Nunca ha habido un momento más propicio o importante para publicar el folleto clásico de Marx sobre las lecciones de la Comuna de París, La guerra civil en Francia. Hoy, 150 años desde el nacimiento de la Comuna, millones de trabajadores se alzan contra la injusticia y la inhumanidad del sistema capitalista. En este período tan crítico de lucha de clases, es vital que la clase trabajadora conozca y comprenda su propia historia.
La Guerra Civil en Francia es una serie de discursos del Consejo General de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), redactados por Marx, que comienzan en julio de 1870 con el inicio de la Guerra Franco-Prusiana y terminan en mayo de 1871 con su defensa de la Comuna de París, que en ese momento estaba siendo violentamente aplastada. Es una aplicación magistral del método marxista a las cuestiones de la guerra, la revolución y el Estado y debe ser lectura obligatoria para cualquier socialista.
Sin embargo, el hecho de que los discursos de Marx fueron redactados y pronunciados en medio de los mismos acontecimientos significó que gran parte del trasfondo histórico y los acontecimientos específicos de la Comuna quedaran fuera. Por lo tanto, la intención de esta introducción es proporcionar algunos de estos detalles, junto con otras perspectivas proporcionadas en las cartas de Marx de la época, de modo que el lector moderno pueda aprovechar al máximo este texto clásico.
El ascenso y la caída del Segundo Imperio
A menudo se considera a Francia como el arquetipo del país «republicano», pero este no era el caso hace 150 años. De hecho, el pueblo de Francia pasó la mayor parte del siglo XIX viviendo bajo el régimen de tres reyes y dos Bonapartes.
En febrero de 1848 las masas, y el proletariado parisino, en particular, se alzaron y derrocaron a la “monarquía burguesa”[1] del rey Luis Felipe I. Pero una vez conquistada la República, los trabajadores no se limitaron sólo a reivindicaciones democráticas. Como sucedió con los Cartistas británicos en la misma época, detrás de las aspiraciones democráticas de los trabajadores se hallaban demandas sociales y de clase: el deseo de un nuevo orden social con la república como medio para conseguirlo. Por otro lado, ningún sector de la sociedad se opuso más a la república democrática que la gran burguesía, que se unió a las dos facciones monárquicas rivales, los partidarios «legitimistas» de la antigua dinastía borbónica y los defensores «orleanistas» de Luis Felipe. Esta contradicción en el seno de la república produciría una lucha intensa y amarga, que dejaría su huella en los acontecimientos de 1870-71.
La nueva república de 1848 anunció su llegada con una masacre de los trabajadores parisinos más radicales en junio de ese año. Pero, incluso, eso no fue suficiente para satisfacer a la clase dominante. En menos de cuatro años, la república fue disuelta por un golpe militar el 2 de diciembre de 1851, llevado a cabo por su propio presidente, Luis Bonaparte, sobrino de Napoleón Bonaparte. Después de cuatro años de luchas y conflictos, los terratenientes, patrones industriales y estafadores financieros clamaban, sobre todo, por “orden” y estaban más que dispuestos a sacrificar a la república burguesa a cambio de paz y ganancias. Como explicó Marx en su obra clásica sobre el nacimiento del Segundo Imperio, El 18 Brumario de Luis Bonaparte:
“Por tanto cuando la burguesía… confiesa que su propio interés le ordena esquivar el peligro de su Gobierno propio, que para poder imponer la tranquilidad en el país tiene que imponérsela ante todo a su parlamento burgués, que para mantener intacto su poder social tiene que quebrantar su poder político… ”[2]
Con la sangre de miles de trabajadores, la burguesía había comprado 18 años de paz social bajo Bonaparte. Pero incluso en este período de reacción, la revolución se expandía subterráneamente. El auge capitalista que le siguió al establecimiento del Segundo Imperio inevitablemente fortaleció las bases de la clase obrera y, cuando una nueva generación de trabajadores comenzó a tensar las relaciones contra el yugo bonapartista, recurrieron a ideas revolucionarias, incluidas las de la AIT, que en Francia contenía tendencias tanto proudhonistas (una forma de anarquismo) como lo que hoy llamaríamos marxistas.
En 1869 los trabajadores empezaron a moverse de nuevo y el Imperio, aparentemente tan poderoso con su gigantesco ejército, su policía y burocracia, se encontró suspendido sobre una olla hirviendo. Enfrentado a la misma disyuntiva que todos los demás regímenes, reprimir o dar concesiones, el gobierno intentó primero reprimir a los trabajadores y luego apaciguarlos. Ambos solo envalentonaron a las masas. Se convocaron a elecciones para mayo de 1869, que ofrecían la posibilidad de elegir entre el régimen y una oposición dócil. El gobierno solo recibió el 55 % de los votos, concentrados masivamente en las zonas rurales más atrasadas del país. La oposición, duplicó con creces sus votos y París eligió por abrumadora mayoría a los candidatos republicanos.
Percibiendo debilidad, los trabajadores pasaron a la ofensiva. Las multitudes se reunieron en París, cantando el himno de la Gran Revolución Francesa, La Marsellesa. Después de que el primo del emperador disparara y matara a un periodista, Víctor Noir, en enero de 1870, las masas parisinas respondieron con una enorme manifestación de 200.000 personas. La autoridad del Emperador estaba hecha añicos. Obligado a ofrecer el espectro de la reforma para preparar la bota de la reacción, Bonaparte convocó un plebiscito, efectivamente un voto de confianza, en el que se pedía a los votantes que respaldaran las reformas “liberales” del régimen o las rechazaran. Al mismo tiempo, conocidos miembros de la AIT fueron arrestados para restringir su creciente influencia entre la clase obrera.
A primera vista, el plebiscito de mayo de 1870 dio a Bonaparte una contundente victoria, con el 82,7 % de los votos a su favor. Como en 1869, el régimen había contado con el apoyo de las masas rurales, mientras que París votó abrumadoramente «no» o se abstuvo. Pero aún en medio de las celebraciones en el Palacio de las Tullerías y en la Bolsa de París, se vislumbraban los contornos de la futura crisis. Tan solo cuatro meses después, el Segundo Imperio ya no existía.
No es la primera ni la última vez en la historia que se recurre al chovinismo nacional y a la guerra como medio para reunir apoyo en torno al Estado. Bonaparte esperaba que lanzando a Francia a una guerra con Prusia por el dominio de Europa, lograría exorcizar el fantasma de 1848, que se cernía sobre la nación. Como señala Marx: «El complot de guerra de julio de 1870 no es más que una edición corregida y aumentada del coup d’état de diciembre de 1851″[3]. Pero fue precisamente esta aventura la que acabaría con el Imperio para siempre.
El emperador francés declaró la guerra el 19 de julio de 1870. Ambos bandos movilizaron rápidamente cientos de miles de tropas y se lanzaron a una carnicería inútil. Los ejércitos franceses, desbordados y superados tácticamente, sufrieron una serie de sangrientas derrotas. El 18 de agosto, el ejército francés del Rin al mando del general Bazaine se retiró a Metz, que fue sitiada por los prusianos.
El proyecto de Bonaparte de invadir Alemania era inútil y, sin embargo, sus generales continuaron arrojándose a las trampas que les tendían. En realidad, preferían la perspectiva de la derrota frente a un enemigo extranjero que a la revolución en casa. Un testigo presencial de la Comuna, Lissagaray, escribe en su Historia de la Comuna de París de 1871 que el ministro bonapartista, Palikao, había escrito al jefe de las fuerzas francesas, Marshall MacMahon, el 27 de agosto, diciendo: «Si abandonáis a Bazaine, estalla la revolución en París»[4]. El emperador dirigió al ejército en un intento por rescatar a Bazaine. El 1 de septiembre de 1870 fue capturado en Sedán, rodeado por 200.000 soldados prusianos. Después de perder a más de 17.000 de sus hombres tratando de romper el cerco prusiano, el 2 de septiembre, Bonaparte, junto con todo su ejército, se rindió al líder prusiano Bismarck.
Ante la noticia de la derrota en Sedan y de la captura del Emperador, la clase dominante comenzó a conspirar para sustituir el Imperio por una monarquía constitucional. Los republicanos burgueses, en cambio, no podían pensar en otra cosa que en el mantenimiento del orden. En respuesta a los manifestantes parisinos que exigían una república, el “radical” Leon Gambetta anunció: “Están equivocados; debemos permanecer unidos; no hagan ninguna revolución»[5]. Pero sus súplicas cayeron en saco roto. En la mañana del 4 de septiembre, los obreros se reunieron en sus batallones de la Guardia Nacional (una milicia organizada por primera vez en 1789 con fines policiales y de reserva militar), entraron por la fuerza en el Cuerpo Legislativo, desalojaron de la sala a los diputados de la ahora desaparecida Asamblea y obligaron al mismo Gambetta a declarar la abolición del Imperio.
