tendencia intelectual de su época particular. Para Marcuse, la lucha de clases es secundaria al poder de la ‘racionalidad técnica’ (es decir, las políticas keynesianas), que él asumió que simplemente podría seguir funcionando, elevando los niveles de vida y evitando permanentemente crisis de sobreproducción gracias a su suprema racionalidad.
A este respecto, Marcuse y la Escuela de Fráncfort resumen la noción generalizada de que la disponibilidad de tecnología de consumo avanzada para la clase trabajadora, como el Cadillac y los televisores, la deja estupefacta al aceptar su explotación bajo el capitalismo. ¿Si el capitalismo es capaz de hacer tales artículos lo suficientemente asequibles, entonces seguramente nadie querrá derrocarlo? La implicación es que cualquier trabajador que tenga un televisor — o un iPhone — debe estar satisfecho y tener un buen nivel de vida.
Es elemental para cualquier marxista que, por muy fuerte que sea el auge económico, de ninguna manera se eliminan las contradicciones del capitalismo y la lucha de clases. De hecho, fue en el apogeo del auge de la posguerra en 1968 y 1969 que las clases trabajadoras francesas e italianas se levantaron en enormes movimientos revolucionarios, que repercutieron por todo el mundo.
Mientras tanto, el auge estaba preparando una enorme crisis de sobreproducción. Los aumentos perpetuos en los niveles de vida son imposibles bajo el capitalismo, porque el capitalismo no es racional y tiene sus límites. Mientras exista el capitalismo, la producción tendrá lugar para las ganancias de la clase capitalista, y no para satisfacer racionalmente las necesidades de la sociedad en su conjunto. Sin embargo, incluso cuando los niveles de vida aumentan, el mercado está limitado por el hecho de que la clase trabajadora no puede permitirse comprar de nuevo el valor que crea.
Por lo tanto, el mercado finalmente alcanza el límite de su capacidad para absorber todas estas nuevas mercancías. El capitalista elude esta contradicción reinvirtiendo la plusvalía extraída del trabajo no remunerado de la clase obrera. Sin embargo, esto simplemente crea una mayor capacidad productiva y una mayor cantidad de mercancías. Eventualmente, estalla una crisis de sobreproducción.
El auge de la posguerra con el que Marcuse estaba tan impresionado no fue diferente. Cuando ese alza terminó, ¿qué pasó con la ‘racionalidad técnica’ de Marcuse? ¿Qué pasó con la “suave y cómoda falta de libertad” y los “intereses compartidos” de las clases anteriormente antagónicas? Todo esto se evaporó en la depresión de 1974-5 y el calor de la ofensiva capitalista contra la clase obrera.
Es cierto que los trabajadores occidentales retuvieron sus televisores y automóviles, pero en muchos casos no sus trabajos, ya que el desempleo masivo regresó. Los llamados “intereses compartidos” entre los trabajadores y los capitalistas para mantener la ‘racionalidad técnica’ resultaron ser una cruel ilusión, sostenida no tanto por los capitalistas como por los líderes reformistas de la clase obrera y una capa de intelectuales, como Marcuse.
La crisis económica mundial de 1974 no fue prevista por Marcuse, ni por los keynesianos. Solo los marxistas comprendieron la inevitabilidad de tal crisis. Esta crisis llevó al descrédito del keynesianismo y convenció a los capitalistas a recurrir al monetarismo y recobrar las reformas que la clase trabajadora había ganado anteriormente.
Esto, a su vez, produjo una década de intensificación de la lucha de clases entre los años setentas y ochentas. A pesar de sus televisores y reproductores de video, los trabajadores lucharon de manera combativa contra el intento de la clase dominante de hacerlos pagar por la crisis capitalista. Por supuesto, el aumento de los niveles de vida, los bienes de consumo y la cultura burguesa pueden afectar y, por un tiempo, suavizar la conciencia de clase. Pero esto solo puede ser un fenómeno temporal. Cuando el auge termina y comienza una época de crisis, como ocurrió en la década de 1970, la conciencia de clase se fortalece una vez más.
