Este artículo de Alan Woods fue escrito originalmente en 2005, año del 400 aniversario de la primera publicación de El Quijote, la mayor obra maestra de la literatura española. En aquel momento, Alan explicaba en la introducción de este artículo que «la clase trabajadora, la clase que tiene mayor interés en luchar por la defensa de la cultura, debería celebrar este aniversario con entusiasmo. Esta fue la primera gran novela moderna, escrita en un lenguaje que los hombres y mujeres corrientes podían entender. Era uno de los libros favoritos de Marx, que leía con frecuencia en voz alta a sus hijos. La lucha por el socialismo es inseparable de la lucha por las ideas y la cultura». Nos enorgullece, por tanto, reproducir el siguiente análisis del Quijote, y de la época en que fue escrito, desde el punto de vista del materialismo histórico.
«Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas; ha desgarrado sin piedad las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus ‘seres superiores’, para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel ‘pago al contado’”. (Marx y Engels. El Manifiesto Comunista).
“España conoció períodos de gran florecimiento, de superioridad sobre el resto de Europa y de dominio sobre la América del Sur. El poderoso desarrollo del comercio interior y mundial iba venciendo el aislamiento feudal de las provincias y el particularismo de las regiones nacionales del país. El aumento de la fuerza y de la importancia de la monarquía española se hallaba indisolublemente ligado en aquellos siglos con el papel centralizador del capital comercial y la formación gradual de la nación española”. (Trotsky. La revolución española y la táctica de los comunistas. 24 de enero de 1931).
La vida de Cervantes
Miguel de Cervantes (1547-1616) es la figura más famosa de la literatura española. Novelista, dramaturgo y poeta con una considerable producción literaria, es recordado hoy casi únicamente como el creador de Don Quijote. Cervantes nació en Alcalá de Henares, una ciudad próxima a Madrid, en el seno de una familia de la pequeña nobleza. Su padre, Rodrigo de Cervantes, fue cirujano y la mayor parte de su infancia Cervantes la pasó de ciudad en ciudad mientras su padre buscaba trabajo. Su padre era bien conocido en Valladolid, Toledo, Segovia y Madrid, por sus deudas. Éstas le llevaron en más de una ocasión a la cárcel, un destino que en aquella época era demasiado común.
A primera vista, la vida de Cervantes fue meramente una larga lista de fracasos: fracasó como soldado, fracasó como poeta y dramaturgo. Más tarde encontró un empleo como recaudador de impuestos, pero incluso esto fue un desastre. Fue acusado de corrupción y terminó en prisión. Pero esta amplia experiencia le permitió obtener de primera mano un conocimiento de una gran variedad de tipos humanos y conocer desde dentro la sociedad de la época.
El interés por la escritura de Cervantes se inició en 1568, cuando escribió algunos versos en homenaje a Isabel de Valois, la tercera esposa de Felipe II, sin duda con la intención de obtener dinero y favores. Pero su carrera literaria fue interrumpida por el servicio militar. Después de estudiar en Madrid (1568-1569), con el humanista Juan López de Hoyos, en 1570 se unió al ejército español en Italia. Participó en la batalla naval de Lepanto (1571), a bordo del barco de guerra Marquesa. Herido en el brazo por un arcabuz, su mano izquierda quedó inútil para el resto de su vida. Pero esto no le impidió unirse de nuevo a la milicia otros cuatro años.
Cansado de la guerra, regresó a España en 1575, junto con su hermano Rodrigo en la galera El Sol. Pero el barco fue capturado por los turcos y él junto a su hermano fueron llevados como esclavos a Argel. Cervantes pasó cinco años como esclavo hasta que su familia pudo conseguir el dinero suficiente para pagar su rescate. Fue liberado en 1580.
Después de regresar a Madrid tuvo varios puestos administrativos temporales, sólo se dedicó a la escritura relativamente al final de su vida. Escribió obras como La Galatea y La trata de Argel, que trataba de la vida de los esclavos cristianos en Argel y consiguió cierto éxito. Aparte de sus obras, su trabajo más ambicioso en verso fue el Viaje al Parnaso (1614). También escribió muchas obras de teatro, de las que sólo dos han sobrevivido, y novelas cortas. Pero ninguna de sus obras le daba para vivir.
Habiéndose casado finalmente, Cervantes se dio cuenta de que una carrera literaria no le daba suficientes recursos para mantener una familia. Así que se trasladó a Sevilla donde consiguió trabajo como comisario de abastos de la marina. Sus aventuras no se detuvieron aquí. Consiguió éxito pero también muchos enemigos y como resultado sufrió largos períodos de prisión. En uno de estos períodos de inactividad forzosa comenzó a trabajar en el libro que le daría fama eterna. La primera edición de Don Quijote apareció en 1605. Según cuenta la tradición, fue escrito en la prisión de Argamasilla de Alba, en La Mancha. La segunda parte de Don Quijote apareció en 1615. El libro fue un éxito y le granjeó a su autor fama internacional, pero siguió siendo pobre. Entre los años 1596 y 1600 vivió principalmente en Sevilla. En 1606 Cervantes se asentó de manera permanente en Madrid, donde permaneció el resto de su vida. El 23 de abril de 1616 –la fecha en la que murió Shakespeare– Cervantes murió en la pobreza en la calle de Madrid que ahora lleva su nombre, sólo un año después de que apareciera la segunda edición de Don Quijote.
La obra maestra de Cervantes parece haber comenzado su vida como una caricatura cómica de los libros de caballería que eran populares en la época, pero se amplió a un reflejo caleidoscopio de la época en la que vivió el autor. Está lleno de vida porque refleja fielmente la vida de ese período -un rico mosaico de un mundo en transición-, un fermento de ideas y costumbres en conflicto y una variedad sin fin de caracteres. La mayoría de sus personajes proceden de las clases más bajas. Don Quijote fue un nuevo punto de partida en la literatura: un dibujo de la vida y las maneras reales, escrito en un lenguaje claro y cotidiano. Los lectores aclamaron la intrusión del lenguaje cotidiano en una obra literaria.
A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Cervantes no tenía un mecenas adinerado. Dependía exclusivamente de sus lectores. Esta era una relación totalmente nueva entre el escritor y su público. Cervantes sólo podía comer vendiendo sus libros y sólo podía venderlos escribiendo en un tono que resonara en los corazones y las mentes de su público. Esto lo consiguió brillantemente. Pocos libros en la historia han reflejado tan fielmente el nuevo espíritu que se estaba desarrollando en la sociedad. Para apreciar esto, es necesario tener una idea aproximada de lo que era realmente la sociedad española de esa época.