En el Hôtel de Ville (ayuntamiento), los diputados parisinos proclamaron una nueva república y se anunciaron como el nuevo “Gobierno de Defensa Nacional” bajo la presión de las masas. Así nació la Tercera República Francesa: una revolución democrático burguesa llevada a cabo desafiando a la propia burguesía. De un solo empujón, los trabajadores habían establecido la República, pero confiaron su defensa a “una camarilla de abogados arribistas”[6], cuyo mandato no consistía más que en representar a París en un parlamento bonapartista.
El asedio de París
Cabe preguntarse por qué, habiendo derrocado el Imperio con sus propias fuerzas, los obreros se dejaron engañar por una «camarilla» tan hipócrita e inútil como la de Gambetta, aplaudiendo incluso los nombres mientras se leían en el Hôtel de Ville. Esto puede parecer aún más desconcertante si se consideran los acontecimientos revolucionarios que estaban por venir. Pero lo que demuestra esta aparente contradicción es precisamente la naturaleza contradictoria de la conciencia misma. Como explica Trotsky en su obra maestra, La Historia de la Revolución Rusa, “Los rápidos cambios de opinión y de estado de ánimo de las masas en una época revolucionaria no se derivan de la flexibilidad y movilidad de la mente del hombre, sino todo lo contrario, de su profundo conservadurismo»[7]. Las masas solo tomarán el peligroso camino de la revolución cuando la imposibilidad de continuar con la situación actual se convierta en un hecho innegable, pero aún así no necesariamente se levantan con un plan claro del camino a seguir.
Las masas rusas se levantaron en febrero (marzo en nuestro calendario) de 1917 y derrocaron el despotismo secular del zar en cuestión de días. Su poder era irresistible. Y, sin embargo, el poder cayó en el regazo de un «Gobierno Provisional», una camarilla quizás incluso más heterogénea que la del Gobierno de Defensa Nacional en 1870. En Rusia, como en Francia, los trabajadores, aunque triunfantes, asumieron naturalmente que el poder debía caer en sus “superiores”: los famosos hombres de la política que los habían representado en el pasado. Después de todo, esta opinión se ve reforzada en tiempos normales, por décadas de experiencia en todos los países. Pero las masas no dan a sus líderes cheques en blanco; la dolorosa experiencia enseña a las masas a conocer su propia fuerza, y a poner a prueba y descartar a los líderes y partidos que obstruyen su camino.
Los obreros de París aplaudieron al Gobierno de Defensa Nacional porque veían en él el único medio disponible para repeler a los prusianos. Incluso los revolucionarios más empedernidos se dejaron embriagar con este ambiente de «defensa nacional». La sección local de la AIT envió delegados al Hôtel de Ville, ofreciendo su apoyo en la organización de la defensa. Auguste Serraillier, un obrero internacionalista de París, le escribió a Marx, indignado por esta capitulación al ambiente «ultrachovinista», explicando: «Cuando expreso mi indignación por su conducta, me dicen que, si hablaran de otra manera, me mandarían a paseo!»[8]
Un observador de la época, si sólo tuviera en cuenta el estado de ánimo superficial de la sociedad, podría haber descartado a los obreros parisinos como demasiado «cooptados» por las ilusiones chovinistas como para llevar a cabo una revolución, como hacen hoy muchos comentaristas «de izquierdas». Y sin embargo fueron los mismos trabajadores que tan solo seis meses después eligieron a extranjeros para la Comuna, declarando que “la bandera de la Comuna es la bandera de la República mundial”[9], y que se animaron a derribar la columna Vendôme (un monumento dedicado a las conquistas de Napoleón). A partir de los acontecimientos, las ilusiones de las masas se transformarían en su contrario.
Para el obrero parisino, una guerra de rapiña emprendida por su propio opresor no representaba más que un reforzamiento de su propia opresión en el caso de una victoria, y una intensificación de su sufrimiento en el caso de una derrota. Pero la capitulación de Bonaparte, la abolición del Imperio y la intención de Bismarck de transformar una guerra de defensa en una guerra de saqueo contra el pueblo francés cambiaron todo esto. Aunque de manera confusa y entremezclada con el chovinismo nacional, omnipresente en la sociedad burguesa, el obrero vio la continuación de la guerra como la defensa no solo de Francia sino de la República. Y lo que es más importante, detrás de la República no se encuentra sólo un ideal político, sino los medios para llevar a cabo sus propios intereses de clase. En resumen, los que los trabajadores perseguían inconscientemente era una república obrera, que estaban dispuestos a defender contra todos los contendientes. Y tendrían que hacerlo.
Ni Bismarck ni la clase dominante francesa tenían interés alguno en preservar la República del 4 de septiembre de 1870. Para Bismarck, la presencia de una república democrática en su frontera occidental no era más que un ejemplo para las masas alemanas oprimidas, particularmente los obreros, que organizaron manifestaciones en Berlín contra la continuación de la guerra y por el reconocimiento de la República. Para los capitalistas franceses de todos los matices, una república con los trabajadores de París a la cabeza era un anatema, como lo había sido en 1848. Una monarquía al estilo del Estado británico proporcionaba una cobertura política mucho mejor para el dominio de la burguesía.
Mientras tanto, los republicanos burgueses, que se habían visto obligados a tomar las riendas del Estado para evitar que cayeran en manos de los obreros, declararon públicamente que “no cederían ni una pulgada de nuestros territorios ni una piedra de nuestras fortalezas”[10]. La Guardia Nacional de París, de composición abrumadoramente proletaria y pequeño-burguesa (pequeños empresarios como comerciantes, artesanos, etc.), respondió con entusiasmo a la convocatoria. El 14 de septiembre, cuando el general Trochu, un bonapartista al mando de los ejércitos de la República, pasó revista de la Guardia Nacional en París, se reunieron 250.000 hombres. Pero en pocos días, este Gobierno de Defensa Nacional se mostró como un “gobierno de la traición nacional”[11], como dijo Marx.
A pesar de disponer de una fuerza potencial de 500.000 hombres, armados con cientos de piezas de artillería y fusiles superiores a los del enemigo, el Gobierno de Defensa Nacional desaprovechó todas las oportunidades para rechazar la invasión prusiana. Esto no fue un accidente. Como explica Marx, “París armada era la revolución armada. El triunfo de París sobre el agresor prusiano habría sido una victoria del obrero francés sobre el capitalista francés y sus parásitos estatales [12]. Este hecho fue reconocido por el propio Trochu, que respondió a los llamamientos de Fevre exigiendo medidas ofensivas más serias que “a llevaría agua al molino de la demagogia parisina”[13]. Bismarck logró cercar París y comenzó el asedio el 20 de septiembre de 1871.
Mientras tanto, en contraste con la parálisis del gobierno, los trabajadores parisinos habían comenzado a crear sus propios órganos para la defensa de la ciudad. Desde el 4 de septiembre, se celebraron asambleas públicas en cada distrito de la ciudad. A instancias de los oradores revolucionarios, incluidos los de la AIT, estas asambleas eligieron un «Comité de Vigilancia» local, y enviaron cuatro delegados cada uno a un «Comité Central de los veinte distritos». Este comité, compuesto en gran parte por obreros y revolucionarios conocidos, se estableció en la sede de la AIT y de la Federación de Sindicatos en la plaza de la Corderie. Era, de hecho, el embrión de un gobierno obrero, similar a los soviets creados por los trabajadores rusos en 1905 y de nuevo en 1917.
El Comité Central se contrapuso inmediatamente al Gobierno Nacional. El 4 de septiembre, día de la constitución del gobierno, el Comité emitió un manifiesto con las siguientes exigencias: “la elección de los municipales, que se pusiese la policía en manos del comité; la elección y la responsabilidad de todos los magistrados; la libertad absoluta de prensa, de reunión, de asociación; la expropiación de todos los productos de primera necesidad; el racionamiento; que se armase a todos los ciudadanos; envío de comisiarios para conseguir el levantamiento de las provincias”[14]. Pero estas demandas, que finalmente se materializaron en marzo, aún no contaban con el apoyo de las más amplias masas, más allá de la vanguardia de la clase obrera. Lissagaray escribe: “Pero París empezaba apenas a gastar su provisión de confianza, y los periódicos burgueses gritaban: “¡Al prusiano!”, el gran recurso del que no quería razonar» [15].
A medida que la incapacidad del Gobierno Nacional para romper el asedio prusiano se hacía cada vez más evidente, comenzó a circular la idea de resucitar la Comuna de París de 1792 como un medio para salvar a la ciudad. La Comuna original había sido esencialmente un consejo de la ciudad, con representantes elegidos por los distintos distritos de la ciudad. La razón por la que las capas más radicales buscaban la salvación en la Comuna es que durante la Gran Revolución de 1789-94, la Comuna estuvo dominada por los jacobinos más duros y desempeñó un papel central en la caída de la Monarquía y el establecimiento de la Convención Jacobina. Fue suprimida en 1795, tras la caída de Robespierre y la instalación del Directorio contrarrevolucionario.
