«Un día vemos las estrellas aquí, y mañana allá: y nuestra mente encuentra algo incongruente en este caos – algo en lo que no puede poner fe, porque cree en el orden y en una ley simple, constante y universal. Inspirada por esta creencia, la mente ha dirigido su reflexión hacia los fenómenos, y ha aprendido sus leyes.
«En otras palabras, ha establecido que el movimiento de los cuerpos celestes se ajusta a una ley universal a partir de la cual puede conocerse y predecirse todo cambio de posición. El caso es el mismo con las influencias que se hacen sentir en la infinita complejidad de la conducta humana.»
Esas sabias palabras de Hegel son una respuesta muy adecuada a quienes afirman que la historia no puede comprenderse, que es una mera aglomeración de accidentes regidos por ninguna ley, por citar las palabras de Arnold Toynbee: «sólo una maldita cosa tras otra».
Las leyes que rigen la historia humana son sin duda más complejas que muchos otros fenómenos naturales. Pero el hecho de que algo sea más complejo no significa en absoluto que sea imposible de comprender. Si así fuera, el progreso de la ciencia se habría detenido hace mucho tiempo.
Hace unos años, participé en un debate sobre Rusia en el Trinity College de Cambridge. Hasta ese momento, había olvidado lo mal que estaban las cosas en las universidades. Inmediatamente observé un hecho interesante sobre la conducta de nuestros intelectuales de clase media. Es el siguiente:
A nadie se le permite hacer ninguna declaración positiva sobre nada. Cada frase debe ir precedida de palabras como: «creo» o «me parece». Me parece que estos señores y señoras académicos serían incapaces de decir siquiera: «Quiero ir al baño», sin expresar antes sus dudas internas sobre el tema.
A primera vista, esto puede parecer simplemente una trivialidad, una especie de tic nervioso o un hábito irritante. Sin embargo, si se analiza más detenidamente, expresa una desviación moral y filosófica muy perniciosa. Lo que quieren decir, aunque no sean conscientes de ello, es que la verdad objetiva no existe.
Esta idea no es nueva. No es moderna, ni siquiera posmoderna. Fue expresada muy bien hace mucho tiempo por el sofista griego Gorgias, quien dijo: «nada existe y, aunque exista, su naturaleza no puede ser comprendida y, aunque pudiera serlo, uno no es capaz de comunicar esa comprensión a otra persona».
Nuestros supuestos amigos posmodernistas no han avanzado ni un solo paso desde entonces. Se limitan a repetir de forma torpe e incoherente las ideas que Gorgias expresó con admirable claridad hace dos siglos y medio.
Los académicos burgueses traducen su ignorancia del latín al griego y lo llaman agnosticismo, que significa precisamente lo mismo: sin conocimiento. Pero los marxistas rechazamos este escepticismo vacío que intenta ocultar su vacuidad tras una espuria fachada de «objetividad».
De hecho, no hay, por definición, absolutamente nada objetivo en el idealismo subjetivo que reduce todo el universo a un Ego misterioso que subordina toda la realidad a su capricho subjetivo.
¿Pueden ser objetivos los historiadores?
Por muy desapasionado y «objetivo» que quiera ser el historiador, es imposible evitar tener algún tipo de punto de vista sobre los acontecimientos descritos. Afirmar lo contrario es intentar defraudar al lector. Los persistentes intentos de los historiadores académicos burgueses de esconderse tras una hipócrita fachada de supuesta objetividad no pueden ocultar el hecho de que en todos los casos están guiados, consciente o inconscientemente, por el deseo de defender el orden social existente y sus valores.
Para demostrar esta afirmación, sólo es necesario echar un vistazo a la montaña de basura que se ha producido en los últimos años para «demostrar» que la Revolución bolchevique fue, en el mejor de los casos, un terrible error, y en el peor, un crimen contra la humanidad.