Como un aparte, antes de la huelga de los mineros de 1984-5 en Gran Bretaña, Hobsbawm y otros utilizaron el argumento de que los jóvenes mineros nunca irían a la huelga, ya que tenían hipotecas, reproductores de videos, automóviles, etc. Y sin embargo, cuando llegó el momento, los mineros estuvieron en huelga durante 12 meses en defensa de sus trabajos y comunidades, demostrando que los Hobsbawms y Marcuses estaban equivocados.
Hoy, después de décadas de austeridad, privatizaciones, desregulación, crecientes desigualdades y crisis financieras, por no mencionar la crisis climática que se avecina, la noción de que el capitalismo ha alcanzado una “falta de libertad suave y cómoda” y un “consenso racional” entre las clases, que produce un crecimiento sin fin, está completamente desacreditada.
Desprecio a la clase obrera
Es típico escuchar de la “izquierda” académica que el marxismo es “reduccionista” en lo concerniente a lo económico o de clase. Con esto se quiere decir que Marx parcial y mecánicamente redujo todas las cuestiones sociales y políticas a cuestiones económicas, e ignoró el importante papel de la cultura y la ideología en la historia. Por supuesto, esta es una caricatura falsa del marxismo, como Engels explicó muy claramente:
….Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta –las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas– ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores, en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades (es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil de probar, que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella), acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico. De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado..
Pero a nuestros amigos en la academia no les gusta que los hechos se interpongan en el camino de una buena historia, y por lo tanto prefieren ignorar esto y presentar constantemente el marxismo como “reduccionismo económico”. Sobre la base de esta caricatura, la Escuela de Fráncfort puede entonces presentarse como una ruptura con la “ortodoxia” marxista, con su reconocimiento de la creciente importancia de la cultura, la ideología y la propaganda, que aparentemente sirve para actualizar el marxismo. La verdad es, de hecho, lo contrario: el idealismo de la Escuela de Fráncfort conduce a un rígido “determinismo cultural”. En lugar de tener una teoría integral de la sociedad, se centran exclusivamente en el análisis cultural, que no es más que un ataque apenas velado contra la clase obrera.
Su “análisis cultural” equivale a largas quejas sobre lo horrible y adormecida que es la cultura de masas que suponen que todos los trabajadores aceptan. Adorno y Horkheimer se quejan de que “la impotencia y la flexibilidad de las masas crecen con el aumento cuantitativo de las mercancías que se les permite”; que “las masas engañadas están hoy cautivadas por el mito del éxito, incluso más de lo que lo están los exitosos. Inamovibles, insisten en la misma ideología que los esclaviza”.
Cuando Dialéctica de la Ilustración se volvió a publicar en 1969, Adorno y Horkheimer escribieron un nuevo prefacio en el que afirman que el pronóstico principal del libro — es decir, la idea de que el desarrollo de la conciencia de clase y los levantamientos revolucionarios están descartados — “¡ha sido confirmado abrumadoramente!”. Parecía haberseles escapado, pero en mayo de 1968 (solo un año antes de que se publicaran esas líneas), más de 10 millones de trabajadores franceses se declararon en huelga, tomaron las fábricas y podrían haber derrocado al capitalismo si no hubiera sido por la traición de los líderes estalinistas del Partido Comunista Francés. 1968 y los años siguientes vieron una ola de movimientos radicales y revolucionarios en todo el mundo, y sin embargo, precisamente en este momento estos señores sostuvieron que se había “confirmado abrumadoramente” que la clase obrera había sido corrompida incurablemente por los medios de comunicación y niveles de vida más altos.