Los Comuneros esperaban que al entregar la gestión de la ciudad al pueblo, la Comuna no solo garantizaría una resistencia más efectiva al asedio, sino que también proporcionaría un medio para presionar e incluso romper con el Gobierno Nacional. Su oportunidad llegó antes de lo que pensaban. El 31 de octubre, el pueblo de París se despertó con la noticia de que Bazaine se había rendido en Metz junto con todo su ejército, mientras que el líder orleanista, Adolphe Thiers, había sido enviado a negociar un armisticio. Esa tarde, París estalló con manifestaciones que exigían: «¡Nada de armisticios!» Y «¡Muera Trochu!»[16] Al igual que el 4 de septiembre, una multitud irrumpió en el Hôtel de Ville gritando: «¡Viva la Comuna!» Una vez más, el poder pendía de un hilo.
Un miembro del Comité Central de los veinte distritos subió rápidamente a una mesa y anunció la abolición del gobierno y se nombró una comisión para organizar nuevas elecciones. Las tropas de la Guardia Nacional que fueron conducidas al Hôtel de Ville para sofocar la insurrección levantaron la culata de sus rifles para indicar que no dispararían. Jules Ferry, miembro del Gobierno Nacional recuerda que en ese momento “la población parisiense era, de lo más alto a los más bajo de la escala, absolutamente hostil a nosotros. Todo el mundo decía que merecíamos ser destituidos» [17]. Y, sin embargo, al día siguiente, Ferry, Trochu y el resto del gobierno estaban a salvo en el poder.
En ese momento, el estado de ánimo de las masas parisinas se había vuelto extremadamente amargo en relación al gobierno, pero aún no se habían recurrido a los revolucionarios, a figuras como Auguste Blanqui, para que las dirigieran. A medida que avanzaba el día, los batallones más revolucionarios de la Guardia Nacional, asumiendo que la victoria ya estaba ganada, abandonaron el Hôtel de Ville sin instrucciones. Mientras tanto, los batallones más conservadores se unieron a Trochu, habiendo sido informados de que una banda de notorios revolucionarios con Blanqui a la cabeza había tomado prisionero al gobierno. Esa noche, las fuerzas del orden lograron retomar el Hôtel de Ville y arrestaron a Blanqui, casi sin resistencia. La primera insurrección de la Comuna, prematura y no planificada, había fracasado.
En las elecciones municipales que siguieron, la mayoría de los distritos eligieron alcaldes que apoyaban al Gobierno. Los revolucionarios, «faltos de cuadros, de método, de organizadores» [18], fueron marginados en todos los distritos excepto en los más pobres y militantes. Los comuneros elegidos en los distritos 19 y 20 no pudieron ocupar sus escaños porque el Gobierno había emitido una orden de arresto contra ellos. Los revolucionarios más conocidos se vieron obligados a ocultarse.
Los meses de invierno se cobraron un alto precio para los habitantes de la ciudad asediada, especialmente para los pobres. Lissagaray pinta una imagen desgarradora del sufrimiento:
“ El hambre picaba cada vez más. La carne de caballo era ya una gollería. La gente devoraba perros, ratas y ratones. Las mujeres, con un frío de 17 grados bajo cero, o entre el barro del deshielo, esperaban horas enteras una ración de náufrago. En vez de pan, una masa negra que retorcía las tripas. Las criaturitas se morían sobre el seno exhausto. La leña valía a peso de oro. El pobre no tenía para calentarse más que los despachos de Gambetta anunciando los éxitos conseguidos en provincias. A fines de diciembre, se encendieron los ojos, agrandados por las privaciones. ¿Iban a sucumbir con las armas intactas?” [19]
El 6 de enero, el Comité Central Republicano de los veinte distritos se reunió para discutir cómo responder a la terrible situación. Emitieron un comunicado denunciando el papel traicionero del gobierno en los términos más enérgicos: “Al pueblo de París, los delegados de los veinte distritos de París. ¿Ha cumplido con su misión el gobierno que se ha encargado de la defensa nacional?… No» [20]. Después de una explicación detallada del fracaso del gobierno en el manejo de la guerra, llegó a la conclusión: “Si a los hombres del ‘Hôtel de Ville todavía les queda algo de patriotismo dentro de ellos, entonces su deber es renunciar y dejar que el pueblo de París se haga cargo de su propia liberación». Se esbozó un programa de acción alternativo: “La población de París nunca aceptará esta vergüenza y esta miseria. Saben que todavía hay tiempo, que medidas decisivas permitirían que los trabajadores vivan y que todos se sumen a la batalla. REQUISA GENERAL – RACIONES GRATUITAS – ATAQUE MASIVO”. La declaración insurreccional finalizó con un grito de guerra: “Abran paso al pueblo, abran paso a la Comuna”. La declaración, en papel rojo y firmada por 140 delegados, fue pegada en las paredes de París en la madrugada del 7 de enero. El Cartel Rojo aún no conducía a la declaración real de la Comuna, pero presagiaba claramente los acontecimientos del 18 de marzo.
Finalmente, con la esperanza de haber logrado someter a través del hambre a los trabajadores republicanos, el Gobierno de Defensa Nacional logró lo que siempre había buscado. El 27 de enero de 1871, Jules Favre entregó París a Bismark con la condición de que los fuertes fueran desarmados, París pagaría 200 millones de francos en dos semanas y se elegiría una asamblea para llevar a cabo las negociaciones de paz lo antes posible. La guerra con Prusia estaba llegando a su fin; la guerra civil estaba a punto de comenzar.
Doble poder
Bajo la dirección de Bismarck, Francia acudió a las urnas el 8 de febrero. El resultado de estas elecciones legislativas bajo la Tercera República, fue una amplia mayoría en favor de los dos partidos monárquicos, que a pesar de no estar de acuerdo sobre qué monarca debía gobernarlos, habían formado un frente unido de reacción con el clero. Utilizando hábilmente la demanda de paz a toda costa, los monárquicos obtuvieron el 62 % de los votos, abrumadoramente entre el campesinado, y 396 de los 638 escaños. Los republicanos se encontraban en minoría en su propia república pero en mayoría en las ciudades. París votó abrumadoramente por los candidatos republicanos, y el futuro líder de la Comuna, Louis Delescluze, recibió 154.000 votos. La división de clases en el país no podría haberse cristalizado de manera más clara. Esta escisión, expresada geográficamente en la oposición entre la Asamblea Legislativa de Burdeos y el París republicano, no tardaría en estallar en una guerra civil.
Los temores de los obreros por el futuro de la República, y por el suyo propio, fueron completamente confirmados por la alianza de “nobles de colas, grandes boyeros y lobos cervales de la industria” [21] que formaban los llamados “Rurales” en la Asamblea. Thiers, el jefe de los orleanistas (la mayor facción monárquica), se convirtió en el jefe del gobierno, mientras que los discursos republicanos en la asamblea fueron ahogados por los clamores de «¡Viva el Rey!» Los periódicos republicanos fueron censurados. La Asamblea incluso aprobó una resolución en la que se declaraba que París dejara de ser la capital del país, que en cambio debería ser Versalles. Thiers puso a la Guardia Nacional, todavía armada, bajo el mando del general bonapartista D’Aurelles. La Guardia Nacional proletaria debía ser desarmada, por la fuerza si era necesario; era evidente que se estaba preparando una masacre como la de junio de 1848.
Como ha sucedido a menudo en la historia, el látigo de la contrarrevolución sirvió para impulsar la revolución. Las amenazas vacías de los Rurales solo fortalecieron la determinación de los trabajadores y sirvieron para unir junto a ellos a los sectores radicales de la pequeña burguesía. La Guardia Nacional de París, que no era otra cosa que los masas obreras y pequeñoburguesas armadas, decidió formar una confederación a partir de sus batallones, dirigida por un Comité Central elegido entre sus filas. El 24 de febrero, 2.000 delegados se reunieron para elegir su dirección. Eugene Varlin, miembro de la AIT, propuso las siguientes resoluciones: que la Guardia Nacional solo reconozca a los líderes electos por ella misma, y que la Guardia Nacional proteste “contra cualquier intento de desarme, y declara que se resistirá a ello, incluso por la fuerza de las armas” [22]. Ambas fueron aprobadas por unanimidad.
A partir de ese momento, en Francia coexisten dos poderes. La Asamblea de Versalles, que había concertado la paz con los prusianos el 26 de febrero a cambio de la región de Alsacia-Lorena y reparaciones de 5.000 millones de francos, seguía ensañándose con París. Los Rurales propusieron suspender el pago de la Guardia Nacional y terminar con todo alivio de la deuda de los pobres, pero sus mandatos fueron ampliamente ignorados. La Guardia Nacional realizó manifestaciones armadas con impunidad. El 3 de marzo, el ministro del Interior, Picard, hizo un llamamiento a “todos los buenos ciudadanos a ahogar sus culpables manifestaciones” [23], pero nadie respondió al llamado. Privados de publicaciones legales, los revolucionarios cubrieron la ciudad con carteles, que fueron leídos con avidez y protegidos por las masas.