La España de Cervantes
“El descubrimiento de América, la circunnavegación de África abrieron nuevos horizontes e imprimieron nuevo impulso a la burguesía. El mercado de China y de las Indias orientales, la colonización de América, el intercambio con las colonias, el incremento de los medios de cambio y de las mercancías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la industria, un empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento revolucionario que se escondía en el seno de la sociedad feudal en descomposición”. (El Manifiesto Comunista)
La España de Cervantes era una sociedad en transición. La unión de las coronas de Aragón y Castilla consiguió, a través del matrimonio de Fernando e Isabel, crear las bases para la unificación española y la creación de una monarquía absolutista. La caída de Granada, el último reino musulmán de España, fue el acto final de la Reconquista que había durado siglos. A esto siguió rápidamente el descubrimiento de América y el ascenso de España como una potencia económica y militar dominante en Europa.
En la época en la que nació Cervantes Madrid sólo tenía 4.000 habitantes, aunque era comparable en tamaño a Toledo, Segovia o Valladolid. El crecimiento de Madrid fue el resultado de los fueros o derechos concedidos a la naciente burguesía española de los reinos de Castilla y León en el período medieval. En el siglo XIV, Fernando VI trasladó allí la corte para aprovechar la caza, el clima y el agua pura. También le dio a la monarquía una base independiente, libre del control de la nobleza provincial.
Bajo Felipe II, el vasto aparato burocrático del estado absolutista se completó y perfeccionó. Madrid se transformó y pasó de ser una villa provinciana a una ciudad de 100.000 habitantes, llena de iglesias, catedrales, palacios y embajadas. Para construir la ciudad, se cortaron todos los bosques. La zona que había sido conocida por su aire y agua pura se convirtió en un agujero pestilente. Las calles de Madrid eran oscuras, estrechas y llenas de basura putrefacta, con cerdos rebuscando en la suciedad. La división arbitraria de las casas, los palacios de mal gusto, las calles llenas de basura y los cadáveres de animales, los barrios empobrecidos con su atmósfera morisca, las casuchas de los pobres arremolinadas alrededor de las casas de los ricos. En todas partes estaba el hedor de la basura podrida y peor, fermentando en las calles donde se abandonaba convenientemente bajo la cobertura de la oscuridad. La corte de Madrid no era mucho mejor, según todas las crónicas, famosa por ser la más sucia de toda Europa. Algunos embajadores extranjeros la comparaban con una aldea del interior de África.
Era un caldero hirviente de cambio social donde las viejas clases se descomponían más rápidamente de lo que podían ser sustituidas por las nuevas. La decadencia del feudalismo, junto con el descubrimiento de América tuvo un efecto devastador en la agricultura española. En lugar de un campesinado productivo ganándose el pan con el sudor de su frente, nos enfrentamos a un ejército de mendigos y parásitos, aristócratas arruinados y ladrones, sirvientes monárquicos y borrachos, todos luchando por vivir sin trabajar.
La podredumbre empezaba por arriba. En medio de toda esta pobreza y suciedad, ruido y miseria, la corte española era considerada como la más brillante de Europa. Era un espectáculo sin fin de bailes, mascaradas y música. Los monárquicos españoles vivían espléndidamente, a crédito. Raramente pagaban a sus proveedores. Una cosa tan vulgar como el dinero apenas merecía consideración para la aristocracia.
La nobleza parasitaria vivía en condiciones de tan célebre extravagancia que se hizo necesario aprobar leyes contra el lujo excesivo en el vestir, los muebles e incluso en las sillas de montar. Las autoridades incluso tuvieron que organizar la quema pública de zapatillas decoradas, ligas de damas y ropas adornadas. Algunos duques iban acompañados de 100 lacayos vestidos de seda. Incluso los oficiales del ejército aparecían en público vestidos con ricos jubones y chaquetas decoradas con cintas, joyas y plumas.
A pesar del barniz externo de piedad religiosa, muchos nobles flirteaban públicamente con monjas jóvenes y atractivas a quienes encontraban en las calles. Se dice que el famoso retrato del Cristo de Velázquez fue entregado como un regalo de penitencia por Felipe IV por una de sus innumerables aventuras sexuales. Las damas de la nobleza no eran mejor que sus hombres. Cuando la duquesa de Nájera y la condesa de Medellín se pelearon, primero se lanzaron una lista de insultos que habrían ruborizado a una verdulera y después recurrieron con entusiasmo al argumento más penetrante del frío acero.
La corrupción era la norma, los funcionarios honestos eran la excepción. La Iglesia y el Estado estaban llenos de un auténtico ejército de parásitos y adláteres, todos luchando por conseguir fortuna del erario público. Muchos funcionarios vivían una existencia precaria y estaban dispuestos a vender a su abuela por unos pocos reales. La venta de cargos era la norma. Los ministros particularmente corruptos eran satirizados en versos insidiosos, pero lo normal era que no se prestara demasiada atención a un fenómeno que era tan común que llegaba a ser considerado normal.
La Armada Invencible
Felipe II heredó un fabuloso y rico imperio pero que no estaba basado en cimientos sólidos. Él ayudaría a socavarlo aún más con aventuras y guerras exteriores. El Escorial fue un monumento a su régimen burocrático desalmado. Aquí el espíritu del burocratismo intolerante estaba mezclado con el fanatismo religioso: en parte palacio, en parte monasterio, en parte mausoleo, ese era el centro administrativo del vasto imperio. Detrás de los elevados muros de El Escorial, Felipe II satisfacía sus fantasías imperiales, construyendo, reparando y reconstruyendo constantemente sus palacios reales, utilizando mármol y otros materiales costosos.
La nobleza se daba prisa para imitar el ejemplo de su monarca, construyendo sus propios palacios. La explosión de la construcción pronto diezmó los ricos bosques que habían cubierto la sierra de Madrid desde tiempos inmemoriales. Estos grandiosos planes al final llevaron a la bancarrota. Esa es la ironía central, en la cumbre de su poder y riqueza, España se dirigía de cabeza al declive y al empobrecimiento. Un siglo después, el hidalgo orgulloso con agujeros en su capa, la cartera vacía y un árbol genealógico tan largo como la lista de sus deudas se había convertido en un personaje literario común.