Apenas es necesario señalar que estos trabajos «científicos» son poco más que burda propaganda, llena de las más flagrantes mentiras y distorsiones, cuya única intención es, citando las palabras de Thomas Carlyle (refiriéndose al tratamiento igualmente calumnioso de Oliver Cromwell por los historiadores contemporáneos), enterrar la Revolución de Octubre «bajo una montaña de perros muertos».
Cuando los marxistas analizamos la sociedad, no pretendemos ser neutrales, sino defender abiertamente la causa de la clase obrera y el socialismo. Sin embargo, el tomar partido no excluye en absoluto la objetividad científica. Un cirujano que participa en una operación delicada también se compromete a salvar la vida de su paciente. No es en absoluto «neutral» en cuanto al resultado. Pero, por esa misma razón, distinguirá con sumo cuidado entre las distintas capas del organismo.
Los auténticos marxistas siempre se esforzarán por obtener el análisis más científicamente exacto de los procesos sociales, con el fin de influir con éxito en el resultado de la lucha de clases. Pero aquí no se trata sólo de una serie de hechos, «uno tras otro», sin más conexión necesaria que un saco de patatas, sino que tratamos de extraer los procesos generales y explicarlos.
Como dijo Hegel en otra obra «Es, en efecto, el deseo de discernimiento racional, y no la ambición de amontonar un mero cúmulo de adquisiciones, lo que debe presuponerse en cada caso como poseedor de la mente del aprendiz en el estudio de la ciencia».
De ello se desprende que el flujo y la dirección de la historia han sido -y son- moldeados por las luchas de las sucesivas clases sociales para dar forma a la sociedad en su propio interés y los conflictos resultantes entre las clases que se derivan de ello.
El Estado y la lucha de clases
La cuestión del Estado siempre ha sido un tema fundamental para los marxistas, ocupando un lugar central en algunos de los textos más importantes del marxismo, como El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Friedrich Engels, y El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de Marx.
La teoría marxista del Estado y del bonapartismo proporciona el método necesario para distinguir entre los diversos regímenes políticos que surgen y desaparecen en el curso de la lucha de clases y, lo que es más importante, nos permite comprender el tumultuoso periodo en el que estamos entrando, como sostiene Ben Gliniecki en su artículo Demagogos y dictadores: ¿Qué es el bonapartismo? Por lo tanto, no nos disculpamos por haber elegido este importante tema como tema central del presente número.
Engels explica que el Estado en todos los periodos normales es un instrumento de opresión de clase controlado por la clase dominante, pero el registro histórico muestra que pueden darse periodos excepcionales en los que la lucha de clases llega a tal punto de estancamiento que el aparato del Estado se eleva por encima de las partes contendientes y gobierna mediante la espada, equilibrandose entre las diferentes clases.
Esta forma de dominio de clase es conocida por los marxistas como bonapartismo, basado en una analogía histórica con el régimen de Napoleón Bonaparte en Francia, pero tiene antecedentes que se remontan mucho más atrás en el tiempo. Mi libro sobre Roma ofrece un breve esbozo del ascenso y caída de la República romana, el auge de la economía esclavista, el declive del campesinado libre y el fenómeno del cesarismo, surgido en ese suelo fértil.
Aunque el cesarismo y el bonapartismo se basaban en dos modos de producción y relaciones de clase completamente diferentes, y por consiguiente tienen muchas diferencias, también muestran similitudes muy llamativas. Por lo tanto, Marx tenía bastante justificación al considerar el cesarismo como un precursor temprano del bonapartismo, y a veces Trotsky utiliza los dos términos indistintamente, como puede verse en su brillante artículo Bonapartismo y fascismo.