La Guardia Nacional, el pueblo armado, era ahora el poder de facto en París, y la Guardia Nacional respondía solo a sus comités electos y al Comité Central a su cabeza. Tal situación de doble poder no puede durar indefinidamente. Ninguna nación puede tener efectivamente dos Estados dirigidos por dos clases diferentes al mismo tiempo; uno debe conquistar al otro. O los “versalleses” (las fuerzas del gobierno nacional con sede en Versalles) aplastarían a París o los obreros parisinos aplastarían a Versalles. De este conflicto nació la Comuna.
El nacimiento de la Comuna
Los trabajadores de París efectivamente tenían el poder en sus manos, pero no sabían qué hacer con él. Aún no habían decidido romper completamente con Versalles, pero tampoco tenían intención de renunciar a las armas. Mientras tanto, Thiers se preparaba para dar lo que esperaba fuera un golpe decisivo. Nombró a otro general bonapartista, Vinoy, para que preparara una fuerza capaz de desarmar París. El problema era que no existía tal fuerza.
La captura de gran parte del ejército regular por parte de los prusianos, junto con el nivel general de desmoralización, había dejado a Vinoy con no más de 25.000 soldados, ya “a punto de amotinarse” [24]. Con tal fuerza, sólo podía intentar desarmar a la Guardia Nacional bajo el amparo de la oscuridad, como un ladrón en la noche. En la madrugada del 18 de marzo hizo su jugada.
A partir de las tres de la madrugada, varias columnas marcharon hacia puntos estratégicos de la ciudad con el objetivo de capturar y llevarse los cañones que estaban en posesión de la Guardia Nacional desde el asedio. Alcanzaron sus objetivos casi sin resistencia. En la Torre de Solferino los invasores fueron detenidos por un solo centinela, que fue abatido, la primera víctima de la guerra civil. Los versalleses se creyeron victoriosos. Inmediatamente se colocaron carteles anunciando el golpe:
“Habitantes de París, en vuestro interés, el gobierno está resuelto a actuar. Que los buenos ciudadanos se separen de los malos; que ayuden a la fuerza pública. Con eso, prestarán un servicio a la propia República… Los culpables serán entregados a la justicia. Es preciso, a toda costa, que renazca el orden, íntegro, inmediato, inalterable… ” [25].
Desafortunadamente para ellos, en uno de los pequeños pero trascendentales accidentes que marcan la historia, se habían olvidado de traer caballos para llevarse los cañones. Durante varias horas los campeones del orden esperaron la llegada de sus caballos, mientras el proletariado parisino comenzaba a agitarse.
Las primeras en levantarse fueron las mujeres. Al ver a los soldados, las mujeres trabajadoras de París se amontonaron, increpando a las tropas: “¡Es indigno!; ¿Qué hacéis ahí?» [26] Las tropas regulares permanecieron en silencio mientras sus oficiales intentan en vano dispersar a la multitud. Finalmente, a la llamada de las mujeres, la Guardia Nacional se reunió y comenzó a marchar hacia donde se encontraban los cañones. Fraternizando con las tropas regulares se les permitió pasar. En Montmartre, el oficial al mando, Lecomte, ordenó a sus tropas que dispararan. La multitud avanzó pero las tropas no dispararon. Les ordenó que dispararan una y otra vez, pero a la tercera orden sus tropas se volvieron y lo arrestaron. Esta escena se repitió en todos los puntos. En todas partes las tropas fraternizaron y se unieron a la revolución. A las 11 en punto, el pueblo volvía a tener el control total de la ciudad y las fuerzas del “Orden” estaban en plena huida.
Los artífices del golpe de Estado estaban aterrorizados. El gobierno había seguido los acontecimientos desde el Ministerio de Asuntos Exteriores en París. A los primeros reveses, su valiente jefe, Thiers, ordenó inmediatamente la evacuación de París y huyó por la puerta trasera. Pero mientras Thiers salía corriendo de la ciudad, el Comité Central de la Guardia Nacional, el gobierno de facto, aún no se había percatado del todo de lo que estaba sucediendo. Lejos de planear la insurrección ni siquiera habían previsto el golpe de Thiers, como atestigua la ausencia de centinelas en la noche del 17. Recién a las dos de la tarde, tres horas después del golpe, los dirigentes de la revolución transmitieron órdenes de ocupar puestos oficiales, como el Hôtel de Ville. No tomaron el poder; el poder los tomó a ellos.
La Guardia Nacional procedió a tomar el control de la imprenta nacional y el cuartel Napoleón. No encontraron casi ninguna resistencia. A las siete y media, más de ocho horas desde la huida de Thiers, el Hôtel de Ville fue rodeado y ocupado. El alcalde, Jules Ferry, abandonado por sus hombres y sin una palabra del ahora fugitivo gobierno, evitó su captura saltando por una ventana. Es de suponer que temía que la Guardia Nacional le hiciera lo mismo que él pensaba hacerle a ellos.
Sin embargo, lejos de buscar represalias o rehenes, el Comité Central apenas podía asimilar la idea de que ahora estaba al mando. Debatieron y deliberaron mientras las fuerzas restantes, leales a la Asamblea, se escurrían en completo desorden a través de las puertas abiertas de la ciudad. Marx lamentó esta oportunidad perdida, escribiendo en una carta fechada el 12 de abril de 1871: “Si serán vencidos, lo serán únicamente por haber sido «demasiado generosos». Debieron haber emprendido inmediatamente la ofensiva contra Versalles, después a Vinoy, entonces la fracción reaccionaria de la guardia nacional de París, habría dejado el campo libre. Por escrúpulo de conciencia, se dejó pasar el momento propicio. No se quería desencadenar la guerra civil, como si el mischievous [malvado] aborto de Thiers ya no la hubiese desencadenado al tratar de desarmar a París» [27]. Sin embargo, a pesar de estas críticas, expresó su admiración por «estos parisinos, que asaltan los cielos».
Las únicas represalias tomadas contra los golpistas fueron las ejecuciones de los generales Clément-Thomas y Lecomte, el mismo individuo que horas antes había ordenado tres veces a sus tropas disparar contra una multitud que incluía mujeres desarmadas. Pero incluso este acto de venganza fue llevado a cabo por sus propias tropas desafiando a los representantes del Comité Central, que llamaron a una corte marcial. Los cautivos restantes fueron liberados. En ese 18 de marzo, fecha en la que la clase dominante había planeado un baño de sangre, la clase obrera tomó el poder con un número ínfimo de bajas, sin daños materiales ni saqueos y en un estado de calma casi total. Como siempre, ante la amenaza de la destrucción, la clase obrera demostró su magnánima humanidad, en contraste con los bandidos delirantes del “Orden”.
Luego vino la cuestión del poder: ¿qué hacer con él? El Comité Central estaba dividido. Algunos abogaron por avanzar hacia Versalles, el derrocamiento de la Asamblea Legislativa y un llamamiento a las provincias. Otros protestaron: “no tenemos atribuciones más que para asegurar los derechos de París. Si las provincias piensan como nosotros, que nos imiten” [28].
Aquí se sintió agudamente la ausencia de un partido revolucionario. La dirección de la revolución, aunque abrumadoramente proletaria, era más un conjunto de individuos unidos por los acontecimientos que un partido con una estrategia común. Lo más parecido a un partido de la clase obrera era la AIT, no estaba unido por un programa y una disciplina comunes, con una dirección centralizada. La mayoría de los miembros del Comité Central no esperaban ni deseaban tomar el poder. Quizás recordando la fallida insurrección del 31 de octubre, su primer pensamiento fue entregarlo lo antes posible. Mientras los restos del ejército de Vinoy escapaban, el Comité se dedicó a organizar las elecciones.
A la mañana siguiente, el pueblo se despertó y encontró la bandera roja ondeando sobre el Hôtel de Ville y la siguiente proclama en las calles:
“”Ciudadanos, el pueblo de París, tranquilo, impasible en su fuerza, ha esperado sin temor y sin provocación a los locos desvergonzados que querían tocar a la República. Que París y Francia juntas pongan las bases para una República aclamada con todas sus consecuencias, el único gobierno que cerrará para siempre la era de las invasiones y de las guerras civiles. Queda convocado el pueblo de París en sus secciones para hacer las elecciones comunales” [29].
Así comenzó la Comuna de París.
¿Qué fue la Comuna?
Después de algunas demoras y vacilaciones, las elecciones comunales se llevaron a cabo el 26 de marzo. Un total de 70 escaños del Consejo de la Comuna fueron elegidos por el sufragio universal masculino, sujeto también al derecho de revocación. El salario máximo de cualquier funcionario de la Comuna, incluidos los miembros de su Consejo, era de 6.000 francos, eliminando los privilegios del cargo y el arribismo que infestan nuestra propia “democracia”. El día 28 se proclamó la Comuna ante una enorme asamblea de 200.000 personas, que saludaron la proclamación con cánticos de “¡Viva la Comuna!” y cantando La Marsellesa .