Más revelador aún es el trabajo temprano de Horkheimer sobre la conciencia de la clase obrera. En 1927, Horkheimer escribió un artículo titulado La impotencia de la clase obrera alemana. En él argumenta que los trabajadores alemanes no podían hacer una revolución porque su conciencia estaba dividida entre los trabajadores más acomodados (y más conservadores) y los trabajadores empobrecidos, revolucionarios, pero ultraizquierdistas. Más tarde, en 1929, él y Erich Fromm lanzaron un proyecto para investigar el supuesto deseo de la clase obrera alemana de ser dominada por líderes autoritarios. Este ‘proyecto’ adoptó la forma de un cuestionario. Estaban tratando de someter a la clase obrera alemana a una prueba de personalidad para ver si estaban a la altura. La conclusión de este estudio fue, como era de esperar, que los trabajadores alemanes no eran lo suficientemente independientes para emanciparse.
Lo que llama la atención es el hecho de que ambos fueron escritos menos de una década después de la Revolución Alemana de 1918-23, en la que millones de trabajadores lucharon como tigres para derrocar al capitalismo – ¡y estos “marxistas” parecen ser completamente ignorantes de la misma! La clase obrera y los soldados crearon sus propios órganos de democracia directa, los consejos obreros, que se establecieron en todo el país por miles.
De hecho, los trabajadores alemanes habían hecho espontáneamente todo lo necesario para derrocar al capitalismo. El poder estaba en sus manos gracias a su propia iniciativa, organización y conciencia revolucionaria. La única razón por la que no se realizó el derrocamiento del capitalismo fue por la traición consciente de los líderes socialdemócratas, y no por el llamado “conservadurismo” y el “bajo nivel de conciencia” de la clase obrera. Esto, y no el supuesto “conformismo” de la clase obrera, es la única razón por la que el capitalismo todavía existía en Alemania cuando surgió la Escuela de Fráncfort.
Los acontecimientos titánicos de la Revolución Alemana de 1918, la huelga general revolucionaria contra el golpe de estado de Kapp y la situación revolucionaria de 1923, eran seguramente toda la evidencia empírica que los supuestos “marxistas” hubieran necesitado de que los trabajadores alemanes tenían la capacidad de conciencia revolucionaria. Pero en cambio, Horkheimer y Fromm ignoraron estos eventos, metieron un termómetro bajo la lengua de la clase trabajadora y la declararon fatalmente enferma.
En su encuesta de 1929 sobre la mentalidad de los trabajadores alemanes, Horkheimer y Fromm concluyen que los trabajadores son incapaces de pensar independientemente, y en cambio anhelan ser dominados por un líder autoritario. Este fue el momento del ascenso de Hitler, un evento hecho posible gracias al sectarismo de la dirección del Partido Comunista y su teoría del ‘socialfascismo’. No es sorprendente que en este momento, después de la derrota histórica de la Revolución Alemana, la clase obrera alemana estuviera dividida y confundida. Pero, ¿cuáles habrían sido los resultados de la ‘encuesta’ si se hubiera llevado a cabo en 1918, 1920 o 1923, en el apogeo de la ola revolucionaria?
Horkheimer y Fromm no tienen en cuenta estos acontecimientos y sus consecuencias. ¡De hecho, estos llamados ‘marxistas’ nunca mencionan la Revolución Alemana en absoluto! Esta grave omisión no puede atribuirse a una equivocación honesta. Sus puntos de vista eran un reflejo de su desprecio pequeñoburgués por las masas trabajadoras. Ya habían decidido de antemano que los obreros alemanes eran atrasados y reaccionarios.
En realidad, no hay evidencia ninguna de que estos ‘marxistas’ hayan creído en la causa del socialismo y la lucha de clases. Estos primeros artículos y encuestas no eran más que un intento de reunir cuantos ‘hechos’ pudieran para justificar su posición.
Esto no solo desmiente su “marxismo”, sino que también revela la filosofía mecánica y estática que realmente tenían, a pesar de su profesado amor por la ‘dialéctica’. Para ellos, para entender a la clase obrera, no era necesario estudiar su historia, mucho menos participar en ella. En lugar de eso, simplemente les presentas un cuestionario o criticas su gusto por la cultura. Ninguno de los teóricos de la Escuela de Fráncfort prestó la más mínima atención a los acontecimientos reales y la actividad de la clase obrera, incluso cuando estos se desarrollaban delante de sus propias narices.