Aunque España era la potencia dominante en Europa, su desarrollo social iba por detrás del de Inglaterra, donde las relaciones capitalistas en la agricultura ya estaban muy avanzadas después de las conmociones de la Peste Negra y la Revuelta de Campesinos de finales del siglo XIV, como explica Marx:
En Inglaterra la servidumbre de la gleba, de hecho, había desaparecido en la última parte del siglo XIV. La inmensa mayoría de la población se componía entonces y aún más en el siglo XV de campesinos libres que cultivaban su propia tierra, cualquiera que fuere el rótulo feudal que encubriera su propiedad. En las grandes fincas señoriales el arrendatario libre había desplazado al bailiff (bailío), siervo él mismo en otros tiempos. (Carlos Marx. El Capital. Tomo I, Volumen 3, Cap. 24).
A principios del siglo XVI el capitalismo se había ya desarrollado tanto en España como en Inglaterra. Sin embargo, paradójicamente, el descubrimiento de América y su saqueo por parte de España sirvió para asfixiar al capitalismo español en su nacimiento. La afluencia de oro y plata de las minas esclavas del nuevo mundo minó el desarrollo de la agricultura, el comercio, la manufactura y la industria española. Atizó el fuego de la inflación y en lugar de prosperidad creó miseria.
Los nuevos descubrimientos convirtieron el comercio con la India por tierra en un negocio marítimo, y las regiones de la Península, que hasta entonces habían estado alejadas de las grandes rutas del comercio, llegaron ahora a ser los agentes y suministradores de Europa. (Prescott. Historia del reinado de Fernando e Isabel, los Reyes Católicos. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2007, pág. 633).
El poder ascendente del capitalismo inglés necesariamente chocó con el poder del imperio español. La corona inglesa, al principio con la piratería y después más abiertamente, desafió la supremacía española en los mares. Poco a poco, los ingleses y los holandeses comenzaron a poner pies firmes en el Caribe, sentando las bases para nuevos imperios coloniales. El conflicto entre España e Inglaterra llegó a su punto culminante cuando los ingleses enviaron ayuda militar a los rebeldes protestantes holandeses que se habían rebelado contra el dominio español. Esto inevitablemente llevó a la guerra.
El poder de España recibió un duro golpe y su orgullo una dura sacudida cuando en el verano de 1588 la Armada Invencible fue derrotada mediante una combinación letal de barcos de guerra ingleses y tiempo atmosférico borrascoso. De la noche a la mañana España se vio humillada por el emergente poder de Inglaterra. Esta derrota tuvo un carácter simbólico, el viejo mundo del catolicismo feudal estaba siendo rápidamente sustituido por el ascendente poder del protestantismo capitalista en el norte de Europa.
Los últimos años de Felipe II fueron años de severo declive físico, amargura y ansiedad. Las guerras sangrientas en Flandes parecían no tener fin. El monarca murió en 1598, diez años después de la derrota de la Armada y con él murió la época en la que España era la dueña de los destinos del mundo. Su hijo Felipe III fue un bufón inútil, más interesado en los placeres de la caza (ya fuera de jabalíes salvajes o de bonitas actrices) que en los asuntos de Estado. Poco después de la muerte de su padre, se aproximó uno de sus secretarios y le hizo la siguiente pregunta: “¿Qué debemos hacer con la correspondencia, Señor?” y él respondió: “Ponedla en manos del Duque de Lerma”.
De este modo, el monarca absoluto se convertía en el monarca ausente. Todo el poder real estaba en manos de su ayuda de cámara, el Duque de Lerma. La decadencia interna de España se aceleró aún más por la incompetencia y degeneración de su casa real. Pero las verdaderas causas del declive se encontraban en otra parte. Los gobernantes reales de España eran caracteres adecuados para esta tragicomedia de decadencia senil, nepotismo y corrupción.
España, que fue la primera nación unificada de Europa, y con un destacado poder económico y militar, fue derrotada por aquellas naciones -comenzando por Inglaterra y Holanda- que habían entrado más decididamente en el camino capitalista y donde la burguesía estaba luchando para conseguir el poder político.
Las inmensas riquezas arrancadas de las entrañas de un continente entero, fueron dilapidadas rápidamente por la corte y su ejército servil de zánganos aristócratas. Más allá de los muros de la corte había un mar turbulento de miseria, empobrecimiento y desesperación, que periódicamente estallaba en revueltas y disturbios violentos.
El Siglo de Oro
En este período, España era una colmena de actividad. Las cosas que ocurrían en casa y en el extranjero alimentaban la imaginación de todos los hombres de espíritu (y también de las mujeres). Este era el telón de fondo del Siglo de Oro español. En España, las letras nunca alcanzaron cotas tan deslumbrantes como en esta época. En este período los reyes y los nobles españoles tomaban bajo su patrocinio a un gran número de poetas, novelistas y pintores de la más alta calidad.
El mundo raramente ha visto tal galaxia de talento literario, con nombres como los de Miguel de Cervantes, Félix Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Pedro Calderón de la Barca y Tirso de Molina. Merece la pena mencionar aquí los nombres más importantes.
La figura excepcional de la época fue Lope de Vega. Aunque descendía de una familia aristocrática de Santander, Lope, como Cervantes, casi siempre pasó dificultades económicas. Era un hombre de su época, compartió sus triunfos y sus tragedias. Participó en la desastrosa aventura de la Armada Invencible. Se batió en un duelo mortal y como resultado fue desterrado de Madrid. Se casó dos veces y tomó los hábitos después de la muerte de su segunda esposa. Después de haber amasado una considerable riqueza murió en 1635.
De esta información vemos cómo su vida, igual que la de Cervantes, estuvo llena de aventuras, líos amorosos y viajes. Tan llena estuvo su vida que nos preguntamos cuándo tenía tiempo para escribir todo lo que escribió. Escribió mucho, 2.000 obras que no tienen igual en la literatura española. De éstas, sólo han sobrevivido 430. Entre ellas hay clásicos como Fuenteovejuna (basada en un hecho real), El mejor alcalde, el Rey y Peribáñez o el Comendador de Ocaña. También escribió poemas, épica y romances en prosa, además de obras religiosas.
En algunas de estas obras vemos importantes elementos sociales y políticos. Fuenteovejuna está basada en un hecho real que implicaba una insurrección popular y Peribañez o el Comendador de Ocaña ilustra la tiranía de las relaciones feudales en la España rural. Aquí la gente corriente es presentada en estado de rebelión permanente contra los señores feudales, pero la monarquía es presentada como el aliado y el defensor de la población. En otras palabras, tenemos aquí una expresión literaria del concepto del absolutismo. La monarquía absolutista española, como en todas partes, aumentó su poder a expensas de la nobleza equilibrándose entre las clases.