La Comuna se había convertido en una realidad, pero incluso entre los propios Comuneros esto significaba cosas diferentes. Como señaló Lenin en una ocasión, “quien espere la revolución social pura no la verá jamás” [30]. Para algunos, la Comuna era simplemente un organismo municipal, cuyo propósito era garantizar la autonomía administrativa de París bajo la República. En la primera sesión del Consejo, que proclamó la Comuna el 28 de marzo, el miembro que la presidía por antigüedad, un capitalista de nombre Beslay, pronunció el siguiente discurso de apertura:
“La República del 93 era un soldado que necesitaba centralizar todas las tuerzas de la patria, la República del 71 es un trabajador que necesita, ante todo, libertad para hacer que la paz sea fecunda. ¡Paz y trabajo! Ese es nuestro porvenir. Ahí tenéis la seguridad de nuestro desquite y de nuestra regeneración social. La Comuna se ocupará de lo que es local; el departamento, de lo que es regional; el gobierno, de lo que es nacional. Con que no pasemos de ese límite, el país y el gobierno se sentirán felices y orgullosos al aplaudir esta Revolución” [31].
Los elementos más radicales y proletarios, en cambio, la veían como algo mucho más: el medio por el que podrían lograr su emancipación social y política. Y a pesar de las contradicciones y la confusión en la cúpula del movimiento, fue este lado revolucionario y proletario de la Comuna el que se abrió paso.
La verdadera naturaleza de clase de la Comuna de París no se reveló en ningún manifiesto o discurso, sino en la práctica. Las masas trabajadoras habían dado a luz a la Comuna, e incluso antes de que fuera proclamada oficialmente se dispusieron a darle forma. Las iglesias se llenan de gente que acude a escuchar encendidos discursos revolucionarios pronunciados desde el púlpito, cubierto de rojo, y a discutir los acontecimientos del día. Se redactan y aprueban resoluciones para presentarlas al Comité Central en el Hôtel de Ville. Los obreros sienten su propio poder y aprenden a utilizarlo.
El primer acto de la Comuna fue disolver el ejército permanente y convertir a la Guardia Nacional en la única fuerza militar, reemplazando los “cuerpos especiales de hombres armados” del Estado por el pueblo armado. Esto supuso una ruptura fundamental incluso con los movimientos más revolucionarios del pasado, como señaló Marx en La guerra civil en Francia. En realidad, la Comuna representaba una forma de Estado fundamentalmente nueva. Lenin, escribiendo en medio de la Revolución Rusa de 1917, describió las medidas democráticas de la Comuna descritas anteriormente como «un puente que conduce del capitalismo al socialismo» [32]. Incluso basó sus conclusiones -sobre cómo debería organizarse un Estado obrero después de la toma del poder- en las instituciones de la Comuna, en particular la elección y el derecho de revocación de todos los funcionarios públicos, que deberían servir con un salario obrero, y la sustitución del ejército permanente por el pueblo armado.
Como dice Marx en La guerra civil en Francia, la Comuna era «la forma política finalmente descubierta para llevar a cabo la emancipación económica del trabajo», que «por lo tanto, debía servir como palanca para desarraigar la base económica sobre la que descansa la existencia de clases y, por tanto, del dominio de clase” [33].
El «desarraigo de la base económica» de la sociedad comenzó casi tan pronto como nació la Comuna. Cuando los Comuneros comenzaron el trabajo de organización y defensa de la ciudad, inmediatamente se encontraron con el sabotaje del enemigo. Al llegar al Ministerio de Hacienda, a la oficina de Correos, a las Imprentas, a la central Telegráfica, a todos los centros administrativos de la ciudad, los Comuneros descubrieron que la mayoría de los exfuncionarios habían huido, junto con los sellos, registros y el dinero en efectivo de los distritos. Incluso la gestión de los cementerios había sido saboteada. El nuevo poder tuvo que improvisar la organización de todo, desde los impuestos hasta el correo, pasando por la policía y las farolas. Pero esta necesidad de improvisación también dio rienda suelta a la creatividad de los trabajadores.
La oficina de correos, por ejemplo, estaba completamente desorganizada. Los Comuneros, sin el beneficio de funcionarios o asesores muy bien pagados, lograron poner en funcionamiento el servicio nuevamente en dos días y lograron sacar el correo de contrabando a través del bloqueo de Versalles. En la imprenta, la Comuna hizo nombrar a los directores por los propios trabajadores de correos y cuando los administradores del antiguo régimen pusieron obstáculos a la colocación de proclamas, los trabajadores simplemente se organizaron y completaron el trabajo sin hacer caso.
La Comuna aumentó los salarios de los trabajadores de la imprenta en un 25% pero al mismo tiempo le ahorró a la imprenta 200 francos diarios recortando los exorbitantes sueldos de los más altos funcionarios, que en cualquier caso habían huido, y recortando el despilfarro provocado por la burocracia anterior. El control obrero no solo era mejor para los trabajadores; también funcionaba mejor. El presupuesto de la imprenta hasta el 18 de marzo era de 120.000 francos mensuales. Bajo la Comuna nunca llegó a superar los 20.000 francos semanales. Como comenta Marx, «La Comuna hizo realidad ese lema de las revoluciones burguesas – el gobierno barato – al destruir las dos mayores fuentes de gasto: el ejército permanente y el funcionariado estatal» [34].
El Departamento de Trabajo e Intercambio fue puesto bajo la dirección de Leo Frankel, un miembro destacado de la AIT. Bajo su dirección, asistida por una comisión formada por trabajadores, se suprimió el trabajo nocturno y la venta de objetos empeñados. Se prohibieron las multas aplicadas directamente a los salarios de los trabajadores. Pero esto era solo el inicio. Como escribió el propio Frankel, «la implantación de la Comuna exige nuevas instituciones reparadoras, que pongan al trabajador al abrigo de la explotación del capital» [35].
En las pocas semanas de existencia de la Comuna, se introdujeron elementos de planificación socialista y control de la economía por parte de la clase obrera. En cada distrito se registraron ofertas y solicitudes de trabajo con el fin de eliminar el desempleo. Más importante aún, todos los talleres que habían sido abandonados por sus propietarios debían ser entregados a los propios trabajadores, con comisiones designadas por las Cámaras Sindicales para inspeccionar los libros y los inventarios. Todas las solicitudes de contratos gubernamentales tenían que especificar el nivel de los salarios para evitar una carrera a la baja y se debía dar preferencia a las cooperativas de trabajadores. Se suspendieron los alquileres para todos, excepto para los industriales que se habían beneficiado del asedio. Estas medidas no eran otra cosa que las “incursiones despóticas en los derechos de propiedad y en las condiciones de producción burguesa” previstas por Marx y Engels en El Manifiesto Comunista.
La antigua fuerza policial fue abolida. El mantenimiento del orden público [36] estaba a cargo de la Guardia Nacional, el pueblo armado, ayudado por policías que no eran más que agentes responsables y revocables de la Comuna. ¿Y cuál fue el efecto de esta auténtica «policía de proximidad»? Lissagaray escribe: “Sus calles, libres durante el día, ¿son menos seguras en el silencio de la noche? Desde que París se encarga por sí mismo de su policía, los crímenes han disminuido. ¿Dónde ve usted el libertinaje vencedor?” [37]
A las mujeres de París, que habían liderado el levantamiento del 18 de marzo, se les negó el derecho al voto en las elecciones del 26 de marzo, una de las limitaciones más evidentes de la Comuna, que sin duda se habría superado si hubiera sobrevivido por más tiempo. Pero a pesar de esto, las mujeres trabajadoras siguieron participando en la construcción y defensa del poder obrero en París.
Las mujeres trabajadoras jugaron un papel clave en la Comuna a todos los niveles, formaron parte de los Comités de Vigilancia de los barrios, defendiendo las barricadas y participaron en la lucha armada. Entre ellas estaba la profesora Louise Michel, que fue elegida jefa del Comité de Vigilancia Ciudadana de Montmartre. Luchó como parte de la Guardia Nacional, tanto como combatiente como organizando un servicio de ambulancia.
Las mujeres trabajadoras crearon sus propias organizaciones, como la Unión de Mujeres para la Defensa de París y la Ayuda a los Heridos, fundada por una miembro rusa de la AIT llamada Elizabeth Dmitrieff, y también plantearon sus propias reivindicaciones, como la abolición de “toda competencia entre trabajadores de distinto sexo, ya que en la lucha que libraban contra el capitalismo, sus intereses son idénticos” [38], y el pago de igual salario por igual trabajo. Esta demanda se cumplió, al menos parcialmente, y algunas mujeres recibieron cuatro veces más de lo que les pagaban sus antiguos patrones. La abolición del trabajo nocturno y la regulación de los lugares de trabajo por parte de las organizaciones obreras también tuvieron un impacto en la vida y las condiciones de las mujeres trabajadoras. La educación debía dejar de estar en manos de la Iglesia y ofrecerse gratuitamente a todos los niños, independientemente de su sexo o religión.