Esto es típico de la “izquierda académica” en su conjunto, que siempre culpa a la clase trabajadora de que su conciencia es demasiado baja y están demasiado atrasados. Pasan por alto los acontecimientos reales y turbulentos en la lucha de clases con esta ‘explicación’ cultural general de las derrotas de la clase obrera. De esta manera justifican las traiciones pasadas de los líderes estalinistas y socialdemócratas. Esta es la verdadera función de la Escuela de Fráncfort.
A sus ojos, la victoria del fascismo fue un resultado inevitable porque “simplemente toma a las personas por lo que son: hijos genuinos de la cultura de masas estandarizada de hoy a los que se les ha robado en gran medida su autonomía y espontaneidad”. La bancarrota del estalinismo, ligada a su teoría del socialfascismo, y el papel de la socialdemocracia no tienen, para ellos, ninguna consecuencia. De tal ‘Escuela’, no se puede aprender nada.
No son los marxistas los reduccionistas rígidos. Es mucho más rígido ignorar o pasar por alto los acontecimientos reales y, en cambio, buscar explicaciones en la ‘cultura’ abstracta y la ideología, como si la conciencia de los trabajadores siguiera siendo la misma entre la revolución y la derrota.
Para los marxistas académicos, no hay necesidad de entender los complejos acontecimientos de 1918-33 que llevaron al ascenso del nazismo: simplemente declarar estúpida a la clase obrera. Eso es para ellos motivo suficiente para explicar los horrores del fascismo.
Huelga decir que las teorías de la Escuela de Fráncfort no dieron lugar a ninguna actividad política práctica en absoluto: la clase obrera tendría que elevar su conciencia al nivel de nuestros intelectuales de la Escuela de Fráncfort y su ‘inconformismo’ antes de que estos últimos estuvieran dispuestos a levantar un dedo para ayudarla. Marcuse es bastante explícito sobre esta conclusión en su panfleto de 1969 Un Ensayo sobre la Liberación: “la ruptura con el continuo conservador autopropulsado de las necesidades debe preceder a la revolución que va a marcar el comienzo de una sociedad libre”. En total contradicción con el materialismo del marxismo, la Escuela de Fráncfort pensó que las revoluciones solo pueden hacerse una vez que los trabajadores, de alguna manera, ya han elevado su nivel espiritual al del socialismo.
Para el marxismo, el deber supremo es ayudar a elevar la conciencia de la clase obrera a las tareas planteadas por la historia participando con ellos en los acontecimientos. Es elemental que antes de estas experiencias, los trabajadores no tendrán la oportunidad de elevar su conciencia al nivel del socialismo — ya que solo los eventos mismos ayudan a producir tal conciencia. Pero es imposible ayudar a los trabajadores a hacerlo con un desprecio arrogante por ellos — una actitud a la que la Escuela de Fráncfort en su conjunto suscribió muy claramente.
Una ideología pequeñoburguesa
En su origen de clase, sus personalidades y, lo más importante, en la razón misma de la existencia de la Escuela, la ‘teoría crítica’ es la esencia destilada de la pequeña burguesía. La Escuela fue fundada con el objetivo explícito de liberar a sus defensores intelectuales de la influencia de ambas clases contendientes de la sociedad capitalista: la burguesía y el proletariado. Mantener una prístina independencia de la sociedad era considerado por sus miembros como la condición previa para desarrollar tal teoría.
Esto resume la mentalidad del intelectual “radical” pequeñoburgués, que no desea ser molestado en la persecución de su carrera académica por la gente común. A lo largo de sus obras, hay una obsesión constante con la pérdida de la autonomía individual a manos de la mayoría conformista (es decir, la clase trabajadora). Estaban desesperados por mantener su altiva independencia pequeñoburguesa respecto al movimiento obrero. Stuart Jeffries ha escrito una buena biografía de la Escuela, acertadamente titulada Gran Hotel Abismo, que expone a fondo su punto de vista pequeñoburgués. Explica que “nunca sintieron que la interacción personal de los trabajadores y los intelectuales sería beneficiosa para ninguno de ellos”.