El contemporáneo de Lope, Pedro Calderón de la Barca, fue un dramaturgo, filósofo y teólogo que escribió entre otras obras, La vida es sueño y El Alcalde de Zalamea. Era igualmente popular pero menos prolífico que Lope. Nació en 1600 en una familia acomodada, su padre era secretario del Tesoro y fue educado en las prestigiosas universidades de Salamanca y Alcalá de Henares. Más tarde participó en las campañas de Flandes y en la supresión de la insurrección catalana de 1640. Se dice que al menos tuvo un asunto amoroso ilícito y un hijo ilegítimo. Pero en 1651 expresó su deseo de entrar en un monasterio y sólo le detuvo la intervención personal de Felipe IV.
Las obras de Calderón, escritas en un estilo barroco, tienen un fuerte elemento moralizador y del que sufren sus personajes. En El Alcalde de Zalamea y El Médico y su honra el tema principal es el honor. Es el ideal feudal de una sociedad cortesana que nunca había existido y, sin duda, no existía en aquella época. No es de extrañar que Felipe IV, el príncipe de los rufianes, ¡fuera un ferviente admirador! Su obra más famosa, La vida es sueño, es el título más apropiado que se ha escrito para la época. La clase dominante española estaba viviendo un sueño del que tuvo un duro despertar.
El nombre de Francisco de Quevedo es menos conocido fuera de España, pero fue otro gran escritor del Siglo de Oro. Su nombre está asociado a la sátira. Dejó tras de sí un cuadro vivo de la España de la época en su obra maestra de lo que se conoce como literatura picaresca: El buscón. Sus obras están caracterizadas por su humor sutil, un espíritu crítico y están claramente enraizadas en los acontecimientos del período trágico de la historia española en la que estuvo destinado a vivir y escribir.
Quevedo se dio cuenta que el declive de España estaba vinculado con la degeneración y corrupción de la corte. La banda de parásitos que ocupaban Conocía bien a la banda de parásitos que ocupaban el Alcázar de Madrid por su experiencia como joven en la corte. A la edad de 31 años decidió trasladarse a Italia para ocupar un puesto en Nápoles como secretario del Duque de Osuna, pero cuando más tarde éste cayó en desgracia Quevedo sufrió la prisión y el exilio. Fue rescatado por el Duque de Olivares, el futuro ayudante de Felipe IV con quien mantuvo una curiosa relación de amor y odio durante el resto de su vida.
Su obra El buscón es probablemente la más hermosa novela satírica del siglo XVII. En su obra Sueños describe la vida de la corte y la aristocracia. Esta obra no cayó bien y fue encarcelado por sus críticas al círculo gobernante y al Duque de Olivares. Cuando más tarde éste último cayó en desgracia, Quevedo fue liberado de la cárcel pero murió en el olvido dos años después, en 1645.
La lista es larga pero mencionaremos sólo un autor más de la época: Tirso de Molina. Este era el seudónimo del fraile Gabriel Téllez, que más tarde nos dejó la inmortal historia de uno de los personajes más inmorales (o más bien amorales) de la literatura mundial: Don Juan, el personaje central de El burlador de Sevilla. Es interesante que este sacerdote estuviera familiarizado con la psicología femenina. En sus comedias de enredo (Don Gil de las calzas verdes y El amor médico) la protagonista siempre es una mujer.
La novela picaresca
Los expulsados por la disolución de las mesnadas feudales y por la expropiación violenta e intermitente de sus tierras, ese proletariado libre como el aire, no podían ser absorbidos por la naciente manufactura con la misma rapidez con que eran puestos en el mundo. Por otra parte, las personas súbitamente arrojadas de su órbita habitual de vida no podían adaptarse de manera tan súbita a la disciplina de su nuevo estado. Se transformaron masivamente en mendigos, ladrones, vagabundos, en parte por inclinación, pero en los más de los casos forzados por las circunstancias. De ahí que a fines del siglo XV y durante todo el siglo XVI proliferara en toda Europa Occidental una legislación sanguinaria contra la vagancia. A los padres de la actual clase obrera se los castigó, en un principio, por su transformación forzada en vagabundos e indigentes. La legislación los trataba como a delincuentes «voluntarios»: suponía que de la buena voluntad de ellos dependía el que continuaran trabajando bajo las viejas condiciones, ya inexistentes”. (Marx, El Capital, Tomo I, vol. 3, cap. 24)
Este fue el período que dio nacimiento al más español de todos los géneros literarios: la novela picaresca. El pícaro es un tramposo, un bribón y un aventurero que vive a costa de su ingenio porque no tiene nada más de lo que vivir. Es el producto de un período socio-histórico definido: el período de transición producido por la decadencia del feudalismo. Aquí tenemos los deshechos de un mundo en pleno proceso de disolución. La decadencia del viejo orden provoca una situación caótica en la que la vieja moralidad se resquebraja pero no hay nada que poner en su lugar: de aquí el nihilismo alegre y moral del pícaro. La sociedad española de la época nos presenta un rico mosaico de canallas, ladrones y estafadores que probablemente no tiene parangón en la historia mundial. La filosofía de esta capa social se puede resumir en una sola palabra: supervivencia. La vida es una pelea alocada por garantizarse los medios de subsistencia por cualquier método posible. Su lema es: “Cada cual para sí y que sea lo que Dios quiera”.
En la segunda mitad del siglo XVI Madrid ya estaba establecida como “la muy noble y leal” capital de España. La población comenzó a aumentar por la afluencia de forasteros atraídos por la corte como las abejas a la miel o las moscas a sustancias menos apetitosas. La novela picaresca reflejaba la situación real en el período donde el feudalismo español estaba en declive. Los engaños del comerciante, la brutalidad de los soldados, el fanatismo de los sacerdotes y la corrupción de los cortesanos, éstos eran simples hechos de la vida.
Este complicado calidoscopio era, en realidad, la expresión de una sociedad en proceso de desintegración donde no era posible ninguna síntesis. Junto a la aristocracia con sus altisonantes títulos y monederos vacíos, había una masa de elementos desclasados, mercenarios y aventureros. Las calles de la capital estaban llenas de criminales, desertores del ejército y fanfarrones de todo tipo y tamaño, portando espadas y puñales. Tan pronto se metían en una pelea como metían la mano en un bolsillo ajeno. Las bandas de ladrones eran activas por la noche y no era buena idea estar en la calle en las horas de oscuridad. Un cronista contemporáneo se lamentaba: “No debe haber un rebelde, lisiado, manco, cojo o ciego en toda Francia, Alemania, Italia o Flandes que no descienda de Castilla”.