El individuo en la historia
Los marxistas rechazan la interpretación de la historia del «gran hombre», que sitúa la fuerza motriz de la historia en las mentes y acciones de ciertos individuos, pero es necesario subrayar que Marx y Engels nunca negaron el papel del individuo en la historia. En La Sagrada Familia, escrito antes de El Manifiesto Comunista, Marx y Engels explicaban que la idea de «Historia», concebida al margen de los hombres y mujeres individuales, no era más que una abstracción vacía:
«La historia no hace nada, ‘no posee una riqueza inmensa’, ‘no libra combates’. Ante todo es el hombre, el hombre real y vivo quien hace todo eso y realiza combates; estemos seguros que no es la historia la que se sirve del hombre como de un medio para realizar -como si ella fuera un personaje particular- sus propios fines; no es más que la actividad del hombre que persigue sus objetivos.»
Pero si los hombres y las mujeres no son marionetas de fuerzas históricas ciegas, tampoco son agentes enteramente libres, capaces de forjar su destino con independencia de las condiciones existentes impuestas por el nivel de desarrollo económico, la ciencia y la técnica, que, en última instancia, determinan si un sistema socioeconómico es viable o no. En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Marx explica:
«Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidos por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.
Lo que hace el marxismo es explicar el papel del individuo como parte de una sociedad determinada, sujeto a ciertas leyes objetivas y, en última instancia, como representante de los intereses de una clase concreta. Las ideas no tienen existencia independiente, ni desarrollo histórico propio. «No es la conciencia la que determina la vida,” escribe Marx en La ideología alemana, «,sino la vida la que determina la conciencia”.
Las ideas y las acciones de las personas están condicionadas por las relaciones sociales, cuyo desarrollo no depende de la voluntad subjetiva de los hombres y las mujeres, sino que tiene lugar según leyes definidas que, en última instancia, reflejan el desarrollo de las fuerzas productivas. Las interrelaciones entre estos factores constituyen un complejo entramado a menudo difícil de ver. El estudio de estas relaciones es la base de la teoría marxista de la historia.
Libre albedrío
Un excelente ejemplo de la forma en que los historiadores burgueses se esconden tras una pretendida «imparcialidad» y «rigor académico» para atacar al marxismo es un libro que salió en 2021 afirmando ofrecer «una nueva ciencia de la historia». Una gran afirmación. Pero al pasar las primeras páginas, uno se acuerda forzosamente del viejo dicho griego:
«La montaña estaba de parto, y Zeus se asustó; pero parió un ratón».
Naturalmente, esta «nueva ciencia de la historia» rechaza todos los planteamientos ‘evolucionistas’ del desarrollo histórico y ataca al materialismo y al marxismo. En su lugar, las relaciones sociales se ordenan «a partir de sus conceptos sobre el orden adecuado de la sociedad»: en otras palabras, por la ‘libre’ elección de las sociedades para decidir todas las cuestiones e ideas.
Todo muy bien. Excepto por una cosa. Como explica Joel Bergman en su artículo ¿Cómo podemos ser libres? Una crítica marxista de El Amanecer de todo, los autores de El amanecer de todo son incapaces de explicar nada, ni siquiera de responder a la pregunta que plantean al principio del libro, porque toman como punto de partida de su investigación lo mismo que necesitan explicar, y rechazan el papel determinante de factores materiales ajenos a la mente.
Siguiendo fielmente la moda posmodernista, intentan utilizar excepciones puntuales para refutar hechos bien establecidos, como el papel de la agricultura en el surgimiento de la sociedad de clases y los Estados. Incluso entonces, sus «excepciones» resultan ser tergiversaciones de los hechos, o incluso refuerzan la posición marxista.
Uno de los prejuicios más arraigados en la mente humana es la idea del libre albedrío, es decir, la noción de que tenemos el control absoluto de nuestros actos. Pero Sigmund Freud explicó hace mucho tiempo que las acciones de los individuos no son producto del libre albedrío, sino que reflejan poderosas fuerzas inconscientes, de las que el individuo no tiene conocimiento y sobre las que no tiene ningún control.
Del mismo modo, los participantes en la historia pueden no ser siempre conscientes de los procesos objetivos que condicionan sus acciones e imponen limitaciones estrictas a su alcance. No son necesariamente conscientes de las fuerzas reales que les impulsan, sino que tratan de racionalizarlas de una forma u otra, pero esas fuerzas existen y tienen una base en el mundo real.