Si se tiene en cuenta el contexto en el que se encontraba la Comuna, acosada por todos lados por enemigos, y aún recuperándose de un asedio, los logros de la Comuna son nada menos que milagrosos. La experiencia de la Comuna demostró para siempre que los trabajadores y trabajadoras del mundo pueden dirigir la sociedad democráticamente, sin necesidad de banqueros, terratenientes e industriales. Solo por esta razón, la Comuna cambió la historia. Pero al intentar transformar la sociedad a esta escala por primera vez, y con un liderazgo confuso, la Comuna también cometió errores de los que es nuestro deber aprender.
En su Historia, Lissagaray comenta: «Todas las insurrecciones serias han empezado por apoderarse del nervio del enemigo: la caja» [39]. Y sin embargo los Comuneros dejaron intactos tanto el tesoro como el Banco de Francia. Cuando los revolucionarios tomaron posesión del Ministerio de Hacienda, descubrieron que las llaves de las arcas del Estado se las habían llevado a Versalles, pero no forzaron las cerraduras por temor a que tal medida eliminara cualquier perspectiva de conciliación pacífica con Versalles. De hecho, fue precisamente esta concesión a Versalles la que hizo menos probable la conciliación, ya que los Comuneros se privaron de una poderosa palanca con la que presionar al enemigo.
Asimismo, el gobernador del Banco de Francia estaba tan convencido de que los revolucionarios tomarían posesión del banco que huyó antes incluso de que la Comuna fuera elegida, dejando tres mil millones de francos en efectivo, joyas y bienes en las bóvedas. Sin dinero para pagar a la Guardia Nacional, los Comuneros enviaron al gran conciliador de clases, Beslay, a negociar. Ante su modesta propuesta de que la Comuna nombrara un nuevo gobernador del banco, el vicegobernador, que había permanecido en el lugar, protestó con vehemencia y le suplicó que salvara «la fortuna de Francia». Tan conmovido estaba el representante de la Comuna que a su regreso al Hôtel de Ville explicó que no podía ser tocado porque, «Si lo violáis, todos sus billetes darán en quiebra» [40].
La dirección de la Comuna, aceptando esta excusa, designó a Beslay como «delegado» ante el banco, que accedió magnánimamente a otorgar a la Comuna un préstamo de 400.000 francos diarios. Ni siquiera ordenaron a la Guardia Nacional que ocupara el edificio en caso de sabotaje. Por supuesto, nada de esto impidió a la prensa burguesa aullar sobre la violación de la propiedad pública y privada, y el saqueo a gran escala.
Se perdió otra oportunidad dentro del propio Hôtel de Ville, que contenía registros oficiales y documentos diplomáticos que se remontaban incluso a la Gran Revolución. Los Comuneros podrían haber denunciado la diplomacia secreta, los sucios tratos y las conspiraciones contra el pueblo llevadas a cabo desde los días de Napoleón I, pero el Consejo no publicó la gran mayoría de los documentos ni se apoderó de ellos como una importante «garantía» del régimen.
La dirección, sin líder, sin plan y sin saber si debía suplantar al antiguo poder o complementarlo, se mantuvo al margen con la esperanza de evitar un mayor derramamiento de sangre. Mientras tanto, Thiers y los versallenses estaban reuniendo un ejército, con la intención de llevar a cabo una guerra de exterminio contra la clase obrera parisina. El 2 de abril, cuatro días después de que París celebrara la proclamación de la Comuna, su artillería comenzó a bombardear la ciudad.
París aislado
Con una fuerza potencial de más de 200.000 hombres en posesión de los fuertes circundantes, muchos fusiles y cañones, la Comuna no presentaba un objetivo fácil para los versalleses. El constante bombardeo de la ciudad, que mató a muchos civiles inocentes, fue en vano. Los trabajadores de París, incluidas las mujeres y los adolescentes, luchaban por algo más que sus vidas; sentían que luchaban por el futuro de la humanidad. Y lucharon como leones.
Durante siete semanas, se impidió a los versalleses incluso llegar a París, y mucho menos entrar en ella. Pero incluso con su abundancia de fuerza y coraje, París no podía resistir por sí sola para siempre. El destino de la revolución dependía, pues, de su capacidad para extenderse desde París a las ciudades de provincia y de allí al campo, donde la mayor parte del campesinado seguía siendo leal a la Asamblea de Versalles.
Desde el levantamiento del 18 de marzo hasta finales de mayo, ciudades y pueblos de toda Francia respondieron con mensajes de solidaridad hacia París. En muchas ciudades importantes, los trabajadores lanzaron sus propias insurrecciones en apoyo de la Comuna, sobre todo en Lyon, Marsella y Toulouse. Si estos centros clave del Sur hubieran caído, la situación podría haber cambiado drásticamente. Tampoco fueron estos los únicos lugares en los que se produjeron levantamientos: Creuzot, St. Etienne (una importante ciudad minera) y Limoges dieron lugar brevemente sus propias comunas. Incluso en aquellos lugares donde los obreros no tomaron el Hôtel de Ville, hubo manifestaciones contra Versalles, ondeo de la bandera roja y otros «disturbios» similares en toda Francia. En Burdeos, primera sede de la reaccionaria Asamblea Rural, los obreros detuvieron a varios policías y arrojaron piedras al cuartel de infantería gritando: “¡Viva París! ¡Muera los traidores!” [41]
En su introducción de 1921 a La guerra civil en Francia, Trotsky, que acababa de llevar a cabo y defender con éxito una insurrección, escribió lo siguiente: “Si el partido centralizado de la acción revolucionaria se hubiera encontrado a la cabeza del proletariado de Francia en septiembre de 1870, toda la historia de Francia y con ella toda la historia de la humanidad habría tomado otro rumbo” [42]. La verdad de esta afirmación puede verse en muchos puntos de la historia de la Comuna de París, pero es más evidente en el fracaso de la revolución para extenderse con éxito a las provincias.
Como en París, los levantamientos se produjeron más o menos espontáneamente y tendieron a llevar al poder a líderes que no estaban preparados para la lucha y carecían de toda dirección desde el centro de la revolución. Esto resultó en un patrón extremadamente desigual en todo el país y permitió que cada levantamiento fuera aislado y extinguido a su vez. Muchos trabajadores comprendieron instintivamente la necesidad de una dirección centralizada y buscaron en París una dirección. Los obreros de Limoges incluso enviaron un delegado a París para solicitar un «comisario» [43]. Los miembros del Consejo dijeron que lo considerarían, pero no enviaron a nadie.
Además de las ciudades de provincia, estaba la cuestión decisiva del campesinado. Como se vio en las elecciones del 8 de febrero, la composición de Francia en este momento era abrumadoramente campesina y rural, y este sector de la población había sido utilizado muchas veces por la clase dominante como medio para mantener la lucha política de la clase obrera bajo control. Sin embargo, no hay que olvidar que se trataba del mismo campesinado que había iluminado la campiña francesa quemando los castillos de sus señores en agosto de 1789. Por tanto, sería un error suponer que el campesinado sólo puede ser un instrumento de la reacción.
La mayoría de los campesinos franceses veían la revolución con recelo e incluso hostilidad, alimentada por el torrente de propaganda falsa que se derramaba desde Versalles. Pero, fundamentalmente, la posición del campesino medio se resumía en la pregunta: «¿Qué me da de comer la república?» Sólo un programa que vinculara los intereses de los campesinos más pobres y los jornaleros agrícolas con la joven república obrera de París, combinado con la determinación resuelta de los obreros de llevarlo a cabo, podría ganar a un sector decisivo de la población rural a la bandera roja de la Comuna. Sin embargo, este programa nunca llegó a materializarse.
La Comuna había lanzado una declaración a las provincias, pero sólo en términos muy generales, afirmando que “París luchaba por toda Francia”. También se había redactado un discurso dirigido a los campesinos, en el que se explicaba: “Hermano, te engañan. Nuestros intereses son idénticos. Lo que yo pido es lo mismo que pides tú… Lo que París quiere, en resumidas cuentas, es la tierra para los campesinos y la herramienta para los obreros» [44]. Este podría haber sido el inicio de una campaña seria en el campo, pero sin cuadros ni ninguna forma de organización en las provincias, la distribución de este importante discurso se hizo mediante globos, que dejaron caer su carga en lugares aleatorios del campo.
Thiers, por su parte, hizo todo lo posible para restringir la revolución a París. Ante las protestas contra su cruel guerra contra París, respondió: “Que la insurrección sea la primera en dejar las armas; la Asamblea no puede hacerlo. —¡Pero, París quiere la República! —La República existe; y juro por mi honor que mientras yo esté en el poder no sucumbirá» [45]. Esta promesa fue más que suficiente para que los republicanos burgueses de la Asamblea abandonaran a París a su suerte. Se enviaron destacados diputados republicanos por las provincias para pedir la calma, mientras París era bombardeada. Uno de estos «amigos» de la República, Louis Blanc, explicó que aunque París tenía razón en defender la República, » La gente que allí se disputan el poder son unos fanáticos, imbéciles o malvados» [46], llorando lágrimas de cocodrilo por la «horrible lucha».