Este es el verdadero contexto del que surgieron el Lazarillo de Tormes, el Buscón y por último, pero no menos importante, Don Quijote. Como estilo literario la novela picaresca surge de la degeneración del romance de caballería, de la misma manera que sus prototipos humanos surgieron de la degeneración del feudalismo, lo que sólo es otra forma de expresar la misma idea. La decadencia del feudalismo inevitablemente produjo una reacción contra los valores, la moralidad y los ideales del feudalismo. Esta reacción se expresa en forma de ironía y ridículo; un punto de vista pasado de moda que ha sobrevivido a sí mismo, es ridículo por definición y por lo tanto una fuente de humor.
Estas páginas rebosan de vida y personas con caracteres fuertes y coloristas. La clase de antihéroe de la novela picaresca, como en el Lazarillo de Tormes, es una caricatura de los héroes del romance caballeresco. En lugar de un caballero con brillante armadura, es un joven mendigo ruin, una figura familiar en la España de esta época.
Aquí tenemos la verdadera génesis de un género literario reconocible que aparece más tarde en el Gil Blas de Le Sage; el Jonathan Wilde, de Fielding; y en el Barry Lindon, de Thackaray.
Las páginas de Don Quijote están llenas de personalidades y situaciones tomadas del gran libro de la vida misma. El espíritu de este libro, con su sencillo realismo y alegre optimismo, es claramente el del humanismo renacentista y no tiene nada que ver en absoluto con la Contrarreforma. Aquí nuestros ojos se dirigen no hacia el cielo sino hacia la tierra y todas sus riquezas. Su lema es: “Nada humano me es ajeno”.
En Don Quijote hay un fuerte elemento nacional. Es un libro intrínsecamente español. No podía haber sido escrito en ninguna otra parte. Aquí tenemos el agudo contraste del sol y la sombra tan característicos del paisaje de España, que también se refleja en la vida y el carácter del pueblo español. Pero esta explicación, aunque es cierta, de ninguna manera agota la cuestión. No se puede explicar plenamente la riqueza de la caracterización de Cervantes en términos puramente nacionales. Para comprender correctamente a Cervantes es necesario situarlo en su contexto social, económico e histórico.
Fue Marx quien señaló que los períodos de gran transición histórica son particularmente ricos en “personajes”. Esto es cierto tanto en Shakespeare como en Cervantes. La Inglaterra de Shakespeare, como la España de Cervantes, estaba en medio de una gran revolución social y económica. Era un cambio turbulento y penoso, que sumió a una gran cantidad de personas en la pobreza y creó en las ciudades una gran clase de elementos lumpenproletarios desposeídos: mendigos, ladrones, prostitutas, desertores, que se codeaban con los hijos de los aristócratas empobrecidos, y sacerdotes apartados del sacerdocio, para crear una reserva interminable de personajes como Sir John Falstaff y el Lazarillo de Tormes.
Las escenas subidas de tono en Don Quijote en tabernas de dudosa reputación, dan vida y color a la novela; mientras destacan la contradicción central del período histórico. El pueblo español común es vivo y alegre, de la misma forma que la nobleza es una clase muerta y absurda. El tema central de Don Quijote contiene una verdad histórica fundamental sobre España en el período de decadencia feudal. Los ideales de la caballería aparecen ahora tan ridículos y como una excentricidad anticuada en la naciente economía capitalista, en donde todas las relaciones sociales, la ética y la moralidad están dictadas por el nexo desnudo del dinero.
Un período de transición
“[Marx] situaba a Cervantes y a Balzac por encima de todos los novelistas. Veía en Don Quijote la épica de la caballería en desaparición, cuyas virtudes eran ridiculizadas y escarnecidas en el mundo burgués en ascenso”. (Paul Lafargue. Recuerdos de Marx).
Toda clase dominante alberga las mismas ilusiones en sí misma. En sus imaginaciones son héroes conquistadores, cuando en realidad están implicados en los asuntos más sórdidos y sucios. Marx, que admiraba mucho Don Quijote, escribía: “Lo indiscutible es que ni la Edad Medía pudo vivir de catolicismo ni el mundo antiguo de política. Es, a la inversa, el modo y manera en que la primera y el segundo se ganaban la vida, lo que explica por qué en un caso la política y en otro el catolicismo desempeñaron el papel protagónico. Por lo demás, basta con conocer someramente la historia de la república romana, por ejemplo, para saber que la historia de la propiedad de la tierra constituye su historia secreta. Ya Don Quijote, por otra parte, hubo de expiar el error de imaginar que la caballería andante era igualmente compatible con todas las formas econó micas de la sociedad”.
Mientras que en Lope de Vega la vieja idea feudal del honor es tratada con una seriedad letal, en Don Quijote se convierte en materia de humor. Cervantes está mirando hacia delante, mientras que Lope está mirando hacia atrás. Cervantes representa una transición hacia una sociedad y moralidad capitalistas, basada en el dinero y no en el rango, mientras que Lope mira hacia atrás vehementemente a las certezas morales de un mundo desvaneciéndose donde todo hombre conocía su lugar y la sociedad era mantenida por un fuerte cemento de honor y obligaciones mutuas. Aún así, las obras de Lope ya descubren las cartas: son una admisión tácita de que estos valores han colapsado con la vieja sociedad que los ha producido.
La esencia del humor de Don Quijote son precisamente las contradicciones generadas por la transición del feudalismo al capitalismo, de una sociedad basada en el concepto del servicio feudal, el honor y la lealtad, a una sociedad totalmente diferente basada exclusivamente en las relaciones monetarias. El caballero andante de Don Quijote entra en conflicto con la realidad social y económica existente, de la misma forma que los sueños entran en conflicto con la vida cotidiana. Esto es una expresión literaria de la bancarrota de la aristocracia española, que disimulaba su pobreza con un aura de nobleza gentil. Esa es la ironía de una clase social que no comprende que está condenada y que las viejas formas ya no pueden jugar ningún papel.
Esta contradicción se nos descubre absurda y por lo tanto cómica. Las personas pobres y supuestamente ignorantes comprendían la verdadera situación y correctamente atribuían el comportamiento de los caballeros a la locura. Ciertamente, es un tipo de locura, pero no de una locura individual sino la de una clase social entera que ha sobrevivido a su utilidad y que no se reconcilia con este hecho, que en realidad es obvio.