Para personas como Adorno y Horkheimer, la participación política de cualquier tipo se consideraba terriblemente vergonzosa. El contacto con la clase obrera se consideraba exclusivamente como una influencia corruptora que debía evitarse a toda costa. Adorno se quejó de que “es difícil incluso firmar declaraciones con las que se simpatiza, porque en su inevitable deseo de tener un impacto político, siempre contienen un elemento de falsedad”. Continuó afirmando que no comprometerse con tales declaraciones políticas es una cuestión moral, “porque significa insistir en la autonomía del propio punto de vista”. Horkheimer se solidarizó valientemente con la negativa de Adorno a poner en práctica las ideas: “¿Es entonces el activismo, especialmente el activismo político, el único medio de realización? Dudo en afirmarlo… La filosofía no debe convertirse en propaganda, ni siquiera con el mejor propósito posible”.
Hubo, sin embargo, una mosca en la sopa para nuestros valientes campeones de la libertad intelectual. ¿Cómo un grupo de intelectuales mantiene completa independencia de la sucia y conformista clase obrera? Incluso ellos deben ser pagados, y ese dinero debe venir de alguna parte. Entonces, ¿de dónde vino la financiación de la Escuela de Fráncfort?
Como tendencia académica, la Escuela de Fráncfort estaba vinculada a una universidad que, a su vez, estaba vinculada al estado burgués. El Institut für Sozialforschung, aunque vinculado a la Universidad de Fráncfort, era autónomo de ella, y estuvo bajo la dirección de Horkheimer durante la mayor parte de su apogeo, gracias al dinero de un millonario simpatizante, Felix Weil.
En 1935, cuando la Escuela se exilió a los Estados Unidos, estuvo dispuesta a restablecer su relación autónoma con una universidad de prestigio, en este caso Columbia. Martin Jay, autor de la biografía más respetada de la Escuela de Fráncfort, escribe que “está muy claro que el Instituto se sentía inseguro en Estados Unidos y deseaba hacer lo menos posible que pusiera en peligro su posición”. Lo hizo, entre otras cosas, editando los artículos de Walter Benjamin “en una dirección menos radical”, cambiando “comunismo” por “las fuerzas constructivas de la humanidad” y “guerra imperialista” fue cambiada por “guerra moderna”. Durante la guerra, Horkheimer insistió en que se eliminaran las palabras “revolución” y “Marx” de todos los artículos que publicaban para no asustar a sus patrocinadores.
En la posguerra, la Escuela dio entrada una nueva generación de académicos. Sin duda, muchos se sintieron atraídos por su reputación de ‘marxista’ o al menos radical. Una de esas figuras fue Jürgen Habermas, quien en su juventud intentó presentar artículos con una posición explícitamente revolucionaria para su publicación por la Escuela. Horkheimer se negó a publicarlos, y estaba claramente muy irritado por la ingenuidad de Habermas al pensar que este era el tipo de cosas que harían: “simplemente no es posible tener admisiones de este tipo en el informe de investigación de un Instituto que existe sobre los fondos públicos de esta sociedad que aprisiona”. La razón específica por la que no se publicaron es aún más reveladora: en ese momento, la Escuela tenía un contrato de investigación con el Ministerio de Defensa alemán (!) y no quería asustarle.
Trabajar para las instituciones militares del estado burgués debe haber sido muy lucrativo, porque parece haber sido un tema central en la Escuela de Fráncfort. Uno de los primeros intelectuales de la Escuela, Henryck Grossman, de hecho participó en las negociaciones de Brest-Litovsk que pusieron fin a la participación de la Rusia revolucionaria en la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, no era parte del equipo de Trotsky ayudando al primer estado obrero del mundo en su lucha contra el imperialismo. Al contrario, preparó informes para el secretario de relaciones exteriores austrohúngaro, el conde Czernin, en su lucha por destruir la Revolución Rusa. Uno podría pensar que entonces habría aprovechado la oportunidad para expiar estos pecados cuando la revolución estalló en Austria un año después, pero “no hay evidencia de que participó” en estos eventos.