Con las clases medias republicanas así sometidas, y con el campesinado aún opuesto a la revolución, los obreros se encontraron en una ínfima minoría. En las ciudades de provincia, sus revueltas fueron sofocadas una a una. Mientras tanto, Bismarck había liberado a 60.000 prisioneros de guerra a cambio del rescate del rey. Con el crecimiento del ejército de Versalles y pudiendo concentrar toda su fuerza en la capital, la posición de los comuneros se hizo cada vez más desesperada.
París aplastado
Desde el comienzo de su asalto el 2 de abril, los versalleses se mantuvieron a raya por la heroica resistencia de los trabajadores. Las mujeres eran especialmente famosas por su valor inquebrantable. Un comunero capturado advirtió a los versalleses: “Creedme, no os podréis sostener; vuestras mujeres están llorando y las nuestras no lloran” [47], en palabras que recuerdan a las madres espartanas que enviaban a sus hijos a luchar con las palabras:“ Volved con vuestro escudo, o sobre él”.
Muchas mujeres se ofrecieron como voluntarias para atender a los heridos. Decenas murieron al precipitarse en el fragor de la lucha para recoger a un camarada caído. Otras tomaron sus propios rifles y mantuvieron los fuertes y las barricadas en contra de las probabilidades, a menudo, desesperadas. La resistencia de las obreras fue tan feroz que un corresponsal de The Times (el principal diario de la burguesía inglesa en ese momento) comentó: “Si la nación francesa estuviera compuesta solo por mujeres francesas, ¡qué nación tan terrible sería!» [48]
El increíble heroísmo y abnegación de las mujeres no deberían sorprender. Las mujeres trabajadoras de 1871 soportaban, y siguen soportando, una doble carga de opresión bajo el capitalismo. Por tanto, las mujeres trabajadoras tenían aún más que ganar con la defensa de la república obrera que los hombres. Tanto en el nacimiento de la Comuna como durante sus últimos días de agonía, las obreras lucharon y trabajaron por el futuro de toda la humanidad.
Después de una amarga lucha, el 21 de mayo, los versalleses entraron en París. Lo que siguió fueron siete días más de brutales luchas callejeras, que se conocieron como la Semana Sangrienta. En todos los distritos, los comuneros levantaron barricadas y obligaron a los versalleses a tomar la ciudad calle por calle. Mientras tanto, los versalleses seguían bombardeando la ciudad de forma indiscriminada. Thiers llegó a jactarse en agosto de 1871: «Hemos hecho polvo todo un barrio de París» [49].
París se transformó en una visión del infierno. Por la noche, la ciudad estaba iluminada por los edificios en llamas, mientras que durante el día el cielo se oscurecía por el humo. Las calles se llenaron con el estruendo de la artillería y los gritos de los moribundos. Las aceras estaban cubiertas de sangre. Allí donde triunfaban, los defensores de la «civilización» burguesa se entregaban a la masacre y al pillaje. Los comuneros capturados son alineados contra una pared y fusilados en el acto. Incluso los no combatientes sospechosos de apoyar a la Comuna fueron ejecutados sin juicio. Los comerciantes que habían apoyado a la Comuna fueron saqueados y golpeados sin piedad. Las mujeres vestidas con ropa andrajosa o que llevaban un cubo fueron fusiladas como sospechosas de ser Petroleuses (incendiarias). Se calcula que 20.000 personas fueron masacradas en una sola semana.
Ante la noticia de las masacres llevadas a cabo por los versalleses, los comuneros amenazaron con ejecutar a 70 rehenes, incluido el arzobispo de París. Cabe señalar que ya el 12 de abril y nuevamente el 14 de mayo, la Comuna había ofrecido intercambiar estos rehenes por un solo hombre: Auguste Blanqui. Pero Thiers rechazó su oferta, no solo porque sospechaba del valor de Blanqui para la revolución, sino para utilizar sus vidas como pretexto para las terribles represalias que ya había planeado para la clase obrera parisina. El 24 de mayo, en un acto de desesperación, los comuneros ejecutaron al arzobispo y a otros cinco rehenes. La responsabilidad de sus muertes recae enteramente en Versalles.
Finalmente, la fuerza de los defensores restantes ceden y los combates terminan el 28 de mayo con la caída de la barricada en la Rue de Ramponeau, en el bastión obrero de Belleville. En la Asamblea, Thiers declaró ante los vítores de los diputados: “La causa de la justicia, el orden, de la humanidad, de la civilización, ha triunfado” [50]. Los campeones de la “justicia, el orden, la humanidad y la civilización” procedieron entonces a arrestar y ejecutar a otros miles de comuneros sospechosos.
En nombre de la «justicia», muchos abogados se niegan a defender a los acusados, mientras que muchos otros trabajaron activamente con la fiscalía. Un hombre fue condenado a muerte, a pesar de no tener nada que ver con la Comuna, porque “era uno de los dirigentes del Partido Socialista” y, por tanto, “uno de esos hombres, en fin, de los que debe librarse un Gobierno prudente y sabio cuando encuentra una ocasión legítima para hacerlo” [51].
En nombre del “orden”, las tropas del gobierno fusilaron a los transeúntes por algo tan simple como llevar un reloj. Los cadáveres fueron registrados y robados. Incluso la prensa conservadora se quejó: “Ya no son soldados en el cumplimiento de un deber” [52]. En el caos, muchos inocentes fueron denunciados como comuneros por rivales personales o comerciales. La policía recibió un total de 399.823 denuncias [53].
En nombre de la “humanidad”, el gobierno encerró a miles de hombres, mujeres y niños en celdas miserables, sin luz, aire ni comida. Los propios versalleses admitieron haber tomado 38.568 prisioneros, de los cuales 1.058 eran mujeres y 651 eran niños, entre ellos 73 menores de 14 años. El prisionero más joven tenía siete años [54]. Lissagaray estima que 2.000 prisioneros murieron debido a las condiciones [55]. Las mujeres embarazadas no se salvaron de la tortura y muchas abortaron o dieron a luz a niños muertos. Muchas otras se volvieron locas. «La vida humana se vende tan barata que se dispara a un hombre más fácilmente que a un perro» [56], escribió The Times.
En nombre de la “civilización”, tantos fueron masacrados que no hubo suficientes carros para llevar los cuerpos. Los muertos se amontonaban en las calles. En junio, incluso la prensa burguesa comenzó a suplicar: “No matemos más”, no por simpatía hacia las víctimas, sino porque el hedor y la enfermedad de los cadáveres en descomposición amenazaban con consumir toda la ciudad. En medio de estas escenas, que recuerdan el apogeo de la Peste Negra, el París burgués celebró su regreso con un festival de libertinaje en los cafés, los burdeles y las calles. Incluso la prensa pro-Versalles se quejó, y un corresponsal citó a Tácito:
“Y sin embargo, a la mañana siguiente de aquella horrible batalla y aun antes de haberse terminado, Roma, degradada y corrompida, comenzó a revolcarse de nuevo en la charca de voluptuosidad que destruía su cuerpo y encenagaba su alma — alibi proelia et vulnera, alibi balnea popinaeque (aquí combates y heridas, allí baños y festines)» [57].
Se calcula que el número total de personas asesinadas por los versalleses durante la Semana Sangrienta y las represalias que siguieron fue de 30.000. Además, más de 13.000 fueron trasladados a Nueva Caledonia y sus familias quedaron en la indigencia. Muchos más se vieron obligados a huir del país. En las elecciones parciales de julio, París tuvo 100.000 electores menos que el 8 de febrero [58]. Esto no fue un accidente o un “exceso” involuntario en el fragor de la lucha. Incluso antes del 18 de marzo, Clément-Thomas hablaba de “acabar con «la fine fleur» [la flor y nata] de los canaille [canallas] de París” [59].
A los ojos de la clase dominante francesa, era necesario exterminar al sector más avanzado del proletariado, memoria viva de las luchas de 1848 y 1871. Esta paz social se compró incluso a expensas de los intereses económicos a corto plazo de la burguesía. En octubre de 1871, un informe oficial afirmaba que ciertas industrias tenían que rechazar pedidos debido a la falta de trabajadores.
El legado de la Comuna
La Tercera República, creada por los obreros parisinos, se cimentó con su sangre. En la cima de la colina de Montmartre, el lugar de nacimiento de la Comuna, los burgueses construyeron la Basílica del Sacré-Cœur como «penitencia» no por los miles de hombres, mujeres y niños asesinados por Versalles, sino por los «crímenes» del Comuna. Hoy sigue siendo un monumento a la apestosa hipocresía de la clase dominante francesa.
Por su parte, los comuneros caídos son recordados en un rincón tranquilo y apartado del cementerio de Père Lachaise, donde fueron capturados y fusilados algunos de los últimos defensores de la Comuna. Pero, en verdad, la Comuna de París no requiere estatuas ni monumentos. El verdadero monumento a la Comuna vive en la lucha revolucionaria por el socialismo, a la que contribuyó de forma titánica e indeleble.