En realidad, la España de la época estaba llena de hombres con grandes nombres e impresionantes títulos que no tenían dos peniques. Había incluso grandes terratenientes que eran poco más que mendigos. En el primer capítulo, tenemos ya una descripción de Don Quijote como miembro de una nobleza que es más una sombra de sí misma, reducida a la semipobreza y prestando escasa atención a los asuntos mundanos de la producción agrícola:
Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso -que eran los más del año-, se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda.
Don Quijote no tenía concepción del dinero. Exclamaba indignado: “¿Qué caballero andante pagó pecho, alcábala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote?”. Está totalmente fuera de la economía monetaria, al menos en su mente. Si la sociedad se hubiera regido por la economía quijotesca pronto habría quebrado, ya que en aquel momento nadie había oído hablar del crédito e incluso el orgulloso poseedor de una tarjeta de crédito tarde o temprano se enfrenta a la necesidad nada agradable de saldar sus cuentas.
En el episodio de la Venta en el tercer capítulo, Don Quijote hubo de recibir una lección de economía moderna del ventero que le preguntaba si llevaba algo de dinero encima, a lo que Don Quijote respondió: “que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno la hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba; por admitir que las historias de esta materia no son mencionadas por haberles parecido a los autores de ellas que no era menester escribir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trajeron, y así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recibían”.
La lección estaba bien aprendida. Cuando inicia su segunda ronda de aventuras, Don Quijote se asegura estar bien provisto de la moneda del reino, endeudándose mucho como resultado de ello. En el capítulo siete se nos informa que: “Dio luego Don Quijote orden en buscar dineros, y vendiendo una cosa, y empeñando otra, y malbaratándolas todas, reunió una razonable cantidad”. Esta era la historia de toda la aristocracia española y de la misma España.
Sancho Panza
En Don Quijote dos son los protagonistas y no uno. Junto al alto y flaco caballero montado en un viejo caballo desvencijado hay un campesino pequeño y gordo a lomos de una mula. Aquí está uno de los grandes dúos de la literatura mundial, tan inseparables como la sal y la pimienta. ¿Qué decir del otro personaje de la novela? Sancho Panza es un pobre jornalero agrícola, un vecino de Don Quijote, “hombre de bien -si es que este título se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca sal en la mollera”. La ausencia de sabiduría en Sancho es presumiblemente lo que le lleva a seguir a su amo medio loco. Pero a cada paso es el campesino ignorante el que comprende la verdadera situación e intenta demostrárselo a su amo, que naturalmente se niega a creerle.
En esto también hay implicaciones filosóficas. La filosofía dominante en la España de Cervantes no había avanzado más allá del escolasticismo de la Edad Media, una versión vulgarizada de Aristóteles mezclada con el idealismo de Platón. Los únicos avances reales de la filosofía en la Edad Media los hicieron los filósofos islámicos y los científicos de Al Andalus, pero como la España cristiana apenas acababa de emerger de una larga guerra de conquista contra los musulmanes en el sur, estas ideas eran anatema para ella. La Iglesia ejercía un dominio completo de la filosofía, como sobre todos los demás aspectos de la vida intelectual, excepto la literatura.
Los filósofos escolásticos cristianos pasaban una extraordinaria cantidad de tiempo debatiendo asuntos como el sexo de los ángeles y cuántos ángeles podrían bailar en la cabeza de un alfiler. Cervantes se mofa de las disputas universitarias en la divertida parodia del yelmo de Mambrino. Sin embargo, el propio Don Quijote es un idealista filosófico. En el capítulo diez pronuncia uno de sus discursos habituales sobre los principios de la caballería andante, donde demuestra más allá de toda sombra de duda que los caballeros andantes (y por tanto sus escuderos) no necesitaban comer:
Hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y, ya que coman, sea de aquéllo que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo; que aunque han sido muchas, en todas ellas no se ha hallado hecho relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores. Y aunque se deja entender que no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque, en efecto, eran hombres como nosotros, hase de entender también que andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí me da gusto; ni querrás tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería andante de sus quicios.
Sin embargo, Sancho Panza es un convencido materialista filosófico y no hará caso de ninguna de estas palabras:
¡Gran Merced! -dijo Sancho-; pero sé decir a vuestra merced que como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas como sentado a par de un emperador. Y aún, si va a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. Así que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más cómodo y provecho; que éstas, aunque las doy por bien recebidas, las renuncio para desde aquí al fin del mundo.
Al fin y al cabo, Sancho Panza no es tan ignorante como parecía. Sus palabras contienen el sentido común sencillo de las masas. Tiene los pies firmemente en la tierra. Vive en el mundo real, el que hace mucho tiempo ha abandonado Don Quijote. Come, bebe, estornuda, duerme y realiza todas las demás funciones corporales que su idealista amo trata con desprecio. En realidad, Sancho está principalmente preocupado por su panza, hasta el punto que pregunta a su amo sobre el jornal de los escuderos de los caballeros andantes. En otra parte Don Quijote dice: “debería haber recordado, por experiencia, que la palabra de un campesino está regulada no por el honor sino por el beneficio”.
La Iglesia
En los siglos XV y XVI la España católica estaba en la vanguardia de la reacción europea. Era la época de la Reforma -y la Contrarreforma-. La Santa Iglesia Romana estaba en el centro del orden establecido y luchaba ferozmente para defender su poder y privilegios contra el espíritu de la nueva época. En su batalla sangrienta por las almas de los hombres, las armas utilizadas no fueron los simples discursos sino la espada y el fuego. Se tomaron muy en serio las palabras de La Biblia: “No he llegado para traer la paz sino la espada”.
La Iglesia Católica Romana era todopoderosa en España -una realidad enfatizada por el hecho de que el Cardenal Cisneros se convirtió en regente después de la muerte de Fernando-. Sólo después de dos años en el gobierno nombró rey a Carlos, el nieto de los monarcas católicos Fernando e Isabel. Carlos comenzó una política centralizadora, parte de ella fue convertir a Madrid en capital, política que su hijo Felipe II continuó con la construcción de El Escorial en la sierra de Madrid, en la que incluso participó ocasionalmente con la supervisión de sus trabajos.
Era una sociedad dominada por el sacerdote. Esto llevó al establecimiento de la Inquisición y la Sociedad de Jesús (los jesuitas), fundada por el fanático vasco San Ignacio de Loyola como tropas de choque militantes de la Contrarreforma. Felipe II estaba tan dominado y obsesionado por la religión que era incapaz de tomar la más mínima decisión política sin consultar primero con sus sacerdotes.