En la Revolución Inglesa del siglo XVII, Oliver Cromwell y los puritanos a los que dirigió a la batalla creían firmemente que estaban luchando por la victoria del Reino de Dios en la Tierra. Sin embargo, la historia posterior muestra que lo que realmente estaban haciendo era derrocar una forma de sociedad que había superado su propósito histórico, despejando así el terreno para la victoria, no del reino ideal de Dios, sino de la avariciosa burguesía.
Del mismo modo, en el siglo XVIII, Maximilien Robespierre y los líderes de la Revolución Francesa lucharon contra la monarquía feudal bajo la bandera de la Razón, pero detrás de los lemas de Libertad, Igualdad y Fraternidad se escondía el cínico afán de lucro de la burguesía francesa que no desempeñó ningún papel en las luchas revolucionarias contra el antiguo régimen, sino que simplemente esperó entre bastidores para recoger los frutos de la victoria.
En ambos casos, quienes llevaron a cabo la revolución estaban inspirados por una visión de futuro. Estaban sinceramente convencidos de aquello por lo que luchaban. Pero su capacidad para alcanzar sus objetivos declarados iba en contra del estado existente de desarrollo de las fuerzas productivas, que inevitablemente conducía -y sólo podía conducir- a la victoria y consolidación de una economía capitalista.
Honoré de Balzac
Un ejemplo interesante de cómo las grandes obras de la literatura pueden tener un significado revolucionario es La comedia humana, una larga serie de novelas del destacado escritor francés del siglo XIX, Honoré de Balzac. Esta importante cuestión es el tema del artículo de Ben Curry, La dialéctica revolucionaria de La comedia humana de Balzac.
Balzac, que era uno de los autores favoritos de Marx, está considerado el padre de la escuela literaria realista y pretendía explícitamente dar una representación completa y viva de todas las «especies sociales» que habitaban el mundo.
Paradójicamente, en sus propias ideas políticas, Balzac era un reaccionario conservador. Pero su valiente honestidad y su absoluta dedicación a la verdad histórica y al realismo le llevaron a escribir obras que exponen brillantemente la podredumbre y degeneración de la vieja nobleza, y la imposibilidad de restaurar el Antiguo Régimen.
También describe el carácter brutal de la sociedad burguesa, que se desarrolla en esta época. Por ello, los personajes que trata más favorablemente son los republicanos y los revolucionarios.
En aquella época, la clase obrera francesa estaba dispersa y sólo empezaba a tomar conciencia de sí misma. En consecuencia, no aparece en la obra de Balzac, salvo como parte de los pobres urbanos. Pero este hecho no quita nada al valor colosal de estas obras, no sólo como excelente literatura, sino como registro veraz del pasado.
La Comedia Humana de Balzac presenta un panorama magistral de la sociedad francesa de 1815 a 1848. Marx y Engels la tenían en gran estima. En palabras de Engels: «He aquí la historia de Francia de 1815 a 1848… ¡Y qué audacia! Qué dialéctica revolucionaria en su justicia poética!».
Hay algunas novelas escritas en nuestros días sobre las que podrían pronunciarse estas palabras. Estoy pensando en El hombre que amaba a los perros, del destacado novelista cubano Leonardo Padura, que ofrece un relato fascinante de los últimos años de Trotsky y su asesinato, o en la maravillosa serie de novelas del difunto Gore Vidal sobre la historia estadounidense después de la Revolución, especialmente su obra maestra, Lincoln.
Hay, sin duda, otras honrosas excepciones a la regla. Pero en general, está claro que en la época de la decadencia senil del capitalismo, el burgués es incapaz de elevarse a las alturas de un Balzac o un Dickens, por no hablar de un Dante o un Shakespeare. Tendremos que esperar a que una nueva sociedad nos libere de la esclavitud, no sólo económica y social, sino también intelectual y espiritual.
Londres, 26 de mayo de 2023