La experiencia de la Comuna dejó huella en las ideas de Marx y Engels que, a lo largo de su vida, destilaron y actualizaron su programa revolucionario a partir de las luchas, las victorias y las derrotas de la clase obrera. En 1872, Marx y Engels escribieron en su prólogo a una nueva edición alemana del Manifiesto Comunista que el programa de reivindicaciones contenido en la parte II del Manifiesto habría sido redactado de manera diferente hoy, particularmente «por el efecto de las experiencias prácticas de la revolución de febrero en primer término, y sobre todo de la Comuna de París, donde el proletariado, por vez primera, tuvo el Poder político en sus manos por espacio de dos meses” [60].
En concreto, lo que la Comuna demostró fue que “la clase obrera no puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para sus propios fines” [61]. La importancia de esta afirmación puede verse claramente en el hecho de que Marx y Engels pensaron que era necesario corregir y actualizar efectivamente El Manifiesto Comunista sobre esta base. En lugar de intentar utilizar el parlamento, el ejército, la burocracia, etc. existentes, que habían evolucionado bajo la sociedad burguesa, los trabajadores tendrían que aplastar este «Estado parásito» [62] por medios revolucionarios y reemplazarlo con su propia organización política, una en la que «cuanto más intervenga todo el pueblo en la ejecución de las funciones propias del poder estatal, tanto menor es la necesidad de dicho poder” [63], como dijo Lenin, basándose en su propio estudio de la Comuna y la Guerra Civil de Marx en Francia.
El impacto de la Comuna tampoco se limitó al ámbito de la teoría. En septiembre de 1871, la Asociación Internacional de Trabajadores celebró un Congreso en Londres, al que asistieron supervivientes de la Comuna, incluso los blanquistas que habían sido ganados para la Internacional. En este Congreso se discutieron extensamente las lecciones de la Comuna y su derrota, lo que llevó a la aprobación de la siguiente resolución, cuya forma final fue redactada por Marx:
“Considerando:
que contra este poder colectivo de las clases poseedoras la clase obrera puede actuar como clase únicamente si se constituye en partido político especial, distinto y opuesto a todos los partidos formados por las clases poseedoras;
que esta constitución de la clase obrera en partido político es indispensable para asegurar el triunfo de la revolución social y su objetivo final: la abolición de las clases;
que la combinación de fuerzas conseguida ya por la clase obrera como resultado de la lucha económica debe servir, al mismo tiempo, como palanca en su lucha contra el poder político de los grandes propietarios agrícolas y de los capitalistas – la Conferencia recuerda a los miembros de la Internacional que en la lucha de la clase obrera, su movimiento económico y su acción política están indisolublemente unidos”[64].
Este fue un golpe decisivo contra las tendencias bakuninistas y proudhonistas dentro de la Internacional, que predicaban la abstención de la política y la lucha por el poder estatal. En efecto, la Comuna aclaró no solo el objetivo final de la lucha obrera, sino también los medios por los cuales se lograría, dando así forma al propio marxismo en el proceso. Se ha dicho que el programa marxista no es otra cosa que la experiencia generalizada de la clase obrera. La verdad de esta afirmación puede verse en el hecho de que cada uno de los puntos fundamentales de este programa -la necesidad de la independencia política de la clase obrera y de un partido obrero centralizado, el carácter internacional de la lucha obrera y la necesidad de aplastar al Estado burgués, sustituyéndolo por la dictadura del proletariado- se forjó y templó en el ascenso y la caída de la Comuna.
Los obreros de París habían mostrado el camino. Demostraron en solo dos meses que un mundo nuevo era posible. La bandera roja de la Comuna se alzó como bandera de la clase obrera mundial y La Internacional, escrita un mes después de la caída de la Comuna, se convirtió en su himno. Las lecciones de la Comuna, destiladas y conservadas en La Guerra Civil en Francia y otros escritos, han servido para educar e inspirar a millones de revolucionarios, entre ellos a Lenin y los bolcheviques.
Hoy, cuando la decadencia del sistema capitalista ofrece horrores que sobrepasan incluso los peores crímenes del Segundo Imperio, una nueva generación de trabajadores está retomando la lucha por la emancipación de la humanidad. Es nuestro deber estudiar la Comuna, sus triunfos y sus errores, y poner en práctica esas lecciones. Si hacemos esto incluso con la mitad del heroísmo de los comuneros, no podremos fracasar.
¡Viva la Comuna!
Londres, marzo de 2021
Notas
- Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, capítulo II (Archivo Marx/Engels online: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/brumaire/brum1.htm)
- Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, capítulo 4 (Archivo Marx/Engels online: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/brumaire/brum4.htm)
- Marx, La Guerra Civil en Francia, (Centro de Estudios Socialistas Carlos Marx, Londres, 2021) pág. 51
- Lissagaray, Historia de la Comuna de París de 1871, (Centro de Estudios Socialistas Carlos Marx, Londres, 2021), pág.44
- Ibídem., pág. 45
- Marx, La Guerra Civil en Francia, pág. 66
- Historia de la Revolución rusa (Haymarket Books, Chicago, 2008), pág. Xvii
- K. Marx, ‘Letter to De Paepe, 14 September 1870’, MECW, Vol. 44,.(Lawrence and Wishart, 2010), p. 80
- Introducción de Engels a La Guerra Civil en Francia, pág. 40
- Marx, La Guerra Civil en Francia, pág. 67
- Ibídem. pág. 66
- Ibídem. pág. 66
- Marx, Engels et al, Cartas a Kugelmann, (Editorial de Ciencias Sociales, Habana 1975), pág. 195
- Lissagaray, Historia de la Comuna de París de 1871, pág. 49
- Ibídem., pág. 49
- Ibídem., pág. 53
- Ibídem., pág. 55
- Lissagaray, History of the Paris Commune of 1871, pág. 26
- Lissagaray, Historia de la Comuna de París de 1871, pág. 61
- Ibídem., pág. 62
- Lissagaray, Historia de la Comuna de París de 1871, pág. 81
- Ibídem., pág. 86
- Ibídem., pág. 92
- Ibídem., pág. 97
- Ibídem. , pág. 100
- Ibídem., pág. 101
- Marx, Engels et al, Cartas a Kugelmann, pág. 208
- Lissagaray, Historia de la Comuna de París de 1871, pág. 111
- Ibídem., pág 112
- Lenin, “Balance de la discusión sobre la autodeterminación”, Obras escogidas, tomo 6 (Progreso, Moscú 1973), pág.25
- Lissagaray, Historia de la Comuna de París de 1871, pág. 166
- The Classics of Marxism: Volume One (WellRed Books, Londres 2013), pág. 115
- Marx, La guerra civil en Francia, pág. 19
- Marx, La guerra civil en Francia, pág. 20
- Lissagaray, Historia de la Comuna de París de 1871, pág. 232
- The Classics of Marxism: Volume One, pág. 22
- Lissagaray, Historia de la Comuna de París de 1871, pág. 295
- Edith Thomas, The Women Incendiaries (Secker & Warburg, Londres, 1967) págs. 45-6
- Lissagaray, Historia de la Comuna de París de 1871, pág. 192
- Ibídem, pág. 193
- Ibídem, pág. 271
- Marx, La guerra civil en Francia pág. 24
- Lissagaray, Historia de la Comuna de París de 1871, pág. 187
- Ibídem, pág. 228
- Ibídem., pág. 200
- Ibídem., pág. 272
- Ibidem., pág. 208
- The Times, 29 de mayo 1871, citado en Lissagaray, La historia de la Comuna de París de 1871, pág. 383 nota 77
- Lissagaray, La historia de la Comuna de París de 1871, pág. 255
- Ibídem., pág. 315
- Lissagaray, La historia de la Comuna de París de 1871, (Editorial de Ciencias Sociales, Cuba, 1971) apéndice XXXI, pág. 409
- Lissagaray, La historia de la Comuna de París de 1871, pág. 339
- Ibidem., pág. 388
- Ibidem., pág. 390
- Ibidem., pág. 398
- The Standard junio de 1871, citado en la introducción de Eleanor Marx a Lissagaray La historia de la Comuna de París de 1871, (Captain Swing, Madrid 2021) pág. 22
- Marx, La guerra civil en Francia, pág. 109
- Lissagaray, La historia de la Comuna de París, pág. 390
- Marx, La guerra civil en Francia, pág. 29
- Marx y Engels, El manifiesto comunista, “prólogo de Marx y Engels a la edición alemana de 1872” (https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm)
- Ibidem.
- Marx, La guerra civil en Francia, pág. 92
- Lenin, El Estado y la revolución, (Archivo Marxista Online: https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1910s/estyrev/hoja4.htm), capítulo 3
- Resolución de la conferencia de delegados de la Asociación Internacional de los Trabajadores en Londres sobre la acción política de la clase obrera, septiembre 1871 (Archivo Marxista Online: https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/71-res09.htm)