Madrid y las otras ciudades españolas estaban llenas de instituciones religiosas, iglesias, monasterios y conventos para las órdenes sagradas como las Descalzas, monjas que se mortificaban de la manera que indica su nombre. En la recién construida Plaza Mayor de Madrid, había todo tipo de juegos y espectáculos para el entretenimiento y edificación de la opinión pública, incluido el más espectacular de todos: el auto de fe. La religión impregnaba cada poro de la sociedad española sin producir ningún efecto evidente en la moral pública. Las órdenes inferiores, aunque exteriormente devotas, estaban obsesionadas con el fetichismo supersticioso que no hacía nada para inculcar un sentido de moderación en su conducta. Miles se reunían en la Plaza de la Cebada para escuchar los desvaríos de algunos frailes medio locos. La obsesión por la idolatría les inducía a raspar el yeso de los muros de las iglesias para guardarlos como reliquia.
Sin embargo, el ambiente dominante de fanatismo religioso no impidió la epidemia general de robos, violaciones, asesinatos, peleas y duelos que estaba a la orden del día. Del reino de la miopía religiosa fanática de Felipe II al del disoluto Felipe IV, la inmoralidad alcanzó su cénit más espectacular. La propia Iglesia reflejaba la moral general de la época. Había casos de frailes implicados en robos, violaciones y asesinatos. Los duelos se producían cada día por docenas. Por las noches las calles eran prácticamente intransitables, la iluminación de la ciudad estaba limitada a esas lámparas que parpadeaban ante las imágenes de las vírgenes y santos en los muros exteriores de las casas.
La Iglesia, que supuestamente debía actuar como el guardián de la moral pública, en realidad era un semillero de intriga política. Su insistencia fanática en el sostenimiento por todos los medios necesarios de la supuesta pureza doctrinal de la Iglesia era en realidad un medio para fortalecer el control de la Iglesia sobre cada uno de los aspectos de la vida y del comportamiento humanos. Esta dictadura espiritual, apoyada por la Inquisición -la Gestapo de la Edad Media- era sólo otra manifestación del estado burocrático que gobernaba España y que presidía sus ruinas.
La intolerancia y el fanatismo estaban a la orden del día. Después de la conquista de Granada, los musulmanes fueron obligados a convertirse o si no debían abandonar España. Muchos se convirtieron para poder quedarse en su hogar, pero fueron sometidos a todo tipo de restricciones molestas y controles bajo la mirada escrutadora de la Inquisición. Llegaron incluso hasta obligar a cada familia morisca a mantener un jamón colgado en la cocina, e incluso crearon una “policía del jamón” que inspeccionaba la cuestión antes mencionada a intervalos regulares para garantizar que se consumía entero. En Don Quijote, Cervantes se atreve a hablar con simpatía de los moriscos.
Cuando Don Quijote pronuncia las famosas palabras a Sancho: “Con la Iglesia hemos topado, Sancho”, creó una expresión que se convirtió casi en un refrán popular en España. Mientras Don Quijote estaba bastante dispuesto para atacar a los molinos de viento, tenía que pensárselo dos veces para enfrentarse a la Iglesia. Por supuesto, en una época en que la Inquisición quemaba a hombres y mujeres por las ofensas más triviales, Cervantes tenía que andar con cuidado y cubrirse las espaldas con declaraciones de su fe. Pero está muy claro que su actitud, al menos hacia la religión organizada, era crítica, si no abiertamente hostil. Si se lee Don Quijote cuidadosamente, es inmediatamente evidente que las críticas a la Iglesia aparecen como un hilo rojo a través de todo el libro.
En el capítulo cinco la sobrina de Don Quijote dice: “Más yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien merecen ser abrasados como si fuesen herejes”. Esto se lleva a cabo debidamente en otro capítulo, cuando uno por uno los libros de Don Quijote son lanzados a las llamas:
Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa, y tales debieron de arder que algunos merecían guardarse en perpetuos archivos, más no lo permitió la suerte ni la pereza del escrutiñador, y así se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos por pecadores.
Esto es muy claramente una parodia de los autos de fe de la Inquisición que llenaban las plazas centrales de las ciudades españolas con el hedor de la carne ardiendo. En estas ceremonias brutales a menudo era el inocente el que sufría, mientras el culpable presidía el espectáculo. En otras ocasiones, Don Quijote también habla con mordaz desprecio sobre la Iglesia. En la época donde la Santa Inquisición tenía el poder absoluto sobre la vida y la muerte, era muy valiente, incluso temerario, adoptar esa actitud. En el capítulo XIII alguien dice que los monjes cartujos también vivían una vida austera como los caballeros andantes: “Tan estrecha bien podía ser -respondió Don Quijote-, pero tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda”.
Un espíritu rebelde
Leyendo entre líneas es posible detectar elementos de crítica social en casi cada página de Don Quijote. El espíritu de rebelión está presente desde el mismo principio. En el prólogo del autor leemos:
“Ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor de ella, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice, que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual te exenta y hace libre de todo respecto y obligación; y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres de ella”.
Don Quijote también es un comunista instintivo. En su discurso a algunos cabreros incrédulos habla de una edad dorada en un tiempo pasado y lejano, cuando todas las cosas eran de propiedad común:
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle las robustas encinas, que libremente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.
Él contrasta esta edad dorada cuando todas las cosas eran propiedad común con la presente época en la que el dinero y la concupiscencia determinan cada aspecto de la vida y del pensamiento:
Y ahora, en estos nuestros detestables siglos, nadie está seguro, aunque se oculte y cierre en otro nuevo laberinto, como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud se les entra la amorosa pestilencia y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quienes agradezco el agasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación, me acogisteis y regalasteis, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra.
Fue un golpe maestro de Cervantes poner lo que sería una muy atrevida crítica social en boca de un loco. Todo revolucionario en la historia ha sido considerado un loco por sus contemporáneos. Para la mayoría de las personas es racional aceptar el statu quo y aquél que no acepta el orden existente es irracional -loco- por definición.
Hegel escribió: “Todo lo que es real es racional y todo lo que es racional es real”, y esa frase ha sido tomada como una justificación absoluta del statu quo. Pero Engels explica que para Hegel no todo lo que existe también es real, sin más calificación. Para Hegel el atributo de realidad pertenece sólo a lo que al mismo tiempo es necesario. “En el curso de su desarrollo la realidad demuestra ser una necesidad”.
Lo que es necesario también se demuestra, en última instancia, como algo racional.