Marcuse también trabajó para los militares. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue capaz de aprovechar su reputación como crítico cultural para conseguir un trabajo como analista de inteligencia en la precursora de la CIA, la Oficina de Servicios Estratégicos. Aunque afirmó que esto era para ayudar a derrotar a los nazis, continuó en el papel en el Departamento de Estado de Estados Unidos después de que la guerra terminó, hasta 1951. No es de extrañar que Stuart Jeffries escriba en su biografía de la Escuela que “la Escuela de Fráncfort no era tanto un instituto marxista como una hipocresía organizada, una oveja conservadora con ropa de lobo radical”.
La Escuela de Fráncfort pensó que podían alejarse de la influencia de las diversas clases de la sociedad capitalista, y someterlas a todas a una crítica sin reservas. Pero sus acciones e ideas son testimonio de la imposibilidad de esta fantasía pequeñoburguesa. No podían funcionar en el vacío. La pequeña burguesía está atrapada entre la clase obrera y la burguesía, y debe decidir qué lado apoyar. En la práctica, la Escuela de Fráncfort era parte integral de la sociedad burguesa, a pesar de sus ruidosas quejas al respecto. Esto rápidamente encontró su expresión en sus ideas, que equivalen a poco más que un intento de desacreditar y confundir a la clase obrera.
Precisamente porque la clase obrera es la única que está interesada en hacer avanzar a la humanidad, necesita ideas objetivamente correctas. Las ilusiones y las falsedades no sirven de nada en la lucha para derrocar al capitalismo, que es exactamente por lo que la clase capitalista no escatima gastos en la difusión de sus mentiras y confusiones.
Un buen ejemplo de la difusión de tal confusión es el típico curso de sociología que enseña a los jóvenes estudiantes que la Escuela de Fráncfort es una variedad legítima del marxismo. Desafortunadamente, siempre hay una capa de estudiantes pequeñoburgueses absorbidos por esta tontería, y que desarrollan como resultado un desprecio despectivo por el genuino marxismo revolucionario. Al igual que con la Escuela de Fráncfort, se embarcan en una carrera académica, donde su “radicalismo” sigue siendo meramente verbal. Sus vidas se pasan en las torres de marfil de la academia, produciendo verborrea antimarxista.
Conclusión
Como a Engels le gustaba decir, por la muestra se conoce el paño. Las teorías del marxismo cambiaron el curso de la historia. Las ideas resumidas en El Manifiesto Comunista siguen siendo sorprendentemente precisas hasta el día de hoy, a diferencia de las teorías liberales de sus contemporáneos. Marx y Engels explicaron la verdadera base de la lucha de clases y las crisis periódicas del capitalismo, y anticiparon el desarrollo futuro del sistema capitalista: el ascenso del capital monopolista, el imperialismo y la globalización. Cualquiera que quiera comprender la crisis actual, la creciente desigualdad entre las clases, la polarización política actual e incluso la destrucción del medio ambiente, debe estudiar las ideas de Marx y Engels. Esta es una filosofía verdaderamente dialéctica y revolucionaria: una que explica las principales contradicciones de la sociedad. Marx y Engels no se limitaron a repetir las tendencias de su época, sino que comprendieron cómo se transformaría la sociedad en el futuro.
¿Qué tipo de influencia ha ejercido la ‘teoría crítica’? ¿Cómo se ha utilizado y con qué precisión explicó el desarrollo posterior del capitalismo? La ‘teoría crítica’ ciertamente comenzó haciendo afirmaciones extravagantes. Declaró audazmente que llevaría a la filosofía dialéctica más allá de los dogmas ‘obsoletos’ del marxismo, que debían ser sometidos a su severa ‘crítica’. Insatisfechos con las apariencias, Adorno, Horkheimer y Marcuse revelarían la naturaleza transitoria e incompleta de todo. En lugar de estar satisfechos con las leyes económicas, a las que el marxismo supuestamente había reducido el desarrollo humano, abrirían nuevas visiones de la teoría, finalmente sacando a la luz los supuestos puntos ciegos del marxismo, como la psicología y la cultura de masas. Prometían una ‘teoría crítica’ integral de la sociedad.