Sobra decir que para un marxista todo lo que existe lo hace por alguna necesidad. Pero las cosas cambian, evolucionan, se modifican y engendran constantemente contradicciones internas que finalmente llevan a su destrucción. Por lo tanto, pierden la cualidad de necesidad y entran en contradicción con ella. El terreno comienza a moverse bajo los pies del orden establecido. Aquellas personas que se consideran los más realistas ahora se convierten en el peor tipo de utópicos reaccionarios, mientras que aquéllos que eran considerados como soñadores y locos, se convierten en las únicas personas cuerdas de un mundo que se ha vuelto loco.
En un período histórico en el que un sistema socioeconómico caduco está en declive, la ideología, la moralidad, los valores y la religión que anteriormente eran el pegamento que mantenía unida a la sociedad, pierden su poder de atracción. Las viejas ideas y valores se convierten en objeto de ridículo. Las personas que se aferran a ellos se convierten en objeto de burla, como Don Quijote. La naturaleza relativamente histórica de la moralidad se hace evidente. Lo que era malo se vuelve bueno, lo que era bueno se vuelve malo.
El largo e ignominioso declive de España
El descubrimiento de América, que en un principio fortaleció y enriqueció a España, se volvió contra ella. Las grandes vías comerciales se desviaron de la Península Ibérica. La Holanda enriquecida se desgajó de España. Después de Holanda fue Inglaterra la que se elevó por encima de Europa a una gran altura y por largo tiempo. Y a partir de la segunda mitad del siglo XVI la decadencia de España es evidente. Después de la destrucción de la Armada Invencible (1588) esta decadencia toma, por así decirlo, un carácter oficial. Es el advenimiento de este estado de la España feudal-burguesa que Marx calificó de «putrefacción lenta y sin gloria”. (Trotsky. La revolución española y las tareas de los comunistas. 24 de enero de 1931).
Por debajo de la superficie de toda la brillantez de las conquistas de España, los cimientos de este edificio imponente ya estaban desmoronándose. Todo el tejido de la sociedad estaba corrompido. A pesar de la peligrosa situación de las finanzas españolas, se decidió reanudar la guerra con Holanda. Para levantar un ejército de mercenarios en España y Alemania, el Tesoro acuñó moneda falsa en forma de vellón, una medida que llevó inevitablemente a una explosión de la inflación. El colapso final llegó lenta e ignominiosamente.
No sólo se devaluó la moneda. La monarquía estaba totalmente corrupta y la corte no era otra cosa que un pozo negro de inmoralidad y vicio. En el reinado de Felipe IV la inmoralidad de la corte española alcanzó niveles escandalosos. El propio monarca, cuando no estaba ocupado cazando en El Pardo, El Escorial y Aranjuez, se pasaba el tiempo en numerosos asuntos amorosos y se rodeó de un auténtico ejército de meretrices, amantes e hijos ilegítimos. Fue padre de numerosos hijos ilegítimos, el más famoso fue Don Juan José de Austria, a quién engendró con una famosa actriz cómica conocida como La Calderona. La reina, por su parte, no mantenía en secreto a su amante: el Conde de Villamediana.
Como potencia dirigente de la Contrarreforma, España estaba mirando atrás, intentaba detener el flujo de la historia, aplicando una política quijotesca. Y como Don Quijote, no consiguió detener el reloj, sino sólo condenarse al declive, la derrota y la decadencia a todos los niveles. España ya era un gigante con pies de barro y sus aventuras militares en los Países Bajos fueron el golpe del último clavo en su ataúd. En un breve espacio de tiempo Holanda se liberó del abrazo mortal de España, que pronto se encontró siendo la víctima de una agresión militar exterior, humillada y aplastada por las naciones que anteriormente habían sido sus inferiores.
La Inquisición se había convertido en todopoderosa, presidiendo un reinado de terror, basado en los métodos habituales de la tortura y las hogueras. En 1680 la Plaza Mayor de Madrid fue el escenario del auto de fe más espectacular. El hedor de la carne quemada envenenó el alma y pervirtió la mente de España. El oscurantismo penetró en los más altos niveles del Estado. Este ambiente reinante se reflejó en el arte de ese período, un arte que, con unas pocas excepciones destacables, estaba impregnado con un espíritu de fanatismo miope y sin sentido.
El declive de España es una ilustración gráfica de cómo una sociedad que es incapaz de desarrollar las fuerzas productivas puede caer víctima de su propio éxito. “El orgullo llega antes de la caída” dice un refrán. La arrogancia de la España imperial tiene un homólogo moderno en la arrogancia de EEUU hoy. Igual que España era la nación más poderosa y rica de la tierra en el siglo XVI, EEUU lo es hoy. Igual que España era el centro neurálgico de la contrarrevolución mundial entonces, EEUU lo es hoy. Igual que España se excedió en aventuras militares extranjeras que agotaron su fuerza y vaciaron sus arcas, EEUU está extralimitándose hoy a escala mundial.
Los paralelismos son obvios y se extienden a la esfera de la ideología y la religión. George W. Bush es un fanático religioso miope, como lo era Felipe II, e igualmente decidido a establecer una dominación mundial absoluta. Estos paralelismos no son casualidad. Estamos viviendo un período de gran cambio histórico, un período de transición, similar al final del siglo XVI. Pero mientras que en aquella época el mundo estaba presenciando el desmoronamiento del feudalismo y el movimiento irresistible hacia el capitalismo, ahora estamos viendo la agonía mortal del capitalismo y un movimiento igualmente irresistible hacia una nueva sociedad que nosotros llamamos socialismo.
Aquellos que tienen el valor de decirlo son calificados de utópicos, soñadores y locos. Los que compartimos ese honor con Don Quijote, nos encontramos tan poco cómodos en el mundo del capitalismo como nuestro ilustre antepasado. Pero a diferencia de él, no buscamos dar marcha atrás al reloj o regresar a una edad dorada que nunca existió. Todo lo contrario, deseamos fervientemente avanzar hacia una nueva fase y cualitativamente superior de desarrollo humano.
No tenemos necesidad de sueños e ilusiones, preferimos mantener los pies sobre la tierra. En ese aspecto, al menos, estamos más en la tradición de ese gran proletario de gran corazón y con sentido común que era Sancho Panza. Pero compartimos con el caballero de La Mancha un feroz odio hacia la injusticia en todas sus formas. Compartimos su capacidad de elevarse por encima de la miope pequeñez del filisteísmo burgués, para desear un mundo mejor al que vivimos ahora, e igualmente compartimos su valor de luchar para cambiarlo.