¿Cuál fue el resultado? En lugar de una teoría integral, mostraron un completo desconocimiento de las leyes económicas básicas del capitalismo y de los principales acontecimientos de la lucha de clases a lo largo de sus propias vidas. En lugar del ‘reduccionismo económico’, un error del que Marx y Engels nunca fueron culpables, tenemos el reduccionismo cultural, en el que sus pesadillas personales de la cultura preponderante dominan su ‘teoría’ excluyendo todo lo demás. Cientos de años de historia se reducen crudamente a los pecados de la Ilustración en el idealismo más vulgar imaginable.
Para una Escuela que se llama a sí misma ‘teoría crítica’, su idea principal — que la clase obrera no puede liberarse de la sociedad de clases — es, si la inspeccionamos de cerca, altamente acrítica de las tendencias de la época. Su elevación idealista de la ‘Razón’ a un poder suprahistórico que supera la lucha de clases, simplemente repite acríticamente el prejuicio estándar de la clase media de la época, que era que el keynesianismo había resuelto las contradicciones del capitalismo. Ignoraban las contradicciones económicas que se acumulaban en la sociedad. Irónicamente, estos autodenominados ‘dialécticos’ no podían ver más allá de la variedad keynesiana del capitalismo, y mucho menos más allá del capitalismo en su conjunto. Lo ‘crítico’ en la ‘teoría crítica’ no es de tipo dialéctico, sino de tipo coloquial: son críticos solo en el sentido de que simplemente se quejan de todos los aspectos de la sociedad y la cultura modernas. Más que nada, se quejan de que la clase obrera es demasiado conservadora y conformista para sus gustos. La ‘teoría crítica’ es totalmente superficial porque, al ser una variedad de idealismo, se limita a un análisis cultural sin comprensión de la base económica y política de esta cultura, ni de su transitoriedad. A falta de una comprensión histórica seria, produce solo lo que puede describirse como una fraseología vacía.
La noción de que la revolución está, en la época actual, descartada gracias a los últimos dispositivos de los medios de comunicación sale al ruedo rutinariamente cada década como si fuera un nuevo descubrimiento. En una generación, es la televisión; en la siguiente, son las redes sociales. Cada vez que se nos dice que esto significa que la lucha de clases ya no se aplica, que el marxismo está obsoleto. Y cada vez, la lucha de clases vuelve a levantar la cabeza. Hoy, la clase obrera es más numerosa y poderosa que nunca. Una nueva generación se está radicalizando y buscando ideas revolucionarias. El capitalismo es despreciado en todas partes. El llamado “centro” se está derrumbando y la burguesía está perdiendo el control de sus propios partidos tradicionales. Buscaríamos en vano explicaciones o soluciones a todo esto en la Escuela de Fráncfort, que nos proporcionaría solo un desprecio cínico por la clase obrera y la juventud de hoy.
Una vez más, está claro que solo el marxismo proporciona las herramientas para entender estos procesos, y las armas con las que podemos poner fin a la miseria de la sociedad capitalista de una vez por todas. La clase obrera ha demostrado una y otra vez que es la única clase revolucionaria en la sociedad moderna. Solo ella puede sacar a la sociedad de la profunda crisis en la que el capitalismo la ha sumergido hoy. Pero no puede permitirse el lujo del cinismo pequeñoburgués. Necesita dirigentes audaces preparados para hacer sacrificios serios en su lucha por la emancipación. Necesita dirigentes que hayan aprendido las lecciones reales de las revoluciones fallidas, para que podamos ser victoriosos la próxima vez. Necesita el auténtico marxismo.